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O1


CAPÍTULO UNO

Su madre había estado enferma desde que tenía memoria. Quizá no de la forma en que lo estaba ahora (toda piel translúcida, venas resaltadas y ojos vidriosos), pero sí de la forma en que la mayoría de la gente no lo está. Siempre había sido una persona enfermiza y desafortunada, propensa a contraer la más salvaje de las gripes y la más común de las aflicciones, un camino duro y pedregoso para recorrer con una vida como la que le había tocado vivir. A los ojos de Charlie, su madre no sólo había sido valetudinaria y frágil durante la mayor parte de su vida, sino que también había sido. . . miserable. Siempre con la mirada perdida, ojos oscuros, sombríos y tristes, manos delgadas tocándose, pálidos labios entreabiertos pero silenciosos. Charlie sabía que ésa no era la vida que quería; sabía que estaba más que lejos del sueño de primavera y alegría que había deseado vivir. Una parte de ella se culpaba a sí misma: si no hubiera llegado tan pronto. . . sin planear, una carga que llevar, un peso con el que vivir. . . tal vez su madre podría haber perseguido las ilusiones que su antiguo yo llevaba consigo, y haber tomado un camino diferente, llegado a un mejor destino.

La otra parte de ella, sin embargo, comprendía que no era culpable de nada de eso. Su madre sí. Nunca fue capaz de adaptarse a la vida que le tocó, en su lugar, arrastró a su hija hacia un agujero de sombras, remordimientos y una tristeza que nunca fue suya, quizá sin saberlo.

Había un rencor (uno que entraba como una pluma puntiaguda, afilada y suave, tan versátil en su capacidad de evocar lástima y rabia), uno que probablemente nunca debió ser pero que siempre parecía existir cuando se trataba de madres, porque lo que son es siempre tan amargo y hermoso y terriblemente quebradizo, como el ala de una mariposa tendida en la acera caliente de una tarde de verano, y las hijas no pueden evitar el embrujo que proviene de sus fantasmas y la forma en que no son más que espejos, aunque sean tan diferentes como la oscuridad y la luz. No es un concepto que todo el mundo entienda. Probablemente ni siquiera sea un concepto que Charlie entienda. Sólo la desesperación que surge del deseo de querer ser tu propia persona y ser incapaz de encontrar aquello que fuera sólo tuyo, puede ella comprender.

Este no era el tipo de rencor que hincha el corazón de odio. No había odio en su interior dirigido hacia su madre, sólo hacia las circunstancias de su vida. Y allí, en esa noche inclemente, levantando un vaso de agua tibia hacia los labios secos de su madre, se dijo: Yo también soy incapaz de adaptarme a esta vida que me han dado. Tal vez eso cambiaría. Tenía que hacerlo.

Su madre abrió la boca y sus labios temblaron. La miraba con aquellos ojos vidriosos que decían "gracias". Tras un breve y lastimero silencio, sólo emitió un sonido entrecortado. Charlie la acalló, con el entrecejo ligeramente fruncido.

—No digas nada —le dijo. Su madre no la escuchó. Nunca lo hace.

—Gracias. . . Charlie —había conseguido decir, con aquella voz rota y baja que tanto dolía oír. Charlie la miró por un momento y luego asintió. Su corazón se sentía. . . pesado, como si tiraran de él sus propios hilos. Se dirigió hacia la puerta y se quedó un momento en el umbral, escuchando los silbidos de la respiración de su madre.

—Intenta dormir —dijo, aunque sabía que las probabilidades de que ocurriera eran escasas. Dejó la habitación con el deseo de no hacerlo.

Durante un largo momento se quedó parada en medio de la diminuta sala de estar -si es que siquiera podía recibir tal nombre-, respirando. Su frígido cuerpo registró cierto temblor en las yemas de los dedos y le costó arduo trabajo sentirse lo suficientemente calmada para moverse.

Charlie no sentía ningún tipo de amor hacia la noche; era demasiado silenciosa, inquietante, solitaria. No le ofrecía ninguna distracción, la empujaba a darle vueltas a sus pensamientos, lo cual no hacía más que extender esa. . . intensa sensación de amargura por su pecho. Así que, con un claro fin en mente, trató de calentar la lata de sopa de tomate que había encontrado en el fondo de la despensa (toda polvorienta y al borde de la ranciedad), lo más rápido que pudo, así podría comer en la cama y ponerse los auriculares, reventándose los oídos con la música más estridente, sin permitir que ningún pensamiento agrio viniera a atormentarla.

Después de seguir el plan y ponerse al día con los deberes, se quedó dormida entre viejos libros abiertos y bolígrafos esparcidos, con las extremidades retorciéndose incómodamente en aquella cama que era demasiado pequeña, y los auriculares aún en los oídos.

Se durmió porque tenía que hacerlo, al igual que tenía que aceptar la vida que le habían dado, sin pensar, sin decir nada, con la piel dura.

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