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✧ . . . love was the law, but religion was taught

CAPÍTULO DIECISIETE
hija de un villano

❝ Fear makes men more dangerous than magic ever could, but fears transforms women. ❞

Silviana, Silviana, vuelve a casa.

Hubo una Silviana antes de la emperatriz, pero ¿quién la recuerda?

Cuando era niña, lloraba por su padre, aullaba por él como un lobo. Su amor por él había sido un fuego imposible de apagar, incluso cuando el tiempo y las circunstancias le exigieron enterrarlo profundamente. Era la hija de Cómodo, la llama impredecible de Roma, y aunque la corte susurraba sobre su locura, para Silviana, él había sido un dios.

Sus gritos por él eventualmente se desvanecieron, reemplazados por el silencio de una niña que había aprendido a sufrir en silencio. Pero en esos años de aislamiento, estaban Caracalla o Geta para consolarla, para anclarla.

Habían pasado años antes del caos de la adultez, antes de que sus destinos se entrelazaran en una brutal danza de deseo y traición. Caracalla, con sus rizos despeinados y su sonrisa traviesa, había sido su refugio en un mundo que no le ofrecía ninguno.

Era joven entonces, más de lo que le gustaba admitir, y estaba desgarrada por el dolor y la ira. La pérdida de su padre, Cómodo, era una herida que se negaba a sanar, una sombra que la seguía en cada paso. Aquella noche había huido a los jardines, su corazón pesado, su mente revolviéndose en el dolor de todo aquello. Las rosas estaban en flor, su fragancia embriagadora en el aire cálido, pero incluso su belleza se sentía como un insulto a su tristeza.

Y entonces Caracalla la encontró.

Aún podía verlo como era entonces: sus rizos rojos desordenados, su túnica arrugada y esa sonrisa insoportable en su rostro.

—¿Escondiéndote otra vez, Silviana? —la había provocado, apoyándose contra una columna con la confianza que solo él podía tener.

—No me estoy escondiendo —había replicado ella, aunque su voz traicionaba la mentira. Quería estar sola, sumergirse en el vasto vacío que la muerte de su padre había dejado. Pero Caracalla nunca había sido de respetar límites.

—¿Ah, no? Entonces, ¿cómo llamas a esto? —había preguntado, gesticulando dramáticamente hacia su forma acurrucada en el banco de mármol—. ¿Reflexionar? ¿Lamentarte? ¿Planear mi desaparición, tal vez?

Ella lo había fulminado con la mirada, pero incluso entonces, él tenía la capacidad de desarmarla.

—Vete, Caracalla.

—Ni pensarlo —se dejó caer a su lado sin ser invitado, su presencia un contraste discordante con su quieta desesperación—. Me extrañarías si me fuera, y lo sabes.

No le respondió, pero tampoco le pidió que se fuera. Sus provocaciones le irritaban, pero también erosionaban los muros que había construido a su alrededor. Caracalla siempre había sido así: irritantemente persistente, y sin embargo, de algún modo, exactamente lo que necesitaba.

—¿Qué te pasa esta vez? —preguntó después de un momento de silencio—. ¿Lucila? ¿Geta? ¿O simplemente estás dramatizando?

La pregunta había sido directa, pero no cruel. Y por alguna razón, Silviana le respondió.

—Es... todo —dijo en voz baja, apenas un susurro—. Mi padre se ha ido, mi tía me trata como si estuviera hecha de cristal, y la corte me mira como si no perteneciera. A veces desearía simplemente... desaparecer.

Su actitud burlona desapareció entonces, reemplazada por una sinceridad que la tomó por sorpresa.

—Tú perteneces, Silviana —dijo, su voz firme—. Más que cualquiera de ellos. Eres la hija de Cómodo. Eres prácticamente una diosa.

Ella había bufado, pero sus palabras resonaron profundamente dentro de ella.

—Una diosa sin nadie a su lado —murmuró con amargura.

—Me tienes a mí —respondió él simplemente.

El peso de esas palabras la golpeó más fuerte de lo que esperaba. Se giró hacia él, buscando en su rostro algún rastro de burla, pero no había ninguno. Sus ojos azul claro sostuvieron los de ella, cálidos e inquebrantables.

—Siempre —añadió, su voz suave.

Recordaba cómo su respiración se había entrecortado, cómo su corazón había latido con fuerza. Sin pensarlo, extendió la mano, aferrándose a su túnica como si él fuera lo único sólido en su mundo.

—No me dejes —susurró, las palabras temblando con desesperación.

—No voy a irme a ninguna parte —prometió.

Y entonces lo besó.

No fue planeado, no fue algo en lo que hubiera pensado, pero en ese momento, se sintió como lo único que podía hacer. Sus labios eran cálidos contra los de ella, vacilantes al principio, pero luego él le devolvió el beso. Fue dulce y pausado, un momento tranquilo en un mundo que parecía decidido a destrozarla.

Cuando finalmente se separaron, sus frentes se quedaron apoyadas juntas, sus respiraciones mezclándose en el aire quieto. La sonrisa de Caracalla regresó, aunque era más suave, casi tímida.

—Bueno —murmuró—, no me esperaba eso.

Ella se sonrojó, sus mejillas ardiendo mientras se apartaba.

—Yo... yo no sé por qué...

—No te disculpes —la interrumpió con suavidad, su pulgar rozando su mejilla—. No por eso.

Ella había querido creerle, quería aferrarse al calor de ese momento para siempre. Pero la realidad siempre encontraba la forma de colarse, y aun entonces, sabía que lo que habían compartido en el jardín esa noche no podía durar.

Ahora, años después, mientras vivía en un mundo mucho más complicado y peligroso de lo que alguna vez pudo imaginar, Silviana aún podía sentir el fantasma de aquel beso, la esperanza fugaz que le había dado. Era un recuerdo que mantenía encerrado, a la vez un consuelo y un tormento. Y aunque rara vez se permitía recordarlo, sabía que era una parte de ella: un recordatorio de la niña que había sido, y del niño que una vez había sido su refugio.

Deseaba que él volviera a ser como era, gracioso y hábil con su espada. Lo que llamaban amor juvenil. Reflexionaba sobre ello mientras acariciaba el cabello de su querido Lucio. Era oscuro y rizado, lo suficientemente largo como para que sus dedos lo peinaran. Lucio se parecía más a su propio padre que cualquiera de sus otros hijos: hermoso y majestuoso, pero, bajo ciertas luces, era igual a su verdadero padre.

Lucio se movió ligeramente en su sueño, acurrucado entre ella y Geta, su pequeña mano aferrándose al borde de su túnica. La mirada de Silviana se suavizó al observarlo, el ritmo constante de su pecho subiendo y bajando era un recordatorio frágil de su inocencia. Bajó la mano y apartó un rizo de su frente, su toque ligero como una pluma.

A la tenue luz de la habitación, Lucio se veía tanto como su padre en su juventud, con el mismo orgulloso porte en su barbilla, la misma postura regia incluso en reposo. Pero, en ciertos ángulos, estaba Caracalla: una sombra en sus labios, el fuego en sus pequeños rasgos, el amor por la batalla ya despertando en él, incluso en sus juegos. Un dolor agudo, a la vez tierno y punzante, le atravesó el pecho.

Geta se movió junto a ella, su brazo descansando sobre Lucio. Su presencia constante era un bálsamo para sus nervios desgastados, un recordatorio de la estabilidad que él proporcionaba. Pero incluso ahora, mientras dormía, su ceño estaba ligeramente fruncido, sin duda cargado con las responsabilidades del trono y los peligros que parecían acercarse más cada día.

Silviana apoyó la cabeza contra el cabecero, sus dedos todavía jugando con los rizos de Lucio. Los recuerdos de Caracalla parpadearon en su mente, inesperados e implacables. Su risa de niño, el brillo en sus ojos mientras luchaba con los soldados mayores, la forma en que la había besado aquella tarde de verano en los jardines. Él había sido todo lo que necesitaba en ese entonces: un refugio, un amigo, un amor que aún no comprendía.

Pero ese niño se había ido. El hombre en que se había convertido era un extraño, un reflejo fracturado del niño que una vez había amado. Pensó en la forma en que la miró durante su confrontación, la amargura en sus ojos, la ira que parecía alimentarlo. Y, aun ahora, no podía desterrar los breves momentos de ternura que había vislumbrado, los rastros del niño que alguna vez fue.

—Mamá —murmuró Lucio en su sueño, su pequeña voz sacándola de sus pensamientos. Se inclinó para besar su frente, el calor de su piel anclándola.

—Estoy aquí —susurró, su voz firme a pesar de la tormenta que rugía dentro de ella—. Siempre estaré aquí.

Geta se movió entonces, su mano apretando ligeramente el pequeño cuerpo de Lucio. Abrió los ojos lentamente, encontrando la mirada de Silviana en la penumbra.

—¿No puedes dormir? —preguntó, su voz ronca por el sueño.

Ella negó con la cabeza, sus dedos todavía acariciando el cabello de Lucio.

—Solo pensando.

—¿En qué? —La voz de Geta era baja, sus palabras cuidadosas.

La mandíbula de Silviana se tensó, pero no respondió de inmediato. En cambio, miró a su hijo, su rostro pacífico un bálsamo para su alma.

—En todos ellos —dijo finalmente, su voz suave—. Caracalla. Mi padre. Mi tía. Los hilos que han tejido en nuestras vidas.

Geta exhaló lentamente, su mano buscando la de ella. No la presionó, no exigió respuestas.

Los labios de Silviana se apretaron en una fina línea mientras sus pensamientos giraban. La amargura que sentía hacia Lucilla era un fuego que apenas podía contener, pero no era una tonta. Enviar a su tía al Coliseo encendería el caos entre los leales al legado de su familia, los hilos de simpatía por Lucilla corrían profundos entre los patricios. No era solo Lucilla quien debía considerar: las conexiones de Acacius, su propia posición como esposa de Geta, y los ojos siempre vigilantes de la élite de Roma conspiraban contra ella para tomar una decisión tan audaz.

Apretó la mano de Geta, sintiendo el calor de su presencia constante.

—No podemos enviar a mi tía a la arena —murmuró, su voz baja pero firme.

Geta la estudió, su expresión cautelosa.

—¿No querías que muriera?

Silviana inclinó la cabeza contra el cabecero, su mente ya girando con posibilidades.

—Sí, pero lo he pensado mejor. Tenemos que desacreditarla. Públicamente, pero con sutileza. Despojarla de sus alianzas, aislarla. Ella prospera con la influencia, con la lealtad de quienes la recuerdan como la hija de Marco Aurelio. Sin eso, no es nada.

El ceño de Geta se frunció.

—Todavía tiene a Acacio.

—Por ahora —dijo Silviana con dureza, sus ojos entrecerrándose—. Si todo sale bien, estará fuera de este mundo en unas horas.

Geta exhaló profundamente, su mirada ambarina fija en las sombras que danzaban por la cámara.

—Si tienes razón y Acacius cae, será un golpe para ella. Pero, ¿será suficiente? —preguntó, su voz más baja ahora, teñida de duda.

Silviana se enderezó, su mano soltándose de la de Geta para descansar en su regazo. Sus dedos juguetearon distraídamente con el borde de su vestido mientras hablaba, su tono afilado y deliberado.

—Es un comienzo. Acacius es su fuerza, su espada y su escudo. Sin él, tendrá que depender únicamente de su nombre. Y ahí es donde atacamos. Desenredamos su historia, exponemos sus mentiras.

Geta la estudió de cerca, sus ojos ambarinos captando el leve brillo del brasero. En esa luz, parecían dorados.

El pelirrojo dejó escapar un largo suspiro, su mirada desviándose hacia el tenue resplandor del fuego. El peso de la corona siempre era pesado, pero esa noche parecía presionar con más fuerza contra su pecho. Pensó en la gente: sus voces, sus miradas, sus corazones. ¿Lo veían como un gobernante digno de Roma? ¿Lo veían a él y a su hermano como hombres de dignidad, de visión, en lugar de herederos del derramamiento de sangre?

Sus pensamientos se detuvieron en Silviana. Ella lo había cambiado todo. Fue su toque, sus palabras, su influencia lo que había suavizado los bordes de su gobierno. Los decretos que ella escribía en sus nombres, las decisiones que moldeaba con su ingenio y cuidadosa planificación, llevaban el aroma de la esperanza. Donde antes había miedo, ahora existía un leve brote de confianza. Rezaba para que floreciera.

—Lo estamos intentando —murmuró en voz alta, aunque las palabras eran para sí mismo. Miró hacia Silviana, su cabeza todavía apoyada en su hombro, sus dedos rozando distraídamente su manga—. ¿Crees que está funcionando? ¿Crees que nos perdonarán?

Silviana no levantó la cabeza. En cambio, su voz llegó suave y firme, cargada con la certeza tranquila que siempre tenía al hablar de los asuntos del reino.

—Roma no perdona, Geta. Recuerda. Pero no necesitamos perdón. Necesitamos tiempo. El suficiente para que te vean como eres ahora, no como eras antes.

Él consideró sus palabras, dándoles vueltas en la mente como si fueran una moneda. Tiempo. Siempre parecía lo único que les faltaba.

—¿Y mi hermano? —preguntó en voz baja, apenas un susurro—. ¿Crees que entiende esto?

Silviana finalmente levantó la cabeza, encontrando su mirada con sus ojos penetrantes.

—Tu hermano es muchas cosas, pero no ciego. Ve el cambio, aunque no lo admita. Pero su ira... aún está ahí, ardiendo en silencio. Debes tener cuidado con él.

Geta asintió, aunque la tensión en su pecho no disminuyó. Conocía el temperamento de su hermano, conocía el fuego que se escondía bajo su fachada tranquila. Era un fuego que podía calentar o destruir. Y, a veces, Geta temía que las llamas de Caracalla ardieran demasiado, consumiendo todo lo que habían trabajado por construir.

—Solo quiero que nos amen —admitió, su voz áspera—. Que no nos teman. Que no nos odien. Solo... que nos amen.

Silviana levantó la mano, colocando su palma contra su mejilla.

—Entonces sigue haciendo lo que haces —dijo suavemente—. Déjame cuidar de ellos, como una madre cuida a sus hijos. Pronto rezarán por tu salud.

Sus palabras fueron un bálsamo, calmando las dudas que carcomían su corazón. Se inclinó hacia su toque, encontrando fuerza en su presencia.

—Gracias —dijo en voz baja, con sinceridad.

Ella le ofreció una leve sonrisa, sus ojos brillando con determinación.

—Haremos que te amen —prometió—. Haremos que amen a los dos. Por Roma y por nuestros hijos.

Geta sostuvo su mirada, el peso en su pecho aliviándose, aunque fuera un poco.

Esperaba que tuviera razón, realmente lo hacía.

Cerró los ojos y respiró lentamente el tenue aroma a rosas y amapolas que emanaban de Silviana y Lucio respectivamente. El sueño lo reclamó pronto, llevándoselo por unas pocas horas.

La luz de la mañana se filtraba a través de los altos ventanales del comedor, bañando el suelo de mármol con un cálido resplandor. Silviana estaba sentada en la cabecera de la mesa, su presencia serena y autoritaria a pesar del cansancio suave que aún la envolvía. A su izquierda se encontraba Geta, quien sostenía una copa de vino con miel especiada mientras observaba a los niños charlar entre ellos.

Marco, siempre curioso y lleno de energía, estaba sentado en un taburete ligeramente grande para él, con sus rizos de bronce brillando bajo la luz. Lucio, un poco mayor y más sereno, se sentaba junto a él, compartiendo bromas en voz baja con su hermano, arrancándoles sonrisas tímidas. Aeneas, aún un infante, descansaba acurrucado en el regazo de Silviana, emitiendo suaves gorgojeos mientras sus pequeños dedos se aferraban a los pliegues de su stola.

—Marco —dijo Silviana con suavidad, su tono maternal pero firme—. Come tu pan. Necesitarás fuerzas para el día.

El niño levantó la mirada hacia ella con ojos grandes y traviesos.

—¿Iremos a los jardines después, mamá? Quiero ver a los pavos reales.

Silviana sonrió, aunque el peso del día que se avecinaba presionaba con fuerza sobre ella.

—Tal vez más tarde —respondió, apartando un rizo de su frente—. Hoy tu padre y yo tenemos asuntos importantes que atender.

Marco frunció ligeramente el ceño pero no discutió. En su lugar, tomó un trozo de pan y comenzó a mordisquearlo, su mirada alternando entre su hermano Lucio y el bebé en brazos de Silviana.

Geta se inclinó hacia Silviana, su voz baja.

—Es tan parecido a ti. Decidido. Terco.

Silviana esbozó una leve sonrisa mientras ajustaba a Aeneas en su regazo, el bebé emitiendo un suave gorjeo.

—¿Y a su padre? —replicó con un toque de burla, arqueando una ceja—. ¿Qué rasgos ha heredado de ti?

Geta rió suavemente, sus ojos ambarinos suavizándose mientras observaba a Marco.

—Su encanto, por supuesto.

Silviana rodó los ojos, aunque no pudo reprimir una sonrisa. Por un momento, el peso del mundo más allá de la villa pareció lejano, como si fueran solo una familia disfrutando de una tranquila mañana.

Aeneas dejó escapar un pequeño suspiro de satisfacción, sus manos regordetas aferrándose más fuerte a la stola de Silviana. Marco lo notó y extendió la mano para acariciar suavemente la mejilla de su hermano menor.

—Mamá, ¿Aeneas vendrá a los jardines cuando sea mayor?

El corazón de Silviana se llenó al escuchar la ternura en la voz de Marco.

—Sí, lo hará —le aseguró—. Y estoy segura de que querrá que le muestres los pavos reales.

La comida transcurrió en una ráfaga de pequeñas alegrías: Lucio ayudando discretamente a Marco con un dibujo, Aeneas intentando alcanzar un trozo de fruta que Silviana movió hábilmente fuera de su alcance, y Geta recostándose con una rara expresión de satisfacción en su rostro.

Pero a medida que los últimos trozos de fruta y pan eran retirados, el aire en la habitación se volvió más pesado. Silviana entregó a Aeneas a su nodriza, dejando un suave beso en su cabeza antes de volverse hacia Lucio y Marco.

—Niños —dijo, su voz firme—, vuestro padre, vuestro tío y yo tenemos asuntos en el Coliseo hoy. Quedaos aquí con vuestros tutores y los guardias. Portaos bien.

Marco abrió la boca para protestar, su ceño frunciéndose con decepción, pero la firme mirada de Silviana lo silenció.

—Sí, mamá —dijo a regañadientes.

Geta se levantó, revolviendo los rizos de Marco.

—Sé bueno —dijo, su tono cálido pero resuelto. Lanzó una mirada a Lucio, quien asintió en silencio, siempre el hermano mayor responsable.

El camino hacia el Coliseo fue silencioso, la tensión entre Silviana y Geta palpable mientras el peso de lo que les esperaba se cernía sobre ellos. La ciudad bullía a su alrededor, ajena a lo que estaba por ocurrir.

Cuando los imponentes arcos del Coliseo aparecieron a la vista, la mente de Silviana se llenó de los recuerdos de la noche anterior: sus dulces palabras a su primo, el beso que no había planeado dar, la traición de su tía y la sangre que se derramaría ese día.

Lanzó una mirada a Geta, quien caminaba a su lado con un paso firme, su rostro impenetrable.

—¿Estás listo? —preguntó, su voz más suave ahora.

Él no la miró, pero asintió.

—Por Roma —respondió.

—Por Roma —repitió ella, aunque las palabras pesaban en su lengua.

Juntos, cruzaron las puertas del Coliseo, donde el sol colgaba alto, bañando con una luz cegadora las vastas y ensangrentadas arenas de la arena. Silviana se sentó en el palco imperial, su espalda rígida y sus manos entrelazadas con fuerza sobre su regazo para ocultar su temblor. A su lado, su tía Lucila observaba, estoica. La multitud rugía con anticipación, los ensordecedores vítores resonaban como una tormenta a su alrededor. Silviana mantuvo la mirada fija, mientras su mente era un torbellino de miedo, furia y determinación.

Caracalla estaba cerca, con su mono Dundus encaramado en su hombro, su pelaje brillando bajo la luz del sol. Alimentaba al mono con uvas, como si el brutal espectáculo a punto de desarrollarse no fuera más que un pasatiempo trivial. Silviana apretó la mandíbula, resistiendo el impulso de fulminarlo con la mirada. Geta estaba sentado a su lado, su rostro tallado en piedra, aunque ella percibía la más leve tensión en su mandíbula, la sutil manera en que sus dedos golpeaban contra su muslo.

Abajo, el maestro de ceremonias dio un paso adelante, su voz resonando a través del megáfono de cobre:

—Por su traición contra las vidas de los Emperadores y el estado romano... ¡un Enemigo del Pueblo!

La multitud estalló en un frenesí, el canto de vae victis rodando por las gradas como un trueno.

La mirada de Silviana se clavó en la puerta sur cuando esta se abrió con un chirrido, revelando a Lucio—Hanno—su primo, su sangre—entrando en la arena. La dura luz del sol destacaba el bronce en su piel, un testimonio de la brutal vida que había soportado. Caminaba con la fuerza inquebrantable de un guerrero, pero ella vio la carga en sus ojos, la rabia que corría por sus venas y por las de ella.

Viggo le entregó una espada y un puñal, murmurándole algo que Silviana no alcanzó a escuchar, pero que podía adivinar. Lucha. Sobrevive.Las puertas se cerraron con un estruendo detrás de él, sellándolo en la arena.

El maestro de ceremonias se giró nuevamente hacia la multitud, elevando su voz por encima del rugido de la arena.

—¡Desde la ciudad vencida de Numidia, el vencedor de tres contiendas en el Coliseo: el bárbaro Hanno!

La multitud rugió con más fuerza, sus gritos de Hanno mezclándose con maldiciones e insultos. El corazón de Silviana se retorció dolorosamente mientras Lucio avanzaba más hacia el centro de la arena.

Entonces, la puerta opuesta se abrió, y Acacius entró en la arena. Su armadura brillaba bajo la luz del sol, su postura exudaba derrota. Los vítores de la multitud se transformaron en abucheos y silbidos, el veneno de su desprecio por el general palpable en el aire.

El maestro de ceremonias continuó:

—¡Desafiará al general Justus Acacius por su traición contra las vidas de los Emperadores y su enemistad con el Estado!

Silviana lanzó una mirada hacia Lucilla, quien estaba sentada como prisionera entre ellos en los asientos reales. El rostro de su tía estaba pálido, sus labios apretados, su compostura pendía de un hilo. Cuando se volvió hacia Caracalla, su voz se quebró con desesperación.

—Cualquier derecho de nacimiento que tenga es tuyo... ¡por favor, sálvalo!

La voz de Geta cortó la tensión, fría y resuelta.

—Demasiado tarde.

Las uñas de Silviana se clavaron en sus palmas mientras el maestro de ceremonias proclamaba las palabras finales:

—¡Que los dioses decidan quién sobrevivirá a este combate: el traidor romano o el héroe bárbaro!

El rugido de la multitud se elevó hasta un crescendo, y Silviana se obligó a mirar mientras Lucio y Acacius avanzaban el uno hacia el otro. La cegadora luz del sol se reflejaba en sus espadas, y la arena parecía brillar con el calor de la violencia inminente.

Lucio se detuvo a pocos pasos de Acacius, su espada alzada pero aún no lista para atacar. Su voz resonó clara y firme por encima del ruido de la multitud.

—Tú mataste a la mujer que amaba.

El rostro de Acacius permaneció impasible, pero hubo un destello de algo—¿arrepentimiento, quizás?—en sus ojos.

—Lo siento. Muchos murieron ese día.

—Y tú morirás hoy.

La voz de Lucio era fría como el hierro, y antes de que Silviana pudiera procesarlo, avanzó con un movimiento rápido, su espada cortando el aire. Acacius alzó su arma para recibir el ataque, y sus armas chocaron con un clangor ensordecedor que resonó por toda la arena.

El combate había comenzado, y parecía que los mismos dioses contenían el aliento.

Desde su asiento en el palco real, Silviana se aferró al borde de su silla con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. El choque del acero resonaba en sus oídos, pero su mirada permanecía fija, sus ojos afilados clavados en la batalla que se desarrollaba en la arena. Cada movimiento, cada golpe, cada momento de vacilación, llevaba el peso de sus planes, del trato que había hecho con su primo.

La voz de Geta resonó a su lado, su tono cargado de tensión.

—Acacius es un toro de hombre. Podría enviar a ese bárbaro al inframundo.

Silviana no respondió, su mandíbula apretada mientras observaba a Lucio—Hanno—avanzar. Su escudo de madera se astilló bajo la fuerza bruta del golpe de Acacius, dejándolo indefenso. Su respiración se detuvo cuando Lucio tropezó, y por un momento fugaz, el miedo apretó su corazón. Pero luego avanzó de nuevo, imprudente y furioso, y el filo plano de su espada golpeó a Acacius directamente en la cabeza.

Acacius tambaleó, su casco volando y su espada cayendo al suelo. La multitud rugió, pero Silviana apenas los escuchó por encima del torrente de sangre en sus oídos.

—Termina con esto —susurró, inclinándose ligeramente hacia adelante, sus uñas clavándose en la madera de su asiento.

Entonces Acacius habló, su voz resonando en la arena.

—Juré sobre la memoria de tu padre que te protegería con mi vida.

El estómago de Silviana se retorció, su cuerpo se tensó. Lanzó una mirada a Lucilla, quien permanecía inmóvil, su rostro una máscara de angustia. Acacius levantó la mano, rindiéndose.

El maestro de ceremonias anunció el acto, y la multitud cayó en un murmullo contenido, insegura de cómo reaccionar.

—Haz lo que quieras —dijo Acacius, su voz pesada—. Pero en mi muerte, debes saber que amo a tu madre, Lucila, y a tu padre, Máximo.

Las uñas de Silviana se clavaron aún más en la madera. Desvió su mirada hacia Lucio, cuya espada permanecía suspendida en el aire mientras miraba al general arrodillado. Su rostro era una tormenta de emociones contradictorias: rabia, dolor y algo que se parecía peligrosamente a la duda.

Desde su asiento, Lucila murmuraba una oración, sus labios moviéndose rápidamente, sus manos entrelazadas con fuerza. Las propias oraciones de Silviana eran silenciosas y mucho más oscuras. Que termine, pensó. Que lo haga.

Geta se levantó de su asiento, su voz cortando la tensión como una hoja.

—¡Romanos, qué decís!

La multitud estalló en un caótico clamor de gritos: "¡Misericordia!" y "¡Mátenlo!", las voces chocando tan violentamente como el combate de momentos antes. El pecho de Silviana se apretó mientras Geta alzaba su puño, manteniéndolo en alto. Reconoció el dramatismo del gesto, la pausa calculada para intensificar el drama.

—Los dioses han dado su juicio —declaró, y su puño giró, entregando el fatídico pulgar hacia abajo.

La multitud rugió con disenso, sus vítores y abucheos surgiendo como una marea. La respiración de Silviana se detuvo cuando todas las miradas se volvieron hacia Lucio.

Acacius inclinó la cabeza, arrodillado en la arena, su destino en manos de Lucio. Silviana se inclinó hacia adelante, deseando que su primo actuara. Termina con esto, pensó. Este es tu momento.

Lucio levantó su espada, la hoja brillando bajo la luz del sol, y el corazón de Silviana latió con fuerza en su pecho. Pero justo cuando la tensión alcanzaba su punto máximo, él vaciló. Sus ojos se alzaron, encontrándose con los de Lucila. Silviana pudo ver el ruego en el rostro de su tía, la desesperación silenciosa mientras se levantaba, sus manos temblando.

—¡Lucio! —el grito de Lucila resonó, cortando el ruido de la multitud.

La respiración de Silviana se detuvo cuando la espada de Lucio vaciló y luego cayó, chocando contra la arena. Un suspiro colectivo recorrió la multitud. A su lado, Geta permaneció inmóvil, su rostro oscureciéndose, mientras Caracalla se puso de pie de un salto, su furia palpable.

—¡Mátenlo! ¡Mátenlo! —gritó Caracalla, su voz desgarrada por la ira. Levantó su propio puño, girándolo hacia abajo en un gesto de condena.

Lucio lo ignoró, su voz elevándose como un trueno mientras se volvía hacia la multitud.

—¿Así es como Roma trata a sus héroes?

El rugido de los espectadores se apagó, reemplazado por murmullos de confusión e indignación. Los labios de Silviana se entreabrieron con sorpresa, su mente trabajando a toda velocidad para comprender las implicaciones de la desafiante acción de Lucio. Sus planes meticulosamente trazados se desmoronaban ante sus ojos, y sentía el peso de cada mirada sobre ella, aplastándola.

Su pulso se aceleró, con la ira y la incredulidad chocando en su interior. El plan había sido cuidadosamente diseñado, cada detalle previsto... excepto esto. Había confiado en él para llevar a cabo su voluntad, para deshacerse de Acacius de una manera que sellara el destino de su tía. En cambio, Lucio había convertido el espectáculo en caos, desafiando no solo a Acacius, sino también a la autoridad de los Emperadores.

Su furia solo se intensificó al ver la reacción de Lucila. Las súplicas y el dolor de su tía ofrecían a la multitud algo a lo que aferrarse. Simpatía. Un punto de apoyo. Los labios de Silviana se curvaron en un gesto de desdén mientras miraba a Geta, cuyos puños se aferraban con fuerza a la barandilla frente a él. Su vacilación la hizo hervir de rabia.

—¡Los dioses han hablado! —La voz de Geta resonó, un intento desesperado de recuperar el control.

Pero no fue suficiente. La multitud se agitaba inquieta, sus murmullos convirtiéndose en un bajo gruñido de descontento. Los ojos de Silviana se dirigieron a Macrino, quien se inclinó para susurrar algo a Geta. No pudo escuchar las palabras, pero el efecto fue inmediato. Geta se irguió, su rostro una máscara de determinación. Repitió la orden, esta vez más fuerte:

—¡Mátenlo!

El corazón de Silviana se retorció. No por Acacius—su muerte había sido su objetivo—, sino porque podía sentir el cambio de marea. Esto ya no se trataba de justicia ni de espectáculo. Esto era sobre el poder y lo precariamente que ahora pendía en la balanza.

La primera flecha voló, su arco elegante pero letal. Golpeó a Acacius en el pecho, y por un momento, la arena quedó en un silencio sepulcral. Luego, una lluvia de flechas siguió, perforando su cuerpo en un ritmo grotesco. La sangre brotó de las heridas, manchando la arena bajo él.

Silviana observó cómo Lucio se hundía de rodillas, su rostro una máscara de dolor y furia. No podía adivinar en qué pensaba.

Su mirada se desvió hacia Lucila, cuyos gritos rompieron el silencio.

—¡Malditos sean todos al fuego eterno! —espetó su tía, sus palabras cargadas de veneno mientras miraba a Geta, Caracalla y a la propia Silviana.

Los dedos de Silviana se clavaron en el borde de su silla. La maldición de Lucila resonaba con los propios pensamientos hirvientes de Silviana. Había depositado su fe en Lucio, pero su estúpida bondad había envalentonado a Lucila, dándole un escenario para hacerse la víctima. La visión del dolor de su tía despertó algo oscuro en Silviana: una renovada determinación de destruirla por completo.

—Entonces me recibirás en el fuego, querida tía —silbó la joven, su tono goteando veneno.

—¡Primero tendrás tu turno en el pozo! —soltó Caracalla al mismo tiempo, su voz temblando pero claramente alineada con Silviana. Estaba perdiendo el control, y se notaba.

Los ojos afilados de Silviana se dirigieron a Macrino mientras él daba un paso adelante, siempre el oportunista.

—Por su seguridad, deberían regresar al palacio —sugirió con suavidad, señalando a los pretorianos.

Geta dudó, su indecisión evidente, pero Caracalla aprovechó la oportunidad y permitió que lo escoltaran fuera. Silviana se levantó de su asiento, sus pasos medidos mientras los seguía, su mente girando con las implicaciones de lo que había ocurrido.

La inquietud de la multitud crecía, sus abucheos y pisadas se sentían como una amenaza tangible. Silviana miró por encima del hombro y vio a Lucio siendo escoltado por dos guardias, su rostro inexpresivo, cargado de emoción contenida. Su pecho se apretó al verlo, pero apartó el sentimiento de inmediato.

La sangre de Silviana hervía mientras avanzaba por los pasillos sombríos del Coliseo, su paso rápido y decidido. La traición ardía en sus venas—la misericordia de su primo la había herido más profundamente de lo que estaba dispuesta a admitir. Le había confiado una tarea sencilla, una que habría despojado a Lucila de su poder restante y consolidado su causa compartida. En cambio, él la había desafiado, dejando sus planes al borde del colapso.

Cuando llegaron a la cámara privada donde Geta y Caracalla estaban siendo escoltados, Silviana vaciló en el umbral, con los puños apretados a los costados. Los ecos de la inquietud de la multitud aún vibraban en las paredes de piedra, un recordatorio de lo precaria que se había vuelto su posición.

—Misericordia —murmuró entre dientes, su voz cargada de desprecio—. ¿Muestra misericordia al hombre que asesinó a su esposa, y para qué?

Su respiración se aceleró, su furia burbujeando ante la traición. La misericordia de su primo no solo había puesto en peligro sus planes, sino que había envalentonado a su tía, quien ahora contaba con la simpatía de una multitud dividida. La traición era personal.

La imagen de Lucila, sus lágrimas de cocodrilo alimentando la compasión de los espectadores, hizo que la sangre de Silviana rugiera en sus oídos. ¿Misericordia? Lucio había mostrado misericordia a Acacius después de todo lo que habían sufrido, después de todo lo que ella había orquestado para asegurar su supervivencia.

—Misericordia —siseó de nuevo, esta vez más fuerte, la palabra sabiendo a cenizas en su boca.

Silviana no podía quedarse quieta. El caos de la multitud y los susurros en el palco real la presionaban como un peso aplastante. Se levantó de golpe, ignorando la mirada preocupada de Geta y los gritos de Caracalla pidiéndole que regresara, y descendió con pasos firmes por los escalones que llevaban lejos de los asientos imperiales. Su stola de seda, impecable y regia, ondeaba tras ella como una nube de tormenta mientras descendía hacia los túneles del Coliseo.

El rugido de la multitud se desvanecía con cada paso hacia los oscuros pasillos de piedra, reemplazado por el eco de sus sandalias contra el frío suelo. Cuando llegó a la celda de Lucio, su furia volvió a encenderse al verlo de pie contra la pared, sosteniendo aún su brazo del escudo con rigidez.

Él se giró al escucharla acercarse, sus oscuros ojos encontrándose con los de ella con una calma cautelosa que solo avivó más su ira.

—Domina —saludó, su voz firme, como si no acabara de deshacer todos sus esfuerzos con un solo y condenatorio acto de misericordia.

Silviana no se detuvo hasta estar justo frente a él, lo suficientemente cerca como para que el suave aroma de sudor y arena se mezclara con el aceite floral que ella usaba. Su mano se alzó y lo abofeteó en la cara, el sonido resonando en la estrecha celda. La cabeza de Lucio se giró con el impacto, pero cuando la miró de nuevo, su expresión no cambió.

—¿Por qué? —escupió, su voz temblando de rabia—. Después de todo lo que he hecho, de todo lo que he arriesgado, ¿le das misericordia?

Lucio no se inmutó bajo su mirada fulminante. Se irguió, frotándose suavemente la mandíbula donde la había golpeado.

—Se rindió —dijo simplemente.

—¡Es un traidor! —gritó ella, con los puños apretados—. ¡Un hombre que conspiró para derrocar a mi esposo, para verte muerto, para destruir Roma! Y tú... tú le permites conservar la vida.

Lucio dio un paso lento hacia adelante, su imponente figura llenando el reducido espacio de la celda.

—No lo hice por él —dijo, su voz baja, pero cargada de acero.

Las manos de Silviana se aferraron a la tela de la túnica de Lucio mientras lo sacudía, su fuerza nacida de la desesperación y la furia.

—¿Entonces por quién lo hiciste? —exigió, su voz quebrándose—. ¿Por mi tía? ¿Por la madre que te abandonó? ¿O fue por ti mismo, Lucio? ¿Crees que la misericordia te hace noble?

El silencio de Lucio era exasperante, sus amplios hombros tensos pero inquebrantables mientras le daba la espalda. Silviana sintió que su respiración se detenía, una tormenta de emociones girando dentro de ella: ira, traición, confusión. Dio un paso atrás, sus manos temblorosas cayendo a sus costados.

—No entiendes lo que has hecho —siseó, su voz baja pero temblando de rabia.

Lucio giró ligeramente la cabeza, pero no lo suficiente para encontrarse con sus ojos. Su voz era calmada, aunque cargaba un peso que hizo vacilar a Silviana.

—No lo perdoné por ella, Silviana. Lo perdoné porque no soy como ellos. No soy como él. Y no soy como tú.

Las palabras la golpearon como un puñetazo, y dio un paso atrás, su pecho agitándose. Sus labios se entreabrieron para responder, pero antes de que pudiera hablar, el sonido de pesadas botas resonó por el corredor de piedra.

—Vaya espectáculo allá afuera —interrumpió una voz profunda, con un tono cargado de diversión y reproche.

Macrino.

Silviana bufó y salió de la celda apresuradamente.

Cuando finalmente regresó a su villa y entró en su habitación, el peso del caos del Coliseo aún pesaba sobre sus hombros. Los rugidos de la multitud y la desafiante acción de Lucio resonaban en su mente como un eco inquietante. Al abrir la puerta, esperaba encontrar consuelo, tal vez un momento de tranquilidad para planear su próximo movimiento. En cambio, encontró a Livia esperándola, la joven espía de pie junto al brasero, con el rostro pálido y los ojos abiertos de urgencia.

—Domina —dijo Livia, su voz baja pero firme—. Traigo noticias.

Silviana arqueó una ceja, moviéndose para sentarse en el borde de su cama. Hizo un gesto con la mano para que Livia continuara, aunque su paciencia estaba al límite.

—Es sobre Acacius —comenzó Livia, retorciendo sus manos—. Soborné a uno de los espías de vuestra tía para que hablara... mencionó que sus tropas están en Ostia.

Silviana se congeló.

—¿Ostia? —repitió, su tono engañosamente calmado.

Livia asintió, dando un paso más cerca.

—Sí, Domina. En las afueras de Roma. Estaban destinados a encontrarse con Acacius. Es una fuerza leal, lista para marchar hacia Roma a su mando.

Las palabras golpearon a Silviana como un rayo. Su sangre se heló, y se puso de pie de golpe, clavando su mirada en Livia.

—¿Estás segura de que están en Ostia? —siseó.

—Sí, Domina —confirmó Livia, su voz ahora temblorosa—. El esclavo dijo que estaban esperando su señal para moverse. Sin ella, mantienen su posición, pero... si llegan a enterarse de su muerte...

Silviana levantó una mano, silenciándola. Su mente corría, las implicaciones cayendo sobre ella como olas. Acacius no solo había sido un traidor conspirando en las sombras, había estado listo para la guerra, preparado para tomar el trono por la fuerza. Y ella había estado tan enfocada en orquestar su caída en la arena que no había visto la amenaza mayor acechando justo más allá de las puertas de Roma.

Se giró, alejándose de Livia, y comenzó a pasearse por la habitación. Su pulso retumbaba en sus oídos, sus pensamientos girando frenéticamente. Si las tropas en Ostia se movilizaban, Roma caería en el caos. Geta, sus hijos, todo lo que había trabajado para proteger, desaparecería en un instante.

—Pensé que no podía haber nada peor —murmuró para sí misma, su voz cargada de amarga ironía.

Se detuvo abruptamente, sus manos cerrándose en puños.

—¿Macrino lo sabe? —preguntó, girándose hacia Livia.

—Yo... no lo sé, Domina —balbuceó Livia—. El esclavo no lo mencionó. Pero si lo sabe, aún no ha actuado.

La mandíbula de Silviana se tensó. Si Macrino lo sabía, eso explicaría su insistencia en enviar a Acacius al Coliseo en lugar de ejecutarlo de inmediato. Podría haber estado ganando tiempo, esperando a ver si la amenaza se revelaba. O peor aún, podría ser parte de ella.

—Averígualo —ordenó Silviana, su voz cortante.

Livia hizo una reverencia rápida y salió de la habitación, dejando a Silviana sola con sus pensamientos turbulentos. Presionó una mano contra su frente, sus uñas clavándose en su sien. Su corazón latía con fuerza, el peso de la situación amenazando con aplastarla.


Buenas, buenas.

Estoy re feliz, ya casi acaba mi intersemestral. ¿Qué tal ustedes?

Igual ya me está entrando la depresión porque esta historia está a casi nada de acabarse (llorando).

¿Qué piensan?

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