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Caminando por la ciudadela, las bolsas a lados de sus costados rechinaban y sonaban entre ellas. Iban bastante pesadas, después de todo, estaba haciendo la habitual compra del mes, y miles de botellas chocaban unas con otras.
Acercándose a un pequeño local, sus ojos verdes brillaron con la tenue luz de la alambrada. A primera vista aquella pequeña tienda era apenas imperceptible, pero al cruzarla, el espacio se expandía. Uno de las mejores tiendas de hechicería y medicinas para todo el público. Especialmente estaba dedicada a la ayuda de seres sobrenaturales, que necesitasen atención especial para hacer uso de controles de sus poderes.
—¡Uraraka!— saludó y llamó con un timbre de voz suave.
Adentro, el aire estaba impregnado de un suave aroma a incienso, y quizá de algo más; no sabía identificarlo. Los estantes, curvados por el peso de los siglos, estaban abarrotados de objetos extraños: espejos empañados, libros que parecían latir como si tuvieran corazón propio y joyeros que tintineaban suavemente, sin que nadie les tocara.
Sobre una mesa de roble oscuro descansaba un orbe de cristal que irradiaba una luz rosácea, bañando la habitación de destellos sutiles. Cerca había un armario, detrás del mostrador, repleto de pociones, partes de animales, y polvos de a saber con exactitud su procedencia. Una caja de música melodiosa tocaba tonos menores, lenta y alegremente, aunque parecía no tener cuerda.
Detrás del mostrador, salió de una pequeña cortina una muchacha rubia, de coletas entrelazadas a los lados de su cabeza. Con sus ojos toscanos, lo miró con algo que parecía ver más allá de lo físico. Vestía un delgado y fino vestido de seda, color marino. Ya hacía tiempo que la conocía: Himiko Toga. Una muchacha de naturaleza demoníaca, de la familia atraída a la sangre.
Se habían conocido ellas dos, hacía unos años, y ahora llevaban una relación formal. Con una sonrisa afilada, en la que se deslumbraban sus colmillos, saludó al brujo novicio.
—¡Izuku! ¡Qué alegría verte hoy! —saludó ella con cariño, pero se mantuvo a su lado del mostrador.
Él, con sus cabellos verdes revoloteando bajo su sombrero, mostró una expresión amable, con la sombra de sus pecas, refilando en su blanca piel, algo tostada. Bronceada mayormente.
—Himiko, me alegra verte bien. Venía a por lo de todas las semanas —señaló él con sus esmeraldas brillosas.
Unos segundos más tarde, salió de la misma habitación su amiga Uraraka, otra hechicera, con algo más de experiencia. Pero estaba dedicada a la rama de la medicina, y control de dones, por lo que no podía enseñarle mucho al novicio de cabellos verdosos.
La muchacha de cabellos castaños, largos hasta su cintura, y con una túnica rosada, salió el mostrador para abrazar a su querido amigo. Estrechándose ambos, la bruja se dirigió a un compartimento del mostrador y, retiró lo que buscaba el brujito de su amigo.
Una serie de pociones para revertir a su estado original algo que hubiera sido transformado erróneamente (sabía que su amigo Izuku lo usaba para todos los errores que hacía en los hechizos), y otros para sanarse así mismo, a causa de sus equivocaciones.
Le pasó la bolsa, que añadía el joven muchacho a sus otras ya en manos. Ella denotó el cambio que estaba produciendo además los entrenamientos de resistencia para el cuerpo, aquellas hechos con la intención de soportar la magia en su cuerpo. Era algo que siempre debían entrenar todos los hechiceros, ya que especialmente este don de la magia, era un muy difícil de controlar.
Tenía algo más de músculo que la última vez, se veía más adusto, ejercitado.
—¿Los has gastado con más rapidez esta semana, no es así, Midoriya? —inquirió su amiga de cabello color castaño y ojos marrones.
El de ojos esmeraldas ni se molestó en echarle un vistazo al interior, sabía que todo lo que había comprado, estaba ahí. Entregó el dinero a su amiga, y con una sonrisa de vergüenza asintió.
—¡Estoy practicando un nuevo hechizo, el de reversión de heridas! ¡Pero no sabía todo lo que cuesta la formación!
Uraraka pegó una carcajada y renegando, le dijo que sabía que lograría hacerlo pronto.
—Todo esfuerzo, obtendrá recompensa —le dijo ella.
Con una sonrisa pecosa, Midoriya se despidió para continuar su camino. Las luces en los locales iluminaban con tenacidad el alrededor. Resultaba hermoso; el ruido, el clamor, la tranquilidad de la ciudadela.
Un niño correteó por su lado, y con un ligero hechizo, que maniobró para hacer y no soltar sus bolsas, le regaló un caramelo. Le encantaban los seres de aquel mundo, sus extrañezas y sus formas de vivir.
Había pasado prácticamente todo el día de compras. Y la noche alumbraba con su firmamento por los alrededores. Tenía que llegar a casa, dejar las bolsas y recoger sus setas para la sopa habitual que regalaba a su vecino, Aizawa, un antiguo brujo que se estaba retirado; pero no del todo. Aún seguía dando, de vez en cuando, clases y consejos al rey.
Le gustaba hacerle una sopa de setas para mejorar su engería y ánimo, cosa que siempre estaba decaído.
Saliendo de la ciudadela, con sus suelos de mármol y sonidos alegres de la zona, entró a la zona de brujos. Apostada entre grandes pinos y árboles. No era que, fuese únicamente para hechiceros, pero si que solían vivir muchos de ellos ahí.
Observando su pequeña y preciosa casita de seta con sombrero rojo, abrió la puerta como pudo. Limpiando sus zapatos en la entrada, dejó las bolsas en un armario de la cocina. Tomó un vaso de agua en la soledad de su casita, y con tranquilidad, se dispuso a ordenar todo lo traído.
Dándolo por hecho y terminado; limpió su frente. Algo realizado, tuvo un pensamiento que llevaba tiempo consigo. Estaba muy solo en aquella caseta, y aunque se distraía con los entrenamientos o hechizos, se sentía algo abandonado. Quizá debería volver a vivir con su madre.
Cuando se dispuso a sentarse en el sofá y distraerse con algo, escuchó la alarma de la ciudad. Un estridente sonido que rompió su paz. El retumbar de las campanas sacudió los cimientos del lugar, y Midoriya, inmediatamente se preocupó, alguien había entrado por la barrera y eso, casi nunca pasaba, a no ser que se debiese a la entrada de un soldado inepto que no usaba la puerta precisamente hecha para eso.
Apagó las luces, y con un movimiento ágil salió de su casa, la humedad del ambiente golpeando su rostro de pronto, mientras tomaba su escoba voladora. Parecía que se había levantado algo de niebla. No notando, como ser distraído que era, se dejaba la puerta abierta.
Iría a averiguar que había sucedido en el alrededor.
Acercándose por la barrera, ve como esta aún brilla con magia dorada. Está claro que ha entrado alguien. Mirando a través, observa como llueve a cantaros al otro lado, en el lado de los humanos. Siempre tuvo curiosidad de ellos, pero nunca pasó a más.
En la plaza una bruma ligera envolvía las casas. La ciudadela nunca había tenido alarmas a estas horas. Las voces de los soldados se hicieron más claras, a medida que se acercaba; mezcladas con el murmullo inquieto de los habitantes que comenzaba a congregarse.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el de esmeraldas, al bajar de la escoba. Se acercó a un soldado que estaba hablando en voz baja con otro compañero. Aunque era conocido, muchas veces su presencia pasaba desapercibida para la guardia.
El soldado apenas lo miró, con sus gafas cuadradas, y cabello de color azul. Sus orejas puntiagudas le declaraban que era un elfo, convertido a la protección de la ciudad.
Midoriya agudizó el oído, escuchando fragmentos de la conversación.
—...alguien atravesó la barrera —dijo uno de ellos—. Pero su rastro está lleno de barro, no podemos saber con exactitud la naturaleza de su ser.
El de cabellos verdes sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La barrera era impenetrable para los humanos. Ninguno había logrado cruzar en siglos.
El bullicio en la sala fue interrumpido por una presencia imponente. Todos hicieron silencio al ver llegar al rey: Yagi Toshinori.
Una figura gigantesca, envuelta en su característica capa blanca que ondeaba al viento, incluso bajo es bruma de niebla. Su porte era majestuoso, y sus pasos resonaban mientras avanzaba con calma hacia el centro de la plaza. Todos los soldados andaban en sus caballos, pero él, se dedicaba a correr y caminar para llegar a cualquier lugar en el que fuera necesitado. Tenía una velocidad humanamente y mística casi imposible de creer.
Su rostro sereno no dejaba entrever la ferocidad que podía desplegar al transformarse.
—Tranquilicen al pueblo —demandó Yagi, su voz baja pero firme, mientras dirigía su mirada a los soldados. Su cabello rubio se elevaba como un cresta en dos astas rectas—. Busquen al intruso, pero sin herirlo. Sea quien sea, necesitamos respuestas, pero sin violencia.
Los soldados se dispersaron, obedeciendo al líder de anchos músculos y sonrisa en los labios. Midoriya aunque algo ignorado, sintió que no había mucho más que poder hacer. Le ofreció una baja reverencia al rey, quién con su suave mueca, le revolvió el cabello y giró sobre sus talones para alejarse de la plaza.
Era tan increíble.
—Hora de irse —musitó el brujo, viendo los rastros de antenas en el hombre rubio.
Tomando su escoba, salió disparado de la plaza hacia su hogar. Sin embargo, tenía una extraña sensación recorriendo su cuerpo. Sentía que algo no iba bien. Pero no era causa de las masas revueltas por el suceso, tenía la sensación de que iban a cambiar mucho las cosas en Cressida.
Viendo la seta de su casita, con su sombrerito rojo, bajó de la escoba, esperando que con un chocolate caliente, y su aroma dulce, se fueran sus malestares y sus extrañas sensaciones. La impresión recorrió el raíl de su columna, y los nervios se abrieron como capullos en su cabeza. La puerta de su caseta estaba abierta, oscilando suavemente con la brisa. Tragó grueso.
No era que le preocupasen intrusos o atacantes en la parte de su ciudad, no obstante, tampoco debía confiarse. Nunca se sabía con qué extraño ser podría uno encontrarse. Mirando la noche a su espalda, pensó en acudir a Aizawa, su vecino; o llamar a alguno de los soldados que revisaban a lo lejos aún la zona.
Pero, era valiente, al menos trataría de fingirlo. Podía enfrentar a quién fuera que estuviera en su casa, haría uso de los hechizos de defensa aprendidos. Mirando el suelo, se dio cuenta de las manchas de barro oscuro que se extendían por el umbral, marcando un sendero sucio que se perdía en la penumbra de su hogar.
Apretó los puños, sujetando la escoba en sus delgados dedos. El corazón le comenzaba a latir mucho más rápido. Se aferró mucho más al objeto, como si en ese simple palo encontrara la seguridad que le faltaba. Si había barro, a sabiendas de que en su ciudad no había llovido en ningún momento del día y, teniendo en cuenta que tras la barrera estaba lloviendo a cantaros, Midoriya debía hacer la suposición de que, el ser intruso podía ser el mismo que había atravesado la barrera.
Dudaba levemente de pasar, pero consciente de la situación se armó de valor.
—¡¿Quién hay ahí? —gritó alerta, su voz temblando ligeramente, pero tratando de sonar firme.
El silencio fue la única respuesta al principio. Pero de repente, un movimiento rápido se escuchó en las sombras que atravesaban el pasillo; Izuku caminó por este, llegando al oscuro salón apenas iluminado por la luz de la luna. Estaban sus sofás, y alrededor de ellos, a la altura del suelo huellas de pisadas.
Todo pasó muy rápido.
Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuándo sonó un ruido a su lado izquierda, y girando hacia él, una figura oscura y embarrada saltó hacia él en su lado derecho. La escoba voladora fue arrancada de sus manos de un tirón, y asustado, se golpeó contra el suelo. Quejándose sintió un cuchillo, frío y afilado, en su cuello.
Midoriya contuvo el aliento, sus ojos fijos en el intruso tras recuperarse vagamente del golpe. Frente a él, encima de su regazo, sujetando con una pierna las suyas, y la otra su brazo izquierdo, dejándolo desarmado e inútil a moverse ante el cuchillo en su cuello.
Las gotas de agua resbalaron del joven empapado a sus mejillas pecosas.
Era un chico de cabellos rubios, piel blanca manchada de sangre saliendo de su boca; con unos ojos rojos como brasas que lo miraban con una mezcla de furia y desesperación. Su cuerpo estaba cubierto de barro, húmedo; sus ropas hechas jirones y su rostro contorsionado por el agotamiento y la rabia.
—¡¿Quién demonios eres?! —gruñó el intruso, con una voz ronca y grave; presionando el cuchillo, clavándole con sutileza la punta. Una gota de sangre comenzaba a pronunciarse entre su piel y el filo.
Midoriya tragó grueso, sintiendo incluso miedo de mover la nuez en su garganta.
Había que mantener la calma, estaba claro que tenía miedo; que necesitaba ayuda. Lo veía en sus ojos rubís. Pese a su aspecto amenazante, parecía más desesperado.
—Soy Izuku Midoriya —le dijo con voz baja, tratando de no azararlo, ni hacer movimientos bruscos—. No voy a hacerte daño, esta es mi casa... y puedo ayudarte.
El joven lo miró con una intensidad feroz, sentía su aliento caliente golpearle el rostro. Algo avergonzado, Midoriya trató de infundirle confianza con una suave sonrisa. Eso hizo que aflojara un poco la presión del cuchillo. Su respiración era agitada, su pecho subía y bajaba violentamente mientras trataba de procesar la situación.
Amabas respiraciones se unieron en algún punto, calmándose conjuntamente.
—Si me tocas o intentas algo, juro que te mataré... —le dijo apretando los dientes, pero antes de poder responder, ambos escucharon un retumbar de pasos a lo lejos, que hizo que giraran sus cabezas. Los soldados estaban cerca, buscándolo.
Las esmeraldas miraron con asertividad al muchacho desesperado, y viéndolo ceder, se levantó de encima suyo; a una corta distancia y manteniendo el cuchillo en alza, aún con desconfianza. Izuku recuperó el aire contenido, e irguiéndose añadió:
—Tranquilo... los alejaré de aquí —le dijo, con las manos en el aire. El rubio desconocido asintió, con sus ojos rojos analizando al joven más bajo frente a él. Su mano tembló ligeramente con el mango del arma en sus dedos, como si una parte de él ya no quisiera seguir luchando.
Regresando por sus pasos, Midoriya sabía que no era el momento de discutir, pelear, o demostrar su propia fortaleza; no sabía porqué razón, pero una incesante necesidad de protección nació en su corazón. Y tal vez entender a este joven, que aparentemente era quién había atravesado la barrera. Corrió hacia su puerta que había dejado abierta.
Saliendo, limpió rápidamente las manchas de barro con un banal hechizo y, justo, se encontró con los ojos del soldado de gafas. El que había visto en la plaza.
—¡Tú, brujo! —lo llamó el soldado, resonando con autoridad desde el otro lado. Acercándose un poco a través de la maleza, hasta su puerta.
Izuku se tensó, y se sujetó a la puerta.
—¿Si? —preguntó con la voz más tranquila que pudo reunir.
Su cabello azul se reflejó bajo la luna. Tenía una mirada gentil, aunque cargada de mucha responsabilidad.
—¿Has visto algo sospechoso? —le preguntó, no entrando en muchos detalles. Se notaba su cuidado.
Midoriya sintió la presión en su mirada; el recuerdo del intruso en su salón. Tragando grueso, mantuvo una expresión neutra y sacudió la cabeza.
—No he visto nada —mintió con su corazón acelerado—. Volví de la plaza a descansar un poco. Pero de camino a casa, o en esta misma, no he visto nada.
El soldado lo miró detenidamente, como si pudiera ver la mentira a través de sus perlados ojos. No obstante, después de unos segundos, asintió con calma.
—Mantente alerta. Si ves algo, avísanos de inmediato. Especialmente a mi, puedes llamarme Tenya.
Midoriya ya conocía su nombre. Era uno de los más respetuosos y legales trabajadores de la ciudadela; y su familia era una de las más ricas entre los elfos. Podía ver la naturaleza de sus orejas a través de la armadura, justo como en la plaza momentos antes.
Izuku asintió, cerrando la puerta suavemente y escuchando tras ella, como los pasos de los soldados se alejaban. Cuando volvió a girarse, aún no muy seguro de sus decisiones, se encaminó de nuevo al salón.
Ahí lo esperaba el rubio, observándolo en silencio con una expresión endurecida, pero con el cuchillo bajo. Había una mezcla de sorpresa y desconfianza en sus movimientos. Parecía no estar seguro del todo.
Entonces, pese al sudor, la sangre, el agua en su cuerpo, ropa y cabello; fue la primera vez que pensó.
«Qué hermosos ojos tiene».
Carraspeando, le dijo: —Ya estás a salvo... por ahora.
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nueva actualización, disfruuteeen. aunque no ha pasado mucho, podemos conocer la otra parte del involucrado en este incidente.
tan lindo mi zuzu... ah, lo amo.
¡Pronto el siguiente!
all the love, ella.
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