Un cigarrillo colgaba de sus finos labios. Contra la línea naranja que se extendía a lo largo del horizonte, su pelo era una figura oscura que bailaba suavemente con la brisa de la tarde. El olor acre del humo hizo que Charlie arrugara la nariz.

—¿No dijiste que te dolían los pulmones el otro día? —dijo, sentándose en las escaleras del porche. Su madre se rió. —No, pero, en serio, deja de hacer eso. Te pondrás enferma, o lo haré yo.

—Mírate, quince años y dando órdenes a tu madre.

Charlie chasqueó la lengua, sonriendo de lado. —Ya he tenido demasiadas complicaciones.

Lo había hecho. Su madre era extraordinariamente descuidada, transparente, como un vaso con todos sus lados afilados; uno que acabaría rompiéndose. Charlie temía ese día, pero una voz en el fondo de su mente siempre se aseguraba de que supiera que llegaría. Demasiado pronto.

Su madre volvió dentro para fumar con libertad. Charlie se quedó con una sensación punzante en la boca del estómago.