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12: Galilea Leblanc


Me mira cada tanto desde el otro lado de la mesa en la que estoy sentado con toda su familia, pero siempre desvía la mirada cuando choca con la mía, que está intentando descifrar sus pensamientos a toda costa. Parecía un poco aturdida luego de que su madre le contara que nos conocemos desde niños, así como también lo estuve yo cuando me lo dijo en la subasta. Probablemente crea que lo he sabido todo el tiempo, y es todo lo contrario, ¿cómo iba yo a saber que aquella chica que sonreía ante los estrepitosos audios de las roqueras que subieron al tren, era la primera amiga que tuve en la vida?

Por momentos se muerde los labios, tiene esa mala y sexy costumbre que despierta mis más carnales instintos. Sé que no lo hace a propósito, pero sí bastante seguido. Demasiado para un simple mortal.

La mesa es muy alegre, todos parecen llevarse maravillosamente, como debería ser una familia, aun si la mejor amiga de mis padres no sabe que el hombre sentado a su lado es un narcotraficante de los peores y lacayo del asesino de su esposo. Cuán difícil debe ser esta escena para Galy, y encima yo también aquí. Sé que mi presencia la perturba y que no debería haber aceptado la invitación pero, mis deseos de estar con ella a veces acaban nublando mi razón. La suya tampoco está muy bien que digamos, ahora se le ha metido en la cabeza eso de que quiere conocer a Astrid, como si no supiéramos los dos que, después de eso, superará todos los niveles de furia establecidos. La señorita Galilea tiene muy mal carácter, se enoja bastante rápido aunque no sin motivos. Su ira corre demasiado deprisa y se la pasa deteniéndome con frases cortantes, pero yo sé que todo eso es solo fachada. Una vez me dijo que cuando murió su padre, encerró su corazón en una concha y la tiró al mar para que nadie la encontrase. Me lo contó en Montmartre, una noche que dormimos en la terraza de uno de los edificios más altos del barrio, al que entramos a hurtadillas, por cierto. Me desafió descaradamente a enamorarla creyendo que yo no lo haría, mas soy un aficionado a lo prohibido y me lancé al abismo sin saber lo que encontraría abajo. Después de eso (más allá de lo que digamos cualquiera de los dos en próximas emisiones) ya no hubo vuelta atrás. Estamos atrapados para siempre en esta cadena de interminables reencuentros y es que, la verdad, somos tal para cual. Algunos lo llaman destino y comienzo a creerles.

Cuando termina la cena me ofrezco a llevar la vajilla a la cocina y a su vez Hélène le pide a Galy que busque la botella de vino que trajo y metió a la nevera. Llegamos a la cocina al mismo tiempo y decido romper su tradicional plática interior con una de mis clásicas provocaciones:

- ¿No ibas a darme una lección?

Me valora meditabunda unos segundos y luego dice:

- ¿Sabías que nos conocíamos de antes?

-Lo supe en la subasta, tu madre me lo contó, pero ya te habías marchado.
Arquea una ceja supongo que desconfiando de mí, como siempre y luego vuelve a morderse los labios.

-Deja de hacer eso -le exijo poniendo los ojos en blanco en un esfuerzo por controlarme.

- ¿De hacer qué? -pregunta inocentemente y lavando los trastos.
Voy enumerando en mi cabeza cada una de sus típicas e inconscientes manías: la de contestar con otras preguntas, la de arquear la ceja izquierda, la de morderse los labios (la peor de todas), el arte que tiene para decir ironías..., y me doy cuenta de que me gusta hasta el último milímetro de su ser.

-Deja de morderte los labios porque no respondo -murmuro sin pensármelo antes- ¿Qué haremos mañana?

- ¿Perdona? -inquiere dejando de lado el plato que había comenzado a fregar.

-Mañana, deberíamos vernos, como todo el mundo.

Entonces cierra el grifo y me dice: "¿Crees que estamos saliendo?" justo antes de soltar una carcajada tan fuerte, que su pequeño sobrino corre a la cocina, donde estamos, y le pregunta de qué se ríe. Me voy al salón y la dejo con el niño allí, acaba de reírse en mi cara.

A veces pienso que el grado de atracción que tengo por ella es algo de otro mundo y por demás que ella no se siente de la misma manera; aunque sus ojos por lo general me dicen lo contrario, pero cambian de color de un momento a otro, tomando tonalidades distintas con la misma destreza que mi pincel en la paleta y, entonces me pierdo y ya no sé qué significa ese gris repentino y medio apagado, aunque adivino que no es precisamente euforia. En verdad creí que aquella noche en el puerto lo había cambiado todo, y lo hizo, solo para mí.

Unos treinta minutos después, cuando vuelve al salón, la veo regañar a su prima Mary Alice (por haberme dado su dirección) y la sigo con la vista hasta que se sienta. En ocasiones observa fijamente a su tío... Parece un buen tipo, creo que está vigilando al hombre equivocado esta noche y por tanto, aún dolido por lo sucedido hace un rato, me levanto y me siento a su lado.

- ¿Por qué vigilas a tu tío?
Espero que no me salga con un "No me importa" de los suyos.

-No lo estoy vigilando... ¿Es tan obvio? -pregunta tras una pausa.

-No, no lo es, pero sé que algo tramas.

-Si vas a empezar con el sermón de "olvídate de la venganza" ahórratelo, que tengo cosas más importantes que hacer ahora mismo.

Entonces su tío se levanta y comienza a despedirse de todos.

"Me acaban de llamar, una emergencia y me esperan en la oficina, debo marcharme, lo siento Will" -escucho que dice.
Galilea lo despide y acto seguido se tumba enojada en el sofá donde estamos.

- ¡Merde! -masculla enojada- ¿Ahora cómo rayos conseguiré esas llaves?

-Conque era eso, querías las llaves. ¿Puedo saber para qué?

-Necesito entrar en la oficina donde trabaja mi tío para revisar los archivos del caso de mi padre y si hay alguna evidencia que delate a Camel.

-Puedo ayudarte a entrar en esa oficina, sin llaves.

- ¿Cómo?

-He aprendido algunos trucos en los últimos tiempos -admito seguro de mis viejas habilidades que ella aún desconoce.

-Voy a creerte -me dice aún desconfiada-. Mañana hablaremos tú y yo de esas habilidades. Ahora será mejor que te vayas si no quieres que Luis le informe a su jefe que estuviste aquí conmigo y no con su hija.
Platicamos unos diez minutos más y luego decido marcharme junto con el resto de invitados de la noche.

Cuando voy saliendo por la puerta volteo y ahí está ella, en el otro extremo del salón, observándome de un modo en que jamás lo ha hecho. Ojalá supiera lo que hay en esa cabecita suya, pero mentalista no soy, así que me marcho sin preguntarle si se quedó con las mismas ganas de besarme que yo a ella.
Después de despedirme de Hélène en la acera del edificio de su hija, decido regresar. Algo en mi interior no concibe que me vaya a casa sintiéndome como me siento: todavía un poco molesto por su carcajada en la cocina y dispuesto a echarle en cara que soy el único interesado en que esto funcione, aun si en el fondo sé que una noche de confesiones en el puerto no significa que tengamos una relación y que estoy siendo sumamente egoísta al querer otra cosa.

Toco el timbre y cuando abre, me mira oscilando entre el desconcierto y la incredulidad, pero no dice nada. Un minuto después me cierra la puerta en las narices y antes de que pueda lamentarme siquiera la vuelve a abrir. Me jala por la camisa y me besa escandalosamente, creo que sin ser consciente aún de las consecuencias de sus actos. Me pierdo en el sabor de su labial de frambuesa y rodamos por el salón como dos niños que han jugado a perseguirse por demasiado tiempo y finalmente se han encontrado.

Me empuja hacia el sofá en el que hace menos de treinta minutos discutíamos maneras de meternos en una comisaría sin permiso, como si alguna salvaje criatura de repente se hubiera apoderado de ella y obedezco, como si su presa fuera y aceptara de una vez que estoy en sus garras de por vida. Acto seguido se abalanza sobre mí, le retiro la blusa y la sigo besando, está totalmente fuera de control, y también yo. Cuando las cosas comienzan a rozar el abismo y el fuego parece haberse adueñado de toda la casa, me desabrocha la camisa y tomo el control, descendiendo hasta su ombligo y un poco más abajo..., pero entonces regresa su cordura y dice:

-Lo siento Andrew, no puedo hacerlo.

- ¿Qué te ocurre? -le pregunto apartándole el cabello del cuello.

-Será mejor que te vayas -me responde aún sofocada. Dicho esto me levanto, sin discutir su repentina decisión y se queda tumbada en el sofá. Intento arreglarme la camisa, que parece un papel envuelto de tan estrujada que está y entonces ella se pone de pie y comienza a abotonarla y estirarla.

-No tienes que hacerlo -le digo enojado.

-Es mi culpa, yo la he dejado en ese estado -contesta ya en el último botón.

-No es la camisa la única que está en mal estado ahora mismo -añado. Tengo el cabello desordenado y Galilea intenta acomodármelo a pesar de que sabe que no me gusta que lo toquen pero, como ella es..., bueno, ella misma, lo hace de todas formas. Yo en cambio, me entretengo observando su sostén azul y los vaqueros que no alcancé quitarle, estoy terminando de desnudarla con la mirada aun en contra de mi voluntad. Se muerde los labios como de costumbre y me suelta otro "lo siento" esta vez sonriendo.

- Adiós -mascullo abriendo la puerta por segunda vez en la noche y me toma de la mano, reteniéndome.
Le dirijo una penetrante mirada y por un segundo yo mismo creo que me le voy a lanzar encima, pero luego me marcho sin decir palabra. Para cuando llego al primer piso, estoy tan enojado con esa mujer y a la vez ardiente, que volvería a subir...

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