Doble imprevisto
El duesenberg dejaba atrás Hutchinson River Parkway internándose en la espesa neblina que difuminaba los carriles de la vía. En la primera de las bifurcaciones, tomó la salida en dirección North Maple Avenue. La monótona conducción zambullía a Ellery en una proyección absorbente e imprecisa del caso. Cambiaba de marchas y rebasaba los automóviles que olvidaban la función del pedal del acelerador sin un pestañeo o variación facial que probara que su atención estaba puesta en el camino.
El agudo claxon de uno de los vehículos le hizo brincar en el asiento. Lo divisó a través del espejo retrovisor, creyéndose causante de alguna imprudencia debido a su falta de consciencia. Con una mueca apreciativa, retornó a su estado meditabundo. El individuo mosqueado que tocaba reiteradamente la bocina no lo tenía a él como diana de su furia. Su griterío, ahogado por la jungla de motores y las estocadas de viento, estaba dirigido al ocupante de un coche azul oscuro situado a espaldas del duesenberg.
La parsimonia del conductor que tenía delante y que obligaba a Ellery a decelerar para evitar una colisión contra el portón trasero lo instó a girar el volante sin apenas reparar en si entorpecía el paso a otro vehículo en proceso de adelantamiento. Durante la maniobra, distinguió movimiento en el espejo retrovisor central. En el cambio de rasante, el coche azul emergía a escasos metros.
La sensación de estar siendo perseguido propició en Ellery un desagradable estado de hipervigilancia. Apretó el volante entre sus manos, divisó el carril contrario y finalizó el adelantamiento. No descuidó ni un segundo la posición del coche en el espejo. Comprobó que, cuando la distancia entre ambos aumentaba en exceso, el vehículo de carrocería azulada se apresuraba a ajustarse a la retaguardia del duesenberg.
Ellery arrugó los ojos. La nubosidad ambiental entorpecía la identificación de los rasgos del conductor.
Viró a la izquierda en la entrada a la mansión, donde un arsenal de arbustos disimulaba la verja, y frenó junto al arcén. Se retrepó en el asiento buscando constatar aquella abrupta ideación persecutoria con la reacción del conductor. Como había previsto, el coche continuó hacia adelante.
—Ya estás delirando —se reprochó.
Reanudó la marcha hacia el final del paseo.
Colahan y su circunspecto desprecio lo acogían en el hogar de Tom nuevamente.
—Usted no se rinde.
—Yo tampoco me alegro de verle —saludó. Accedió sin un consentimiento de por medio al pequeño salón del primer piso. Ni rastro de Tom—. ¿Dónde está?
—El señor McKley se encontraba indispuesto. Se encerró en su dormitorio. Es preferible que regrese en otro momento.
—Sí, de acuerdo —asintió Ellery, y, sin más dilación, subió a la segunda planta.
—¡Señor Queen! —exclamó el abogado, partiendo detrás.
Ellery aumentó la velocidad de la carrera a la altura de la puerta del dormitorio. La visión que le dio la bienvenida al precipitarse en el interior lo paralizó en el umbral. La cama con las sábanas revueltas estaba vacía.
La sensación de alerta se intensificó de forma desmedida. Su intuición le avisaba de que algo no marchaba bien. El escalofriante silencio que inundaba la habitación le erizó el vello de la nuca.
Soportando el pinchazo en el pecho con el que su cerebro pretendía persuadirlo de que era mala idea, se plantó en el centro de la estancia.
Una figura yacía en la esquina oculta por los grandes postes de la cama.
—Tom...
La posición del cuerpo, con la cabeza inclinada hacia atrás, apoyada de perfil en la pared, y los ojos cerrados, sin movimiento, despertó en Ellery una oleada de espanto.
Se abalanzó sobre Tom y colocó los dedos índice y corazón a un lado de la prominencia de la garganta. El latido era superfluo.
—¿¡Qué se supone que ha tomado!? —interrogó al abogado, quieto en el quicio. De rodillas, encendió la lucecita de la lámpara de la mesita de noche y la enfocó en el ojo al que había abierto el párpado—. Tiene las pupilas constreñidas.
Se incorporó de un salto y se adentró en el baño de la habitación. Un vaso vacío del que rezumaba olor a whisky y un bote de barbitúricos abierto descansaban en el lavabo.
La rabia se apoderó de su ser.
—¡¿Este es su modo de cuidar a su cliente?! —le echó en cara, estampando contra el pecho del abogado sus descubrimientos.
—¡Yo no tenía idea de lo que estaba haciendo! —se excusó, sobresaltado. Ahogó un lamento al comprobar los objetos que sostenía—. Dijo que necesitaba descansar, nada más.
—¡Cállese y écheme una mano!
Soportaron el cuerpo inconsciente de Tom entre los dos y lo tumbaron en la cama. Colahan instaló unas almohadas bajo la cabeza mientras Ellery le desabotonaba la camisa.
El señor Colahan empapó una toalla en agua fría y le secó la frente.
—¡Eh, Tom! —lo llamó Ellery dándole palmadas en la cara. De los labios blanquecinos de Tom escapó una tenue queja. Hizo el amago de levantar el brazo—. Suerte la suya de que reaccione —arremetió contra el abogado—. Avise a un médico.
Colahan, abochornado, asintió sin oponer resistencia y salió de la habitación.
—Tom, Tom, Tom... —Posó la mano sobre el pecho de su amigo—. ¿Es que quieres matarme de un susto?
Se levantó de la cama con las manos en las caderas. Espiró. La situación no podía complicarse más. Un suicidio no entraba en sus planes, pero parecía que sí en los de Tom. Había relegado al olvido la vena dramática de aquel joven empresario.
Lo ojeó de refilón. La duda se instaló en su mirada. ¿O podía ser un acto debidamente teatralizado con el que limpiar su imagen? Un suicido podía falsearse averiguando la dosis óptima a ingerir. Un estado de semiinconsciencia similar a un intento autolítico no consumado daría el pego. Tom se convertiría en un pobre viudo derrotado por la reciente muerte de su esposa.
Meneó la cabeza tratando de eliminar la suspicacia de su mente. Sacando partido al remordimiento del abogado, y con el propósito encubierto de acallar la voz de la desconfianza, se decidió a investigar el dormitorio. Tras los últimos acontecimientos, tenía la certeza de que la pieza clave se hallaba allí mismo.
El lienzo en el que Marien había estado trabajando el día que la conocieron cogía polvo junto al tocador. Retrataba las serranías que cercaban la urbanización desde la perspectiva del jardín trasero de la casa. Pese al parecido con los cuadros del saloncito, carecía de la misma esencia que a los otros les confería vida propia.
Rápidamente olvidó la pintura y comenzó a revisar el vestidor. El estante para los zapatos de Marien no había sufrido modificaciones. No obstante, en el correspondiente a Tom constató la falta de dos pares. Los estantes para bolsos y complementos contaban con una segunda sorpresa. En la sección del aparador donde almacenaban las maletas de mano, un corrientazo de lucidez torció sus comisuras. Tres maletas negras.
—Qué curioso...
Emergió del vestidor, se aseguró de que Tom continuaba despierto y bajó las escaleras cuidadosamente. La grave voz de Colahan partía del salón principal. Conversaba por teléfono con el médico de la familia McKley.
Ellery se fijó en el vaso de whisky y el bote de barbitúricos depositados en la mesa del vestíbulo. Con una idea en mente, atrapó el bote.
—Tal vez... —meditó, leyendo la etiqueta, y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Antes de partir a la ciudad, hizo una última visita al pequeño salón. Las pinturas de Marien, como la vez pasada, lo inundaron de esa sensación de paz y sosiego que solo las manos de un artista competente tenían la fortaleza de avivar.
¿Cómo podía alterarse el estilo de la artista tan drásticamente?, se preguntó. Existía una discordancia abismal entre aquellos coloridos y expresivos cuadros y el insulso y simplista bosquejo que invadía el dormitorio.
El miedo originado por la amenaza de muerte podía haber bloqueado la vena creativa de Marie McKley, reflexionó en un oscilante voto de confianza, pero ¿hasta qué punto?
Como si hubiera entrado en parálisis, el escritor permaneció inmóvil con aquel pensamiento en bucle. Poco a poco, sus labios delinearon una sonrisa al tiempo que la retorcida e inquietante hipótesis que iba despejando la tormenta de sucesos tomaba peso.
—Tengo que ir a la comisaría.
Espantó al consternado abogado al apresurarse hacia el recibidor.
—Cuide de Tom. Tardaré unas horas —sus palabras sonaron más a orden que a petición.
—El médico está en camino —informó el abogado como despedida.
*
Las ruedas del duesenberg patinaron sobre los guijarros de la entrada al incorporarse a la carretera. Las ansias de probar su teoría sumían a Ellery en un proceso interno de análisis y verificación que lo aislaba de todo estímulo irrelevante. Estaba convencido de que la deducción alcanzada, por fantástica que pudiera sonar, contaba una ingeniosa y escalofriante realidad.
No advirtió que a la carretera se sumaba un segundo coche de llamativo color azul.
Los minutos se sucedieron sin ningún desplazamiento. No fue hasta que la carretera quedó desierta que el conductor del vehículo aceleró y se dispuso en el carril contiguo, a la altura del duesenberg.
Ellery, extrañado por la actitud del conductor que lo había sacado de su ensimismamiento, giró la cabeza. La sorpresa le abrió los ojos de par en par. Reconocía aquel coche.
—¿Qué demonios...?
Sin darle tiempo a reaccionar, el conductor del coche azul dio un volantazo.
Azotado por una descarga de adrenalina, Ellery viró a la derecha, saliéndose de la carretera, y frenó en seco en la ladera que se extendía en los laterales de la vía. Paralizado, con los dedos crispados en el volante, trató de serenarse. Torció la mirada hacia la ventanilla del duesenberg. Una silueta negra corría en su dirección. El objeto que empuñaba lo sacó abruptamente del bloqueo. No tenía otra salida. Se arrojó hacia el asiento del copiloto cubriéndose con los brazos.
¡Bang!
Un disparo hizo añicos el cristal.
¡Bang!
La segunda bala alcanzó a Ellery.
El silencio que acogía aquel inhóspito enclave absorbió la detonación del arma. La misteriosa silueta se fundió con la niebla.
*
El dolor se apropiaba de sus fuerzas. Entre temblores, se arqueó sobre sí e inspeccionó la herida. Del agujero carbonizado de la chaqueta brotaba sangre en abundancia. Sofocó un grito tensando la mandíbula. Apretujó los ojos y, entre resuellos ahogados, se ayudó del brazo ileso para quitarse la prenda.
A través del redondel chamuscado de la camisa se entreveía una abertura en el brazo. Su tez palideció. La sangre fluía constante. Las náuseas se acoplaron a sus entrañas, provocándole arcadas. Una tira de escalofríos lo retuvo unos instantes.
Negándose a sucumbir a la sensación que le imploraba que cerrara los ojos, rasgó la manga de un tirón. Agarró un trozo de la tela con la boca y se esforzó por realizar un burdo torniquete. Suprimió un quejido al comprimir el lazo.
Se revolvió en el asiento y elevó los ojos. El retrovisor le devolvió su mortecino reflejo ensangrentado. Aguantando los pinchazos que absorbía cada célula de su cuerpo al retirar los trozos de cristal de su regazo, se instaló como pudo, casi agazapado encima del volante, y accionó el motor.
¿Y si su atacante volvía para asegurarse de que estaba muerto? Con aquella preocupación rondando, usó el único brazo operativo para girar el volante.
—Supongo que... voy por el camino acertado —se consoló.
El espejo central revelaba una trémula sonrisa de satisfacción.
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