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Tropezones de tierra saltaban de sus talones. Uno, dos, tres, y miles de pequeños trocitos de arena; musgo; hierba, volaban. El sudor recorría su sien, sus manos, y se tenía que sostener, de vez en cuando, en el suelo, para evitar caerse cuando resbalaba.
Miraba atrás, asustado, con el susto incrementándose en su estómago. Como una punzada terriblemente ensordecedora.
«Tengo que escapar. Tengo que escapar». Exclamaba casi en gritos su mente. Azorado, con su cuerpo acalorado de tanto correr, echó la mirada hacia atrás. Había un grupo de soldados, con sus trajes algo desteñidos y rasgados, persiguiéndolo por el mismo camino.
La lluvia que golpeaba y entorpecía su visión, tampoco ayudaba a escapar mejor. Estaba exhausto, y aún así, continuaba corriendo. Ya había salido de la ciudadela, aún cargando lo que se había robado de una tienda, que poco tenía a decir verdad. No eran más que unas latas de albóndigas ya precocinadas, pero ahí estaban: los soldados de seguridad buscando apresarlo por aquellas nimiedades.
Así era el mundo en el que vivía. Cressida, era el nombre de su nuevo mundo. Todas las ciudades en todos los países, se dividían en dos partes. Humanos y seres místicos. Una gran barrera separaba ambas zonas.
Según había escuchado por bocas en la ciudad, los humanos habían decidido dividir las zonas. Dejando las tierras más prósperas para ellos, y para los místicos zonas áridas y sin vida. Estos habían accedido, pese a las condiciones, para acabar con la guerra que llevaba siglos extendiéndose entre ambas razas.
Sin embargo, las cosas no fueron tan bien para los humanos. De eso se reía, pues, lo habían hecho con la intención de matar de hambre a los místicos, y al final, los que se habían ido al carajo, eran ellos.
La cosecha cada vez era menor. Los suburbios se habían levantado contra los humanos que aún tenían poder y dinero; y habían entrado en una guerra civil con ellos mismos. Eso ocasionó la pérdida de alimentos; por otro lado, la exportación de bienes y trabajo de otras zonas, disminuyó, y al final, era un día a día dónde todos luchaban contra todos.
Por supuesto, aún existían leyes y personas que trabajaban para el corrupto gobierno, sin embargo, a él poco le importaba eso. Desconocía ciertamente cómo funcionaba el mundo místico, pues tras la barrera, los humanos no podían ver absolutamente nada de lo que ocurriese en sus hogares.
Observando la luna que se alzaba con la lluvia, iluminando tenuemente el bosque sombrío que se extendía más allá de la ciudadela humana, corría a toda velocidad. Esquivaba las ramas y las raíces que parecían surgir de la tierra sólo para detener su huida. El sudor le perlaba la frente, pero no se permitía ni un instante de descanso. Los gritos de los soldados resonaban a los lejos, pero cada vez más cerca, sus pasos retumbaban como un eco a su espalda.
—¡Ahí va! —escuchó a uno de ellos gritar con furia.
Su corazón latía con fuerza en su pecho, una mezcla de adrenalina y pura determinación lo mantenía en pie. Sus pulmones ardían por la falta de aire, pero su instinto de supervivencia era más fuerte que cualquier dolor. Sabía que los soldados no se detendrían hasta capturarlo, cosa que nunca le había pillado hacer; todo porque le dio a un pobre niño de cuatro años, que sólo quería algo de comer.
Por ende, lo habían visto con la misma ropa del ladrón, al detenerse por ello. Su delito, robar una simples latas, era algo que Cressida, la tierra en la que vivían los hombres, no se perdonaba. Era un bien del que apenas habían existencias, pero había que hacer lo que se pudiera por sobrevivir.
Por suerte, el niño logró escapar con su propia lata.
Y la gracia de todo, es que los soldados también estaban en los huesos. Sin embargo, un huérfano como él, no era más que un problema, un estorbo que debía ser eliminado. Porque sí, ya no habían cárceles. Crimen que cometías, crimen que te regalaba un tiro en la cabeza. No importaba su magnitud.
El hambre, la miseria y la opresión, eran las únicas constantes en su vida. Pero no se rendiría, no hoy.
El bosque se volvía más denso con cada paso, los troncos se alzaban como gigantes oscuros que parecían observarlo. A los lejos, el ulular de un búho que rompía el silencio de la noche, como un aviso de lo que estaba por venir. Tanto él, como los soldados sabían que estaban cerca de la frontera que separaba la tierra de los humanos, del dominio místico.
Nadie cruzaba esa frontera, estaba prohibido. Era un camino a la propia muerte. Así había sido establecido en el tratado de paz; ninguna de las ambas partes, podía pisar la tierra contraria.
Girando vagamente observó que estaban más lejos, y que se habían detenido a causa del barro y de la lluvia. Tenía que desviarlos, por los que rompió algunas ramas en dirección contraria, como si hubiera regresado a la ciudadela. Conocía un gran roble, que tenía un agujero más adelante, pues había sido su escondrijo durante mucho tiempo, se metería ahí hasta que los hombres se cansasen de buscar, en aquella lluvia torrencial, y fría noche.
Los conocía, no eran tan insistentes.
El suelo comenzaba bajo sus pies, comenzó a cambiar, se volvía más resbaladizo y el aire era más pesado. Vio el árbol a los lejos, y con la victoria al alcance de sus dedos, se repente, sus pies se encontraron con el vacío. No tuvo tiempo de reaccionar. El suelo cedió por completo, y perdiendo de vista el árbol, y cayó por una pendiente que no había visto nunca.
Completamente empinada, descendió rodando entre hojas secas y ramas, con aún las latas en sus bolsillos. Golpes sordos le sacudieron el cuerpo, pero pronto la pendiente terminó y su caída se detuvo abruptamente cuando chocó con algo frío y suave.
Gimiendo de dolor, se levantó con la cabeza doliendo, aturdido. Sintió como algo tembló a su alrededor, y al mirar a su espalda, la barrera mística estaba tras él. Un color dorado y refulgente brilló y ahondó por dicha, casi haciendo temblar toda la tierra a sus pies. Con un miedo instalado en su corazón, observó el bosque. Ya no parecía el mismo.
Los árboles, antes oscuros y retorcidos, bajo un cielo negro y lluvioso, ahora brillaban con una luz tenue, como si la misma naturaleza estuviera imbuida de magia propia. Nunca la había visto, pero sabía que se veía así, por los libros que había encontrado en la basura de casas adineradas.
Aprendió a leer gracias a una señora que, al principio de su edad, le daba pan calentito. Cuándo un asqueroso infarto la atacó, sus días de gloria se acabaron.
Lo sabía, la barrera invisible, ondulante como el agua, dividía el bosque en dos, estaba a su espalda. Había cruzado. Estaba en tierra de los místicos. Los gritos de los soldados se apagaron, como si fueran absorbidos por el silencio del lugar. Desde dónde estaba, los podía ver por encima de la saliente, detenidos abruptamente al otro lado de la barrera.
Habían logrado ver que cayó por aquel lugar.
Sus rostros estaban pálidos, y una mezcla de miedo y odio formaba sus expresiones. Al otro lado no se podía ver nada, pero sabían que había acabado allí.
Uno de ellos levantó la mano, señalando hacia algún punto de la barrera; pero ninguno se atrevió a cruzar.
—¡Maldito mocoso! —escupió uno de los soldados, frustrado—. ¡No durarás ni un día ahí dentro!
Pero él los dejó de escuchar. Después de un rato, los escuchó desaparecer de aquella colina. Su atención se centró en lo que lo rodeaba, su mente aún procesando el cambio abrupto de su entorno. El dolor de su cuerpo comenzaba a desvanecerse, dándose cuenta de que, en aquella parte del mundo no había lluvia, sino una preciosa noche, que iluminaba la tierra con cariño.
Una luna carmín, de un tenue toscano refulgente.
Asustado, vio como unos seres alados, minúsculos volaban de un lado para otro. Asustado, y sin saber qué demonios eran aquellas cosas, salió corriendo. No sabía por dónde, pues en este lugar, si que era todo desconocido para su cuerpo y mente.
Escuchó como una alarma estridente se activó, y saliendo hacia una extraña ciudadela, se adentró sin detener su paso.
Había multitud de seres, desde los más grandes hasta los más pequeños; con cuernos y sin ellos, garras, colmillos, alas, pieles de extraños colores. Su corazón latía agitado, y ocultando su rostro con la ropa, aún empapada, logró tapar sus cabellos rubios.
Chocó con algunos, y escuchó sus extraños alaridos por buscar pelea, pero no se detuvo, ni por él, ni por nadie. Incluso los suelos, ahora que los detallaba era preciosos, todos completamente de mármol, con multitud de locales, y por lo que veía, comida, mucha comida.
La alarma regresó a sonar, y ahí se dio cuenta de cómo los seres se alteraban. Un demonio, porque era lo que parecía, vestido de uniforme, gritó:
—¡Alguien ha entrado por la barrera! —gritó—. ¡Búsquenlo, tiene que declararse ante el rey!
El rubio salió pitando al notar que estaban a unos pasos detrás de él, por suerte, todos aquellos monstruos comenzaron a alterarse, y a crear un tumulto de bestias llenas de miedo.
«¡Ningún humano puede entrar! ¡Debe ser otro de los soldados, que ha decidido visitar otra ciudadela!», gritaban algunas voces, para calmar a los seres.
Sintiéndose algo débil, salió huyendo hacia otro bosque, de maravillosa amplitud, al pasar a aquella zona, dejando el suelo de mármol, pareció adentrarse en un terreno de otros seres. Escondida entre los matorrales y gigantes troncos de abetos, había una preciosa caseta con forma de hongo; tenía el sombrero de color rojo, y había una puerta de madera, que por suerte, estaba abierta.
Rezando a un dios, que mucho tiempo atrás lo había abandonado, pidió que se le concediese otra oportunidad de vida. Se metió corriendo, y cerró la puerta de sopetón. Sus irises rubís observaron el pequeño pasillo interior, y corriendo con sus zapatos manchados de barro, se adentró a una habitación. Era la cocina por suerte. Buscó en unos cajones muy extraños, cualquier utensilio que pudiera servirle, y un precioso cuchillo, alargado y fino apareció. Lo tomó entre sus manos, y salió corriendo hacia lo que parecía el salón.
Miró de forma superficial un pequeño espacio, con sofás de terciopelo; un extraño aparato colgado de la pared, y muchos libros en estanterías colgadas de ramas con flores. Se escondió detrás de uno de esos sofás; temblando, y sinceramente muy cansado ya.
Trató de calmar su corazón agitado, y el miedo en su interior. Estaba harto de seguir escondiéndose fuera dónde fuera. Estaba muy cansado de la vida que le había tocado vivir, y de lo lejano que parecía siquiera, tener un lugar al que pertenecer.
Las lágrimas ahondaron sus ojos.
Su pecho temblaba, incluso respirar por su pulmones ardía por dentro. Le dolía; estaba claro que con la carrera y caída de antes, se había roto algunas costillas. Limpiando el frenillo de su boca, descubrió que estaba sangrando. Estaba vivo, eso era lo que importaba.
Seguidamente, sin la vida querer darle un respiro, escuchó cómo la puerta se abrió, con un chirrido delgado, y unos pasos se detuvieron en la entrada, tras cerrar dicha. Su corazón se congeló.
¿Y si la casa era de uno de esos demonios? ¿O de otra bestia que ni siquiera conocía?
Apretó los puños. Fuera quien fuera, no se rendiría. No pararía de luchar hasta dar su último hálito de vida.
Los pasos en la entrada eran dubitativos, seguro que habían visto las huellas en la entrada. Sabía que ese otro ser, era consciente de su presencia.
Las lágrimas continuaron descendiendo por sus mejillas, y con la resignación de la vida que le había tocado vivir, escuchó una suave voz, que estaba alerta e insinuaba amenaza:
—¡¿Quién hay ahí?! —gritó.
«Es sólo una piedra en mi camino. Otra piedra que debo superar. Enfrenta la lucha, ahora». Soltó determinado, viendo con la rabia de sus ojos rojos, el cuchillo de metal en su mano.
Si este era su destino, que así fuera.
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¡primer capítulo de esta nueva novelita que les traigo, aaaa, que emoción!
esperen por las siguientes actualizaciones, mis pequeños héroes.
¡all the love, ella!
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