Capítulo 3. Cobro pendiente
Mi mente de pronto dejó de pensar, lo que acababa de decir este excéntrico y malvado sujeto era del siglo pasado. No, esto tenía que ser una jodida broma de muy mal gusto. Peiné mi cabello hacía atrás y sin dejar de lanzar aire por mis fosas nasales lo volví a desafiar con la mirada.
No podía hablar en serio, estaba loco.
—No le pertenezco a nadie, señor. Ahora le exijo que se vaya de la casa de mi padre —señalé hacia la puerta con mi dedo índice.
—Maddy, por favor.
—Madeleine.
La voz de mi padre era tumbada por la dominante del señor Le Revna—señor macabro—no entendía el comportamiento tan pasivo de mi padre ante las palabras de ese sujeto. De repente me asaltaban las dudas, las preguntas provocaban cosquillas en mi lengua y deseaba sacarlas.
—Es una locura, una estúpides lo que dice este señor, papá ¡Di algo!
Mi padre parecía perder la voluntad de su cuerpo, de su alma por la presencia intimidante de ese asqueroso ser.
Hice un mohín.
—Será mejor que se vaya.
—No sin antes cobrar la deuda de Elliot.
¿Deuda?
—¿Qué deuda?
Me dirigí a mi padre, mi corazón estaba por desplomarse de las emociones negativas que recibía cada segundo que transcurría. Sentía que el aire me faltaba, la presión en este departamento se acababa y en cualquier momento me ahogaría, este sujeto me asfixiaba sin siquiera tocarme.
—Papá, habla, maldita sea.
—Es un cobarde, Madeleine. Ahora ven conmigo.
¿Cómo se atrevía?...
—Yo no iré a ninguna parte. Y quiero una explicación de mi papá.
Me fulminó con la mirada e hizo una amago de ir por mí y yo retrocedí como si fuera la peste acechándome. De nuevo miré a mi padre, quien tenía la vista clavada en el suelo.
—Lo siento, Maddy... perdóname.
No, no ¿Qué rayos decía?
Era como si me hablara en otro idioma, difícil de entender, de descifrar.
—Papá... ¿Qué tratas de decir?
—Te vendió. Te apostó, te puso como garantía si no cumplía —intervino Le Revna de golpe, su frialdad y su poco tacto ante su clara explicación terminó por matarme.
Necesitaba sentarme y mucho aire.
—Maddy, intenté hacer lo posible, pero el tiempo se me acabó, la deuda crecía, no pude con más y no tuve otra salida.
Mi padre, el hombre con quien compartía ADN me había apostado, como si se tratara de un caballo, un objeto sin valor alguno que no tuviera miedo de perder si las cosas salían mal. Nunca le importé, solo deseaba salvar su trasero y decidió venderme. Max—mi hermano—tenía razón, él en una infinidad de veces me dijo que papá nunca cambiaría, que siempre encontraría la manera de engañarme para seguir sus malditas apuestas y terminaría arrastrándome en ellas.
Max fue insistente y no quise hacerle caso, le dije hasta el cansancio que se trataba de nuestro padre, claro, la hija de buen corazón y de poca firmeza para poner límites le creyó a la persona equivocada.
No, no puede estarme pasando esto.
—Madeleine, es hora.
Su mano estuvo a punto de tomar mi brazo cuando me aparté de golpe otra vez. No me iría con este sujeto.
—Jamás —susurré entre dientes, mi voz trémula me delató—. Jamás iré con usted. Yo no tengo nada que ver con las deudas de mi padre, él —le lancé una mirada afilada a mi progenitor—, él tiene que encontrar la manera de saldar su deuda, yo no.
—El contrato fue firmado y el tiempo ha llegado a su fin, Madeleine, me perteneces.
Esas últimas palabras taladraron fuerte mi cráneo. Era como si no tuviera voz ni voto para decidir por mi destino. Ahora me daba cuenta de que mi vida había sido escrita por mi padre, me había puesto como garantía a un hombre que carecía de escrúpulos y de sensibilidad.
Un hombre mezquino que no aceptaba un no por respuesta.
—Yo no iré con usted.
—Maddy, perdóname, hija —sollozaba mi padre.
Lo miré con decepción y de forma despectiva.
—No vuelvas a llamarme así. Olvídate de mí —le escupí las palabras con rabia.
Giré sobre mis talones y agarré mi bolso del sofá para salir del departamento. Este no era mi problema, yo no tenía porque cargar con las deudas de mi padre.
Llegué lo más rápido que me dieron mis piernas hasta el vestíbulo del edificio y empujé la puerta para huir de ese lugar.
La brisa y el clima fresco golpearon mi rostro para darme el oxígeno que tanto me hacía falta. Mis lágrimas hacían surcos en mis mejillas cuando llegué a las escaleras que daban al tren subterráneo, sin antes darle una última mirada a la ventana del departamento de mi padre—al cual nunca volvería a pisar—esa figura enorme me observaba, podía verlo y ni si quiera se inmutó.
Sudaba frío cuando entré a uno de los vagones, tomé asiento y revisé mis mensajes. Mis manos temblaban, no podía teclear bien. Cerré mis ojos y apreté el móvil en mis manos para controlar mis ansias. Los abrí y miré la pantalla donde mi padre ya me estaba llamando, decidí bloquearlo.
Busqué entre mis contactos a Max; mi hermano se había mudado a Seattle hace unos años, encontró un trabajo perfecto y no dudó en marcharse, no obstante, antes me advirtió de lo que podría ser mi futuro y acertó. Max era cuatro años mayor que yo y por lo visto mucho más sabio.
«Hablas al número de Max Harrington, por el momento no puedo atenderte, pero deja un mensaje y en cuanto pueda me comunico contigo.»
Carajo. No dejé el mensaje de voz ni nada. Tecleé uno para él:
Tenías toda la razón.
════ ∘◦❁◦∘ ════
Cuando salí de la estación solo era cuestión de caminar dos cuadras para llegar a mi departamento. Subí las escaleras y maldije porque la lluvia volviera, mi paraguas cobró facturas al salir volando de mis manos y tuve que usar mi chaqueta de mezclilla para cubrirme. Un susto del tamaño del olimpo me hizo retroceder y ver a esa figura oscura frente a mí, bajo un paraguas del mismo tono negro que todas las demás prendas en él.
—Pero ¿Cómo...?
—Madeleine, no me hagas empezar una cacería que no quiero hacer.
Me irritaba a niveles colosales su manera de expresar su superioridad.
—Sé dónde está tu carótida, si te acercas te arrepentirás.
Como si hubiese sido el mejor chiste de todos, él solo sonrió con malicia y chitó. Sin miedo se acercó hasta que su paraguas me cubrió de la lluvia.
—¿Me alcanzas?
¿Con mi uno sesenta y seis?
Claro que no.
Joder, era demasiado alto. Sus ojos demoniacos parecían adentrarme a un mundo espantoso de sufrimiento. Sacudí mi cabeza. Me alejé por protección a mi integridad y le lancé a sus pantalones agua de un charco.
Ni si quiera hizo un gesto de enfado.
—No te pertenezco, yo no soy un objeto. Déjame en paz.
—Tu padre hizo un trato inquebrantable, y estoy cobrando por ello. Es mi derecho.
—Te informo que la esclavitud no es bien vista en pleno siglo veintiuno.
Hubo un silencio sepulcro, solo nos acompañaba el ruido de las gotas chocando con el pavimento y algunos autos pasando y lanzando agua.
—Yo no esclavizo. Realizo pactos.
Una risa sarcástica salió de mi boca sin aviso.
—¿Estás seguro? Porque lo que han hecho mi padre y tú me demuestra que la esclavitud es parte de sus asquerosos negocios.
—Mis negocios son clasificados. Ahora ven conmigo antes de que pierda la paciencia.
Me negué.
—No vas a tocarme.
Me repasó con la mirada con descaro y ladeó su cabeza con una sonrisa malévola. A pesar de tener un rostro atractivo—maldita genética perfecta—era perturbador.
—Me siento con una actitud benevolente el día de hoy. Te daré tiempo para reflexionar lo que acabas de decir porque con un solo dedo que use para tocarte, desearás que no pare. Podemos apostarlo.
Su mirada se tornó oscura y extrañamente atractiva como para evitar negarse.
El ardor en mis mejillas hizo que me acalorara. No dije nada y salí corriendo a toda prisa. No me importó la lluvia, solo quise alejarme de este sujeto para perderlo. Temía porque ubicara el lugar donde vivía y a estas alturas no me sorprendería, si ya había sido vendida por mi padre lo más lógico es que le diera toda la información de mi vida.
Carajo, estaba viviendo una pesadilla, una horrible pesadilla de la que deseaba despertar.
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