
05 | El secreto de Briana
La tarde había caído sobre Seabrook con una calma engañosa.
Briana caminaba de regreso al Sendero, su chaqueta sin color contrastando con los tonos vibrantes del campus. El gimnasio aún zumbaba con música lejana, probablemente la práctica de animadores continuaba, pero ella solo quería desaparecer en el silencio de su rincón preferido. Alejarse de todo. De todos.
En su mochila, los libros pesaban como piedras. Matemáticas, historia de Seabrook, biología. Todo parecía igual en las páginas, como si el mundo insistiera en seguir girando mientras dentro de ella todo se sentía... desordenado.
Cuando llegó a su habitación en el Sendero, se obligó a sentarse. A leer. A fingir que podía concentrarse.
Una página. Dos. Los números comenzaron a danzar.
Las letras se enredaban entre sí. Cada línea parecía más distante. Más ajena.
Frustrada, cerró el libro de golpe el aire a su alrededor vibró.
No ahora.
Pero ya era tarde. El control se deslizaba entre sus dedos como arena.
Se puso de pie, respirando hondo, y salió de la habitación en silencio. Caminó hacia la parte trasera del Sendero, donde había una pequeña área de árboles y muros de piedra. Un lugar que nadie usaba. Un sitio donde podía ser ella misma. Donde podía liberar lo que llevaba dentro sin romper algo... o a alguien.
Extendió las manos. Cerró los ojos.
Sintió la energía recorrerla como una corriente helada y familiar. Cada emoción contenida se acumulaba en la yema de sus dedos. Respiró hondo.
Una chispa y luego otra.
Sus ojos se tornaron oscuros por un instante, y una esfera de energía flotó sobre su palma. Era pequeña, inestable... pero era suya.
La lanzó contra una roca, el impacto la hizo trizas. Y Briana respiró por fin.
Otra. Esta vez más fuerte.
La esfera se formó más rápido, más firme, más peligrosa. Y cuando la soltó, estalló en una ráfaga de luz violeta contra otro muro.
Pero entonces, sintió algo. Una presencia.
Giró rápido.
Alice: no deberías hacer eso tan cerca del bosque —dijo una voz suave pero firme.
Alice.
Estaba de pie entre dos árboles, su silueta recortada por la luz tenue del atardecer. Su cabello oscuro le caía sobre los hombros, y sus ojos —esos ojos que siempre parecían saber más de lo que decían— estaban fijos en los de Briana.
— ¿qué haces aquí? —preguntó Briana, rápidamente bajando las manos, como si pudiera esconder el poder que acababa de liberar.
Alice: estaba caminando pensando y te vi —Alice se acercó un poco, con calma—. Estás entrenando.
Briana desvió la mirada.
— no lo llames así, solo... necesitaba sacar algo.
Alice: es energía —respondió ella, como si no fuera nada extraño— Si la reprimes, duele. Lo sé.
Briana frunció el ceño, volviendo a mirarla.
— ¿tú también...?
Alice no respondió. Pero su silencio fue una confesión.
Alice: no tienes que tener miedo conmigo —añadió Alice, dando un paso más cerca— no me asustan los secretos.
Briana tragó saliva. Nadie le había dicho eso. Nunca.
— no lo entiendes —susurró— si me equivoco, si pierdo el control... puedo lastimar a alguien.
Alice: ¿y si no te equivocas? —preguntó Alice— ¿y si lo que más temes es lo que te puede salvar?
El viento sopló entre las ramas, arrastrando hojas secas a sus pies.
Briana no respondió. Solo bajó la cabeza, sintiendo que por primera vez... alguien la veía realmente.
Y ese alguien no la odiaba por ello.
Tal y como dijo Zed, haber salvado a una animadora —y no a cualquiera, sino a Addison—, había cambiado muchas cosas en Seabrook. El entrenador lo había llamado al instante. Y no solo eso: los zombies, por primera vez en la historia del instituto, fueron autorizados a entrar a la cafetería.
Briana estaba sentada en su mesa habitual, al fondo, justo debajo de una de las ventanas altas. Comía despacio, sola como siempre. Sus ojos estaban fijos en la bandeja, como si los granos de arroz pudieran contestar las preguntas que la atormentaban. Pero entonces las puertas de la cafetería se abrieron.
Y entraron ellos.
Zombies.
Al principio solo fueron un par. Luego varios más. Entre ellos, Zed.
Briana alzó la mirada por puro reflejo. Lo vio entrar con esa sonrisa confiada, los hombros rectos, como si no sintiera el peso de todas las miradas clavadas en su espalda. Pero ella sí las sintió. El asco apenas disimulado en los rostros de los estudiantes de Seabrook, los murmullos. Las bandejas que se corrían un poco más lejos en cuanto un zombie se sentaba cerca.
Briana apretó los labios. Pero antes de volver a bajar la mirada, notó algo.
Addison.
La rubia estaba sentada con sus amigas, pero no parecía compartir sus prejuicios. Ella miraba a los zombies de frente. Sonreía. Incluso hizo un gesto con la mano a Zed, que él respondió con una pequeña reverencia exagerada que sacó una risa de ella.
Eso bastó para que Briana se sintiera aún más fuera de lugar.
Ella no podía sonreírle a nadie.
No podía siquiera mirarlos a los ojos.
Rápidamente se puso la capucha, escondiendo su cabello oscuro, su rostro serio. Bajó la cabeza y siguió comiendo en silencio, con movimientos casi automáticos. Si se mantenía lo suficientemente quieta, lo suficientemente callada... tal vez lograría pasar inadvertida. Como siempre.
Invisible. Como una sombra más entre los muros fríos de Seabrook.
Pero en el fondo, algo en ella se removía.
Porque mientras todos veían a Zed como una amenaza... ella lo había visto como un chico. Uno que no había dudado en salvar a alguien. Uno que, por un segundo en el gimnasio, la había mirado a ella como si existiera de verdad.
Y ese pensamiento no la dejaba en paz.
Zed estaba en la fila de la cafetería, sujetando su bandeja con una sonrisa que no era tan despreocupada como parecía. Había aprendido a fingirla. Desde niño. Porque ser zombie en Seabrook significaba actuar como si todo estuviera bien, aunque todos quisieran que no estuvieras allí.
Le echó un vistazo a las mesas, buscando un lugar. Bonzo ya había conseguido una esquina con Eliza. Addison le había sonreído, claro, pero sentarse con ella era básicamente pedir una nota de expulsión firmada.
Y entonces la vio.
Sentada sola. Con la capucha puesta. Masticando sin ganas como si la comida fuera un castigo más.
Briana.
Zed ladeó la cabeza. Desde aquel accidente en el salón antibrotes, no había dejado de pensar en ella. No porque lo hubiera golpeado —aunque eso seguía siendo divertido de recordar—, sino por lo que vio en sus ojos. Miedo. Sí. Pero también... una especie de soledad que él conocía bien.
Tal vez por eso, antes de pensarlo mucho, caminó hacia ella.
La mesa estaba al fondo, casi pegada a la pared. Briana no levantó la mirada cuando sus pasos se acercaron. De hecho, fue evidente que los notó... porque encogió los hombros y agachó más la cabeza, como si pudiera esconderse entre la tela gris de su chaqueta.
Zed se detuvo junto a la mesa.
Zed: hey... ¿estás guardando este asiento? —preguntó, con su sonrisa ladeada.
Briana alzó la vista apenas. Sus ojos se encontraron por un instante. Y el mundo pareció detenerse.
— no... —murmuró, casi inaudible.
Zed lo tomó como un sí. Se sentó despacio, como si temiera que un movimiento brusco la hiciera desaparecer.
Zed: genial no hay muchos lugares donde quieran a uno de nosotros sentado cerca —bromeó, aunque su voz era suave, medida.
Briana no dijo nada. Solo empujó un poco su bandeja como si así marcara la frontera invisible entre ellos.
Zed: entonces lo estamos haciendo bien, primera semana de clases en Seabrook: cero amigos, diez miradas raras, y un brote de pánico zombie al mediodía. ¿Quién necesita más?
Briana bajó un poco la capucha. No mucho, solo lo suficiente para que él pudiera ver el inicio de una ceja arqueada.
— eso no es normal, ¿verdad?
Zed: para nosotros, sí —Zed se encogió de hombros— para el resto... ni idea.
Hubo una pausa. No incómoda. Solo... suspendida en algo que no sabían cómo nombrar.
Zed: gracias por no gritar cuando me viste —dijo él, de pronto.
Briana frunció el ceño.
— te golpeé.
Zed: Sí, pero después de eso.
Ella lo miró. Por primera vez. De verdad.
— no fue por ti —murmuró— fue porque pensé que había perdido el control otra vez.
Zed parpadeó.
Zed: ¿el control?
Briana se dio cuenta de lo que había dicho. Su cuerpo se tensó. Volvió a ponerse la capucha.
— olvídalo.
Zed no insistió. Solo asintió, como si entendiera más de lo que decía.
Zed: no te preocupes, yo también tengo cosas que no quiero que nadie sepa.
Volvió a su comida. Silencio otra vez. Pero esta vez, compartido y por primera vez en toda la semana, Briana no se sintió completamente sola en esa mesa.
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