
✧ . . . i am the face of love's rage
CAPÍTULO ONCE
hija de un villano
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❝ You want blood
and I promised. I am a bad liar
with a savior complex. ❞
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Después de practicar con su padre, con los brazos aún adoloridos por la tensión del arco, Silviana solía buscar refugio en el fresco abrazo de su tía. Lucilla era la antítesis de Cómodo: tranquila donde él era ardiente, gentil donde él era severo. Olía a lavanda y miel, su stola siempre impecablemente planchada, sus movimientos deliberados y calmantes.
Lucilla se sentaba con Silviana en el jardín, su regazo un santuario para la cabeza cansada de la niña. El mundo parecía más suave en esos momentos, los bordes ásperos de Roma atenuados por la presencia de Lucilla.
—Has estado con tu padre otra vez—murmuraba Lucilla mientras sus dedos trenzaban hábilmente el cabello indomable de Silviana. —Deberías descansar más, querida. Eres demasiado joven para practicar con el arco.
Silviana cerraba los ojos, su voz amortiguada contra el regazo de Lucilla. —Él dice que soy fuerte. Dice que lo haré sentir orgulloso.
—Y lo harás—respondía Lucilla, su voz teñida de algo melancólico. —Pero hay más en la vida que el orgullo, Silviana. La fuerza no está solo en tus brazos; está en tu corazón, en tu mente. No lo olvides.
A veces, Lucilla tarareaba suavemente una melodía de su propia infancia mientras trabajaba. Otras, sacaba un pergamino y leía en voz alta—poesía, filosofía, cualquier cosa para aliviar el peso que parecía reposar perpetuamente sobre los jóvenes hombros de su sobrina.
—¿Lo extrañas? —preguntó Silviana una vez, su voz pequeña. —¿A tu padre?
Las manos de Lucilla se detuvieron por un momento antes de reanudar su tarea. —A veces—admitió. —Pero extrañar a alguien no significa olvidar quién era realmente.
Silviana no comprendía del todo la tristeza en la voz de su tía, pero sentía su peso. Giró la cabeza, mirando el rostro sereno de Lucilla. —¿Seré como él?
La sonrisa de Lucilla era triste pero firme. —Serás como tú misma, Silviana. Y eso será suficiente.
En esos momentos, Silviana se sentía a salvo—envuelta en la sabiduría de Lucilla, en su fuerza tranquila. Era un tipo de amor diferente al que recibía de su padre, menos ardiente pero no menos profundo. Los brazos de Lucilla eran un bálsamo para el alma de Silviana, un recordatorio de que incluso en Roma, en medio de su caos y crueldad, existían rincones de ternura.
Con el tiempo, Silviana se preguntó si su tía había sabido incluso entonces en qué se convertiría—si las palabras suaves y el toque gentil de Lucilla no eran solo amor, sino un esfuerzo por moldearla en algo mejor que Cómodo.
Era una lástima que todos los esfuerzos de su tía fueran en vano.
El último mes, Silviana había trabajado incansablemente para impulsar a Geta en su juego por el poder. El Senado oscilaba como un junco en el viento, dividido por lealtades susurradas y amenazas cuidadosamente veladas. La Guardia Pretoriana observaba con ojos cautelosos, siempre a un latido de traición si la balanza se inclinaba demasiado hacia un lado. Roma era una bestia—inquieta, hambrienta y salvaje—y Silviana sabía que no tenía más opción que montarla o ser devorada.
Sus días estaban consumidos por manipulaciones discretas, susurros en pasillos sombríos y cartas enviadas por manos confiables a aliados tanto nuevos como antiguos. Sus noches, sin embargo, estaban reservadas para Geta. Noches donde sembraba dudas en su mente como semillas en un suelo fértil, regándolas con el temor por sus hijos. Y él escuchaba, porque ella sabía cómo manejarlo: palabras suaves cuando su resolución flaqueaba, afiladas cuando su orgullo se volvía obstinado.
Era un trabajo agotador, tirar de los hilos del reinado de su esposo mientras mantenía bajo control el temperamento errático de Caracalla. Caracalla, que había comenzado a desmoronarse más rápido de lo que ella había anticipado.
Había planeado esperar más tiempo, ganar más apoyo para el momento crítico, pero sus pequeñas aves no dejaban de traerle susurros que nacían de los labios de su tía. Tenía que moverse rápidamente y enfocar todos sus esfuerzos en las dos fuerzas que consideraba más importantes: el alto mando militar y los Pontífices. Uno aseguraría el estado por la fuerza, y el otro preservaría el amor del pueblo por ellos.
Armas y religión, las dos herramientas con las que planeaba mantenerse firme.
Silviana se paró junto a la ventana de su cámara privada, la seda carmesí de su stola extendiéndose a sus pies como sangre derramada sobre mármol. Afuera, el sol de la tarde de Roma bañaba el Palatino, dorando los templos y las bulliciosas calles. La ciudad estaba inquieta, sus corrientes subterráneas vibraban con susurros, y ella—siempre vigilante—escuchaba.
Silviana se giró solo cuando un guardia llamó bruscamente a la puerta.
—Domina, el general Marcus Fabius ha llegado.
—Hazlo pasar —ordenó, su voz firme.
Marcus Fabius entró, un hombre de hierro y cuero, su rostro marcado por cicatrices que hablaban de años de campañas. Su rica lorica segmentata, ornamentada y desgastada por la batalla, mostraba las marcas de su rango, mientras que su andar reflejaba la confianza de un soldado. Hizo una reverencia rígida.
—Domina, ¿me ha llamado?
—General —respondió Silviana con calidez, señalando las sillas acolchadas junto a una mesa baja de madera pulida—. Roma tiene la fortuna de contar con un hombre como usted.
Fabius tomó asiento, aunque permaneció alerta, su mirada aguda y escrutadora. Silviana vertió una copa de vino y se la entregó ella misma, un gesto tácito de que aquella conversación sería privada, libre de testigos o espías.
—Luchó bien en Britania junto a mi cuñado —comenzó, su tono sereno—. Las legiones lo tienen en alta estima, y sus victorias han traído paz a Roma. Los emperadores están muy agradecidos.
Fabius tomó la copa, pero no bebió.
—La gratitud es efímera en la Curia, Domina. Los senadores alaban por la mañana y condenan al anochecer.
—Y por eso lo he convocado.
Silviana se recostó ligeramente, su mirada fija en él.
—Roma está inquieta, General. El Senado discute como niños; la Guardia se vuelve... poco confiable. El pueblo busca fuerza.
—La fuerza está en las legiones —respondió Fabius con brusquedad—. En los soldados de Roma.
—Exactamente.
Los labios de Silviana se curvaron en una leve sonrisa.
—Pero las legiones necesitan liderazgo. Unificación.
Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran.
—Geta ha hablado de revivir un cargo antiguo: el Gran Comandante de las legiones, una sola voz sobre todos los asuntos militares. Un hombre que solo responda al Emperador.
El ceño de Fabius se frunció ligeramente, su mano apretando la copa.
—Ese cargo está muerto desde Augusto.
—Y quizás sea hora de resucitarlo —replicó Silviana suavemente—. Roma necesita orden, General, y creo que usted es el hombre indicado para proporcionarlo.
Él la miró durante un largo momento, el peso de sus palabras flotando en el aire.
—¿Por qué yo?
—Porque Roma confía en usted —dijo, su tono sedoso pero firme—. Porque es leal a Caracalla y Geta. Porque yo confío en usted.
Su mirada se endureció.
—¿Qué espera a cambio?
—Lealtad hacia mí, como su voz —respondió Silviana sin vacilar—. El Senado está fracturado y hay mucho descontento. Necesitamos que las legiones nos respalden como una sola. Con su mano guiándolas, Roma será intocable. Sé que tiene sus diferencias con el general Acacio, ¿no es así?
Marcus Fabius permaneció en silencio, su expresión indescifrable, pero Silviana podía ver las calculadoras ruedas girando en su mente. Finalmente, asintió una vez.
—Haré lo que deba hacerse. Por Roma.
Silviana se levantó con gracia, su stola fluyendo como fuego líquido.
—Bien. Pronto recibirá noticias, General. Hasta entonces, manténgase vigilante en Portus.
Él se puso de pie, inclinándose de nuevo.
—Domina.
Sus pesados pasos resonaron mientras abandonaba la cámara.
Silviana lo observó desaparecer, una satisfacción floreciendo en su pecho. Una pieza había caído en su lugar; los soldados de Roma responderían a su voz ahora. Pero el poder era un arma de doble filo. Las legiones no serían suficientes por sí solas; se requería fe. El pueblo necesitaba sentir que los dioses estaban de su lado. Y para eso, había convocado a otro invitado.
No mucho después, un segundo golpe interrumpió los pensamientos de Silviana.
—Adelante —llamó.
Un momento después, las pesadas puertas se abrieron y una figura entró: un hombre mayor envuelto en una toga candida de blanco inmaculado, con un ribete carmesí que marcaba su cargo como miembro de los Pontífices. Su edad se delataba solo por el andar pausado y deliberado, y por las hebras plateadas en su cabello; pero sus ojos, afilados y analíticos, no mostraban debilidad alguna.
—Pontífice Gayo —dijo Silviana, avanzando con una sonrisa rara—. Le agradezco por responder a mi llamado.
—Domina —respondió Gayo, inclinando la cabeza respetuosamente—. Ha pasado tiempo desde que los Pontífices fueron convocados directamente al palacio.
—Y ese es un error que pienso corregir —dijo Silviana suavemente, señalándole que se sentara—. Roma se sostiene sobre los hombros de sus dioses, ¿no es así?
—Así es —respondió Gayo al tomar asiento, aunque su expresión era cautelosa—. ¿Y qué busca la Emperatriz de los dioses hoy?
—No de los dioses, Pontífice —corrigió Silviana con suavidad, sirviéndole vino como había hecho con Fabius—. Sino de usted.
Las cejas de Gayo se alzaron levemente, aunque no dijo nada.
Silviana continuó, su tono medido.
—Roma enfrenta tiempos difíciles. Hay susurros de descontento, rumores de traición... incluso entre los más cercanos. Necesito asegurarme de que los dioses sonrían a esta familia y a este imperio.
—Habla de traición —dijo Gayo con cuidado, sus dedos tamborileando ligeramente contra la copa—. La traición a menudo tiene rostros familiares.
—Es cierto—, respondió Silviana con voz fría. —Por eso necesito tu lealtad, Pontífice. Roma la necesita.
Gayo la estudió, sus ojos entrecerrándose ligeramente.
—Los dioses no se compran, Domina. Ni tampoco sus servidores.
Los labios de Silviana se curvaron apenas en una sonrisa.
—Y sin embargo, los templos necesitan mantenimiento, ¿no es así? He oído que el Templo de Júpiter tiene grietas en su fundación. El Templo de Vesta también requiere reparaciones de mármol. Lugares tan sagrados no pueden quedar en el abandono.
El hombre mayor dudó, claramente atrapado entre el orgullo y el pragmatismo.
—Es cierto que el tesoro ha sido... negligente en esos asuntos.
—Entonces permíteme corregir eso.
Silviana se inclinó hacia adelante, sus ojos azules perforando los de él.
—A cambio, solo pido que los Pontífices permanezcan firmes en su lealtad a los Emperadores, y en silencio respecto a los asuntos que conciernen al trono. Roma no puede permitirse la división.
La expresión de Gayo permaneció impasible, pero su mano se apretó alrededor de la copa. Tras un largo momento, inclinó la cabeza.
—Los dioses favorecen la unidad, Domina. Tendrás mi apoyo.
—Bien.
Silviana se levantó con suavidad.
—Los fondos para los templos serán aprobados a finales de la semana.
Gayo también se puso de pie, inclinando profundamente la cabeza.
—Que Júpiter guíe tu camino.
Cuando el Pontífice salió, Silviana volvió a mirar por la ventana, observando los templos distantes de Roma que brillaban con la luz del atardecer. Había asegurado las legiones y el favor de los dioses—o al menos el de sus servidores. Por ahora, sería suficiente.
Roma, siempre hambrienta, se saciaría. Y Silviana se aseguraría de tener las riendas mientras lo hacía.
Eso era todo.
Sus dedos tamborileaban rítmicamente contra el brazo de su silla mientras observaba la luz desvanecerse más allá de la ventana. Marcus Fabius y Gayo eran piezas formidables que había logrado reclamar, pero se mantendrían en línea. Por ahora. Si no lo hacían, tomaría medidas mucho más directas, y resolver las consecuencias con los gemelos sería un problema mucho mayor.
Roma era una ciudad construida sobre poder y compromiso, pero la confianza era una ilusión. Silviana no dependía de la buena voluntad ni de las promesas de nadie. Había aprendido demasiado temprano en la vida que la lealtad se compra, no se regala, y que las deudas a menudo necesitaban ser cobradas. Sus agentes—las sombras que había cultivado a lo largo de los años—ya habían desenterrado suficiente información para mantener a Marcus Fabius y a Gayo en su lugar.
Marcus, el general intocable, tenía algo más que espadas ensangrentadas a su nombre. Las legiones lo veneraban, pero pensarían dos veces si supieran que había engendrado dos hijos en Britania—herederos ilegítimos escondidos con una amante local, nacidos durante sus primeras campañas. Y Gayo, el piadoso Pontífice, debía su título no al favor divino, sino a su disposición para traicionar rivales. Había denunciado a media docena de sacerdotes mayores ante el Senado años atrás, acusándolos de deslealtad a la familia imperial—una lealtad que ahora Silviana planeaba extraer por completo.
Si era necesario, les recordaría suavemente que tenía estas verdades en la palma de su mano, que su poder—y su supervivencia—dependían completamente de su misericordia. Por ahora, bastaría. Ofrecerles promesas doradas mientras el filo de sus secretos permanecía tras sus sonrisas.
Con un suspiro pesado, se levantó y se dirigió a su escritorio. El peso de sus intrigas comenzó a desvanecerse mientras se hundía en la silla. El trabajo del día había sido largo, pero fructífero. Las legiones y los dioses eran suyos—o tanto como podían serlo.
Permitió que una ligera sonrisa se dibujara en su rostro. Geta sabría pronto de su éxito, aunque le dejaría creer que era su autoridad la que comandaba esas victorias. Ese era su peso a cargar—el secreto, la manipulación, los sacrificios necesarios para mantener a Roma fuerte. Él dormiría tranquilo, y Caracalla se enfurruñaría, pero ambos tendrían que agradecerle cuando el imperio se mantuviera firme.
Silviana inclinó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos por un breve momento de respiro. La luz de las lámparas de aceite parpadeaba suavemente, proyectando sombras danzantes por toda la cámara. Pensó en el baño que la esperaba, en los aceites perfumados y el agua cálida que ofrecerían, si nada más, un respiro momentáneo.
—Flavia—llamó con firmeza.
La doncella entró de inmediato, inclinando la cabeza.
—Domina.
—Haz que los esclavos preparen un baño. Necesito relajarme.
La voz de Silviana se suavizó ligeramente, aunque su expresión permaneció fría.
—Que el agua esté caliente, y añadan aceite de mirra.
—Sí, Domina—respondió Flavia, desapareciendo rápidamente.
Silviana se recostó, su mirada alzándose hacia el techo de mármol. Poder, lealtad, secretos—todo era un baile, y esa noche, ella había dirigido los pasos. Permitió que un último pensamiento cruzara su mente mientras sus dedos acariciaban el borde tallado de su escritorio.
Se mantendrían sobornados. O lo lamentarían.
A la mañana siguiente, la villa bullía de actividad. Silviana se sentaba en su cámara mientras los esclavos la preparaban para el espectáculo del día en el Coliseo. Escuchaba el distante tintineo de bandejas de bronce, el murmullo de voces, y las risas lejanas de sus hijos resonando por los pasillos. Afuera, la ciudad eterna despertaba con su fervor habitual, lista para presenciar sangre y gloria bajo el implacable sol romano.
Una sirvienta se arrodillaba a sus pies, atando delicadas sandalias de cuero con hilos dorados que se enroscaban hasta sus pantorrillas, mientras otra ajustaba cuidadosamente una fibula dorada en su hombro, asegurando los pliegues impecables de su stola marfil. Sobre esta, una palla carmesí se drapeaba elegantemente, el color audaz y dominante. Pequeñas hojas de laurel doradas estaban bordadas en la tela, captando la luz y brillando tenuemente como fuego.
El cabello de Silviana estaba recogido en intrincadas trenzas, sujetas en lo alto de su cabeza con peines dorados ornamentados. Desde la corona del peinado, delicadas cadenas de perlas caían, enmarcando su rostro afilado pero hermoso. Sus ojos—oscuros y atentos—estaban delineados con kohl, lo que le daba una mirada imponente que solo se suavizaba para una audiencia cuidadosamente elegida.
Giró ligeramente la cabeza, inspeccionándose en el espejo de bronce pulido frente a ella.
—¿Está listo? —preguntó en voz baja, mientras una esclava esperaba detrás de ella con un adorno final en las manos.
—Sí, Domina —respondió la muchacha, levantando una delicada diadema dorada. Silviana la tomó y la colocó cuidadosamente sobre su cabeza. El peso del adorno la anclaba, recordándole quién era y lo que Roma esperaba de ella.
Cuando entró al atrio central con su pequeño cachorro de león, Geta y Caracalla ya la esperaban. Su esposo estaba vestido con todo el esplendor imperial: una profunda toga dorada con bordes naranjas, el peso de la tela descansando con majestuosidad sobre sus hombros. La corona de laurel brillaba pulida sobre su frente, sus facciones tranquilas y serenas; pero Silviana sabía reconocer el orgullo en su mirada cuando sus ojos se cruzaron con los de ella.
—Silviana —dijo Geta suavemente, sus ojos color miel demorándose en ella, como siempre lo hacían—. Estás radiante.
Ella permitió que una leve sonrisa curvara sus labios mientras se acercaba, extendiendo su mano.
—Pareces un dios, esposo.
Caracalla, encorvado ligeramente en uno de los bancos tallados, dejó escapar un suave bufido.
—Radiante como para cegar a todo el Senado, sin duda —murmuró, aunque no había veneno en sus palabras. Él también vestía con la finura imperial, pero su corona dorada estaba ligeramente torcida, como si no se hubiera molestado en ajustarla. Sus ojos azules eran agudos e inquietos, moviéndose de Silviana a su hermano como si los midiera a ambos.
Silviana ignoró la burla, volviéndose hacia Lucio y Marcus, quienes estaban cerca, ya vestidos con sus mejores túnicas. Los oscuros rizos de Lucio estaban prolijamente peinados, y su porte reflejaba una seriedad que iba más allá de su edad, con sus atentos ojos azules observando cada detalle. Marco, en contraste, rebosaba de emoción, corriendo alrededor con sus figurillas en la mano.
—¿Están listos para ver los juegos? —preguntó Silviana suavemente, agachándose a la altura de Marco.
—¡Sí, Mater! —respondió Marco con una sonrisa radiante—. ¿Habrá leones como el tuyo?
—Tal vez —dijo Silviana con un tono juguetón, acariciando suavemente su mejilla—. Pero deben comportarse. Hoy no es solo para entretenimiento; es por Roma.
Lucio asintió solemnemente.
—Te haré sentir orgullosa.
—Ya lo haces —respondió ella, besando la parte superior de su cabeza.
Geta extendió su brazo, y Silviana lo tomó, la familia imperial avanzando junta hacia el carruaje que los esperaba. Los guardias los rodeaban, sus armaduras de bronce brillando bajo el sol mientras las puertas de la villa se abrían. Afuera, la multitud aclamaba, alineándose en las calles para vislumbrar a sus gobernantes.
Caracalla se unió a ellos, tomando su lugar a caballo junto al carruaje. Su mera presencia bastaba para sofocar cualquier murmullo de disidencia entre la multitud, aunque Silviana notó el destello de inquietud en sus ojos. Era impredecible, un dios y un monstruo en sus mentes, y el pueblo sabía mejor que aplaudir demasiado fuerte por él.
Al llegar al Coliseo, la escena era magnífica. El imponente anfiteatro de piedra se alzaba sobre ellos, sus arcos un monumento al poder de Roma. En el interior, miles de espectadores ya llenaban las gradas, sus voces un rugido ensordecedor de anticipación. Silviana miró a sus hijos, que se aferraban a los bordes del carruaje con emoción contenida.
El palco imperial era un pabellón de mármol decorado con sedas púrpuras y acentos dorados, elevado sobre los comunes. Cuando Silviana entró con Geta y Caracalla, sintió las miradas de la multitud fijas en ellos, el peso de la expectativa palpándose en el aire.
Se sentó con gracia junto a Geta, su diadema dorada captando la luz del sol. Lucio y Marco fueron conducidos a sus lugares junto a ella, su entusiasmo apenas contenido, encantados por la promesa de diversión y la alegría que solía seguir a los juegos.
Caracalla se tumbó en un diván a su izquierda, su indiferencia un delgado velo sobre su energía inquieta. Dos concubinas se mantenían a su lado, ofreciéndole uvas y murmurando alabanzas suaves, aunque su atención ya estaba en otro lugar. Su mono, Dundus, chillaba ocasionalmente, sobresaltando a las cortesanas pero sin provocar reacción en él. Sus ojos azules se fijaron con agudeza en la arena, con una intensidad que Silviana conocía demasiado bien.
Las trompetas sonaron una fanfarria, exigiendo silencio. En el extremo opuesto del Coliseo, el Maestro de Ceremonias dio un paso adelante, su voz resonando a través del cuerno de cobre.
—¡Ciudadanos de Roma! Estos sagrados juegos se celebran en honor a la victoria de Roma sobre los bárbaros de Numidia...
La multitud estalló en vítores al mencionar la conquista, pero Silviana apenas lo notó. Su atención se desvió hacia las puertas abiertas de la arena, desde donde emergía un grupo de gladiadores. La voz del Maestro de Ceremonias continuó, rebotando en las enormes paredes de piedra:
—Y para honrar al triunfante general de Roma... ¡Justo Acacio!
Acacio avanzó hacia el palco imperial, su armadura pulida brillando bajo el sol. La multitud rugió su aprobación, una ola ensordecedora de adulación. Silviana inclinó ligeramente la cabeza, su expresión fría e imperturbable mientras lo reconocía.
Caracalla se levantó brevemente, aplaudiendo con desgano, mientras Geta ofrecía un aplauso más medido. Silviana observó al conquistador de reojo—tan estoico, tan cuidadosamente compuesto.
—Y con él —continuó el Maestro, alzando la voz—, ¡Lucila, hija del Emperador Marco Aurelio!
La reacción fue inmediata. Los vítores de la multitud se elevaron en un rugido atronador que eclipsó incluso la ovación para Acacio. Los dedos de Silviana se tensaron ligeramente sobre el apoyabrazos de su silla al escuchar ese nombre. Lucila. Siempre Lucila.
Desde abajo, sintió la mirada de un gladiador—fija, inquebrantable, dirigida hacia ellos. La multitud podía vitorear, pero no había celebración en su rostro. Silviana lo observó con más atención ahora, sus instintos alertándose. Estaba rígido, su mandíbula apretada, sus manos flexionándose a los lados como si luchara por mantenerse en su lugar.
—Todavía los comanda —dijo Silviana en voz baja a Geta, aunque su mirada permanecía en las arenas.
Geta sonrió apenas, inclinándose hacia su oído.
—Les damos todo, y aún así sus corazones pertenecen a un fantasma.
Caracalla soltó un bufido burlón, dejándose caer de nuevo en su asiento.
—¿Qué les ha dado ella?
—Paz —respondió Geta con frialdad—. Y memoria. Ambas son más peligrosas que las espadas.
La atención de Silviana volvió a la escena cuando Acacio dio un paso al frente, impulsado por el sutil estímulo de Geta. El general vaciló, lanzando una mirada breve hacia ella antes de dirigirse a la multitud inquieta.
—No soy orador, ni político —comenzó Acacio, su voz firme pero cargada con algo más profundo—. Solo soy un soldado.
Un murmullo de incertidumbre recorrió a la multitud, los vítores desvaneciéndose en murmullos. Los ojos de Silviana se entrecerraron ligeramente. Acacio estaba eligiendo sus palabras con cuidado, algo raro en un hombre de su posición.
—El verdadero heroísmo —continuó— no es cosa de juegos.
La multitud se quedó inmóvil, inquieta por la franqueza de Acacio. Caracalla se inclinó hacia adelante, su sonrisa burlona sustituida por algo más frío, más afilado.
La voz de Acacio resonó, clara y firme:
—Se manifiesta solo en el servicio a la vida misma. He visto valentía en hombres durante la guerra, en mujeres también, e incluso, una vez, aquí mismo, en esta arena. Si rezan, pidan a los dioses que nos concedan esa valentía de nuevo. Porque Roma la necesitará.
Los labios de Silviana se comprimieron en una línea fina mientras lo observaba. La multitud aplaudió, aunque la respuesta fue confusa, vacilante. Acacio había plantado una semilla de algo que podría pudrirse, pensó Silviana—la verdad o el descontento, poco importaba. Ambas eran peligrosas.
—Nos honra con su presencia —entonó con suavidad, rompiendo la tensión del momento mientras el himno ceremonial comenzaba a sonar y Acacio se retiraba a su asiento.
El rugido de la multitud resonaba como una tormenta atrapada entre los enormes muros del Coliseo. Silviana permanecía inmóvil en su silla dorada, su expresión cuidadosamente compuesta a pesar del caos a su alrededor. Los vítores, los gritos de deleite y los abucheos de las masas sedientas de sangre eran poco más que un zumbido distante para ella, un coro del insaciable apetito de Roma por el espectáculo.
Geta y Caracalla estaban absortos en la escena. Lucio y Marcus, sentados a sus pies, observaban el drama con ojos abiertos de par en par, sus jóvenes rostros iluminados tanto por el asombro como por el terror. Silviana les dirigió una breve mirada. Que vean, pensó. Que aprendan lo que Roma exige.
La voz del Maestro de Ceremonias retumbó a través del cuerno de cobre:
—¡Desde los establos de Macrino de Tisdro... luchadores de la Puerta Sur!
Los gladiadores salieron a la arena iluminada por el sol, sus figuras pequeñas contra la vasta extensión de arena. Abucheos y burlas recorrieron la multitud—no era el espectáculo que les habían prometido.
Silviana apenas registró sus rostros; su atención se centró en la creciente anticipación en las gradas. Sus instintos se agudizaron, enfocándose. Una puerta en el extremo opuesto de la arena se abrió con un crujido, y la voz del Maestro de Ceremonias se elevó de nuevo.
—¡Y desde los establos de los propios emperadores Caracalla y Geta: Glyceo el Destructor!
La multitud estalló en vítores. Silviana arqueó una ceja, su mirada estrechándose mientras aparecía la figura—imponente, armada, y montada sobre una enorme bestia blanca. El rinoceronte emergió con un paso firme y pesado, su piel cubierta de barras de madera que sostenían un arsenal de armas. La criatura avanzó con una gracia absurda para su tamaño. Glyceo levantó la mano en señal de reconocimiento, su maza balanceándose pesadamente a su costado.
—Impresionante —murmuró Geta, con un destello de diversión en su voz. Se recostó en su asiento, tamborileando los dedos ligeramente contra el apoyabrazos.
Caracalla, desparramado en su diván, sonrió como un niño al que le han dado un juguete nuevo.
—Los partirá en dos.
Silviana permaneció en silencio, su mirada fija en la línea de gladiadores. Entre ellos, el mismo hombre de antes se movía de manera diferente, su postura más aguda, más deliberada. Se agachó, separándose del resto, y los ojos de Silviana se entrecerraron imperceptiblemente. Era rápido, demasiado rápido para un hombre destinado a morir por deporte.
El enorme rinoceronte se movió en su lugar, Glyceo estabilizándose mientras examinaba a su presa.
—¡Sepárense! ¡Corran hacia la pared! —ladró el gladiador, su voz cortando el ruido con claridad. La cabeza de Silviana se inclinó apenas ante la orden. Curioso.
—¿Por qué habría de obedecerte? —bufó uno de los luchadores más grandes, una montaña de hombre.
—¡Defiéndete solo, hombrecito!
El rinoceronte cargó. Silviana observó con leve interés cómo el bruto pensó que podría esquivar en el último momento, solo para ser empalado y lanzado como un muñeco de trapo. La bestia giró, desconcertantemente rápida, su cuerno ahora carmesí mientras barría en un arco mortal, guiada por las expertas riendas de Glyceo.
La multitud rugió cuando la sangre salpicó, pero la atención de Silviana permaneció fija en el hombre que había hablado antes.
—¡Sepárense! ¡Sepárense! —volvió a ordenar, su tono tan compuesto que cortaba el pánico de sus compañeros.
Caracalla se inclinó hacia adelante, riendo.
—Caen como moscas.
Geta, sentado más erguido ahora, murmuró:
—Es más astuto que los demás.
Silviana no dijo nada. Sus ojos siguieron al hombre—quienquiera que fuese—mientras se agachaba, recogía un puñado de arena y dejaba que cayera lentamente entre sus dedos. Su ceño se frunció. El gesto era deliberado, ritualista. Despertaba algo en su memoria, aunque no podía captarlo, como intentar atrapar una sombra en el rabillo del ojo.
—¿Qué está haciendo? —susurró Marco, con los ojos abiertos de par en par.
Silviana colocó una mano tranquila sobre el hombro de su hijo.
—Observa.
La bestia cargó de nuevo, pero el gladiador se movía diferente ahora. Se mantuvo cerca de la pared, sus pasos precisos, controlados. En el último momento, desapareció en una nube de polvo iluminada por el sol, solo para saltar a un lado, escapando por poco del cuerno del rinoceronte. La bestia chocó contra la pared, el impacto reverberando a través de la piedra. La multitud jadeó y luego gritó de deleite.
A su lado, Caracalla aplaudió con entusiasmo, su risa alta y desbordada.
—¡Magnífico!
Glyceo fue arrojado del rinoceronte, su cuerpo acorazado golpeando la arena con un crujido enfermizo. La bestia tambaleó, su enorme volumen girando en confusión, raspando la pared. La mirada de Silviana volvió al gladiador, observándolo mientras recogía su espada caída y se acercaba al aturdido Glyceo.
Había algo inquietante en el silencio que siguió. La multitud, tan ruidosa un momento antes, parecía contener el aliento.
—¿Es ese el poeta? —preguntó repentinamente Geta, su tono pensativo, casi divertido.
Caracalla frunció el ceño, distraído, sus ojos azules entrecerrados.
—¿Qué poeta?
—El de la cena de Traexo —respondió Geta. Comenzó a recitar, casi en un susurro: "Las puertas del infierno están abiertas noche y día. Suave es el descenso..."
La columna vertebral de Silviana se tensó. Sus labios se separaron ligeramente, su mirada volviendo a los arenales. Apenas registró la continuación perezosa de Caracalla.
—"Suave es el descenso", —repitió él, su sonrisa ensanchándose.
—Mater, ¿qué significa eso? —preguntó Marco, mirando hacia ella.
Silviana no respondió. Estaba mirando fijamente al hombre abajo, al modo en que sus movimientos cambiaban de brutalidad practicada a algo refinado, deliberado... algo familiar.
No lo conocía, se dijo a sí misma. Era solo otro luchador, otro peón para los sangrientos juegos de Roma. Y sin embargo, mientras la multitud estallaba en vítores una vez más y Caracalla reía a su lado, no podía apartar la vista.
Su voz, cuando llegó, fue tan suave que parecía que hablaba solo para sí misma.
—Suave es el descenso, y fácil es el camino.
No recordaba la última vez que había pronunciado esas palabras. Sabían a cenizas en su lengua.
Silviana observaba todo desde su asiento, su espalda recta como una lanza, su expresión una máscara inamovible de calma imperial. La multitud estaba enloquecida de anticipación, sus vítores ensordecedores mientras la lucha escalaba en un torbellino de polvo, sangre y acero. Sentía a Caracalla moverse inquieto junto a ella, sus manos tamborileando impacientemente sobre el borde tallado de su asiento, su emoción casi infantil.
Cuando el gladiador cayó de rodillas—derrotado, maltrecho—Silviana pensó que todo había terminado. Todos lo pensaron. El otro hombre, Glyceo, se alzaba sobre él, la espada levantada como un verdugo listo para dar el golpe final.
Fue entonces cuando el gladiador se quitó el casco, y los dedos de Silviana se congelaron donde trazaban distraídamente su diadema. Por un breve momento, la arena y el polvo parecieron desaparecer, y todo lo que pudo ver fue su rostro. Un rostro que no debería importarle en absoluto, el rostro de un extraño. Pero lo hacía. Había algo allí, ¿pero qué?
Su corazón dio un vuelco. No permitió que se notara.
—¿Perdonamos su vida, hermano? —la voz de Geta resonó, casi burlona en su deliberación.
—No me importaría ver algo de sangre —dijo Caracalla, sonriendo como si esto fuera un juego de borrachos.
Geta lo ignoró, girándose en su lugar hacia Silviana.
—Esposa, ¿mostramos misericordia?
Al principio, Silviana no respondió. Podía sentir el peso de la mirada de su esposo y los ojos de la multitud posados sobre ella. Sus labios se separaron mientras su mirada volvía al hombre en las arenas abajo, aún de rodillas—todavía vivo, aunque parecía desear lo contrario.
—Misericordia —dijo suavemente, la única palabra cargada de una autoridad tranquila.
Geta se levantó dramáticamente, haciendo un espectáculo para la multitud. Levantó su puño, los cielos como su audiencia, y giró el pulgar hacia arriba. La multitud vitoreó, pero Silviana no apartó la mirada del hombre. Su rostro seguía alzado, la rebeldía esculpida en sus rasgos.
Y entonces, el gladiador habló.
—No.
La multitud se silenció, un escalofrío de asombro recorriendo a las masas como un viento gélido. Silviana parpadeó, sus cejas frunciéndose ligeramente con incredulidad. ¿Había rechazado? ¿Quién rechazaba la misericordia? Sus ojos se entrecerraron mientras lo estudiaba, su intriga ahora algo mucho más afilado.
—No hay misericordia —repitió él, su voz resonando clara e imperturbable. Incluso los plebeyos parecían desconcertados. Los susurros se propagaron por las gradas como fuego, la novedad de su desafío mucho más emocionante que cualquier derramamiento de sangre.
—¿Qué pretende? —murmuró Geta entre dientes, aunque su voz llevaba una nota de inquietud. Sus nudillos se blanquearon al apretar el borde de su asiento.
La voz del hombre se alzó de nuevo.
—No aceptaré misericordia.
Silviana sintió a Caracalla moverse a su lado, dejando escapar un sonido extraño: una risa, baja y cruel.
—Oh, me gusta este —murmuró.
Geta se enderezó, su autoridad palpitando mientras se inclinaba hacia adelante.
—Gladiador, te hemos perdonado la vida. Nadie rechaza-
—Preferiría enfrentar tu espada que aceptar la misericordia romana —interrumpió el hombre, su voz cortando la del emperador como un cuchillo a través de la seda.
La multitud murmuró, dividida entre la admiración y el desconcierto. La respiración de Silviana se detuvo en su pecho. Un recuerdo se agitó en su mente—algo lejano, nebuloso y enterrado profundamente. ¿Cómo te atreves a darme la espalda? Esclavo, te quitarás el casco y me dirás tu nombre. Las palabras resonaron débilmente, aunque no dejó que se reflejara en su rostro.
La voz de Traexo se elevó por encima del estruendo.
—¿Cuándo se ha visto tal desafío en la arena?
Silviana dirigió una mirada hacia él, pero sus ojos volvieron casi de inmediato al gladiador que estaba de pie, con los hombros cuadrados, su pecho jadeante pero orgulloso.
El gladiador que desafió a un emperador. ¡Qué historia tan impactante! Pero ahora, el pueblo quiere saber cómo termina la historia. Solo una muerte famosa será suficiente. ¿Y qué podría ser más glorioso que desafiar al emperador mismo en la gran arena?
Silviana tragó en seco ante sus recuerdos, como si fuese un conjuro de una oración olvidada hace mucho tiempo. Caracalla se volvió hacia ella, sus labios temblando como si hubiera escuchado. No lo había hecho, lo sabía—estaba demasiado concentrado en la escena abajo, pero su instinto para detectar debilidades la hizo sentir inquieta de todos modos.
Geta, con el rostro rojo de furia, gritó:
—Lucha, entonces, necio, y muere.
La declaración debía ser un rechazo, una proclamación de su destino. Pero Silviana sabía mejor. Ese hombre—el que acababa de escupir sobre la misericordia—no iba a morir. Era demasiado deliberado, demasiado equilibrado, como si los propios dioses hubieran decidido que este momento sería suyo.
Y lo fue.
La lucha estalló de nuevo. El gladiador se lanzó al movimiento, un borrón de energía y precisión mientras derribaba a Glyceo con una ferocidad impresionante. Silviana no pestañeó cuando el golpe final fue asestado. No apartó la mirada cuando el famoso gladiador cayó, su sangre oscureciendo la arena.
La multitud rugió, salvaje e indómita, pero Silviana permaneció inmóvil, observando mientras el hombre se volvía hacia el palco imperial.
—¿Cuál es el castigo por la victoria? —gritó, su voz desafiante incluso ahora—. ¿Cuál es el castigo por el honor?
La multitud se volvió más ruidosa, sus voces resonando como el galope de cascos. Silviana no miró a Geta, aunque podía sentir la tensión irradiando de él. Estaba atrapado—encerrado por el espectáculo de todo. Negar la victoria del hombre ahora volvería a la multitud en su contra. Concederla sería una humillación.
—Hermano —dijo Caracalla, su voz baja y provocadora—. Concédele su momento. Los juegos apenas comienzan. Habrá tiempo de sobra para hacer de él un ejemplo.
El rostro de Geta era una máscara de ira, pero lentamente, a regañadientes, comenzó a aplaudir. Silviana lo siguió, su aplauso suave pero deliberado. El emperador había cedido, y el gladiador había ganado—hoy, al menos.
La mirada de Silviana permaneció en el hombre mientras escupía sobre la arena, desafiante hasta el final, sus ojos buscando algo—o a alguien—en las gradas. Por un breve momento, sintió el peso de su mirada como si pudiera verla. Levantó la barbilla, sus labios curvándose apenas, aunque no había calidez en su expresión.
¿Quién eres?, pensó, incluso mientras los guardias lo arrastraban.
Él, por supuesto, no respondió.
La multitud comenzó a dispersarse, los vítores convirtiéndose en murmullos mientras el espectáculo llegaba a su fin. El palco imperial permanecía como el último bastión de movimiento, sus ocupantes demorándose más que el resto. Silviana se levantó lentamente, su stola dorada cayendo en pliegues elegantes a su alrededor, sus pensamientos anclados en el gladiador sin nombre que los había desafiado a todos.
—Mater —la voz de Lucio rompió el ruido, tirando de su manga con insistencia—. ¿Podemos verlo? Por favor.
Silviana se giró bruscamente, su fría mirada encontrándose con los ojos ansiosos de su hijo. Las mejillas de Lucio estaban sonrojadas por la emoción, su cabello oscuro despeinado por haberse inclinado demasiado hacia adelante para ver la lucha. Su hermano Marco, siempre su sombra, apareció a su lado, sus ojos color miel brillando con la misma fascinación.
—¿El gladiador? —preguntó Silviana, su tono vagamente reprobatorio, aunque su expresión permaneció compuesta.
—¡Sí! —asintió Lucio, casi rebotando sobre la punta de sus pies—. El que no aceptó la misericordia. El que...
Vaciló bajo la mirada firme de Silviana, luego añadió en voz baja:
—Fue valiente.
Marco, menos bullicioso pero no menos ansioso, intervino.
—¿Podemos verlo? Solo un momento. Podrías pedirle a los guardias.
Silviana miró brevemente a Geta, quien seguía de pie, su rostro manchado por la ira que trataba de reprimir. Sus manos se aferraban con fuerza al borde de su silla mientras observaba a las multitudes dispersarse abajo.
—¿Desean ver a un sucio gladiador? —dijo Geta, su voz afilada por la irritación—. Ese hombre no es más que un perro ladrando por sobras.
—Ganó —dijo Lucio simplemente, sus ojos tercos al volverse hacia su padre—. Y no se arrodilló.
Las palabras flotaron en el aire, más cortantes de lo que Silviana habría preferido. Colocó una mano en el hombro de Lucio, alisando la tela de su túnica, aunque su mirada permaneció fija en Geta.
—Son niños, esposo —dijo suavemente—. Déjalos maravillarse con sus héroes un momento más. No hace daño a nadie.
Geta le lanzó una mirada, su mandíbula apretándose, pero su tono suave surtió efecto. Exhaló con fuerza, haciendo un gesto de desdén con la mano.
—Haz lo que quieras. Consiente sus tonterías, pero no pierdas demasiado tiempo.
Silviana se volvió hacia sus hijos, inclinando la cabeza con un aire de calma regia.
—Pueden verlo —dijo, su voz medida—, pero no le hablarán. Tampoco olvidarán quiénes son ni dónde están. ¿Me entienden?
—Sí, Mater —respondió Marco de inmediato, aunque la emoción en sus ojos no disminuyó. Lucio asintió solemnemente a su lado, siempre el más callado de los dos.
—Muy bien —dijo Silviana, pasando junto a ellos hacia los asistentes que esperaban cerca—. Llamen a los guardias. Lleven al gladiador al calabozo. Mis hijos desean ver al hombre que ganó hoy.
Caracalla rió suavemente detrás de ellos, levantándose tambaleante.
Silviana le lanzó una mirada por encima del hombro, pero no dijo nada, sus pensamientos girando.
Era como un hilo que tiraba de ella, un lazo invisible que se tensaba más con cada momento que el gladiador permanecía en su mente.
Buenas, buenas.
Oficialmente, ya quedó terminado el fic. Las actualizaciones continuarán con el ritmo de siempre, bbs. En el próximo capítulo tendrá lugar la primera interacción real entre Lucio y Silviana, todo gracias a los chamacos.
Les he estado dando pequeñas pistas de lo que ocurrirá en el futuro, espero que les guste lo que tengo planeado porque ya no hay vuelta atrás.
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