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✧ . . . lies, rust, sadness

CAPÍTULO DIECISÉIS

hija de un villano

❝ Oh Father, please
forgive all my sins. The water
is way too deep,
the deep end is where I live. ❞

A diferencia de sus otros sueños, Lucio no vio a Arishat esperándolo al otro lado del río. Su rostro, normalmente sereno y lleno de un amor silencioso, estaba ausente.

En su lugar, estaba alguien más.

Silviana.

Su cabello plateado fluía como luz de luna líquida, atrapado en un viento fantasmal que ondulaba a través del río. Estaba de pie en la orilla opuesta, su stola resplandeciente de blanco, y una corona de laureles capturando la luz espectral. Su rostro era solemne, casi irreconocible de la prima que alguna vez había conocido. Parecía una diosa del juicio, con una mirada que atravesaba el velo brumoso que los separaba.

Lucio parpadeó, desorientado. El río, oscuro y lento, se extendía entre ellos, sus profundidades llamándolo como un viejo amigo. Sentía el tirón de la corriente, cómo lo invitaba a avanzar. Pero su presencia lo retenía, su mirada lo clavaba en el lugar donde estaba.

—¿Por qué estás aquí? —su voz salió ronca, como si no la hubiera usado en años.

Silviana no respondió de inmediato. Su expresión no cambió, pero sus labios finalmente se separaron.

—¿Por qué estás tú aquí, Lucio? —preguntó, su voz atravesando el agua como un susurro, agudo y claro.

Frunció el ceño, mirando sus manos. Estaban cubiertas de sangre, pero no era suya. Las manchas se negaban a desaparecer, no importaba cuánto intentara limpiarlas.

Lucio jadeó, su pecho subiendo y bajando mientras despertaba de golpe. El aire frío y húmedo del subterráneo del coliseo lo envolvía, devolviéndolo a la brutal realidad de su celda. Instintivamente cerró las manos en puños, y por un fugaz momento, esperaba encontrarlas aún cubiertas de sangre. Pero estaban secas: callosas, magulladas y temblorosas.

Se incorporó, apoyando la espalda contra la rugosa pared de piedra. El sueño se aferraba a él como una sombra, vívido e implacable. El rostro de Silviana flotaba en su mente, su mirada penetrante y sus inquietantes palabras resonando en sus oídos.

—¿Dormiste bien?

La cabeza de Lucio giró hacia la fuente de la voz, sus músculos tensándose de forma instintiva. A través de la tenue luz de las antorchas parpadeantes, la vio de pie justo más allá de los barrotes, su rostro parcialmente en sombras. Silviana.

Inclinó ligeramente la cabeza, su cabello plateado capturando la luz mientras sus ojos penetrantes se fijaban en él. Su expresión era neutral, pero había un filo en su tono que hacía imposible saber si se burlaba de él o si estaba genuinamente curiosa.

—¿Dormiste bien? —repitió, su voz tranquila pero lo suficientemente afilada como para cortar la niebla del sueño que aún lo envolvía.

Lucio bufó, pasando una mano por su rostro antes de apoyarse contra la pared.

—Tan bien como cualquiera que esté encadenado puede hacerlo —murmuró, con un tono cargado de sarcasmo—. ¿Cuál es la ocasión, Domina? ¿No puedes tener suficiente de mi encantadora compañía?

Sus labios se torcieron ligeramente, pero no sonrió. En cambio, dio un paso más cerca de los barrotes, su capa rozando el suelo de piedra.

—Ojalá fuera eso —dijo en un tono oscuro que lo puso en alerta—. ¿Sabías que Lucila planeaba sacarte de aquí en plena noche?

La cabeza de Lucio se giró hacia ella de golpe, su mirada aguda clavándose en Silviana. La mención de Lucila hizo que una corriente de tensión lo recorriera, y se enderezó, haciendo que sus cadenas tintinearan suavemente.

—¿De qué estás hablando? —preguntó, su voz baja y cautelosa.

Silviana inclinó la cabeza, su cabello plateado capturando la luz parpadeante de las antorchas.

—Sabes perfectamente de qué hablo —respondió, su tono calmado pero cargado de significado—. Tu madre —enfatizó la palabra con una dureza que lo hizo estremecer— planeaba extraerte. Acacio iba a ayudar. Casi lo lograron también, hasta que llegaron los pretorianos.

La mandíbula de Lucio se tensó, y sus manos se cerraron en puños.

—Y tú los detuviste —dijo con amargura.

Silviana alzó una ceja.

—¿Por qué iba a detener algo que ya sabía que iba a fracasar? Macrino conocía el plan antes de que tu querida madre siquiera lo pusiera en marcha —se inclinó hacia los barrotes, su voz bajando a un susurro—. Pero lo interesante aquí es por qué ella estaba dispuesta a arriesgarlo todo por ti. ¿Crees que te ve como a un hijo? ¿O es solo por lo que representas?

Los labios de Lucio se apretaron en una fina línea, sus ojos estrechándose.

—¿Y por qué me estás contando esto? —preguntó, su tono cargado de sospecha—. ¿Qué ganas tú?

La sonrisa de Silviana fue lenta, calculada.

—Quiero justicia —dijo simplemente—. De la clase que solo tú puedes entregar.

Lucio soltó una carcajada, aunque carecía de humor.

—¿Justicia? ¿De un gladiador encadenado? Ahórrate tus dramatismos, prima.

—Oh, hablo completamente en serio —respondió ella, su voz como el acero—. Acacio y Lucila conspiraron contra los emperadores. Pusieron en peligro a Roma y tu libertad. Si realmente eres tan astuto como creo que eres, sabes lo que viene después.

Lucio la estudió, su mente trabajando a toda velocidad. Sabía que ella no estaba allí por bondad; Silviana ya no era la misma niña que había dejado atrás.

—Quieres que mate a Acacio —dijo sin rodeos.

Los ojos de Silviana brillaron con satisfacción.

—Muy perspicaz.

Las cadenas de Lucio tintinearon cuando se inclinó ligeramente hacia adelante, su mirada penetrante fija en Silviana.

—¿Y si lo hago? Si te doy lo que quieres, ¿qué obtengo a cambio?

Silviana se acercó a los barrotes de hierro, su voz bajando a un susurro aterciopelado.

—Ganarás tu libertad. Los emperadores no tendrán más remedio que reconocer tu valor. Acacio es un traidor, Lucio. Eliminarlo demostrará tu lealtad a Roma.

Lucio bufó, el sonido amargo.

—¿Lealtad a Roma? ¿De eso se trata esto? —Sacudió la cabeza—. Ahórrate la retórica, Silviana. Esto no es sobre lealtad. Es sobre supervivencia. La tuya. La mía.

La mandíbula de Silviana se tensó y, por un breve momento, la máscara de control se resquebrajó.

—¿Crees que no lo sé? —espetó, su voz cortante—. ¿Crees que no sé lo que cuesta la supervivencia? ¿Lo que exige? —Exhaló con fuerza, recuperando el control, su expresión endureciéndose—. Acacio es la razón por la que estás aquí. Es la razón por la que tu esposa está muerta.

La respiración de Lucio se aceleró, sus puños cerrándose con fuerza al reconocer la verdad en las palabras de Silviana. Ella dio un paso más cerca de los barrotes, sus dedos rozando ligeramente el hierro frío.

—Puedo ayudarte —murmuró—. Pero tienes que confiar en mí.

Lucio soltó una risa amarga.

La mano de Silviana se apretó contra los barrotes, sus nudillos poniéndose blancos.

—Te estoy dando una oportunidad —dijo con ferocidad—. Una oportunidad de hacerle pagar. Una oportunidad de recuperar al menos una parte de lo que perdiste.

Lucio la miró fijamente.

—Macrino ya me prometió su cabeza.

Los labios de Silviana se curvaron en una leve sonrisa sin humor.

—Macrino hace muchas promesas. Algunas las cumple; la mayoría no. ¿Confías en que lo hará? ¿O tomarás esto en tus propias manos?

La mandíbula de Lucio se tensó, sus ojos estrechándose.

—¿Y por qué debería confiar en ti? —espetó—. Tú, que te paras detrás de los barrotes, susurrando dulces promesas de venganza. ¿Qué ganas tú, Silviana?

Su expresión se endureció, pero no apartó la mirada.

—Esto no se trata de mí —dijo con firmeza—. Se trata de Acacio. De justicia. O venganza, si lo prefieres. Él mató a tu esposa, Lucio. Destruyó todo lo que te importaba, y ahora es un peligro para mis hijos. Ambos tenemos razones para quererlo muerto.

Los ojos de Lucio ardieron de rabia al escuchar la mención de su esposa de nuevo.

—No te atrevas a usarla para manipularme —gruñó, acercándose un paso más, sus cadenas sonando ominosamente.

—¡No te estoy manipulando! —Silviana siseó, su voz un susurro feroz—. Te estoy dando una oportunidad. Va al coliseo, Lucio. Estará vulnerable. Un juicio público de fuerza y astucia. Tendrás tu oportunidad de enfrentarlo, hombre a hombre.

—¿Y qué pasa si fracaso? —disparó él—. ¿Si me mata antes de que yo pueda matarlo? ¿Qué harás entonces, Domina?

La mirada de Silviana no vaciló, aunque su pecho se tensó ante su pregunta.

—No fracasarás —dijo en voz baja, su tono cargado de convicción—. Eres más fuerte que él. Has sobrevivido a más de lo que él jamás podría. Y tú... —hizo una pausa, su voz bajando aún más— tienes rabia.

La tensión en el aire creció palpable mientras la respiración de Lucio se aceleraba. Dio un paso más cerca, sus cadenas tintineando suavemente.

—Eres muy buena en esto, Silviana —murmuró, su voz baja y peligrosa—. Creo que tú también tienes esa rabia, pero ¿por qué?

Los labios de Silviana se entreabrieron como si fuera a hablar, pero no salieron palabras. Su pecho se levantó y bajó con el peso de verdades no dichas, la luz parpadeante de las antorchas proyectando sombras en su rostro.

—¿Por qué? —repitió finalmente, su voz un susurro que llevaba un filo más agudo que cualquier hoja—. Porque la rabia es lo único que queda cuando todo lo demás te es arrebatado.

Lucio inclinó la cabeza, su mirada penetrante clavada en la de ella.

—¿Todo? —repitió él, su voz oscura y inquisitiva—. Eres la emperatriz ahora. Lo tienes todo.

Su risa fue amarga, un sonido que resonó en la cámara vacía.

—¿Todo? Mi padre está muerto, mi madre un borrón. Dime, Lucio, ¿qué crees que me queda?

Lucio se acercó más, sus cadenas resonando mientras su rostro se aproximaba al de ella.

—Tienes control —dijo, su tono casi burlón—. Control sobre todo. Incluso sobre mí. ¿Es por eso que estás aquí? ¿Para asegurarte de que tu peón sepa cuál es su lugar?

Los ojos de Silviana destellaron con ira, pero no retrocedió.

—No —dijo con firmeza—. Estoy aquí porque veo el mismo fuego en ti que arde en mí. Y sé lo que puede hacer. Puede destruir. O consumir.

Los labios de Lucio se curvaron en una sonrisa sin humor.

—¿Y qué quieres ver que haga, Domina? —preguntó, el título goteando sarcasmo.

El pecho de Silviana se tensó ante la pregunta, su resolución tambaleándose.

—Quiero verte sobrevivir —dijo suavemente, el filo de su voz cediendo a algo casi vulnerable—. Quiero verlo pagar. Por todo.

Lucio parpadeó, sorprendido por sus palabras. Había algo en su tono que no era calculado, no era agudo ni manipulador; era crudo. Vulnerable. Lo desarmó de una manera para la que no estaba preparado.

Las palabras de ella resonaron en su mente: Quiero verte sobrevivir.

Por primera vez en lo que parecía una eternidad, él dudó. Su ira, su dolor, su sed de venganza... todo se apagó momentáneamente ante la sinceridad de sus palabras. Lucio la estudió, observando cómo su pecho subía y bajaba, cómo sus manos se apretaban, como si intentara sostenerse a sí misma.

La garganta de Lucio se cerró al notar el destello de dolor en los ojos de Silviana, un dolor que reflejaba el suyo.

—¿Por qué te importa? —preguntó suavemente, su voz áspera pero no cruel—. ¿Por qué importa si sobrevivo?

Sus labios se entreabrieron, pero las palabras no llegaron de inmediato. Exhaló temblorosamente, sus dedos rozando las cadenas frías que lo ataban, como si probara el peso de su respuesta.

—Porque... eres mi familia... mi amigo —susurró, tan bajo que casi no lo escuchó.

Las palabras lo golpearon con más fuerza que cualquier golpe. La miró, dejando que la verdad de su declaración se hundiera en él. No mentía. Ahora lo veía, en la forma en que lo miraba, no como a un gladiador, no como a un peón, sino como algo más. Algo real.

El aire entre ellos pareció vibrar con palabras no dichas, con emociones que ninguno podía articular por completo. Antes de pensarlo mejor, Lucio se inclinó. Su movimiento fue vacilante, casi dubitativo, como si temiera que ella se alejara.

Pero no lo hizo.

Sus labios se encontraron suavemente, un roce cálido que lo sorprendió con su dulzura. Los labios de ella eran suaves contra los suyos agrietados, su aliento mezclándose con el de él mientras inclinaba ligeramente la cabeza. No había ira en el beso, ni desesperación, solo una ternura dolorosa que ninguno sabía que aún poseían.

Las cadenas de Lucio tintinearon cuando se movió, queriendo estar más cerca a pesar de la barrera de hierro que los separaba. Sus manos, aún atadas, no podían alcanzarla, pero a ella no pareció importarle. Sus dedos rozaron su mandíbula, su toque ligero e incierto, como si probara la realidad del momento.

Cuando finalmente se separaron, sus frentes quedaron apoyadas la una contra la otra. La respiración de Lucio era desigual, su corazón latiendo con fuerza, pero no por miedo ni adrenalina. Abrió los ojos y encontró los de Silviana ya fijos en él, amplios y buscadores.

—Te extrañé —murmuró él, suave, como un soplo de viento contra su mejilla.

Los ojos de ella brillaron ante sus palabras, las comisuras curvándose en una sonrisa tenue.

—Ya tienes tu respuesta —susurró Silviana, su voz temblando con emoción—. Ahora dame la mía.

Los labios de Lucio se curvaron en una media sonrisa, pero sus ojos estaban serios.

—Te daré a Acacio —dijo, su tono firme—. Eso te lo prometo.

El corazón de Silviana se apretó ante sus palabras. Asintió, tragando con fuerza para mantener sus emociones bajo control. Sin mirarlo de nuevo, se dio la vuelta y se alejó, sus pasos resonando en el corredor silencioso. El peso de todo—las palabras de Lucio, la traición de Lucila, sus propias acciones—la oprimía como un yugo de hierro.

Mientras subía los escalones que llevaban fuera de las cámaras subterráneas del Coliseo, el aire frío de la noche golpeó su rostro, afilado y mordaz. No la calmó. No la limpió del caos que rugía dentro de ella. Solo le recordó lo expuesta que se sentía, lo desgarrada.

Cuando llegó a la villa imperial, sus pasos vacilaron. Geta la esperaba en sus aposentos privados, caminando de un lado a otro. En el momento en que entró, él se giró, su expresión una mezcla de alivio y preocupación.

—Silviana —dijo suavemente, acercándose a ella—. ¿Dónde has estado? Te has ausentado durante horas.

No respondió de inmediato. En su lugar, cruzó la habitación hacia él, su compostura desmoronándose con cada paso. Para cuando lo alcanzó, sus lágrimas ya habían comenzado a caer, silenciosas pero implacables. Rodeó su cintura con los brazos, enterrando su rostro en su pecho.

Geta la abrazó inmediatamente, sus largos brazos envolviéndola con fuerza.

—Silviana —murmuró, su voz llena de suavidad.

No pudo hablar de inmediato. La traición de Lucila, la revelación de las mentiras de su madre, la culpa por manipular a Lucio... todo se acumulaba, sofocando sus palabras y arrancándole sollozos.

Finalmente, ella levantó la mirada hacia él, sus ojos llenos de angustia y desesperación. Sin previo aviso, se puso de puntillas y presionó su boca contra la de él. El beso era crudo, lleno de dolor y emociones no expresadas, sus manos aferrándose a su túnica como si se anclara a él.

Geta se quedó inmóvil por un momento, sorprendido, pero luego sus brazos se apretaron alrededor de ella, sus labios moviéndose suavemente contra los de ella. Su toque era tierno, firme, ofreciéndole el consuelo que tan desesperadamente necesitaba. Cuando finalmente se separaron, él apoyó su frente contra la de ella, sus manos enmarcando su rostro.

—Silviana —susurró, su voz cargada de preocupación y amor—. Háblame. Por favor.

Ella respiró entrecortadamente, sus lágrimas aún cayendo.

—No puedo —murmuró, sacudiendo ligeramente la cabeza y presionándose contra él, empujando y empujando hasta que él cedió.

La boca de Geta se estrelló contra la de ella, áspera y exigente, una tormenta de emociones desatada. Silviana se quedó inmóvil, su aliento robado mientras las manos de él sujetaban su cintura con una intensidad que bordeaba la desesperación. Su beso era implacable, divino y brutal, un torrente de dolor y furia crudos derramándose.

Dolía. Pero no se apartó.

Sus manos se aferraron a la túnica de Geta, sus dedos clavándose en la tela como si fuera lo único que la mantenía anclada. La angustia, la traición, las mentiras... todo parecía disolverse en el calor abrasador de sus labios, reemplazado por una intensidad caótica y vertiginosa que ninguno de los dos podía controlar.

Cabellos llenos de plata y rubíes, carne de oro y bocas llenas de fuego, aquello la hacía sentirse extrañamente calmada y cálida.

Un golpe en la puerta los interrumpió, firme y vacilante, rompiendo el silencio cargado que los envolvía. Silviana se quedó inmóvil, su respiración entrecortada mientras se apartaba de Geta, con las mejillas sonrojadas y marcadas por las lágrimas. Sus manos permanecieron en su cintura por un momento antes de caer, su expresión una mezcla de frustración y preocupación.

—¿Quién es? —preguntó Geta, su voz cortante, aunque no se alejó de Silviana.

—Soy Lucio —respondió una pequeña voz al otro lado. Sonaba vacilante, temblorosa—. Yo... tuve una pesadilla.

El corazón de Silviana se apretó. Su hijo mayor. Miró a Geta, su expresión suavizándose aunque su pecho aún subía y bajaba por la intensidad del momento. Se dirigió hacia la puerta, alisándose el cabello desordenado e intentando recomponerse.

Abrió la puerta y encontró a Lucio de pie, su pequeña figura temblando, con los ojos grandes y sombreados por el miedo. Sostenía una manta entre las manos, la tela arrugada por el agarre tenso de sus puños. Sus rizos oscuros enmarcaban su rostro pálido, y sus labios temblaban mientras intentaba contener las lágrimas.

—Ven aquí, mi amor —dijo Silviana suavemente, arrodillándose y abriendo los brazos.

Lucio dudó solo un momento antes de lanzarse a su abrazo, enterrando el rostro en su hombro. Ella lo sostuvo con fuerza, acariciando su cabello, murmurando palabras tranquilizadoras mientras su pequeño cuerpo temblaba contra el suyo. El calor de su hijo contra ella la ancló, un recordatorio claro de lo que realmente importaba en medio del caos que giraba en su mente.

—¿Qué soñaste, cariño? —preguntó suavemente, con una voz estable aunque sus emociones se agitaran por dentro.

—Yo... yo estaba en la arena —susurró Lucio, su voz amortiguada—. Había gente por todas partes, y estaban vitoreando, pero no era feliz. Era aterrador. Y... y había leones, mamá. Me estaban persiguiendo.

Los brazos de Silviana se apretaron alrededor de él, su corazón rompiéndose al escuchar el miedo vívido en su voz. Intercambió una mirada con Geta, quien se había acercado, con el ceño fruncido de preocupación.

—Ningún león te hará daño jamás, Lucio —dijo con firmeza, apartándose solo lo suficiente para tomar su rostro entre las manos—. Estás a salvo aquí. Te lo prometo.

Silviana lo sostuvo con fuerza, su mano acariciando sus rizos en movimientos calmantes.

—Estás a salvo —murmuró de nuevo, su voz como un bálsamo para sus temblores. Geta se arrodilló junto a ellos, su figura más grande envolviendo a madre e hijo en un capullo protector.

Lucio presionó su rostro contra el cuello de Silviana, sus pequeños brazos aferrándose a ella como si fuera lo único que lo mantenía seguro de los horrores de sus sueños. La mano de Geta descansó en la espalda del niño, amplia y firme, ofreciendo una seguridad silenciosa.

—Eres fuerte —dijo Geta suavemente, su voz firme pero teñida de algo que no se atrevía a nombrar—. Más fuerte de lo que crees.

Lucio asintió con timidez, sus sollozos comenzando a calmarse. Silviana besó la coronilla de su cabeza, sus labios permaneciendo ahí por un momento antes de apartarse para mirarlo a los ojos.

—¿Quieres dormir aquí esta noche? —preguntó con dulzura.

Lucio vaciló un momento y luego asintió de nuevo. Silviana sonrió suavemente y miró a Geta, quien le devolvió un leve asentimiento. Juntos, acomodaron a Lucio entre ellos. El niño se acurrucó contra Silviana, mientras Geta se quedó al borde de la cama, su presencia atenta.

Mientras Silviana calmaba a Lucio, su voz una tierna melodía, la mirada de Geta se posó en el niño. Sus rasgos, enmarcados por rizos oscuros, llevaban una semejanza innegable con Silviana: los mismos ojos azules penetrantes, la misma mandíbula delicada. Pero había otras cosas, cosas que atormentaban a Geta en momentos de calma como este. La forma de la boca de Lucio, la manera en que fruncía el ceño al pensar... todo era demasiado familiar, pero no suyo.

¿Era hijo de Caracalla?

El pensamiento llegó sin permiso, como solía hacerlo cada vez que miraba a Lucio. El niño era mayor que Enéas y Marco, lo suficientemente mayor como para haber nacido antes de que él y Silviana solidificaran realmente su unión. Había habido rumores, por supuesto, sobre la cercanía entre Silviana y Caracalla antes de su matrimonio con Geta. La corte había especulado sin piedad, cruelmente. Él había desechado los rumores como celos, como tonterías. Pero ahora...

Estudió al niño detenidamente mientras se acurrucaba contra Silviana, su voz envolviéndolo como un escudo. La forma en que Lucio buscaba su consuelo, la desesperación silenciosa en sus pequeñas manos que se aferraban a ella... era puro, innegable. Pero las líneas de sangre rara vez eran simples.

La mandíbula de Geta se tensó. No debería importar, se dijo. Lucio era su hijo en todos los sentidos que contaban. Él había sido quien lo había guiado, quien lo había protegido. Sin embargo, la duda persistía, persistente y molesta, susurrando en el fondo de su mente.

Geta se obligó a concentrarse en el presente. El brazo de Silviana estaba envuelto protectivamente alrededor de Lucio, mientras con su otra mano apartaba los rizos de la frente del niño. Ella alzó la mirada hacia Geta, sus ojos enrojecidos pero cálidos con gratitud.

Fuera cual fuera su origen, Lucio era de su esposa y, por extensión, de Geta. Extendió su mano y la colocó suavemente sobre las de ellos, estabilizando sus propios pensamientos turbulentos. Si las sombras de la duda amenazaban con surgir, él las enterraría.

Porque una madre no puede amar a ningún otro hijo del mismo modo en que ama al primero.

Buenas, buenas.

Siento que el capítulo de hoy es como un catalizador y pudieron ver varias perspectivas. Realmente, Silviana sí que estaba manipulando a Lucio (cries), pero en estos momentos tiene diferentes prioridades.

También, para mí, la única razón por la que Geta no se carga a Lucio es porque Silviana se enojaría muchísimo, no tanto por lo demás. O sea, un factor también es que a final de cuentas, sigue siendo su sangre, así que... ya saben, pero Caracalla realmente no es tan indulgente.

¿Qué piensan? ¿Hay nuevas teorías?

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