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O13.

❝ 𝙍𝙚𝙜𝙧𝙚𝙨𝙤 𝙙𝙚𝙡
𝙈𝙪𝙘𝙝𝙖𝙘𝙝𝙤 𝙋𝙚𝙧𝙙𝙞𝙙𝙤 ❞

             Milo regresó a su auto sin notar la sonrisa tonta que se formó en su rostro. 

             Permaneció sentado con el volante en las manos unos segundos, suspiró y manejó de vuelta a casa. 

             Supuso que la señora Anita era de las personas que no tenía filtro al hablar, y al ser una mujer mayor, era una característica graciosa. Además, por lo que contaba Aurora, parecía que la mujer la quería mucho, así que tenía sentido que se emocionara por verla llegar con alguien al trabajo.

             Respecto a la señora Yadira, que si bien parecía algo menor y no debía pasar de los 40, también se notó contenta. 

             Parecían mujeres amables. Pero Milo se puso a pensar si lo que escuchó era una simple broma o si notaron algo que él no. 

[•••] 

             Ya en su departamento, solo quedaba esperar a que fueran las nueve para recoger a Aurora. 

             No quería quedarse viendo su teléfono o la televisión, así que se puso a dibujar y pintar. 

             Aún no estaba usando sus lienzos, porque quería practicar bien en las cartulinas primero. 

             De todas formas, esta vez decidió usar las acuarelas. Se ayudó de videos para usarlas mucho mejor y empezó a pintar. 

             Gracias al grosor de la cartulina de dibujo, las acuarelas funcionaban a la perfección. 

             Se puso a practicar ángulos de los rostros y cómo dibujar los rasgos faciales de acuerdo con estos, así como la perspectiva y la iluminación. 

             Pintó con cuidado, pensando bien. Y, aun así, siguió dibujando a Aurora. Era el rostro de referencia que estaba usando para practicar. Y no sabía por qué, porque muy bien podía pintar a cualquier otra persona. 

             Si cualquiera lo veía así, pensaría que estaba desarrollando una especie de fijación o algo por el estilo. Y tal vez era cierto, pero él no lo iba a admitir. 

             En su mente, la excusa era que solo usaba el rostro de su vecina para practicar su técnica. 

[•••] 

             Cerca de la hora en que iría a recoger a Aurora, se cambió de ropa, porque se había manchado de pintura. 

             Pero no se preocupó, porque las acuarelas salían fácilmente de la ropa con agua. 

             Una vez listo, tomó las llaves de su auto y se dirigió al garaje para salir en busca de su amiga. 

[•••] 

             Condujo con cuidado, pero con una emoción y anticipación a las que no sabía cómo ponerles nombre. 

             Se demoró casi 40 minutos debido al tráfico, pero había salido a tiempo, por lo que llegó a una hora correcta. 

             Estacionó cerca, salió de su auto y la esperó a unos pasos de la puerta del edificio. 

             Miró su reloj aunque no tenía necesidad y, cinco minutos pasados de las nueve, Aurora salió en compañía de la señora Yadira y la señora Anita. 

             Disimuladamente, la señora Yadira codeó a Aurora con comicidad al notar a Milo ahí. Aurora, que parecía más avergonzada que nunca, solo pareció susurrar algo a la mujer que Milo no llegó a escuchar. 

             Sin mucha discreción, la señora Anita, esta vez, empujó ligeramente a Aurora para que llegara frente a Milo. 

             Mirando atrás con nerviosismo, Aurora llegó hasta su vecino con unos pasos algo torpes. 

             Ninguno supo cómo saludarse bien. Milo se sentía observado y no quería poner más nerviosa a Aurora de lo que ya debía estar por las miradas de sus compañeras. 

             —¿Vamos? —llegó a decir el pelinegro al salir de aquel bloqueo. 

             Aurora solo asintió y se despidió de sus compañeras agitando la mano. 

             Las mismas correspondieron su gesto, pero en sus sonrisas se notaba algo. Sobre todo en la de la señora Anita. 

[•••] 

             Caminaron juntos hasta el auto y, una vez dentro, mientras Milo se preparaba para manejar, quiso romper la tensión. 

             —¿Todo bien? —preguntó. 

             Aurora asintió. —Sí, hoy vino el señor Firth. Todo estuvo bien. —afirmó con un ligero temblor nervioso en su voz—. Tienes... pintura en la cara —comentó, como si quisiera desviar la atención de ella. 

             Milo se vio en el espejo del auto, dándose cuenta de que era verdad. Tenía pintura blanca y amarilla al lado de la nariz. 

             —Oh, es que estuve pintando mientras esperaba las nueve. Me manché la ropa y me cambié, pero supongo que no me revisé la cara. Son solo acuarelas, afortunadamente —rió, pasándose dos dedos para frotar la pintura y quitarla de ahí. 

             —... ¿Qué estabas pintando? —preguntó Aurora, luchando contra su timidez. 

             Milo enrojeció un poco. —Solo practicaba. Rostros humanos y esas cosas —respondió vagamente. 

             —Sigues, sigues con... —Aurora añadió dudosa, mientras su mano temblorosa se acercaba al rostro del muchacho. 

             Sostuvo la mejilla del joven, y con su pulgar terminó de limpiar los restos de pintura que Milo no pudo quitar por completo. 

             La respiración se le estancó en la garganta un momento; la cercanía lo puso nervioso. 

             —Gracias —susurró él. 

             La chica solo sonrió modestamente, cruzando las manos en su regazo y mirando hacia adelante con algo de timidez. 

             Hubo un corto y ligero silencio entre ambos. El pelinegro se aclaró la garganta, encendió su auto y comenzó a conducir de vuelta al edificio donde vivían los dos. 

             Fue un viaje tranquilo. La música que puso Milo los acompañó y, a pesar de que aún había algo de tensión entre ambos, parecía que era algo que se podía superar. 

[•••] 

             En su edificio, fueron juntos en el ascensor y, una vez en el pasillo del séptimo piso, fue hora de despedirse. 

             —Nos vemos mañana entonces —Milo habló en un tono que intentó sonar despreocupado. 

             Aurora asintió. 

             Parecía que, a pesar de la despedida, ninguno quiso entrar a sus propios departamentos, porque simplemente se quedaron frente a frente en el pasillo, como si sus pies se hubieran pegado al suelo. 

             —Gracias por traerme. —se animó a decir la muchacha.

             —No es nada. —Milo aseguró.

             La mueca de Aurora fue indescifrable entonces. Había duda, miedo, vergüenza y algo más que parecía llenarla de contradicciones. 

             De repente, hizo un gesto nervioso para que Milo se agache y él lo hizo, pensando que Aurora le diría algo al oído. Pero, para su sorpresa, la muchacha aprovechó para darle un beso rápido en la mejilla.

             Ni siquiera le dio tiempo a Milo de reaccionar, porque la castaña se metió en su apartamento casi corriendo después de eso, posiblemente muerta de los nervios, y hasta incluso de arrepentimiento.

             Él se quedó en el pasillo, tratando de procesar lo ocurrido. ¿Qué acababa de pasar?

             Definitivamente no era la primera chica que le besaba la mejilla. Había tenido experiencias más intensas que una "tontería" como esa. Entonces, ¿por qué se había quedado tan petrificado que le costaba parpadear? 

             Suspiró y sacudió la cabeza, como si eso pudiera despejar sus pensamientos. Pero sin notarlo, la ilusión de que la vería al día siguiente se había instalado con más fuerza en su corazón. 

[•••]

             El domingo, coincidentemente, fue el 1 de marzo. Lo que indicaba un nuevo mes, la cercanía del cumpleaños de Milo y el inicio de una etapa en la que esperaba que todo estuviese bien. 

             Como debían llegar al mediodía a la casa de los padres de Aurora, los dos jóvenes tenían que salir del edificio, como máximo, a las 11:30 a. m. 

             Milo fue puntual de nuevo y tocó la puerta de su vecina unos minutos antes. Ella salió, esta vez vestida con prendas casuales: un pantalón de mezclilla ancho y una camiseta blanca común. 

             ¿Por qué era tan bonita? 

             El tema de la despedida de la noche anterior era algo de lo que Milo prefirió no hablar ni preguntar.

             No quería incomodarla ni ponerla nerviosa, así que lo mejor sería actuar como si nada hubiese sucedido. 

             Al final, solo fue un beso en la mejilla, y no era un niño como como para hacer todo un asunto del tema. 

             Caminaron juntos hasta el ascensor y el garaje. En el auto, Aurora ayudó a ingresar la ubicación en el GPS del vehículo para que llegaran sin problemas. 

[•••] 

             Durante el trayecto, Aurora llamó a su mamá para indicarle que ya iban en camino. Con algo de música acompañándolos, el viaje fue agradable. 

             El perfume de Aurora, uno al que nunca le había prestado mucha atención por su sutileza, esta vez lo tenía embobado. 

             Hablaron un poco sobre lo emocionado que estaba Milo y sobre lo grata que sería la visita para la linda Augusta. 

             Su vecina le aclaró que la visita seguía siendo una sorpresa para Augusta, pero que todos los demás en su casa ya estaban enterados. 

             Milo estaba nervioso; sus manos sudaban ligeramente al sostener el volante. Pero también estaba contento. Esa visita significaba mucho para él. 

[•••] 

             Cuando llegaron, Milo notó que la zona donde vivían los padres de Aurora tenía mucha belleza a pesar de su sencillez. Las casas y edificios no tenían los lujos que él había visto en otros lugares, pero había una cierta calidez en el ambiente que le hacía pensar que no eran necesarios. 

             Milo estacionó en el parque que estaba frente a la casa. Ambos bajaron del auto, y el pelinegro ocultó las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero mientras caminaba detrás de Aurora. 

             Aurora tocó el timbre de su casa. A los minutos, su madre, abrió la puerta con una sonrisa. 

             —Hija linda —saludó con cariño, dándole un afectuoso abrazo a Aurora, que lo correspondió—. Llegas justo a tiempo —comentó cuando se separó, aunque aún sostenía los hombros de su hija. 

             Luego, la mujer notó a Milo detrás y también lo saludó. 

             —Hola, muchacho. Tú debes ser Milo —dijo con dulzura, extendiendo la mano con cordialidad—. Es un gusto conocerte. 

             El pelinegro estrechó la mano de la mujer con la misma calidez, notando lo parecida que era a Aurora. Tanto en lo físico como en la linda energía, parecía que era algo de familia. 

             —El gusto es mío, señora. Muchas gracias por esta oportunidad —agradeció Milo. 

             La mujer hizo un gesto modesto mientras soltaban sus manos.  —Tranquilo, el mundo es pequeño y está hecho de coincidencias. Quién iba a pensar que, siendo vecino de Aurorita, también ibas a ser uno de los niños que mi mamá cuidó —comentó con cariño—. Pero pasen de una vez. No se queden afuera. 

             Con eso, y agradeciendo con la cabeza otra vez, Milo entró al lugar detrás de la castaña. 

             El hogar era muy parecido al departamento de Aurora en el sentido de que transmitía la misma sensación hogareña, y el olor a canela y naranja era exactamente igual. 

             Aurora lo guió amablemente a la sala de estar, mientras su madre se adentraba en la cocina. 

             Milo siguió caminando detrás de ella, bastante nervioso, como si se estuviera escudando en la presencia de su vecina. 

[•••] 

             Pero cuando vio los sillones de la sala, allí estaba Augusta sentada, mirando la televisión con una cobija sobre las rodillas. 

             Quedó quieto varios segundos, sin saber cómo manejar su reacción. Su antigua niñera se veía tan diferente a como la recordaba. 

             Su cabello, totalmente blanco, parecía más escaso. Usaba gafas de aumento con una medida fuerte. Estaba más encorvada que nunca por la edad, y se veía muchísimo más anciana de lo que él esperaba e imaginaba. Aquello le rompió el corazón un poco. 

[•••] 

             Aurora se acercó al sillón mientras Milo aún no podía moverse. 

             La castaña se puso de cuclillas delante de su abuela y le habló. 

             —Abuelita —llamó con dulzura, pero con la voz un poco más fuerte, para ser escuchada.

             La anciana dirigió la mirada a su nieta y le sonrió con calidez

             — Han venido a visitarte —dijo de nuevo Aurora. 

             La anciana asintió y, con eso, por fin Milo pudo desbloquearse. Caminó hasta el sillón con pasos cuidadosos y se puso de cuclillas al lado de Aurora, frente a Augusta también. 

             La miró a los ojos y no supo cómo empezar a hablar. La mujer parecía analizarlo con la mirada. 

             —A-Augusta… —Milo habló sin poder evitar el temblor en su voz—. ¿Cómo estás? Soy… —empezó, sintiendo que debía decir su nombre, porque, a pesar de las palabras de Aurora, el miedo de que no lo recordara seguía ahí. 

             De repente, interrumpiéndolo, la anciana tomó su rostro entre sus manos con un cariño palpable. Lo miró con más atención y luego sonrió. 

             —Mira cuánto has crecido, mi niño lindo, mi Milo querido —habló con ternura. Su voz sonaba un poco más rasposa de lo que él recordaba. 

             La emoción lo embargó y, sin poder retenerla más, se puso a llorar. Se levantó para poder darle un abrazo sentido, pero tuvo mucho cuidado de no apretarla demasiado, a pesar de la intensidad de sus emociones. 

             Augusta acarició su espalda con cariño mientras las lágrimas del muchacho caían por su rostro y al hombro de la anciana. 

             Aurora fue a traer pañuelos. Cuando regresó, fue Augusta quien los recibió. 

             Milo se sentó en el sillón al lado de la anciana, tratando de calmarse. Pero el amor incondicional que nunca pareció irse en Augusta hizo que ella misma le limpiara las lágrimas con los pañuelos. 

[•••] 

             —¿Por qué pensabas que no me iba a acordar de ti, eh? —Augusta lo regañó con cariño. Siempre había tenido la habilidad de leerle la mente. 

             Milo se frotó los ojos para borrar los rastros de su llanto.  Luego se sentó mejor en el sillón. 

             —No sé... supongo que me quedé pensando en que no soy el único niño que cuidaste —contestó el muchacho, sorbiendo por la nariz mientras terminaba de calmarse. 

             —Tú fuiste el último niño que cuidé —confesó Augusta—. Tuve que dejarte cuando tenías once, porque yo ya tenía setenta en ese entonces. Me hubiera gustado verte un poco más… pero mira cómo es la vida: aquí estás conmigo otra vez —habló con ternura, peinándolo con los dedos como solía hacer cuando Milo era pequeño, a pesar de que sus manos ahora eran mucho más débiles. 

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