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Bienvenida

El viejo duesenberg se alejaba de las transitadas callejuelas neoyorkinas en un extraño e inusual día soleado de noviembre. El inspector, asiduo a levantar quejas contra la insensatez de su hijo al volante, no había abierto la boca cuando guardó la capota en el maletero. Los suaves haces de luz en la piel aligeraban la pesadez del trayecto a Greenwich.

A diferencia del monólogo incontenible sobre literatura y escritores del momento que se veía obligado a escuchar de su hijo durante los viajes compartidos, el camino no dio pie a una conversación. Ellery hacía memoria de los tiempos en los que aquel rubio empresario solía denominarle amigo. Reminiscencias borrosas e imprecisas de su vida hacía tres años ponían freno a su elocuente verborrea; reuniones del club de escritores que había fundado con varios compañeros, fiestas que el alcohol y las noches en vela convertían en nebulosas, preciosas mujeres con las que había tonteado, clubs de alto standing donde a Tom le abrían las puertas sin preguntas que mediaran...

Era el pujante malestar de recordarse a sí mismo cegado por el brillo y la espontaneidad de Tom lo que tanto le molestaba. Apenas se reconocía cuando algún pensamiento fugaz resaltaba entre burlas lo impresionable que había sido. Se había prometido olvidar aquella época y al Ellery que jamás volvería a ser.

A la hora y media de viaje dejaban atrás el Golden Triangle de Greenwich. Las espectaculares vistas no tenían nada que envidiar a los escenarios de grabación de una película. Las mansiones que adelantaban les regalaban la instantánea familiar donde marido y mujer disfrutaban de la alegría de los hijos que correteaban en el espacioso jardín frontal.

Aquella imagen estereotipada no era más que una farsa, pensaba Ellery al observarlos. De puertas para adentro, a escondidas de ojos de terceros, sacaban a relucir su verdadera naturaleza. La experiencia policial que había acumulado había arruinado alguna que otra de aquellas entrañables postales.

—Es a la izquierda. —El inspector señaló una formidable casa blanca a la que se accedía a través de un sendero de cantos grises—. A tu amigo no le ha ido nada mal, ¿no?

Al final de la entrada, una fuente de mármol adornaba un centro redondo de césped pulido. Se internaron hacia la derecha, cercando la mitad de la fuente, y estacionaron junto a un elegante porsche rojo.

—Bonito coche —valoró el inspector Queen en un silbido.

—Ni en todos tus años de policía podrías comprarte uno.

—Gracias por recordarme que nuestra labor civil nos da solo para comer.

El pórtico con columnas de mármol travertino los resguardó mientras llamaban a la puerta. Sin demora, un impecable mayordomo apareció en la entrada.

—El señor Queen y su padre, presumo —verbalizó con ese tono afrancesado que Ellery había percibido en la breve conversación telefónica—. Adelante, el señor McKley les espera en su estudio. Si son tan amables. —Retrocedió permitiéndoles el paso al interior—. Síganme.

El amplio recibidor del vestíbulo, con una mesa central destinada a la correspondencia diaria, dotaba al ambiente de un extraño aire de frialdad. Cuadros de lo más variopinto rellenaban las paredes, entre los cuales destacaban pintores como Matta, con su visión abstracta del mundo, y los desesperanzadores y solitarios óleos de Hopper, imposibles de disimular su grandeza entre el resto de artistas. Aun así, la desangelada sensación de vacío perduraba en la atmósfera.

—A tu amigo le gusta mucho la pintura —comentó Richard paseando la mirada de cuadro en cuadro.

—Tal vez le guste más lo que representa un cuadro colgado en la pared que su valor simbólico.

Se detuvieron en el rellano de las escaleras.

—Esperen aquí.

El mayordomo tomó el pasillo de la derecha y tocó dos veces en la puerta del fondo. Una suave voz le indicó que entrara. Después de un breve intercambio de palabras, regresó con los Queen.

—Mi señor aguarda su presencia —y marchó escaleras abajo.

Los Queen avanzaron hasta la robusta puerta de madera. Ellery golpeó con los nudillos una sola vez.

—Adelante, caballeros.

Sentado en la butaca de terciopelo esmeralda que dominaba el gran escritorio de caoba de la estancia, un apuesto hombre de ojos verdeazulados y cabellos dorados acogía a sus dos visitas con una formidable sonrisa perlada. Ellery tomó conciencia de que el encanto de Tom permanecía incólume. Aquella mirada penetrante, con la peligrosa faceta manipulativa que desprendía, y la esbelta figura esculpida en un traje hecho a medida. Su antiguo compañero era el mismo hombre de siempre. No había cambiado en absoluto.

Y eso le preocupaba.

Tom se levantó con excesivo júbilo. Su radiante apariencia despedía un empoderamiento y confianza abusivos.

—Querido Ellery.



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