
✧ . . . an arrow to the bone
CAPÍTULO CATORCE
hija de un villano
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❝ You are flesh and blood
and you deserve to be loved, but at what cost? ❞
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El Coliseo había renacido como un mar. Amplio y brillante, el agua reflejaba la luz del sol de la mañana, rota únicamente por el movimiento lento y ominoso de los barcos que se posicionaban. Cabezas de piedra esculpidas a lo largo de las paredes vertían corrientes de agua en la cuenca, llenando el aire con el sonido de flujos interminables.
Desde su asiento en el palco imperial, Silviana observaba el espectáculo con atención, sus hijos apretados a su lado. Vestía una stola negra con detalles rojos y dorados, una combinación de gracia e imponencia. El velo dorado que caía desde sus hombros cubría su rostro, protegiendo a Aeneas, a quien sostenía contra su pecho como un escudo en medio del caos del día.
Lucio y Marco, sus hijos mayores, estaban sentados a cada lado de ella, sus ojos abiertos de par en par ante la escena que se desplegaba ante ellos. Lucio se inclinó hacia adelante, agarrándose al mármol del balcón, su rostro joven iluminado por la emoción.
—¡Madre, mira! ¡Los barcos!
Silviana lo empujó suavemente hacia atrás.
—Lucio, quédate cerca de mí —dijo con tono firme pero bajo. Ajustó a Aeneas, cuyos pequeños dedos se aferraban al tejido de su stola, un ancla diminuta en medio de la tempestad.
Al otro lado de la tribuna, Caracalla se recostaba contra su asiento, su mirada oscura e inescrutable. Su presencia la inquietaba; la ira de la discusión del día anterior permanecía en el aire como una sombra. Silviana había mantenido las distancias desde entonces, asegurándose de que sus hijos nunca se apartaran de su alcance. Podía sentir la atención ocasional de Caracalla posarse en ella, pero se negaba a devolverle la mirada.
—Un espectáculo impresionante —comentó Geta con tono despreocupado a su lado—. Esta vez realmente se han superado.
—Al menos, esta vez la sangre no manchará la arena —respondió Silviana, su tono más afilado de lo que pretendía.
Geta esbozó una sonrisa, pero sus ojos permanecieron en su stola, el rojo destacando en contraste con las capas púrpuras de los pretorianos cercanos. Él notaba todo, lo sabía.
—¡En nombre de Poseidón, celebramos la gloria de la guerra naval! ¡Hoy revivimos la Batalla de Salamina!
El rugido de la multitud se elevó, ahogando cualquier otro sonido. Silviana volvió la mirada al agua justo cuando dos barcos emergían a la vista, uno desde cada puerta. Las embarcaciones romanas, tripuladas por hombres vestidos con brillantes trajes atenienses, se movían con precisión deliberada. Enfrentándolos, los barcos "bárbaros", oscuros y toscos, avanzaban lentamente, tripulados por gladiadores con armaduras desgastadas.
Desde su asiento, los ojos de Silviana se detuvieron en uno de los barcos bárbaros. Su respiración se entrecortó, aunque no sabía por qué.
El poeta.
Estaba allí. No conocía su nombre, solo que era el gladiador que había sido llevado ante ella antes, aquel que había rechazado la misericordia, el que se movía con una rebeldía que lo diferenciaba. Estaba en el timón del barco, su figura fuerte y dominante, su mirada dura mientras daba órdenes a los hombres a su alrededor.
—¡Y ahora, liberamos a las criaturas de las profundidades!
La voz del maestro de ceremonias retumbó de nuevo, y un murmullo recorrió a la multitud. Silviana volvió su atención a la arena justo cuando oscuras figuras se deslizaban bajo la superficie del agua: tiburones tigre, sus aletas cortando las olas como cuchillos.
Lucio notó su distracción y tiró de su brazo.
—Madre, ¿son tiburones reales?
—Lo son —respondió suavemente, aunque su atención permanecía fija en el poeta. Su pecho se tensó inexplicablemente, y se obligó a apartar la mirada.
—Madre —susurró Marco, de repente inseguro—. ¿Se comen a los hombres?
Ella bajó la mirada hacia él, pasando una mano por su cabello para tranquilizarlo.
—No se acercarán a ellos, mi amor. Los hombres serán cuidadosos.
Pero incluso mientras lo decía, su mirada volvió a buscar al poeta. Las velas de su barco ya ardían por las flechas romanas, y lo observó mientras ladraba órdenes a sus hombres, cortando las cuerdas en llamas y dirigiendo la nave para embestir a su oponente.
La multitud estalló en vítores cuando los dos barcos colisionaron, el impacto astillando la madera y enviando a los remeros por los aires. Silviana apretó a Aeneas contra su pecho mientras un frío presentimiento se asentaba en su interior.
Caracalla se inclinó hacia adelante, observando con una intensidad inquietante. Sus ojos seguían cada movimiento, como si esperara que algo, o alguien, fallara.
La voz de Silviana se alzó por encima del ruido.
—Lucio, Marco, permanezcan cerca de mí.
Sus hijos obedecieron, presionándose contra sus costados mientras la batalla rugía abajo. Los mantendría a salvo, sin importar qué tormentas se desataran en la arena o más allá.
Silviana estaba sentada rígidamente, con los bordes de su armadura blanca presionando contra su cuerpo mientras sostenía a Aeneas firmemente en sus brazos. El bebé se retorcía, sus diminutos puños agitándose, pero ella no aflojaba su agarre. No podía. No cuando la escena ante ella era tan violenta, tan caótica.
Sus hijos mayores, Lucio y Marco, estaban sentados cerca, con los ojos bien abiertos fijos en el espectáculo abajo. Silviana había insistido en que permanecieran cerca, a su alcance, reacia a dejarlos alejarse demasiado, especialmente con Caracalla rondando cerca. Sentía su presencia más que verlo: sus movimientos eran cortantes, su mirada oscilando entre ella y la arena. Su tensión coincidía con la de ella, como un resorte a punto de romperse.
La arena era un mar de sangre y caos. Los barcos chocaban como titanes, sus maderas gimoteando y astillándose mientras los gladiadores se lanzaban al abordaje. Desde su punto de vista, vio al poeta luchando con precisión, comandando a los demás con gritos y gestos. Se movía con una ferocidad que atraía su atención como un imán.
Echó un vistazo a Geta, sentado a su derecha, su rostro pálido y tenso. Sujetaba los reposabrazos de su trono dorado, sus nudillos blancos.
—Son animales —murmuró, aunque su voz carecía de convicción.
Silviana no respondió. Su atención estaba fija en el gladiador abajo.
Caracalla se inclinó hacia ella, su voz baja y cargada de sarcasmo.
—El bárbaro lucha como un general. Tal vez deberíamos ascenderlo.
Silviana le lanzó una mirada, sus labios apretados en una delgada línea. Aeneas soltó un leve balbuceo, y ella lo ajustó en sus brazos, tratando de protegerlo del espectáculo sangriento.
Entonces sucedió.
El gladiador, el poeta, tomó una ballesta caída, sus movimientos rápidos y deliberados. Silviana contuvo la respiración mientras él levantaba el arma, su mirada enfocándose. Desde su asiento, vio el brillo de sus ojos al fijar su objetivo.
Su corazón se detuvo.
La flecha voló.
Por un momento, el tiempo pareció ralentizarse. El proyectil cortó el aire, su trayectoria inconfundible. El cuerpo de Silviana se movió instintivamente, protegiendo a Aeneas con su brazo mientras la flecha se clavaba en el poste dorado junto al trono de Geta.
Geta gritó.
—¡Pretorianos! —vociferó, su voz temblando—. ¿Dónde están los pretorianos?
El palco estalló en caos. Los guardias se precipitaron, rodeando a la familia imperial. Silviana apretó más fuerte a Aeneas, su mente corriendo a toda velocidad. Miró a Lucio y Marco, sus rostros pálidos de miedo, y extendió la mano, atrayéndolos hacia su lado.
Caracalla ya estaba de pie, sus ojos ardiendo de furia.
—Un bárbaro nos apuntó —gruñó, su mirada fija en el agua—. ¡Exijo sus cabezas!
Geta lo ignoró, ladrando órdenes a los guardias.
—¡Llévenlos! ¡Aseguren a la emperatriz y a los niños!
Pero Silviana no se movió. Sus ojos estaban fijos en la arena, en el gladiador que había soltado la ballesta y ahora permanecía inmóvil en medio del caos. Su pecho subía y bajaba con fuerza, su expresión era inescrutable.
Por un breve instante, sus miradas se encontraron.
El corazón de Silviana latió desbocado mientras apretaba a Aeneas con fuerza, sus nudillos blancos contra la tela del mantón que lo envolvía. Ese instante fugaz—la mirada entrelazada entre ella y el gladiador—se sintió como un puñal directo a su alma. Su mente corría frenéticamente, reproduciendo el momento en que la flecha voló, cortando el aire con aterradora precisión.
¿Era para ella? ¿Para Geta? ¿Para sus hijos?
Las preguntas la desgarraban, cada una más horrenda que la anterior. Sus pensamientos se sumieron en la paranoia, el caos a su alrededor se volvía un ruido lejano ante el ensordecedor latido de su corazón. Apuntar a Geta era una afrenta. Apuntar a sus hijos, imperdonable. Y si había sido a ella...
Su furia hervía, apenas contenida, amenazando con estallar. Atrajo a Lucio y Marco más cerca, su voz era un susurro áspero.
—Quédense detrás de mí. No se alejen de mi lado. Ni por un momento.
—¿Madre? —La voz de Marco temblaba, su pequeña mano aferrándose a su brazo—. ¿Qué está pasando?
—Nada —mintió, aunque su tono traicionaba su ira—. Nada de lo que debas preocuparte.
Sus ojos se desviaron hacia Geta, que temblaba mientras los pretorianos lo rodeaban. Sus manos temblaban mientras señalaba hacia la arena, dando órdenes a gritos que apenas eran comprensibles. Caracalla estaba cerca, su postura tensa, su expresión una máscara de furia. No la miró, pero ella podía sentir su enojo irradiando, como si esperara el momento de atacar, aunque no estaba claro contra quién.
—¡Silviana! —gritó Geta, su voz quebrándose—. ¡Vete! ¡Lleva a los niños a un lugar seguro!
Pero ella no se movió. Su mirada ardía mientras fulminaba al gladiador que aún permanecía en la arena. Sus anchos hombros, su postura desafiante... parecía tan familiar, pero no podía ubicarlo. ¿Era una coincidencia o había sido deliberado? El pensamiento de una amenaza tan audaz, tan descarada, la llenó de una furia casi cegadora.
—Nadie apunta a mi familia —murmuró entre dientes, su voz temblando con una furia apenas contenida—. Nadie.
Los pretorianos la empujaban ahora hacia adelante, sus manos ligeras pero insistentes. Lucio y Marco se aferraban a ella, sus pequeños rostros pálidos de miedo. Aeneas dejó escapar un suave llanto, como si percibiera la tensión de su madre. Silviana besó su frente, murmurando palabras tranquilizadoras mientras su mente seguía girando frenéticamente.
Miró hacia atrás a la arena por última vez, su mirada cayendo sobre el gladiador. No se había movido, su postura rígida mientras el caos giraba a su alrededor. Sintió que se le cortaba la respiración. ¿Por qué no huía? ¿Por qué no tenía miedo?
Al descender los escalones del palco real, Caracalla la alcanzó.
—¡Malditos traidores! —silbó, su voz baja y venenosa—. Esto es lo que pasa cuando confías en bárbaros. Apuntan a nuestras gargantas.
—Caracalla —la voz de Geta cortó el estruendo—. Basta. Tenemos asuntos más urgentes.
Silviana los ignoró a ambos, su atención se estrechaba mientras alcanzaban los pasillos bajo la arena. Los guardias los escoltaron hacia los aposentos imperiales, pero su mente estaba en otra parte. No dejaría que esto quedara sin respuesta. Ya fuera que la flecha estuviera destinada a ella, a Geta o, dioses no lo permitan, a sus hijos, no importaba.
Quien la disparó pagaría.
Cuando llegaron a la seguridad de sus aposentos, Silviana entregó a Aeneas a su nodriza, sus manos temblaban ligeramente mientras ajustaba las mantas.
—Quédate con él —ordenó, su voz firme pero fría—. No lo dejes solo. Y cierra la puerta.
Lucio y Marco permanecían cerca, sus jóvenes rostros aún marcados por el miedo. Silviana se arrodilló frente a ellos, tomando sus manos entre las suyas.
—Se quedarán aquí —dijo suavemente, aunque su tono no dejaba lugar a discusión—. Nada de vagar. Nada de preguntas. ¿Me entienden?
Asintieron, aunque Lucio dudó.
—Madre, ¿y tú?
—Tengo algo que resolver —respondió simplemente, su voz firme. Besó sus frentes, demorándose un momento más con Marco—. Sean valientes, mis amores. Volveré.
Mientras tanto, en las profundidades de la arena, el subterráneo era un caos de gritos, el choque de metales contra piedra y las órdenes ladradas de los pretorianos que intentaban restaurar el orden. Los gladiadores estaban siendo arrinconados de nuevo en sus celdas, algunos resistiendo con maldiciones, otros riendo con desafío. La voz de Viggo retumbaba por encima del caos, cruda de furia.
—¡¿Quién hizo esto?! —rugía, caminando de un lado a otro como un león enjaulado—. ¡¿Quién?! Geta querrá retribución por todos ustedes; ¡están muertos!
Por un momento, hubo silencio. Luego, desde algún lugar entre las sombras, una voz audaz resonó.
—¡Fui yo!
La declaración de Agedilios desató una oleada de risas entre los gladiadores, sus burlas y aplausos resonando en el espacio cavernoso. Algunos golpeaban sus puños contra los barrotes de hierro de sus celdas, un ritmo desafiante que desafiaba la autoridad de los pretorianos. Hanno, apoyado casualmente contra la pared, dejó que una sonrisa se dibujara en sus labios.
—Páguenle al hombre —dijo con sequedad, su voz cortando el ruido.
Viggo se giró hacia él, su mirada lo suficientemente afilada como para cortar acero.
—¿Aprendiste a disparar en el mismo lugar donde aprendiste a recitar poesía?
Hanno se enderezó, su sonrisa ensanchándose.
—Agradece que no fui yo —respondió con frialdad, sus palabras lentas y deliberadas—. O esa flecha te habría encontrado.
La risa volvió a surgir, ondulando por todo el subterráneo. La camaradería entre los gladiadores era palpable, un vínculo que ni siquiera la brutalidad de los pretorianos podía romper. Mientras dos guardias se movían para aprehender a Hanno, los otros gladiadores comenzaron a golpear los barrotes de sus celdas en un ritmo ensordecedor, sus cánticos elevándose hasta un crescendo.
—¡Por Hanno! —gritó alguien, y el cántico se propagó como fuego.
—¡Por Hanno!
El ruido del subterráneo se desvaneció mientras Hanno era escoltado por un oscuro corredor, flanqueado por dos pretorianos. Sus movimientos eran pausados, su expresión inescrutable, aunque su mente ya daba vueltas a lo sucedido. Siempre calculaba, siempre pensando.
Los guardias se detuvieron de repente, apretando sus manos contra sus brazos. Frente a ellos, enmarcada por la luz parpadeante de las antorchas, estaba Silviana. Su armadura brillaba como plata pulida, su diseño intrincado, a la vez regio y amenazante. El detalle inspirado en su stola fluía hacia el peto como una segunda piel. Parecía una diosa de la guerra, una visión de ira y autoridad. Su presencia exigía la atención de todos, y los pretorianos se enderezaron instintivamente.
—Domina —dijo uno de los guardias con cautela.
Lucio mantuvo la mirada fija en ella, una curiosidad maliciosa brillando en sus ojos. Reconocía esa armadura, aunque había sido modificada. Entonces inclinó la cabeza en una reverencia exagerada, su tono cargado de burla.
—¿A qué debo el honor, Emperatriz?
La voz de Silviana era baja pero firme, cada palabra cortando la tensión como una hoja.
—Déjennos.
Los pretorianos dudaron, intercambiando miradas inseguras. Uno de ellos se aventuró a protestar, pero Silviana se volvió hacia él, su mirada fría e inflexible.
—Ahora.
Sin más argumentos, soltaron a Hanno y retrocedieron, sus botas resonando contra la piedra mientras se alejaban por el corredor.
Ahora solos, la mirada penetrante de Silviana se encontró con la del ojiazul. Él se irguió, pero no apartó los ojos, su sonrisa regresando como un desafío mudo.
—¿En qué estabas pensando? —preguntó ella, su voz tensa, aunque su compostura permanecía intacta.
Hanno ladeó la cabeza, la sonrisa sin desaparecer.
—Tendrás que ser más específica, Domina. Pienso en muchas cosas.
—No te burles de mí —espetó, endureciendo su tono—. La flecha... ¿apuntaba a mí? ¿A mis hijos? ¿O a mi esposo?
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire como una hoja a punto de caer. Por primera vez, la sonrisa de Hanno se desvaneció, reemplazada por un destello de algo indescifrable. Dio un paso más cerca, las cadenas tintineando suavemente.
—Asumes mucho —dijo, su voz más baja ahora, pero afilada como acero—. Quizás deberías preguntarte a quién apuntaba de verdad antes de que me movieran.
Silviana contuvo el aliento. Su mente se aferraba a la imagen de Aeneas, al recuerdo del disparo que casi lo alcanza. El hombre frente a ella no era un simple gladiador. Había propósito en su desafío, una historia detrás de su mirada, y ella se negaba a dejarla oculta.
—Entonces, dime —exigió—. Si no era a mí ni a los míos, ¿a quién? ¿Quién en ese palco merecía tu furia?
Los labios de Hanno se entreabrieron, pero por un momento no dijo nada. Su silencio pesaba, cargado de una verdad no dicha. Entonces inclinó ligeramente la cabeza, y su mirada se clavó en la de ella, sin parpadear.
—Apunté a un hombre que ha derramado tanta sangre inocente que podría ahogar a Roma misma —dijo al fin, su tono bajo y cargado de veneno—. Un hombre que arrasó mi hogar, mató a mi gente y envió a mi esposa al otro mundo. El general Acacio.
El nombre golpeó a Silviana como un puñetazo, su compostura tambaleándose por un breve instante. Había escuchado susurros sobre la caída de Numidia, sobre su gente dispersa al viento, pero esas historias habían sido lejanas, abstractas, cuentos de conquista contados en los pasillos imperiales. Ahora, esas historias estaban frente a ella, encadenadas pero intactas.
—¿Quieres decirme —comenzó, su voz firme aunque sus manos traicionaban un leve temblor— que esto fue venganza?
El hombre dio un paso más, sus ojos ardiendo con algo crudo e inquebrantable.
—Tú lo llamas venganza —respondió—. Yo lo llamo justicia.
La stola de Silviana se sentía más pesada que hace unos momentos, el peso de sus palabras aplastándola. Por primera vez, no estaba segura de si temerle o admirarlo. Su odio no era errático; tenía dirección, precisión. Y, sin embargo, no podía permitir que el caos surgiera bajo la sombra de su familia, no mientras sus hijos aún la necesitaban.
—Casi matas a mi hijo —dijo, su voz más baja ahora, pero no menos firme—. ¿Consideras eso justicia también?
La expresión de él cambió, el fuego en su mirada atenuándose apenas.
—Te vi —dijo, las palabras lentas y deliberadas—. Me conmoviste. No mato niños.
—Y, sin embargo —replicó ella, dando un paso adelante, el espacio entre ellos cargado de tensión—, mi hijo pudo estar en tu línea de fuego. Mis hijos son mi mundo, gladiador. Si los amenazas, me amenazas a mí.
Los ojos de Hanno se estrecharon.
—No tengo ningún problema contigo ni con tus hijos. Pero no me disculparé por lo que debo hacer.
Los labios de Silviana se apretaron en una línea firme mientras lo estudiaba, su mirada afilada e inquebrantable.
—Entonces tenlo claro —dijo, dando un paso más cerca, su voz baja pero cargada de peligro—. Cualquiera que sea la venganza que lleves, no alcanzará a mi familia. El general Acacio puede haber ganado tu odio, pero mis hijos, mi esposo y yo... no somos tus enemigos.
Hanno inclinó la cabeza, sus cadenas tintineando suavemente mientras ajustaba su postura. Su expresión era inescrutable, pero sus ojos—azules y penetrantes—ardían con algo que la inquietaba. Dio un paso adelante, acortando la distancia entre ellos.
—Y sin embargo —dijo, su voz baja, casi un susurro—, te interpones en mi camino. Te portas como si estuvieras preparada para la batalla, Domina. ¿Estás segura de saber contra quién luchas?
Su pecho se tensó ante sus palabras, pero no se movió, manteniéndose firme incluso mientras él se acercaba más.
—Luchas contra fantasmas —respondió, su tono firme—. Fantasmas de una vida que perdiste. Y en tu locura, pones en peligro a los inocentes.
La mandíbula de él se tensó, su fachada tranquila agrietándose por primera vez.
—¿Inocentes? —escupió, su voz impregnada de veneno—. No hay inocencia en Roma. Ni en sus generales. Ni en sus emperadores.
El insulto la golpeó más fuerte de lo que esperaba, y su respiración se entrecortó. Antes de que pudiera responder, él avanzó de golpe, las cadenas de sus muñecas sonando mientras sus manos se cerraban sobre sus brazos. Silviana jadeó ante la fuerza repentina, sus dedos instintivamente empujando contra su pecho para apartarlo, pero su fuerza era implacable.
—Mírame —susurró con fuerza, su rostro a escasos centímetros del de ella. Su aliento cálido rozaba su piel, y la proximidad encendió un calor desconocido que odiaba tanto como no podía ignorar—. Mírame a los ojos, Domina. —Su voz se suavizó, aunque el acero en ella permaneció—. Dime quién soy.
Le costaba respirar, la intensidad de su mirada la paralizaba. Sus manos, callosas y firmes, la sujetaban con la suficiente fuerza como para dejar una marca, un moretón que le recordaría este momento. Pero lo que más la inquietaba no era la fuerza de su agarre, sino la manera en que sus palabras atravesaban su resolución, alcanzando algo más profundo.
—No sé quién eres —dijo finalmente, su voz apenas un susurro, pero sus palabras carecían de convicción. Odiaba lo débiles que sonaban, lo inseguras.
Los labios de Hanno se curvaron en una amarga sonrisa.
—¿No? —dijo, su tono burlón pero teñido de algo más. Dolor—. Entonces déjame recordártelo.
Y antes de que pudiera reaccionar, sus labios se encontraron con los de ella, el beso brusco y desesperado. No fue tierno, no fue gentil; fue un choque de voluntades, una tormenta de ira y dolor no dicho. Silviana se congeló por un instante, su mente corriendo, su cuerpo traicionándola con un calor que la dejó temblando.
Lo empujó, sus manos cubiertas por la armadura presionando contra su pecho.
—Suéltame —exigió, su voz temblorosa pero resuelta.
Él se apartó, su respiración entrecortada, pero su agarre en los brazos de ella no se aflojó. Sus ojos se clavaron en los de ella, salvajes e implacables.
—Tú me conoces —dijo, su voz quebrándose—. Solo que no quieres admitirlo.
El pecho de Silviana subía y bajaba con fuerza mientras lo miraba, el peso de sus palabras—y su toque—desestabilizándola de una manera que no podía explicar. Liberó sus brazos con un tirón, retrocediendo como si la distancia pudiera calmar el tumulto que sentía en su corazón.
Su mente corría, una maraña de posibilidades girando mientras sus ojos permanecían fijos en el hombre frente a ella. Las palabras de él resonaban en su interior, inquietándola más de lo que estaba dispuesta a admitir. Llevó una mano a su cabello, apartándolo de su rostro, aunque sus dedos temblaban mientras intentaba mantener la compostura.
—No te conozco —insistió, su voz más fría de lo que se sentía—. Y sea cual sea el juego que estás jugando, termina aquí.
Hanno dejó escapar una risa amarga, un sonido agudo y lleno de dolor.
—No hay juegos, Aurelia Silviana Commodiana. He tenido suficientes juegos de Roma para toda una vida.
Se quedó helada al escuchar su nombre en los labios de él. No era como la mayoría lo pronunciaba, con reverencia formal o distancia educada. Era íntimo, familiar, impregnado de una historia que no podía ubicar pero que sentía profundamente en su pecho.
—¿Cómo sabes mi nombre? —exigió, dando un paso adelante a pesar de sí misma—. ¿Quién eres?
Por un momento, su expresión se suavizó, y parecía casi humano, casi vulnerable.
—Piensa, Domina —dijo en voz baja—. Piensa en cuando eras niña. En la finca donde jugabas en los jardines. En el niño que compartía tus lecciones de latín y trepaba árboles contigo cuando nadie más lo hacía.
Las palabras la golpearon como un puñetazo, haciéndola tambalear mientras su respiración se cortaba.
—No —susurró, negando con la cabeza—. Ese niño... era mi primo. Pero él...
—¿Murió? —la voz de Hanno irrumpió, áspera y amarga—. Eso fue lo que te dijeron, ¿no? Que los dioses me reclamaron.
Sus rodillas se sintieron débiles, y se apoyó contra la pared en busca de estabilidad. Los recuerdos la invadieron, vívidos e implacables: un niño de cabello oscuro, una sonrisa traviesa y ojos que brillaban como un cielo de verano. Lo había amado intensamente, como solo un niño podía amar a alguien que creía eterno.
—No puede ser —murmuró, las lágrimas acumulándose en sus ojos—. Lucio... se fue. Está muerto.
Hanno dio un paso más cerca, sus cadenas sonando suavemente.
—Soy Lucio —dijo, su voz rota—. Solo era un niño, Silviana. Un niño que ellos convirtieron en esto.
Ella lo miró fijamente, su pecho agitándose mientras el peso de sus palabras caía sobre ella. El rostro frente a ella era más duro, marcado por diminutas cicatrices y desgastado por años de sufrimiento, pero ahora que lo veía—realmente lo veía—, encontró la verdad en sus ojos. Los mismos ojos que una vez brillaron con alegría ahora ardían con angustia.
—Lucio —susurró con la voz rota, apenas un susurro.
Los labios de él se curvaron en una sonrisa amarga.
—Ya no más —dijo—. Ahora mi nombre es Hanno. Pero tú... sigues siendo Silviana.
Las lágrimas de ella corrían libres ahora, trazando surcos silenciosos por sus mejillas mientras daba un paso adelante, extendiendo la mano para tocarlo.
—No quería que supieras en lo que me convirtieron —continuó, su voz cargada de tristeza y rabia—. Quería proteger el recuerdo que tenías de mí, del niño que solía ser. No esto... lo que Roma hizo.
Las lágrimas de Silviana fluían como un río, su mano temblorosa rozando su rostro, trazando las cicatrices que contaban una historia demasiado terrible para imaginar.
—Te arrebataron de mí —dijo, su voz temblando con rabia y dolor—. De todos nosotros. Tu madre dijo que habías muerto, Lucio. Que no había nada que enterrar.
Hanno rió amargamente, un sonido tan afilado que parecía cortar el aire.
—Me enterraron, claro. Enterraron mi vida, mi nombre, mi futuro. Me hicieron esclavo, gladiador. Me convirtieron en un arma.
La mano de Silviana cayó a su costado, temblando mientras sus emociones se arremolinaban en un torbellino de desesperación y furia.
—Debería haberlo sabido —susurró—. Debería haber luchado más, buscado más tiempo. Debería haber...
—No podrías haber hecho nada —la interrumpió, su voz suavizándose—. Eras una niña, Silviana. Estabas indefensa, como yo lo estaba. Como ahora.
Su mirada se encontró con la de él, y por primera vez, Silviana vio la profundidad de su dolor, los años de sufrimiento grabados en cada línea de su rostro.
—Estás equivocado —dijo, su voz fortaleciéndose poco a poco—. Ya no soy impotente. Puedo protegerte.
La expresión de Lucio se endureció, un destello de ira encendiéndose en sus ojos.
—¿Protegerme? —repitió, su tono casi burlón—. ¿De Roma? ¿De tu esposo? ¿De su hermano? No puedes protegerme, Silviana. Eres tan prisionera de este imperio como yo.
Su mandíbula se tensó, y enderezó su postura, la fuerza de su determinación evidente.
—No soy una prisionera —afirmó con firmeza—. Y tú no estás solo, Lucio. Eres mi sangre. Mi familia. No voy a perderte de nuevo.
Lucio dio un paso hacia ella, el sonido de sus cadenas resonando suavemente. Su voz bajó hasta convertirse en un susurro.
—¿Estás tan segura de saber quién soy ahora? Mírame a los ojos, Silviana. Dime, dite a ti misma, quién soy.
Ella vaciló, su corazón golpeando con fuerza mientras miraba esos ojos azules y penetrantes. Eran los mismos ojos que recordaba de su infancia, pero ahora llevaban el peso de batallas libradas y una inocencia perdida.
—Eres Lucio —dijo, su voz temblando—. Eres mi primo.
Por un momento, ninguno de los dos habló. El aire entre ellos estaba cargado de años de dolor, pérdida y la frágil esperanza de redención. Entonces, Lucio retrocedió, sus cadenas tintineando mientras lo hacía.
—Si eso es lo que crees, entonces aférrate a ello —dijo, su voz impregnada de amargura—. Porque este mundo intentará arrebatártelo.
Buenas, buenas.
Espero que estén bien, porque Lucio y Silviana non están (llora amargamente). Este capítulo giró completamente en torno a ellos y me encanta porque el ritmo que tiene la película es muy rápido. Todo esto ocurre en menos de 10 días, ¿lo pueden creer? Yo no, pero me tengo que apegar al guion.
¿La reunión es todo lo que esperaban o querían que pasaran más cosas? Anyways, algo que espero que hayan notado es cómo Silviana está comenzando a caer un poco en la paranoia, quédense atentos.
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