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31: Libera la tempestad

Mirella los conoció en clases, en un proyecto que tuvieron que realizar juntos. Primero fue Lívia, luego Alessio, cada vez que menciona sus nombres sonríe. Es la primera vez que la sonrisa de alguien me ha dolido tanto. Me dice que se llevan bien, porque los tres están rotos, me pregunto si sabe que yo también lo estoy.

«¿Y por qué lo está ella?»

Su casa es como la recordaba por fuera, pero por dentro es algo muy distinto. Se respira un aire diferente, ya no hay armonía ni aroma a galletas. Las luces son frías, el agua dentro de las tuberías se escucha oxidada, triste. No hay pinturas regadas por la sala, ni juguetes, ni nada que tenga alma. Solo un sofá, una mesa, un par de platos en el fregadero. Ella ni siquiera los mira.

Mientras me cuenta todo lo que ha hecho el intentar olvidarme, como si fuera algo convencional, subo las escaleras. Crujen bajo nosotras, como si el peso de nuestras memorias fuera más que el de nuestros cuerpos. No quiero escuchar de las sospechas de la niña morena sobre ser adoptada, ni de las discusiones de los padres del chico de cabello rizado. Quería que me hablara, pero no así.

Su habitación no tiene nada que ver con lo que recuerdo. Es gris, ¡gris! Está desordenada, con acuarelas regadas y manchas en el suelo, pero parece tan impersonal que me da ganas de llorar. Esa no es ella.

Pone a cargar su teléfono y suspira, yo también lo hago. Está más animada, pero no tanto, algo le pasa.

—¿Y dónde está mamma? —Miro a mi alrededor, en la casa reina un silencio sepulcral.

A pesar de todo, siento que pertenezco a su vida de nuevo. Cuando su padre no estaba, jugábamos con su madre mientras nos cocinaba. Éramos como hermanas, no en vano siempre la llamé de ese modo, como ella. Sonrío al recordarla y me acerco a la puerta, quiero ir a buscarla y preguntarle a ella qué le ha ocurrido a su hija. Siempre me quiso, sé que lo sigue haciendo. Quizás, juntas, podamos cuidar a la persona más importante de nuestro mundo.

Mirella me mira como si acabara de insultarla, aclaro mi garganta.

—La signora Tatiana —Corrijo, porque no sé si el hecho de que ya no seamos niñas ha cambiado algo— Tu madre, Mirella. ¿Dónde está?

¿Me odiará también ella? ¿Le habrá contagiado algo el padre? Mi sirena sacude su cabeza y me mira furiosa, yo no entiendo qué le ocurre. Corre a su cama y toma una almohada, me la lanza y la fuerza me empuja. Estoy en shock, nunca me ha parecido más sinsentido lo que hace. Se tira sobre la cama y comienza a llorar, desesperada, a gritar. Me siento junto a ella e intento acariciar su espalda.

—¿Por qué? —me pregunta con la voz sofocada por el colchón, dando patadas al aire.

—¿Por qué, qué? ¡¿Qué te ocurre?! —Yo también estoy desesperada y llorando.

Me ignora, llora más, grita hasta que se queda sin fuerzas.

Tiembla, hago caso omiso a las patadas, a sus intentos de apartarse de mí, y la rodeo con mis brazos. Mirella está rota y yo no sé cómo repararla, ni siquiera sé cómo se rompió. Acaricio su cabello y poco a poco se va quedando sin fuerzas, gimotea mientras se arrastra y se acurruca sobre mis rodillas.

—No entiendes nada, Elara —susurra entonces, después de un silencio infinito, yo solo la miro.— ¿No sabes por qué me lancé del acantilado? Se supone que tienes que saber.

—Siempre que te pregunto, evitas decirme —respondo, también en un susurro. Ella resopla, enfadada.

—Mamma murió, se enfermó en casa y murió. Y me quedé sola. Me dejó sola. Como tú. Como todos. —Presiento que quiere romper a llorar de nuevo, pero las fuerzas la abandonaron.

Estoy congelada, las manos me tiemblan. No comprendo lo que dice. Su madre, ¿no está? ¿Ya no existe?

Se me ha olvidado como pestañear, siento que mi mundo se derrumba, pero de pronto lo comprendo. Mirella sin su madre no es nada, ni nadie. Ella era la que la hacía perseguir sus sueños, la que le enseñó a pintar y a bailar, la que le dijo que algún día iban a recorrer el mundo juntas.

—No, ¡no! Tú no tienes derecho a llorar, Lara —Su voz, sin fuerzas, se eleva. Intenta alejarse de mí, pero yo la abrazo con todo lo que tengo—. Porque tú también me dejaste sola.

—Yo nunca te abandoné. Tú te fuiste un día de aquí y no te volví a ver más —explico, con la calma con la que le hablaría a la pequeña Ella que conocí.

—¡Pero tenías que haberte ido conmigo! —Su voz carraspea, me abraza— Me sentí muy sola, no tenía a nadie y ella trabajaba demasiado. Quería hacer nuevos amigos y fue un desastre.

—Yo no sabía que te ibas, nunca me dijiste —Intento que mis palabras se entiendan aunque se entrecorten en mi garganta—. Te esperé por años, incluso pensé que te había inventado.

Me acerco a su rostro y acaricio sus pestañas; sin dudarlo, la beso. Las dos estamos llorando, y nuestras lágrimas se funden. El sonido del universo está ahogado, pero aun así puedo escuchar algo. Lejano, presente, como un recuerdo o algo que está ocurriendo en otra galaxia. Ella me besa también y el sonido se hace más presente, más real. Suena a madera, golpes, una puerta.

«¡La puerta!»

—¡Mirella, abre ya mismo! —se me corta la respiración, Ella cae de mis brazos y da un respingo. Ambas conocemos esa voz, temible.

Un frasco que reposaba en su mesa de noche cae el suelo, deja caer unas píldoras blancas e intento devolverlas a su lugar, pero comienzan a picarme las manos.

—¿Papà? —De pronto se vuelve una niña chiquita otra vez. Corre hasta la puerta y la abre.

—Llevo rato llamándote, te escuché llorando. Te traje un dulce. —Ella asiente, pero no dice nada. Sus músculos se tensan.

Intento verlo por la rendija que ha dejado Ella. Su padre luce más viejo, cansado y triste que cuando lo vi por última vez. Está intentando sonreír, pero no hace falta conocerlo demasiado como para saber que no puede. Francesco intenta darle algo, ella lo rechaza.

—Yeya, si quieres hablar sabes que tienes a tu papà —Hace ademán de entrar en la habitación, pero ella sostiene la puerta con fuerza.

Siempre le tuvimos temor. Cuando estaba en casa vivía despotricando contra algo distinto, quejándose de todo. De Tatiana, de Mirella, de lo que veía en las noticias, de su trabajo.

—No tienes que hablar sola. —Continúa, estoy incómoda. Parece un hombre distinto.

—No estaba hablando sola —Si el coraje tuviera color, Ella se hubiera vuelto fosforescente en un segundo. Casi puedo verlo, subiéndole desde los dedos de los pies, hasta la coronilla—. Estaba con Elara.

—¿Qué dijiste? —El rostro del hombre comienza a desfigurarse, aclara su garganta, ella también lo hace.

—Estaba. Hablando. Con. Elara.

Si existía algo en el mundo de lo que él se quejaba más que cualquier cosa era, sin duda, mi presencia en la vida de su hija.

No quiero escuchar la pelea que ocurre en el pasillo, me agazapo en la cama, entre las almohadas grises como la nueva vida de Mirella. Intento ignorar las palabras de su padre, los insultos.

Abrazo mi bolso y busco reconfortarme con mi amiga dentro de la botella, irradia calor y me calma.

"Pensé que habías madurado", "sabía que volver te iba a hacer daño" y "esa cosa no hace más que freírte el cerebro" de su parte.

"Tú nunca estuviste con nosotras", "Elara me entiende más que tú" y "¡no es una cosa!", de la de ella.

Yo no puedo dejar de llorar, siento que al meterme de nuevo en su vida no he hecho más que destruirla. Por un segundo me duermo, no estoy segura de nada.

No sé cuánto tiempo pasa, pero escucho la puerta principal abrirse y cerrarse. Me asomo por la ventana y noto que ha empezado a llover, veo a Ella salir corriendo y montarse en su camioneta, a su padre intentar ir tras ella, pero arrepentirse en el último momento.

Utilizo las gotas como escaleras y bajo por la ventana, corriendo, hasta donde está ella. Abre la puerta justo cuando enciende el motor y, quizás por casualidad o destino, se me ocurre subir la mirada hasta la ventana de su habitación. Mi corazón se detiene cuando noto algo peculiar en el árbol junto a ella, un movimiento que el viento jamás habría podido provocar. Aún en la oscuridad puedo verlo, y me mira de vuelta.

¿Alguien nos estaba espiando?

Signora: Señora

Mamma: Mamá

Papà: Papá

Está bien, lo admito. Lloré escribiendo esto.

Es un momento que estuve esperando por mucho tiempo y por fin soltar la verdad duele, en el alma.

Recuerden siempre que cada persona está luchando contra fantasmas que quizás no conocemos. Recuerden que, por más fuertes que parezcan, pueden necesitar a alguien para darles una mano o palabras de apoyo.

Recuerden que todos podemos ser Mirellas, Lorenzos, Lívias, Alessios o Elaras.

Que hasta personas como Demetria y Maurizio, como Marco, como Cutler, necesitan del cariño de alguien.

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