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36: Imagina todo lo imposible

El suelo me ha succionado, me uní a él. Verdad se pasea por mi espalda, como si intentara consolarme. No puedo ponerme de pie, siento el frío de la madera contra mi mejilla. Acerco la mano a mi rostro y muevo los dedos. Uno por uno los estiro, hago que bailen.

La estoy viendo, esta mano es real y es mía.

Tan real como mis pies, mi cabello y mis sentimientos; como Verdad, aún preocupada; como las historias que he contado.

Es real como los besos que compartimos, las caricias que me robó. Como el amor que le tengo, el que pensé que me tenía. Como el suelo de madera helada, que me ha hecho su presa.

Dejo mi mano caer y siento el impacto contra ella. La alzo y golpeo el suelo con fuerza, luego otra vez, y otra.

Siento cada golpe viajar por mis nervios, por debajo de mi piel. Verdad se desespera y la envuelve como un guante, para evitar que siga haciéndome daño. Sonrío entre lágrimas y me detengo, solo por eso.

Escucho una voz que quizás me estoy inventando, hablando en un sitio que podría ser una cocina, con quien en teoría sería su padre.

No ha vuelto a entrar al estudio en donde el Doctor Giusti acaba de destrozar mi existencia. Quizás piensa que me iré, que si deja de mirarme lo suficiente desapareceré como ellos quieren.

Las gotas golpean de nuevo la ventana, con la fuerza que yo ya no tengo. Como si fueran cuchillos, como si estuvieran vivas.

«El cristal se agrieta.»

Así como Verdad, puede que intenten sanarme, o al menos evitar que me haga más daño. De todos modos, yo no soy quien más ha logrado destrozarme.

Mi cabeza da vueltas. Inhalo, el aire viaja hasta mis pulmones, pero le cuesta salir.

Un estallido a mi espalda me indica que la ventana ha cedido, sonreiría si tan solo tuviera fuerzas.

«¿Serán reales los trozos de vidrio que han sido despedidos por toda la habitación?»

Escucho pasos, se acercan. Son grandes, gordos, huecos, no pueden ser de ella. Un libro cae de una estantería cercana, empujado por la brisa que se ha colado por lo que acaba de dejar de ser una ventana.

«Magia y misterio en el Tibet. Por Alexandra David-Neel»

El nombre me suena familiar, pero mi cerebro no puede hacer el esfuerzo de recordar por qué.

Los zapatos negros de patente del padre de Ella cortan mi campo visual, se aparecen frente a mis ojos. Corre hacia la ventana con una exclamación que se ve ahogada por un grito, mío, que seguramente nunca escuchará.

Justo entre un paso y otro, uno de sus pies termina sobre mi muñeca. Las lágrimas vuelven a fluir y miro como da un traspiés, posa sus ojos en algún punto del suelo, confundido. Como si no supiera con qué se ha tropezado. Como si no pudiera verlo.

«Porque quizás no puede.»

Siento ganas de vomitar de nuevo, un vacío en el estómago más fuerte que el dolor en mi muñeca. La lluvia sigue y sigue, un relámpago me deja ciega por unos segundos.

Intento incorporarme pero termino arrastrándome por el suelo, con las astillas de madera rasgándome la piel. El rayo cae en algún punto de Aldoba, el trueno suena lejano, como si perteneciera a otro planeta.

Ya él no existe, o no me importa. Creo que puedo ver su silueta empapada proyectándose en la pared junto a mí, pero estoy más preocupada en ponerme de pie. Gateo hasta la cocina, siento las rodillas ardiendo y no puedo dejar de llorar.

El agujero negro en mi estómago crece, mi pecho cada vez está más débil. Sigo escaleras arriba, porque ella no puede haberse desvanecido así como así.

La puerta de su habitación está abierta. Otro relámpago ilumina el pasillo.

«¿Qué hora es?»

La luz eléctrica falla por unos segundos, afuera todo está oscurecido por las nubes. Tengo la piel erizada.

Entro, apenas logro incorporarme. Sin darme cuenta, llevo todo este tiempo gritando su nombre.

Encuentro cuadernos esparcidos por el suelo, páginas arrancadas, dibujos en acuarela corrida. La misma silueta nívea y rubia, una y otra vez, en casi todos ellos. Siento escalofríos, hay retratos de mí por doquier. Con y sin agua, con y sin Mirella. Sonriendo, llorando, enojada. De cuerpo completo, solo mis ojos o mi sonrisa, mi rostro detallado o incompleto. Hay cientos de ellos mezclados con los demás.

Otro relámpago ilumina mi alrededor, todo se vuelve blanco.

Inhalo, exhalo y me concentro en los otros.

Encuentro un cuaderno en el suelo, medio mojado, esta ventana también está rota.

El suelo está cubierto por una película muy fina de agua, con un movimiento de mi mano hago que se aleje de las pertenencias de Ella. Miro el número con el que está marcado y sé que lo reconozco, 137, el que no quería que viera.

Ojeo despacio, intento buscar una señal que me diga lo que anda mal entre las sirenas y atardeceres. En sus retratos con escamas puedo notar una figura a lo lejos. Pálida, blanca, casi invisible.

Tiemblo.

Hay anotaciones junto a los dibujos, pequeñas palabras que al principio parecían parte del entorno.

«Tulpas. Otra vez. Amigos. Instrucciones. Real.»

Llego al dibujo de las flores enredándose entre los dedos de una mano delicada, saliendo del pasto. Ahora sé que para estar en esa posición, su dueña tendría que estar bajo la tierra. Sin querer mis lágrimas caen sobre el último dibujo de Mirella a su madre.

Entonces paso la página.

Un círculo en el medio de los árboles me da la bienvenida. Brilla en medio de la oscuridad, tiene unas palabras escritas en un idioma que no puedo comprender. Es oscuro, carece de la delicadeza de los otros. Está hecho con violencia, desesperación, como si al plasmarlo en papel desapareciera de la realidad.

—Yo pensé que sabías —susurra, abrazándose a sí misma. Tiene trozos de vidrio rodeándole los pies, se ha quedado inmóvil, junto a la ventana.

—¿Saber qué? —No sé como la voz se escapa de mi garganta, si ni siquiera puedo respirar.

—Cuando me mudé, éramos solo mamá y yo. —Ella habla con la mirada perdida, como si estuviera en trance— Y ella cada vez empezó a trabajar más, porque no tenía a nadie que ayudara con el dinero. Yo pensé que irías conmigo.

Relámpago.

Rayo.

Trueno.

Seguidos, cada vez más cerca.

Ella se estremece, yo no me inmuto.

—Nunca me avisaste —digo, acercándome.

Me duele saber lo mucho que me ha herido y que aún así no pueda dejar de quererla.

—Yo no sabía que se iban a separar. —Comienza, pero corta la oración con brusquedad— ¿Y qué importa eso? Se supone que existes por mí, que me tenías que seguir, así funcionan.

—¿Funcionan quienes? —Yo misma tiemblo, pero por primera vez, no es por miedo.

—Ustedes, ya sabes. —Muerde su labio, no sabe como decirlo— Los Tulpas, como Kunchen, como tú. —Señala una copia del mismo libro que había visto abajo, esta vez en su mesa de noche—. Quise hacer otro cuando estaba en la isla, pero algo salió mal. No se parecían a ti, eran más como monstruos.

Y todo encaja.

El libro prohibido en casa de Mirko. Ese por el que quemó sus pertenencias, todo para que yo no pudiera leerlo. La historia de Kunchen y Alexandra, Mirella tiene la versión humana.

Las palabras de ese avin se han quedado grabada en mi cerebro.

«La verdad»

Repite esa voz incorpórea que le atribuí a él. Algo golpea la pared de afuera, ¿una rama? El viento ruge con furia, exhalo, sigo recordando.

«Todo fue un engaño»

Se sintió como yo.

«¿Puede haber descubierto lo mismo?»

Pero si para Mirella no soy real, si para Alexandra, Kunchen nunca lo fue, ¿cómo pueden explicar nuestras comunidades? No tiene sentido, nada lo tiene.

Otro trueno, esta vez mucho más potente que los anteriores, ensordece. El sonido que no he logrado identificar afuera aumenta. Una coronilla conocida se asoma por la ventana.

Mirko entra y Verdad se lanza a él dándole la bienvenida. Como si lo estuviera esperando. La miro incrédula y vuelve a mí. Mirella ni siquiera se inmuta.

—Ellie, tienes que detenerte. —Tiene la voz carrasposa y ojos vacíos y negros. Rasguños en el rostro, en los brazos, el cabello más pálido que el mío.

Grito, por el susto que me da verlo así y Ella grita con más fuerza.

—¡¿Este es el acosador?! —Chilla, se estira y toma la manta empapada que ha caído al suelo.

—Elara, para, por favor. Yo quería explicarte, tenía que protegerte. —Apenas le sale la voz, tiembla, está empapado. Parece como si le hubiera caído un árbol encima, o peor.

—¡¿Protegerme?! —Un rayo cae justo afuera de la ventana, tan cerca que puedo sentir el olor a quemado de la corteza del árbol junto a ella.

—¡Elara respóndeme! —Lo mira como si fuera lo más horripilante que existe en el planeta, y en estos instantes lo parece.

—Es Mirko —susurro entre lágrimas—. El acosador nunca existió. Lo que pasa es que es un mentiroso.

—Haz que se detenga, por favor. No podemos más. —Mirko se arrodilla, está llorando, desesperado—. La marea subió, los sótanos se han inundado, la ciudad está en caos.

«¿Quién se ha creído?»

Después de todo el daño, de las mentiras.

«¿Quién cree que es para estarme implorando cosas?»

Corre hacia mí y trastabillea, me abraza y sin querer lo abrazo de vuelta. Es la primera vez que busca consuelo en mí.

—Theo está grave. Los padres de Mario tuvieron un accidente, patinaron con la lluvia... —No le sale la voz. Mirella se encoge aún más en la manta.

—¿El hermano de Theo? —susurro, recordando al niño pequeño que estaba con él el primer día que nos vimos. Él se deja caer, su cabello se torna aún más blanco y ahora brilla.

—El niño que lo creó. —Escucho su voz sofocada entre sus manos, todo se ha salido de control— Él todavía está atado, y si muere, o lo olvida...

No puede terminar la frase. De todos modos, no quiero que lo haga.

—No puedo creerlo... —susurra Ella sin pestañear—. Tus amigos, ¿existen?

Yo asiento, ¿en algún momento dudó de ello? ¿Pensó que estaba inventándolo todo?

¿Imaginándomelos? ¿Como ella me imaginó a mí?

—Mario creó a Theo, Mirella te creó a ti, David me creó a mí y la lista sigue y sigue. —Otro rayo cae junto a la casa—. Ese es el punto del ritual, Ellie. Separarnos de nuestros humanos en paz. ¡Ese es el desafío! Por eso no puedes estar en las reuniones de Los Grandes hasta haberte liberado.

Escucho un grito desde el piso de abajo, es el padre de Ella preguntando si todo está bien. Ella le confirma sin sonar muy convincente.

—Tú pasaste mucho tiempo sin saber la verdad, ese error fue de Amatheia y ella lo sabe. —Está dejando escapar todo lo que no me pudo decir, todo se ha venido abajo, de nada sirve guardar secretos ahora—. Y Kariye sabía que cuando te enteraras esto iba a ocurrir, por eso me pidió que lo impidiera. Ellie, ¡yo no quería!

Mirko está llorando, yo siento que voy a partirme en dos. Estoy inmóvil. Mi vista pasa desde los ojos de mi sirena hasta la cabeza de mi mejor amigo, puedo sentir el dolor en su voz. Verdad flota hasta él y lo envuelve, él la abraza como si fuera un animal. La lluvia arrecia cada vez más, es tanta que ya ha empapado buena parte de la habitación de Mirella.

Las gotas caen con fuerza, como taladros. Parece granizo; a juzgar por las heridas que veo en mi amigo, quizás lo sea.

El cielo se ha oscurecido por completo, me acerco a la ventana e inhalo.. Las gotas se acercan a mí, pero no me tocan. Me rodean y danzan a mi alrededor, como si hubieran estado esperándome.

—Entonces, ¿qué somos? —Le hablo al viento, pero sé que me oyen. Mirella intenta acercarse pero una pared de agua se lo impide.

—Avins. —dice Mirko. La respuesta es tan obvia y absurda a la vez que me roba una risa amarga, que nunca había soltado en mi vida.

—Amigas. —susurra Ella, sin saber si la pregunta fue para ella—. Cuando era pequeña no tenía a nadie, y siempre imaginé una amiga como tú. Un hada, como en un cuento, que pudiera hablar con el agua.

Volteo a mirarla, las lágrimas se han secado en sus mejillas. Señala los dibujos esparcidos por el suelo, empapados. Los cuadernos, con mis retratos y sus pesadillas.

—Y un día apareciste, y supe que habías salido de mí. —Y así fue como empecé a existir, no tiene que decirme más nada—. Pero yo pensé que tú lo sabías...

Sé que se siente culpable, y debería, pero no puedo molestarme por ello. Por más que lo intento, aunque sea lo menos lógico, no puedo llegar a odiar a ninguno de los dos. Se ven tan adoloridos como yo, tan desesperados.

—Los avins nacemos de la mente de los humanos, pero eso es todo. —Explica él, tomando mi mano—. Cuando dejes de estar atada a Mirella, tú también vas a poder ser libre.

—Son reales... —Mi sirena está pasmada— No entiendo, se suponía que estaba en mi cabeza...

—¿Y las llamadas? —pregunto, mirando de uno a otro.

—No lo sé. Amatheia dijo que esa era su forma de llamarte —Señala a Mirella, agazapada en la esquina con los ojos desorbitados— Algo debió haber ocurrido para despertar el recuerdo de ti.

Algo que la hiciera sentirse sola, algún evento tan trágico como para ser capaz de llamarme a través de kilómetros de distancia.

«¿Hace cuánto tiempo falleció Tatiana?

Todo encaja.»

La cabeza me da vueltas y vueltas. Miro a Ella sentada en el suelo y me acerco a ella, me mira con miedo, yo rozo su cabello con mis dedos. Tengo el pecho encogido, un pensamiento no deja de estar en mi cabeza, me duele pero tengo que hacerlo.

—Ya no me necesitas. —susurro, es una afirmación porque así lo deseo. No me voy a molestar en preguntar algo que ya sé.

Ella niega con la cabeza, tiene la boca abierta y apenas respira. La ayudo a ponerse de pie y la guío hasta su cama. Siento como poco a poco pierdo su agarre, como traspaso su piel de la misma manera que el zapato de su padre hizo con mi muñeca.

«¿Por qué querría una amiga que solo ella puede ver, cuando tiene ahora dos humanos a quienes le importa? ¿Por qué querría atarse a su vida del pasado cuando tiene tantos proyectos a futuro?»

Me quedo viéndola hasta que siento que sus ojos no me pueden ver más. Mirko me abraza y nos rodea una cortina de gotas suspendidas en medio de la habitación.

La lluvia empieza a caer con lentitud, menos furia y más dolor. Antes el viento gritaba, ahora llora.

Con el tiempo, todas las heridas sanan. Algunas, a veces, se reabren.

Aferrarse al pasado, rara vez es una buena idea.

Me encantaría saber qué piensas de este capítulo.

¿Lo veías venir?


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