CAPÍTULO 22: ¿Sueños?
3 años después.
Escribí unas líneas más, pero me había bloqueado y ya no sabía cómo continuar la historia. Apagué el ordenador y bostecé. Había tenido pesadillas otra vez y me había sido imposible dormir el resto de la noche. Aproveché para ponerme a escribir un par de párrafos de la historia que había empezado hacía ya un año y medio. Casi nadie sabía que había empezado a escribir, solo yo y otra persona.
Tocaron el timbre y le abrí la puerta a la chica que venía a ayudarme por las mañanas. Era una asistente personal que había contratado y me ayudaba en las cosas que yo no podía hacer sola como asearme, vestirme, hacer comida, limpiar, etc.
Hacía un año y medio que me había mudado y era una sensación nueva. Por primera vez, vivía completamente sola y me sentía libre y más independiente; sentía que era dueña de mí misma. Circe y Malena venían de visita cuando sus obligaciones no se lo impedían.
La chica me ayudó a prepararme para ir al trabajo. Miré el reloj y vi, con horror, que se me hacía tarde para llegar a la reunión que tenía programada para la primera hora de la mañana. Por suerte, la oficina quedaba a veinte minutos a pie desde casa.
Llegué justo antes de que la jefa cerrara la puerta de la sala de reuniones. Me fulminó con la mirada y, con un gesto de cabeza, me indicó que entrara en la sala. El resto del día trascurrió de forma aburrida y monótona, como siempre.
Quedé para almorzar con mi amiga y mi hermana en nuestro restaurante de la esquina de siempre. Cuando crucé el umbral de la puerta, las encontré en la mesa del fondo haciendo payasadas para llamar mi atención y puse los ojos en blanco mientras me reía.
—Al fin llegas, creí que teníamos que ir a rescatarte porque estabas sepultada bajo una montaña de papeles—dijo Malena.
—No vas mal encaminada— afirmé—. Hoy se me hizo tarde y casi no llego a la reunión de primera hora El resto de la mañana fueron todo llamadas y papeles.
El camarero llegó y tomó nota de nuestros pedidos. Como hija de italiano que era, pedí spaghettis carbonara. En cuanto se fue el joven, retomamos la conversación.
—Tienes mala cara, ¿las pesadillas otra vez? —preguntó mi hermana Circe preocupada.
—Sí, esta vez fue peor —sentí que mi piel se estremecía al recordar la pesadilla.
—Ya llevo tres años con las pesadillas, desde que ocurrió el accidente. Siento que no hay mejoría—confesé.
Malena opinaba que los sueños siempre eran extraños y que no había que intentar buscarle la lógica. Sin embargo, Circe creía que los sueños tenían significados importantes y que muchas veces actuaban como premoniciones o representaban los deseos reprimidos.
El camarero volvió con nuestros platos y comimos entre bromas y risas, dejando de lado el tema de las pesadillas. Lo prefería así, no me sentía cómoda hablando de ello.
Cuando estábamos terminando de comer—yo con la ayuda a las chicas—, Malena dejó a un lado el tenedor y habló.
—Tengo que contarles algo. Me he apuntado a un grupo de senderismo y empiezo el próximo fin de semana.
Circe y yo la miramos con asombro. Malena no es que fuera una entusiasta de los deportes. En todo el tiempo que estuve viviendo con ella, jamás la vi haciendo deporte.
—¿Tú haciendo senderismo? ¿Dónde está Malena y qué has hecho con ella?—bromeó Circe entre risas.
—Cierto, es algo insólito...—dije aun sin salir de mi asombro.
—Fue una compañera de trabajo. Me enredó en sus planes de conquista y ahora no puedo echarme atrás. Le gusta una mujer que trabaja como monitora en un grupo de senderismo y se quiso apuntar para ver si tenía alguna oportunidad con ella.
—¿Y cómo acabaste apuntándote tú también? —pregunté con curiosidad.
—Me enteré cuando ya estaba apuntada. En su defensa dijo que no quería ir sola porque le daba vergüenza y, además, había descuento en el pago mensual si iba con acompañante—dijo. La miramos boquiabiertas.
—¿Y si cancelas?—sugirió Circe.
—No puedo. Salía más cara la cancelación que el pago del mes. Es lo más gracioso de todo; no pagas la excursión en sí para un fin de semana concreto, sino que pagas por packs mensuales. Me voy a ir de caminata al bosque todos los fines de semana—. Un suspiró salió de su garganta.
—Espero que tu compañera haya tenido el detalle de pagar tu parte—dije mientras buscaba al camarero con la mirada.
—Afortunadamente no me exigió pagar nada. Creo que le dio vergüenza pedírmelo después de haberme metido ahí sin consultarme.
El camarero retiró los platos y aprovechamos para pedir los cafés y la cuenta. Vi que el joven miraba a Circe sin disimulo. Sus ojos heterocromáticos llamaban la atención, pero estaba segura de que la miraba por otras cosas. Y no me equivocaba.
—Aquí tienen la cuenta y los cafés, señoritas—dijo tendiéndole la cuenta a Circe y dirigiéndole una mirada cargada de significado.
Se fue y la curiosidad pudo más que nosotras. Antes de que Circe pudiera mirar la cuenta, Malena se la arrebató. Debajo de la factura había otro papelito escrito.
—Si hasta te ha dejado su número de móvil, qué bonito—dijo en un tono de voz bastante alto. Por el rabillo del ojo, vi que el camarero estaba en la barra limpiando una mancha, parecía bastante nervioso y con las orejas coloradas.
Mientras le daba el primer sorbo a mi café con un poco de asco, me sonó el móvil. Respondí a la llamada durante unos minutos. Al colgar, consulté la hora y apuré el café de un trago. Mis amigas me miraron con sorpresa.
—Si no te gusta el café, ¿para qué lo pides?—preguntó Malena.
—Para no dormirme por los rincones—respondí—. Tengo que irme, voy a llegar tarde otra vez.
Dejé mi parte del dinero en la mesa, y tras despedirme de ellas, salí del restaurante. Los cálidos rayos de sol de la tarde me ayudaron a relajarme y a prepararme para lo que tenía que hacer ahora. Todavía sentía el regusto amargo del café y hurgué en el bolso en busca de algo dulce. No encontré nada.
Llegué al lugar donde me habían citado y entré en el edificio justo antes de que la puerta se cerrara. Subí en el ascensor con un hombre que iba al mismo piso que yo; los dos cruzamos el pasillo y nos paramos frente a la misma puerta. Antes de tocar el timbre, el hombre me miró.
—No me acostumbro a esto, es una sensación extraña y ya llevo tres meses viniendo... —dijo buscando comprensión de mi parte.
—Ni que lo digas. Yo llevo dos años y todavía me siento como si fuera la primera vez...
El hombre asintió con la cabeza y pulsó el timbre. Una mujer con gafas que no conocía, nos abrió. Nos hizo pasar y preguntó nuestros nombres. Primero, buscó al hombre en la lista y le indicó que pasara a uno de los despachos. Luego llegó mi turno.
—Bianca Morello—susurró mientras me buscaba en la lista con gesto concentrado —. ¿Seguro que te han citado para hoy? —preguntó al no encontrar mi nombre.
—Sí, me llamaron hace unos cuarenta minutos para adelantarme la cita de la semana que viene para hoy a esta hora—respondí. Le mostré la pantalla de mi móvil con el registro de llamadas.
—No entiendo, yo no...— Se vio interrumpida por la llegada de otra persona que salía de uno los despachos.
La mujer me saludó y habló con la secretaria, aclarando el malentendido.
—Lo siento, Jenny. Me olvidé de avisarte, la paciente de esta hora me canceló y cité yo misma a Bianca porque me quedé con un hueco libre—explicó. La secretaria pareció relajarse.
—Enseguida estoy contigo, Bianca. Puedes ir a la sala de espera mientras tanto—me indicó la mujer.
La sala de espera era un espacio mediano con un tresillo y varias sillas cómodas. Los colores crema de la pared, junto con pequeñas plantas y piedras de decoración, transmitían un ambiente relajado. Era ideal para este tipo de consultas.
Me sentía nerviosa otra vez. Cada vez que venía aquí me pasaba lo mismo. Pero es verdad que me sentía más cómoda con esta mujer que con otras personas a las que había acudido. Cerré los ojos y traté de realizar ejercicios de respiración que me habían enseñado para mantener la calma.
—Bianca, ya estoy disponible. Disculpa el retraso. Acompáñame, por favor—dijo la mujer. Como tantas veces, en estos dos últimos años, me guio hasta su despacho y cerró la puerta.
Su despacho era amplio, de tonos claros y armónicos como la sala de espera y pulcramente decorado con elementos naturales. Ella ocupó su lugar habitual en el sillón orejero de color crema y yo me pasé de la silla de ruedas al sofá que había frente a ella para estar más cómoda. Entre ambas había una pequeña mesa de café de madera clara con una pequeña maceta con florecillas a modo de decoración.
—Bien, Bianca, ya estamos aquí. Perdón por el retraso y la confusión de antes. Sally está de baja y Jenny vino a sustituirla. No está muy familiarizada con las agendas—explicó—. ¿Cómo te encuentras?—preguntó mientras cogía su libreta y destapaba el bolígrafo.
La doctora Diane Lovegood era una psiquiatra y psicóloga con mucha experiencia. Circe me la había recomendado después de varios intentos frustrados que había tenido con otros profesionales. Me observaba con sus ojos azules, que parecían ver directamente dentro de mí.
—No lo sé—suspiré—.Siempre que vengo aquí me pongo nerviosa—admití.
—No tienes por qué. Sabes que aquí nadie te va a juzgar ni que lo que digas va a salir de esta habitación—me recordó.
—Lo sé. Es solo que...Siento que no avanzo nada y eso me frustra.
La Dra. Lovegood tomó algunas notas mientras yo trataba de desenmarañar el caos de pensamientos y emociones que tenía en mi mente.
—¿Estás segura de que no has avanzado nada?
—Han pasado tres años y sigo sin poder recordar nada del accidente ni de todo el año anterior. Cuando hago un gran esfuerzo por recordar, me dan fuertes dolores de cabeza. Estoy cansada de no obtener ningún resultado.
—El proceso de recuperación de los recuerdos lleva su tiempo y es muy difícil que se obtengan resultados inmediatos. Aunque tú no lo veas ni lo creas, yo sí he visto los progresos que has hecho a lo largo de este camino. Te lo mostraré.
La Dra. Lovegood se levantó de su asiento y se dirigió hacia un armario repleto de expedientes y sacó dos, uno muy grueso y otro más delgado. El más delgado era el mío y el otro supuse que era de otro paciente. Con una pequeña sonrisa, volvió a su asiento y retomó la conversación.
—Aquí tengo todas mis notas e informes de nuestras sesiones desde hace dos años y puedo recordarte con detalle los avances que has hecho. Veamos—dijo hojeando los informes de mi expediente—.Hace dos años tenías ataques de pánico cuando te quedabas sola en casa varias horas y ahora vives sola en tu propia casa y hace tiempo que no has tenido ninguna crisis.
—Es cierto—admití con asombro—.No lo había visto de ese modo.
—Hace dos años casi no me hablabas de tu familia y ahora sí, e incluso, tienes más contacto con ellos...—afirmó.
—Te hablaba de mis padres que murieron en un accidente de tráfico y de mi familia adoptiva...—dije mientras trataba de entenderla.
—Así es, pero hablabas de tu familia adoptiva como si tú fueras alguien externo a ellos. De forma inconsciente pusiste una barrera entre ellos y tú. No te permitías sentirte parte de la familia porque creías que ibas a traicionar a la memoria de tus padres biológicos. Pero ahora ya sabes que la familia no es solo aquella formada por personas con vínculos de sangre.
Asentí con la cabeza. En su momento, cuando me hizo ver que yo había puesto esa barrera, no lo entendí. Poco a poco, me di cuenta de que tanto la abuela Calíope como Carol, David y sus hijos, Circe y el pequeño Tommy, me habían aceptado sin reservas y me habían tratado como a una nieta, hija y hermana más. Y yo no los había aceptado como familia, siempre habían sido los amigos de mis padres.
—Gracias por ayudarme. Las cosas han cambiado para mejor—respondí con una sonrisa.
—Eso lo has hecho tú sola, yo solo he hecho mi trabajo mostrándote las cosas con otras perspectivas. ¿Eres consciente ahora de que sí has avanzado?
—Sí—afirmé con seguridad—.Sin embargo, hay algo que sigue igual o peor.
—¿Has tenido más pesadillas?—indagó con expresión neutra.
—Sí, anoche tuve una. Ha sido la peor de las que he tenido hasta ahora—respondí—. Creo que me estoy volviendo loca...—confesé.
—¿Por qué piensas eso?—su voz era suave y transmitía calma.
—En la pesadilla vi cómo moría un hombre. Tenía un puñal clavado en el pecho—.Un escalofrío me recorrió el cuerpo al recordarlo.
—Cuéntame con más detalle.
Le conté que en la pesadilla alguien había intentado atacarme, pero que un hombre había hecho de escudo para protegerme. Recordaba que en la pesadilla me había acercado al hombre y que este me había dicho algo, pero no podía oírle. Parecía como si hubiera vivido la pesadilla en primera persona.
—¿Era alguien que conocías?
—N...no lo sé. No podía ver su rostro, pero se parecía mucho a la persona que suele salir en los sueños—. Nunca había podido ver su rostro.
—¿Cómo te sentiste cuando despertaste? —preguntó mientras volvía a tomar notas.
—Me desperté llorando y sentí mucha angustia. Nunca había tenido una pesadilla tan vívida como esta, se sintió como si realmente lo hubiera vivido—expliqué notando que las lágrimas amenazaban con salir.
La psiquiatra permaneció en silencio durante unos minutos y al final me miró con semblante serio.
—No puedo afirmarlo con seguridad, pero todo apunta a que esas pesadillas que tienes son recuerdos que has vivido. ¿Reconoces alguno de los lugares que aparecen en las pesadillas?
—Varias torres de edificios de cristal, pero no sé muy bien dónde es. Sospecho que es el lugar donde trabajaba el año en que perdí la memoria. Antes de firmar el contrato de la empresa donde trabajo ahora me pidieron una carta de recomendación y encontré una del grupo Eternity con fecha de ese año.
La Dra. Lovegood me miró con asombro. De pronto me percaté de algo.
—Espera un momento, entonces, ¿eso significa que he visto cómo mataban a alguien?
—Es una posibilidad.
—¿Has apuntado con detalle todo lo que veías en las pesadillas?
Asentí afirmativamente con la cabeza. Saqué la libreta del bolso y se la mostré.
—También he incorporado fragmentos de las pesadillas en la historia que estoy escribiendo.
A la psiquiatra le pareció muy buena idea y sugirió que visitara mi antigua oficina con alguien de confianza para ver si conseguía recuperar algunos recuerdos.
Antes de dar por finalizada la sesión, la Dra. Lovegood me preguntó algo:
—Esta pregunta es a título personal como amante de los libros, pero tengo mucha curiosidad, ¿ya tienes título para tu historia?
—No tengo título definitivo, pero en principio, la historia se titula «El Hilo Invisible».
—Me gusta el título, Bianca—dijo con una sonrisa en los labios—.Te cito para la semana que viene y, por favor, visita tu antigua oficina, es importante.
La Dra. Lovegood me acompañó hasta la salida y, justo en ese instante, entró una mujer. La joven nada más verme se alteró muchísimo y, tras musitar una disculpa a la psiquiatra, corrió hacia el despacho del que yo acababa de salir.
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