𝗙𝗥𝗢𝗭𝗘𝗡 𝗦𝗘𝗔
Hace milenios, se decía que de las entrañas de la tierra brotó una fuerza mayor que la de cien hombres.
Capaz de detener el aliento de cada ser viviente, de congelar la sangre en las venas y convertir los ríos en hilos de plata inmóvil. Esa fuerza, a la que los antiguos temían y adoraban por igual, no era otra que el invierno, y a quien debían su existencia no era un dios de fuego ni de tempestad, sino a una diosa.
Ella era quien tejía la niebla que descendía como un manto sobre los bosques, quien arrancaba de los cielos los primeros copos de nieve, tan delicados y a la vez tan letales. Su piel resplandecía con la blancura de las primeras nevadas, y su cabello caía como una estruendosa avalancha sobre sus hombros. Sus ojos, de un gris azulado, contenían la promesa de mil inviernos y la amenaza de un frío sin fin para los mortales.
La diosa caminaba entre los humanos sin ser vista, aunque su presencia era siempre sentida. Donde ella pasaba, las flores se marchitaban, los árboles se doblaban bajo el peso de la escarcha, y el canto de los pájaros era reemplazado por un silencio tan espeso que hasta los suspiros parecían helarse en el aire.
Pero aquellos que la veían, esos pocos desafortunados cuyas miradas se cruzaban con la suya, hablaban de una belleza de otro mundo, un rostro que aseguraba eternidad y olvido a partes iguales.
Nadie sabía de dónde venía ni a dónde iba cuando el invierno se marchaba y el mundo volvía a abrirse bajo el toque cálido de la primavera. Algunas leyendas decían que era hija de Boreas, el viento del norte, y que había sido traída al mundo en una noche de tormenta para llenar la tierra de un frío eterno. Otros aseguraban que ella misma era la encarnación del invierno, una creación de los dioses para mantener el equilibrio en la naturaleza.
Pero a medida que pasaron los siglos, la diosa sintió algo que jamás imaginó: la soledad.
Los dioses la habían dotado de una belleza temible, pero también de un corazón hecho de hielo, incapaz de sentir el calor del amor. Las criaturas de la tierra se estremecían al pensar en ella, y los mortales contaban historias a la luz de la hoguera sobre la Dama Helada, con sus labios tan fríos como glaciares y su risa como el viento que anunciaba el final del otoño.
Era adorada, sí, pero no era amada.
No como los dioses del fuego y de la cosecha, que recibían alabanzas y ofrendas en cada cambio de estación.
Con el tiempo, la diosa comenzó a visitar el mundo mortal en busca de algo que ni siquiera ella misma sabía nombrar. Cruzaba valles y montañas cubiertas de nieve, escuchando los murmullos de los humanos que se refugiaban de su presencia, observando cómo se reunían en torno a las llamas para protegerse del frío, para protegerse de ella.
El invierno, que una vez había sido su única compañía, empezó a parecerle una prisión, una cadena que la ataba a un mundo que jamás podría comprender su esencia.
Entonces, un día, un joven la vio y no huyó.
Tenía los ojos llenos de vida, tan distintos a los suyos, y en su mirada había algo que despertó un eco dentro de ella, algo que hizo temblar el hielo de su corazón por primera vez.
Ese día, la diosa del invierno, conocida en susurros y leyendas, reveló su nombre al mundo mortal.
La llamaban Iclyn.
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