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𝗜𝗜. 𝗔𝗲𝗴𝗼𝗻, 𝗲𝗹 𝗽𝗿𝗶́𝗻𝗰𝗶𝗽𝗲 𝗱𝗲𝗹 𝗽𝘂𝗲𝗯𝗹𝗼

Haría cualquier cosa por ti.
Cualquier cosa para evitar que
te lastimen. Incendiaría ciudades
enteras. Ahora tú eres lo único
que me importa
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   AEGON DE SECRAMISE, nombrado entre las sobras como el príncipe de la buena fortuna o el bastardo legitimo, llegó al mundo un día particular. A tan solo unas cuantas horas de haber concluido oficialmente la ceremonia del sol el palacio entero entro en crisis, pues la reina consorte había entrado en labor de parto y el emperador estaba ausente por haber salido de cacería con los embajadores de Darhan y Xek antes de que tuvieran que volver a sus reinos.

   — ¿Qué parte de "Trae al emperador aquí", no entiendes? — reclamo la emperatriz al sirviente frente a ella.

   — Su majestad ordenó que nadie debía interrumpir la cacería con los embajadores — respondió el joven mirando al piso, temeroso por la mirada afilada de la emperatriz.

  — El emperador comprenderá que este es un asunto de suma importancia que requiere su atención de inmediato — con una última mirada Roserice le indico al joven que se fuera en búsqueda de su esposo antes de que ella misma enfureciera aún más y tomara el asunto en sus manos.

  — Esa mujer hará que me reviente la cabeza con sus gritos — se quejo la rosa roja. Era un hecho comprobado en el palacio que la emperatriz y la primera concubina solo podrían estar de acuerdo en una cosa, y eso era su mutuo desprecio a la reina consorte.

   La emperatriz sabía la verdadera razón de su amargura. Después de ese día, cuando el bebé de Dalia diera su primer respiro, Benela Verdi sería la única mujer del emperador que aún no le había dado un hijo, lo que la tenía en clara desventaja en la silenciosa lucha de poder.

  — ¿Quién se supone que está con ella? — pregunto la peliblanca a su sirvienta mientras tomaba asiento y le servían té.

  El pequeño Ares dejo los juguetes que lo entretenían en el suelo y se acercó gateando hasta su madre, quién lo tomo en sus brazos con amor. Roserice haría lo que fuera necesario para mantener a su bebé a salvo de la bruja dorada y la dama roja que habían embrujado al emperador.

  Incluso si eso implicaba dañar a Dalia o a Benela. Es por eso que se había empeñado tanto en que los rumores de los primeros hijos de la reina consorte siguiera vivo en las paredes del palacio.

   — El bufón de la corte se encuentra con su majestad la reina consorte, en estos momentos — respondió la dama roja con el sarcasmo y el odió tiñiendo su voz.

  — Ah no, ni lo pienses Roserice — advirtió la dama roja tras un momento cuando vio un atisbo de veneno en la mirada celeste de la otra mujer — El emperador ordenó que el bufón acompañara a Dalia cada vez que el no pudiera. Era algo muy esperable que el estuviera con ella ahora.

   La ojiazul se removió en su asiento mientras su primogénito se divertía con los hermosos cabellos albinos de su madre, ella estaba claramente molesta por la confianza que Jaider le tenia al bufón que se había enredado en las sábanas del difunto emperador.

   Las cosas no parecían ir mejor para Dalia, quien tenía un deja-vú tras otro en la cama blanca y con los múltiples médicos y enfermeras a su alrededor.

   — Todo saldrá bien — murmuro Lestat apretando su mano izquierda entre las suyas. Aquellas palabras de aliento eran más para el que para ella, quién se sentía tan inexperta como la primera vez pero de alguna manera con menos miedo.

   Lestat temia perder a su reina, su dama, la luz en la oscuridad que se había convertido su rutina sofocante en el palacio, pero ella no tendría miedo mientras el siguiera tomando su mano. Dalia estaba siendo cuidada por un hombre maravilloso que la amaba, por los mejores medicos y enfermeras que su primo pudo encontrar y enviar al palacio en el transcurso del último mes y aún mejor, su bebé nacería a prácticamente nada de haber celebrado la ceremonia del sol, y si todo salía como se pensaba la pequeña criatura seria considerada una bendición entre los ciudadanos de Arbezela.

   Un hijo del pueblo que traería buena fortuna a las cosechas, con antecedentes así al príncipe Ares le sería difícil deshacerse de él cuando subiera al trono aunque fuera una niña. Cada paso sería esencial para la supervivencia de su bebé, no perdería otro hijo jamás.

   — Puje su majestad — pidió una vez más la doctora y partera que prácticamente dirigía a todos en la habitación con puño de acero para asegurarse que todo saliera a la perfección — Solo un poco más.

   Dalia grito hasta desgarrar su garganta. El bebé era un luchador terco.

  — ¡Tengo la cabeza! — le anuncio la mujer para aliviar un poco su tensión — Solo un poco más majestad. Una más y ya.

  — Solo un poco más mi reina.

   Dalia pujo unas dos veces más antes de que la partera anunciará que el bebé estaba afuera. Los llantos del segundo principe de Arbezela llenaron la habitación mientras las enfermeras traían agua tibia para limpiar al bebé y los múltiples doctores los examinaban a ambos.

  — Lo hizo muy bien, mi reina — el castaño dejo un beso casto en la frente de la mujer que le robaba los suspiros y se levantó para dar espacio a las enfermeras que evaluarían la salud y el estado de la reina.

   — Felicidades, su majestad — dijo el doctor que evaluaba al recién nacido en sus brazos. La sonría satisfecha de aquel hombre fue suficiente para adivinar sus próximas palabras — Es un varón fuerte y sano.

   — Denme a mi bebé — pidió la rubia con voz cansada. Dalia extendió los brazos con toda la determinación y fuerza que pudo reunir.

   El médico entrego el pequeño bulto a su madre, quien le sonrió como solo le había sonreído a pocos en su vida, con amor y devoción completa.

   — Lestat, mi bebé — sollozó de alegría. El bufón se inclino una vez más para quedar a su altura y mirar a la pequeña vida en los brazos de la dama Lesot.

   La respiración de Lestat se atoro en su garganta. La pequeña mata de cabellos purpura que se alzaba en la pequeña cabeza del bebé que seguía llorando a todo lo que podía le traía recuerdos.

   El cabello de su abuelo, de algunos de sus tíos, de su difunta segunda hermana, de él. Cuando finalmente los llantos del bebé lograron calmarse por la intervención de la reina Lestat pudo ver las gemas amatista que tenía. Ese bebé era una réplica viviente del difunto emperador, de su tío y captor.

   Dalia, incluso aún estando emocionada por tener en sus brazos a esa pequeña criatura que había crecido en su vientre, pudo sentir el miedo y los nervios en el hombre que estuvo a su lado en todo momento.

   — Lestat, — llamo con voz suave para tranquilizarlo — Ven aquí, quiero que lo cargues.

  — No, no, no mi reina — se negó inmediatamente con los nervios a flor de piel y pasando su mirada por los presentes en la habitación  — No podria, ese es un honor del emperador.

   — El emperador está de cacería Lestat, y solo Astotellia sabe si regresará hoy o en una semana — Dalia miro a los presentes en la habitación con sus ojos carmesí en busqueda de duda  — Y nadie aquí dirá nada, o sí?

  — Ni una palabra su majestad — respondió inmediatamente el doctor que le había entregado a su pequeño pedazo de cielo.

   — Trabajamos para el duque de Meyferth, su majestad — le siguió la partera, secando sus manos recién lavadas con una franela — Las órdenes exactas fueron obedecerla a usted y solo a usted.

   — Si usted así lo ordena, nadie sabrá nada — concluyó una enfermera que se colocó al lado izquierdo de Lestat.

   El de cabellos caoba se acercó temblando a pasos lentos hasta que sintió el suave y rápido toque de los dedos de su reina al entregar a su bebé. Lestat miro esos ojos morados admirarlo como si fuera lo más interesante del mundo, las pequeñas manos regordetas luchando por tomar uno de sus largos mechones de pelo. Encantado por esa criatura tan inocente, el bufón se las arreglo para entregarle el mismo un mechón de su pelo. El bebé soltó un balbuceo que dio de lleno en su corazón.

   — Hola — saludo el con sus ojos cristalinos y el pequeño le devolvió el saludo, o eso pareció, en un balbuceo.

   Ese no era el difunto emperador, no. Era una criatura inocente y pura. Era el hijo de su reina, y Lestat daría la vida por el y los bebés que le siguieran después.

  — ¡El emperador, el sol de Arbezela ha llegado! — anunciaron los guardias en las puertas.

    En un movimiento rápido e impresionante, la enfermera a su lado tomo al pequeño príncipe de los brazos de Lestat y se acercó a la cama donde la reina reposaba.

   — Es un varón su majestad — le dijo Dalia al verlo entrar. Jaider aún tenía su ropa de montar y una gran euforia adornaba su rostro.

   — Un varón — susurro aún más feliz. El hombre miro a su primo, quién le devolvió la sonrisa emocionada por el nuevo príncipe — Dalia, puedo?

   Con una señal de la cabeza Dalia indico a la enfermera que llevara al bebé con el emperador. La mujer de ojos sangrientos se removió con ansias al ver como el emperador cargaba a su hijo.

   — Es idéntico a mi padre — susurro el emperador al ver a su pequeño bebé. El menor se retorció en los brazos de su padre y empezó a llorar una vez más.

  — Aegon — declaro Jaider cuando el bebé estuvo en brazos de su madre otra vez — Príncipe Aegon de Secramise.

   Ese día el pueblo recibió la noticia del hijo del emperador, y ese mismo año, tras una exitosa y muy abundante cosecha, se declaró que Aegon de Secramise era el príncipe del pueblo que había traído suerte a sus tierras.

















































































AUTHOR'S NOTE

Por el momento y como pueden notar, Aegon es menor que Ares pero mayor que Bavilo.

Otra cosa, Dalia y Lestat no son amantes como tal. Se aman uno al otro, pero no tienen relaciones sexuales y muy rara vez se besan, esto porque quieren tener cuidado y más que nada se consuelan son su mutua compañía y comprensión.




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