Alessandro entra en escena
El MCSorley's reunía a una concurrencia animada. Ellery se abrió paso entre los que entablaban conversación acompañados de unas cervezas, la competencia de dos grupos que probaban suerte a los dardos y los que cantaban al son de la música que partía de la radio. Consiguió divisar al barman al final de la barra.
—Disculpe, no sé si me recuerda.
—El tipo de las preguntas —contestó ácidamente.
Ellery inclinó la cabeza de forma satisfactoria.
—El mismo. ¿Se encuentra Alessandro por aquí?
—Lleva tres cervezas encima. Es aquel del fondo.
Un tipo alto y corpulento, de tez olivácea, cabello cobrizo y mentón prominente daba un largo trago a un vaso frío de cerveza. Ellery comprendió al segundo por qué aquel hombre figuraba en la lista de Tom. Su aspecto externo contribuía a hacerse una idea de la falta de freno que encerraba el redondo y prominente cráneo que traía de fábrica.
En un andar decidido circuló hacia el italiano, enfrascado en una intensa discusión con otro hombre.
—Perdone, ¿es usted Alessandro?
—¿Quién pregunta?
—Ellery Queen. Represento a Tom McKley. Y a su esposa —añadió.
—¡Ese estirado rubiales! —Prorrumpiendo en una risa escandalosa, se volvió hacia el hombre con el que batallaba—. ¡Lárgate, no quiero verte la cara por aquí o te grabaré mis nudillos en la nariz! —Sus ojos enfocaron a Ellery—. Qué quiere ese scemo.
—Me gustaría, si es tan amable, que me contara si existían desavenencias entre los McKley y usted.
La expresión astuta del italiano alargó la respuesta.
—La muy estúpida de su mujer negó conocerme delante de ese mierdecilla. ¡Ja! ¡Zorra mentirosa! Lo ha pasado demasiado bien conmigo como para olvidar lo que hicimos juntos.
—¿Afirma que mantuvieron algún tipo de relación carnal?
—¿Quiere que sea más explícito? Puedo decirle donde tiene un lunar muy particular...
—Me parece que ya ha contestado a la pregunta. Entiendo que la relación entre ustedes se remonta a una época anterior al compromiso con su marido —dilucidó con un aire de inocencia impostado que el italiano pasó por alto.
—¡Eso hubiera deseado él! Hará siquiera unas semanas que esa mujer dormía desnuda en mi cama —exclamó a viva voz, llevado por la desinhibición del alcohol. Comenzó a reír sin apartar la mirada de Ellery—. Pero, como ya le he dicho, renegó de mi ante su marido.
—¿Cuándo se produjo ese incidente?
—Tal vez dos semanas... no recuerdo bien. La vi salir de un restaurante en el Upper East y me acerqué a ella. Siempre es buen momento para divertirse un poco. ¡Y la muy furcia me ignoró como si yo fuera un don nadie!
—Eso tuvo que doler... —replicó Ellery. El italiano meneó la cabeza.
—El rubiales flacucho apareció al poco. Se alteró como un estúpido cervatillo al vernos —comentó carcajeando—. Se puso chulo. Se pensó que podía darme órdenes... —Apretando los dientes, estampó el puño derecho contra su palma izquierda—. Que no tocara a su esposa, me dijo... ¿Sabe lo que le contesté? Que eso no fue lo que gritaba su mujer hacía unas noches. —Tragó los restos de cerveza y dejó el vaso vacío sobre la mesa de un golpe brusco—. Trató de darme un puñetazo, pero es tan enclenque como una ragazza. Le retorcí el brazo con una facilidad aplastante y lo lancé al suelo. La tonta de su mujer se puso como una histérica. Me repetía una y otra vez que los dejara en paz, que no me conocía, que en su vida jamás se relacionaría con un hombre de mi calaña. Será puta... —murmuró entre dientes—. Sus gritos atrajeron un corro de mirones y tuve que salir pitando. La poli y yo no nos llevamos bien.
—Y, pese a su reacción, sostiene que Marien engañaba a su marido con usted.
—¡A mí me la suda si lo engañaba o no! Pero sé con quién me acuesto y lo que hago con ellas, y también que les gusta repetir la experiencia. Ella no fue diferente a las demás. Repitió, y con ansias.
—Entiendo.
—¡Ey! Una cosa, chico —se cruzó de brazos—, ¿por qué la llama Marien? Conmigo no usaba ese nombre. —Se abstrajo en la espuma sobrante en el fondo del vaso—. A mí nadie me deja por mentiroso. Les advertí que la próxima vez que los viera no iban a tener tanta suerte, y ahora me viene usted con esas.
—Los amenazó —puntualizó Ellery, sin descuidar el extraño comentario del italiano.
—¿Y? —El rostro de Alessandro se tensó. Comenzó a menear las piernas, impaciente—. ¿Me está acusando de algo?
—Todavía no.
—¡¿Se puede saber qué trama, amigo?!
El italiano se encaró contra Ellery. A escasos centímetros de que sus rostros se tocaran, el amargo olor a cerveza que salía de su boca le inundó la nariz.
Una pequeña sonrisa fue el incentivo que la impulsividad de Alessandro necesitaba para hacerlo estallar en cólera.
—Yo no soy su amigo —contestó sin tan siquiera inmutarse.
—¡Se lo ha buscado!
Encolerizado, atrapó a Ellery de la camisa y dirigió hacia su nariz un gancho de derecha. A un segundo del impacto, paró en seco. Su brazo se mantuvo en el aire. Sus pupilas dilatadas revelaban una acusada perplejidad.
—Yo que usted no lo haría—. La prominente nuez de Alessandro acentuó sus dimensiones al tragar la saliva acumulada. Aquellos ojos belicosos bajaron hasta su abdomen, donde Ellery hundía un instrumento a través del bolsillo de la chaqueta—. Será mejor que baje el puño.
Alessandro obedeció, separándose del escritor.
—Lárguese de aquí, maldito grullo.
—Un placer.
Con una sonrisa de oreja a oreja, se agazapó entre la multitud. A camino de la puerta, una figura oscura que resaltaba entre la muchedumbre captó su atención. Advirtió que movía la cabeza a medida que él se desplazaba hacia la salida. Vestía un gabán y sombrero negros. Las sombras del ala frontal velaban sus rasgos faciales, convirtiendo a aquella silueta femenina en una desconocida más que había presenciado uno de los tantos altercados de Alessandro.
Una vez en el duesenberg, Ellery realizó una inspiración profunda. Metió la mano en el bolsillo y sacó la estilográfica que guardaba. Se quedó observándola y, estrechándola con cariño, se echó a reír. La tensión del enfrentamiento se desvaneció tan pronto como los recuerdos del pasado envolvieron el interior del coche. Aquel regalo de su profesor de universidad, el señor Yardley, le había salvado el pellejo. Un arma espontánea que le había ahorrado unos cuantos puntos de sutura en la cara.
Y pese a que el interrogatorio al italiano parecía haber sido todo un fiasco, tenía en su poder un par de enigmas a aclarar. ¿Marien le había sido infiel a Tom con Alessandro semanas antes de su muerte? Si ese era el caso, ¿Tom podría haberse enterado de la aventura? ¿La habría asesinado en un arrebato pasional? ¿Existía la posibilidad de que hubiera montado un espectáculo debidamente maquinado con el que alegar enajenación transitoria y obtener la absolución del jurado?
Pero Alessandro había destapado otro misterio que absorbía la entera atención de Ellery.
Si la reticencia de Marien a que la relacionaran con el italiano era veraz, ¿quién demonios era esa otra mujer?
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