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➤Temp. 1 [El inicio bajo la lluvia]

Capitulo 01. [Todo está bien]

Sabine tenía la frente apoyada contra el vidrio, los ojos fijos en el cielo grisáceo de Berlín. Las nubes se acumulaban como si estuvieran conteniendo una tormenta que aún no se atrevía a caer. Muy parecido a ella.

Sus brazos rodeaban sus piernas, y el temblor leve en sus dedos delataba algo más que cansancio físico. Aún podía oír el eco de los gritos de su padre horas antes, su voz arrastrada por el alcohol, sus palabras escupidas con rencor como si ella tuviera la culpa de todo lo que había salido mal en su vida.

Sus mejillas estaban frías. No porque llorara, ya no lo hacía. Sino porque, incluso en verano, su habitación era el lugar más inhóspito de la casa. Las paredes estaban peladas, los muebles viejos, y el único lujo era el pequeño celular que usaba más por necesidad laboral que por deseo personal.

Y justo en ese instante, el teléfono empezó a sonar.

Sabine parpadeó, como si regresara de algún lugar lejano. Tomó el aparato con manos torpes, leyó el nombre en pantalla —Señor Klein— y contestó con voz controlada.

—Hola, señor.

—Ah, señorita Wilson. Lamento molestarla tan temprano, ¿la desperté?

—No, no se preocupe —respondió ella, caminando hacia el borde de la cama para sentarse, intentando sonar más despierta de lo que estaba.

—Solo quería decirle que me llegaron los papeles que organizó... Buen trabajo. De verdad.

Sabine cerró los ojos un momento. Que alguien reconociera algo que hiciera bien era... raro.

—Gracias.

—Sé que no siempre le damos tareas fáciles —continuó él— y que para alguien tan joven, tiene mucha disciplina. De verdad lo valoro.

—Gracias —repitió, sin saber qué más decir.

Hubo una pequeña pausa. Luego la voz del jefe cambió de tono. Ya no era solo profesional; ahora sonaba un poco más humano, como si intentara entrar en un terreno desconocido.

—Oiga... ¿le molestaría si le hago una pregunta un poco personal?

Sabine apretó el celular contra su oído.

—No, adelante —dijo, con la voz tensa.

—Mire... muchos aquí notan que siempre está... decaída. Callada. Como si cargara con el mundo encima. ¿Está todo bien en casa?

El silencio se alargó unos segundos. Su respiración se volvió más lenta. Las palabras se le congelaron en la garganta.
¿Y si lo decía?
¿Y si le contaba que su padre era un fantasma que solo aparecía para gritar, que no recordaba la última vez que durmió sin miedo?
¿Y si decía la verdad?

Pero no.

Mentir dolía menos que abrirse.

—Estoy bien... —respondió, forzando una sonrisa que nadie vería— Es solo que no he dormido bien estos días. Nada importante.

El señor Klein suspiró, esta vez aliviado.

—Ah, entiendo. Pensé que podía ser algo más grave.

—No, no se preocupe. Todo está bien.

Mentira.

Todo estaba mal. Pero había aprendido a maquillar las verdades con palabras suaves.

—Bien entonces. Nos vemos el día de la grabación. Los chicos estarán ahí desde temprano. Ah, y... traerán ropa propia, pero quiero que les eches un ojo. Son jóvenes, impulsivos... y a veces se visten como si los hubiera atropellado un armario. Tú tienes buen ojo para eso.

Sabine esbozó una sonrisa leve. Primera vez que alguien decía que tenía "buen ojo" para algo.

—Haré lo que pueda.

—Confío en eso. Nos vemos el lunes.

La llamada terminó. El silencio volvió a su cuarto.

Sabine dejó el celular sobre la cama y se recostó por un momento, mirando el techo agrietado. Una parte de ella deseaba que llegara el día de la grabación. No por la música. No por los artistas. Sino porque era una oportunidad de escapar de esa casa, aunque fuera por unas horas.

Aunque fuera solo para esconderse entre percheros y cables, en medio de chicos que se creían invencibles.

Tokio Hotel.

Apenas los conocía. Solo había visto a los gemelos una vez, desde lejos. Uno de ellos era el guitarrista. El de las rastas. El que tenía esa sonrisa de chico que lo había visto todo y no le importaba nada. Tom, se llamaba.

Aquel chico con mirada penetrante y sonrisa con demaciado ego, tan hizo falta una vez para verlo y ya tengo las sospechas de que es como los demás chicos patéticos y que creen que todas caen a sus pies.

Chicos como él... me dan asco.
O tal vez me dan miedo.

Porque a veces, los más seguros son los que más saben cómo hacerte pedazos y yo ya no tengo partes que romper.

Seguí mirando la ventana deseando que algún día todo cambiará que papá pudiera conseguir un trabajo que pasemos tiempo juntos y que yo pueda tener una vida normal sin golpes, ni gritos, sin nadie que te recuerde cada cinco minutos la decepción que eres y que te hace sentir culpable por la muerte de tu propia madre.

"Eres igualita a tu madre. Una inútil."
"Por tu culpa se murió."
"Mírate, no sirves para nada."

Quise cerrar los ojos. Desaparecer.
Pero no podía. Tenía que estar lista. Tenía que seguir.

Las manos me temblaban. No de miedo, sino de rabia contenida. A veces me pregunto si soy una bomba de tiempo o una cuerda rota. Si algún día voy a explotar o simplemente voy a desmoronarme en silencio.
Preferiría explotar.
Que duela afuera lo que me arde por dentro.

—Por tu culpa se murió tu madre —me repite, como si esas palabras fueran un rosario que necesita rezar cada vez que se emborracha.

Y aunque sé que no fue culpa mía... hay una parte de mí que lo cree.
La parte que tenía cinco años y no entendía por qué mamá ya no despertaba.
La parte que escuchó a los vecinos decir "pobre mujer, con ese marido" y no entendía por qué nadie la ayudó.
La parte que aún se pregunta si, si hubiera sido una mejor hija, ella habría querido quedarse.

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