彡💍〕EP. 1
𔘓 𝑳𝑶𝑵𝑬𝑳𝒀 𝑬𝒀𝑬𝑺⋆.ೃ࿔
⇢ ˗ˏˋ 🦢┋CAPÍTULO UNO ⊹.˚
« el pañuelo abandonado »
EL INTRINCADO PEINADO estaba perfecto, tal y como ella quería. Tal y como su exigente estilo lo indicaba. Y, tras no haber podido reprocharle ningún detalle, la doncella se retiró de los aposentos en cuanto terminó la labor de prepararla. Pero ella seguía allí, petrificada frente al espejo que le devolvía una imagen de sí misma casi perfecta, pues ni su doncella ni ella misma habían logrado cambiarle la mirada.
Era un hecho: por mucho que ella se esforzara, lucía desde hacía un largo tiempo sin brillo, sin vida. No importaba lo inmaculado que luciera su cabello de color castaño caramelo. Tampoco la tersura de su impoluto rostro, cuyas mejillas apenas estaban sonrosadas. Y muchísimo menos los vestidos, confeccionados con las más costosas muselinas. Lo cierto era que, hiciera lo que hiciera, la tristeza en el melancólico iris avellana de sus ojos se había instalado de forma irremediable.
Y la razón tenía nombre.
«Lady Lancaster», suspiró sin quitar la vista del espejo. Inspiró profundo, cerró los ojos con fuerza y, en el acto, unas lágrimas le rodaron por las mejillas. Amenazantes, los labios le temblaron, pero se contuvo. Lo último que quería era llorar. Estaba cansada. Lejos de ayudarla a descargar el dolor, cada vez que sollozaba no hacía más que tornar más y más profundo el hueco en su pecho, allí, en el corazón.
Los recuerdos del momento en que creyó que se convertiría en la mujer más feliz de la tierra la envolvían de una forma brutal y le robaban la poca energía que le quedaba para vivir cada día que transcurría. No. No quería rememorar el instante en que había dicho «sí».
No.
No deseaba recordar las lágrimas de felicidad que había liberado al aceptar al conde Lancaster como su esposo. Permitirse aquel recuerdo era una tortura que jamás en la vida había esperado atravesar porque aún no comprendía qué era lo que había ocurrido... o, más bien, el porqué, pues el sufrimiento de cada día entendía a qué se debía. Pero una mujer como ella, una de las damas más hermosas y deseadas del reino, nunca hubiera esperado que el matrimonio que, sin duda alguna, se suponía era por amor terminara siendo lo opuesto.
Él le había jurado que la amaba, y ella podía jurar también que era cierto, pues no había existido instante en que William Lancaster no le demostrara, incluso en público, el afecto que por ella sentía. Pero aquello solo era pasado. Tal como el verano se esfuma para dar inicio al otoño, su matrimonio había pasado de ser la temporada más dulce y apasionada de su vida a convertirse en un invierno que prometía eternidad.
Se puso en pie, abrió los ojos y, secando el resto de lágrimas, caminó hasta la ventana que daba al bullicio de la ajetreada Londres.
Se preguntó por qué él ya no la miraba como antes. Se preguntó por qué ni el llanto que la abrumaba por las noches lo movilizaba. Pero entonces, de forma inesperada, como la llegada de una fugaz brisa en el verano, entendió que aquellas preguntas no eran las correctas, pues lo único que debía cuestionarse era cuándo y por qué se había acabado el amor.
Aun así, quizá nunca lo supiera. Y tal vez no tuviera sentido seguir preguntándole. Después de todo, jamás recibía una respuesta, no al menos lo que ella esperaba, pues el silencio y las miradas gachas eran lo único que recibía de su tan amado William. Y eso... eso es la peor de las puñaladas que una persona que ama puede recibir.
Extrañaba ser lady Cora Sinclair. Extrañaba la alegría y la juventud que siempre la habían identificado. Pero ya no había marcha atrás. Lo hecho hecho estaba. El matrimonio era para siempre. Lo que Dios había unido jamás podría ser disuelto, y aunque aún no comprendiera las razones por las que el Ser Supremo había permitido que cayera en tan triste infortunio, debía aceptarlo. Así era y así sería para siempre.
Respiró profundo y, decidida a dar un paseo para despejar la mente, tomó sus guantes y marchó escaleras abajo. Su querida amiga, lady Donwell, esperaba su visita. Después de todo, si había regresado a Londres no había sido más que por ella.
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Sabía que Louis lo mataría. O, al menos, le daría una buena reprimenda por hacerlo esperar tanto tiempo y más aún cuando se enterara de que el motivo de su tardanza sería por pasear en Green Park. Pero la verdad era que, luego de haber creído que dejaría Inglaterra para siempre, verse de nuevo allí le resultaba tan extraño como tentador.
Tal como le ocurría a la mayoría de sus hermanos, el condado de Kent sería por siempre su lugar de ensueño. La mejor etapa de su vida la había vivido allí, junto a su familia en Aubrey Hall. Pero Londres también tenía su encanto. De hecho, sin ir más lejos, era donde había podido desplegar su talento como artista, como pintor. Era la ciudad en la que su nombre había recorrido desde los lugares más pecaminosos hasta los más refinados.
Se había hecho conocido por el hechizo que emanaban sus retratos. Y, por muy buenos artistas que ya hubiera en ese entonces, lo cierto era que nadie, absolutamente nadie, era capaz de transmitir la vida que Benedict impregnaba en las obras. Y era que jamás se había visto que un hombre, a través de simples pinceladas, fuera capaz de tornar los ojos de humanos en portales al plano de lo divino.
Era una locura. Y, por supuesto, las mujeres eran las principales en desear ser retratadas por él: desde las más peligrosas cortesanas hasta las más elegantes damas de la nobleza. Sin duda alguna, su vida había sido tocada por los dioses de la fortuna... hasta que la conoció a ella, una simple y mundana italiana que compartía su amor por el arte.
«Lucia», suspiró al tiempo que se detuvo, y se le formó un nudo en la garganta en cuanto pronunció ese nombre.
Como si las fuerzas se le hubieran escapado en aquella espiración, necesitó apoyar una mano en el árbol más cercano. Sin embargo, el recuerdo del par de ojos claros de su amada lo envolvió y la respiración se le agitó al punto de hacer inevitable que apoyara la otra mano en el tronco del roble para lograr sostenerse.
Tardó varios segundos en reponerse hasta que mirar el cielo lo ayudó a despejar la mente, aunque no pudo liberarse de las mismas preguntas que hacía tiempo lo atormentaban: «¿Por qué, Lucia? ¿Por qué?». Sus ojos se aguaron y varias lágrimas se atrevieron a caer por el rostro del artista Bridgerton. Pero no le importó. De hecho, muy poco le importaba lo que otros pensaran de los hombres que lloraban. Solo él sabía lo doloroso que era perder un amor tan fuerte y pasional como el que había construido con Lucia. Solo él o alguien que supiera lo que era el amor verdadero.
Tomó el único pañuelo que, desde que la había conocido a ella, había llevado siempre consigo y se limpió las lágrimas. Pero al ver el bordado con el nombre de ella casi se quiebra de nuevo.
Amaba recordarla, pero también lo detestaba. El placer y la felicidad de haberla tenido en su vida había sido la dicha más grande para Benedict. No obstante, cada día que pasaba, la ausencia de Lucia se tornaba más insoportable, y el dolor crecía y le destrozaba la existencia tal como solía hacerlo la hierba mala en los elegantes parterres ingleses.
Tenía que acabar con ese sufrimiento por mucho que le doliera.
Inspiró profundo, miró por última vez el pañuelo que ella le había regalado y, tras cerrar los ojos con fuerza, lo soltó para que el viento se lo llevara lo más lejos posible. Y no miró atrás. No pudo. No quiso. De haberlo hecho, habría corrido tras lo único material que le había quedado de Lucia. Simplemente se giró y, envuelto por una dolorosa furia, se marchó con paso firme, aunque sin notar que otros ojos, a la distancia, lo habían observado sufrir.
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Hacía tiempo que no caminaba por el parque. En realidad, hacía tiempo que no pasaba una temporada en Londres. Pero su fiel amiga, su querida lady Donwell, le había rogado que, al menos por esta vez, la acompañara en su estadía en la ciudad favorita de los nobles. Y, aunque terminó por aceptar, no fue fácil.
Sin ir más lejos, lord Lancaster aún no lo sabía, y la intuición le decía que, cuando él descubriera su presencia allí, el silencio entre ellos se rompería en mil pedazos para dar inicio a un infierno que no estaba segura de poder afrontar.
Como fuera, allí estaba, caminando por un parque en el que alguna vez había disfrutado en compañía de su irreconocible esposo. Pero esta vez lo hacía envuelta en un aire de tristeza y escoltada por la doncella con quien, a pesar de la confianza plena que se tenían, poco era lo que conversaban.
━━Querida Helena, puedes quedarte aquí ━━soltó al tiempo que se detuvo cerca de un banco━━. Necesito un momento a solas, pero no me iré muy lejos. Es solo que... ━━Pero no continuó.
Como si la hubiese comprendido en cuanto despegó los labios, la dama le tomó las manos y le sonrió con dulzura como muestra de comprensión. La liberó del gentil agarre y, sin siquiera decir una palabra, se sentó en el banco y enfocó la vista hacia las copas de los árboles.
Cora sonrió agradecida. Tal vez su doncella no fuera la mejor persona con la que compartir o conversar, pero era una verdad indiscutible que la comprendía mejor que nadie en el mundo.
Así, lady Lancaster respiró profundo y se lanzó a caminar bajo una aparente libertad. Quería librarse de los pensamientos del pasado... incluso de los del presente. Pero lejos de hacerlo, las preguntas sin respuesta acerca de su fallido matrimonio la atormentaron como si hubieran estado esperando precisamente ese instante de soledad.
Y sí... Aquel «¿Por qué?» estuvo a punto de clavársele como un puñal en el pecho, estuvo al borde de hundírsele para destrozarle una vez más el corazón. Pero no fue así. Por un momento, solo unas milésimas de segundo antes, la figura de un hombre alto y de un porte más que llamativo evitó que volviera a caer en las garras del dolor.
Al principio no supo por qué, pero en cuanto vio cómo este necesitó valerse de un árbol para mantenerse en pie, entendió la razón por la que su vista se detuvo en él y solo él. No hizo falta que corriera ni que se acercara, no hizo falta verlo de cerca. El asunto era más que claro, al menos para ella que sufría de lo mismo: el desamor. O peor aún: el maldito dolor del desamor.
Caminó unos pasos en dirección al hombre, pero se detuvo cuando este miró con rabia y presionó con fuerzas el pañuelo con el que instantes atrás se había secado las lágrimas. Sufría mucho, se notaba. Pero intervenir en un momento de tanta fragilidad como ese no era lo apropiado. Contemplarlo a la distancia y desearle menos dolor era lo mejor que podía hacer. Sin embargo, cuando el pañuelo fue liberado y arrastrado por el viento hasta sus propios pies, Cora no pudo evitar tragar saliva al no saber qué hacer.
Miró la tela, que no se movía y yacía sobre la punta de sus zapatos, y luego regresó la vista en dirección al hombre. Pero ya no estaba. Se había marchado como quien huye del diablo. Observó el pañuelo una vez más y, aunque dudosa, hizo lo que le dictó el corazón. Se agachó, lo tomó y, con suma delicadeza, lo dobló para llevárselo consigo sin que nadie lo supiera.
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ღ𝒥ennymorningstarღ
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