Despedida
En el papel de un objeto inanimado más de la habitación, Ellery había observado el tránsito fantasmagórico de su amigo hacia el despacho. Entre las sombras, sintiéndose una con ellas, lo vio arrebatar del aparador una botella de ginebra. Asentado en el borde del escritorio, bebió sin rodeos de la corona. Unas gotas dibujaron sendas transparentes a lo largo de su barbilla.
No quiso entrometerse en la espiral de pensamientos que invadía la conciencia de Tom. Sin movimientos bruscos que rompieran su estado de abstracción, se hizo con un cigarro y fumó pasivamente.
—Gracias... gracias por todo.
Tom habló pasados quince minutos. Ellery, de cara al ventanal, consumía un segundo cigarrillo.
—No tienes por qué.
—Siempre has estado ahí cuando te necesitaba. Y esta vez no ha sido distinto.
—Discrepo.
Tom manoteó a modo de negativa.
—En la universidad me salvaste el pescuezo en tantas ocasiones que ni lo recuerdo. Te quejabas —señaló, ahogando una risa afligida—, me sermoneabas, pero me prestabas tu ayuda sin que yo te devolviera el favor. Ni un agradecimiento. Y, aun así, permaneciste fiel a mí.
—Eran otros tiempos.
—Pero no es justo.
—La amistad no es justa.
Torció la cabeza hacia el ventanal. Ellery lo contemplaba por el rabillo del ojo.
—Ya no somos unos críos. Sé que no me comporté como un amigo, y me arrepiento de ello.
Se enderezó pesadamente y se situó a su costado.
—Te extenderé un cheque.
—No pienso aceptarlo. —Compartiendo una sonrisa, lo atrapó del hombro y lo ciñó contra él—. Dejémoslo en que este será el último favor que te haga.
—¿Es que no lo entiendes? ¡Has estado a punto de morir por mi culpa!
—Gajes del oficio. —Tom agachó la cabeza, pesaroso—. ¡Eh!, ninguno de los dos fue precavido. Ambos teníamos la mente en otras cuestiones. No te hago responsable del accidente.
Tom se frotó los ojos, humedecidos por el llanto, y echó un trago a la botella.
—Eres un buen amigo, Ellery. Te compensaré, lo prometo.
—No esperaba otra cosa de ti.
—Me siento un estúpido. —Apoyó la mano en la fría cristalera—. No sé cómo voy a superar esto.
—Concédete tiempo.
—Mi estatus en la empresa peligra. He estado semanas descentrado, paranoico. La sensación de que alguien me vigilaba, esas cartas horribles... —Suspiró—. Y luego la acusación. No sé qué es peor —expresó en una risa nerviosa—: mi supuesta autoría en el asesinato de mi esposa o la verdad acerca de quién es ella. Cuando salga a la luz, será un escándalo. Puedo imaginar las portadas de los periódicos. A los socios no les va a hacer gracia ese tipo de publicidad...
—Eso es insustancial. —Ellery centró la vista en la naturaleza al otro lado del cristal—. Estás vivo, ¿desde cuándo ese hecho ha dejado de ser importante? Ahora tienes la posibilidad de rehacer tu vida. Has tenido la grandísima suerte de que tu amigo te salvara de la cárcel. En realidad, has tenido la grandísima suerte de que tu amigo te salvara de un disparo en la cara.
—Vivo...
—Tiene sus ventajas.
—¿Ventajas? —disintió—. ¿Qué ventajas?
—En tu caso, la soltería. Seguro que la noticia atrae a una cola de mujeres dispuestas a consolar al joven millonario divorciado Tom McKley.
—Me parece que necesito descansar de mujeres por un tiempo.
Ellery rompió en risas.
—Sé de una tal Greenhill que será la primera en golpear tu puerta. Mencionó que había química entre vosotros
—¿Martha Greenhill? —Tom sacudió la cabeza—. Martha tendría química hasta con un pingüino.
Ellery se encogió de hombros y dio otra calada al cigarro. Se separó del ventanal.
—Me marcho.
Compartieron un sucinto abrazo.
—Ellery, lo he dicho en serio. —Tom lo frenó a la salida—. Dime qué puedo hacer por ti.
Espaciando el momento de irse, Ellery remoloneó con los ojos puestos en el techo, pensativo.
—Solo una cosa —dijo dedicándole una sonrisa—: No vuelvas a llamarme.
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