Capítulo 8.
A, un ángel negro de alas oscuras y ojos como brasas ardientes, había conocido el fervor celestial y el tormento infernal, pero en su condena eterna, el purgatorio le había resultado una prisión aún más cruel. Su existencia se había reducido a vigilar un bosque, un encierro perpetuo con la única compañía de la oscuridad y sus criaturas míticas. El bosque, denso y enigmático, se extendía hasta donde alcanzaba la vista, con árboles antiguos cuyas ramas enredadas formaban un intrincado laberinto que parecía susurrar secretos olvidados.
Cada día, A se mantenía en el borde de la desesperación, atado a las reglas de una misión que no deseaba pero que no podía abandonar. Durante siglos había buscado una forma de redimir su alma, pero las once reglas del satanismo que debía seguir le recordaban constantemente que su camino estaba sellado en la oscuridad. Su castigo, lejos de ser una simple sentencia, era una perpetua vigilancia sobre el bosque, y su oportunidad de redención pasaba por la posibilidad de encontrar un ahijado, una alma pura de la que pudiera obtener energía para finalmente cambiar su destino.
Las once reglas del satanismo, escritas con una caligrafía grotesca en los antiguos pergaminos que A había memorizado con el tiempo, dictaban el comportamiento de quien debía mantener el equilibrio entre la maldad y la disciplina. A las conocía al dedillo, y cada una de ellas marcaba su existencia. En su mente resonaban con una claridad perturbadora:
1:No des tu opinión o consejo a menos que te sea pedido.
2:No cuentes tus problemas a otros a menos que estés seguro que quieran escucharlos.
3:Cuando estés en el habitad de otra persona muestra respeto, o mejor no vayas.
4:Si un invitado en tu hogar te enfada, trátalo cruelmente y sin piedad.
5:No hagas avances sexuales a menos que te sea dada una señal de apareamiento.
6:No tomes lo que no te pertenece a menos que sea una carga para otra persona y esté clamando por ser liberada.
7:Reconoce el poder de la magia si la has empleado exitosamente para obtener algo deseado. Si niegas el poder de la magia después de haber acudido a ella con éxito, perderás todo lo obtenido.
8:No te preocupes por algo que no tiene que ver contigo.
9:No hieras niños pequeños.
10:No mates animales ni humanos a menos que seas atacado o para alimento.
11:Cuando estés en territorio abierto no molestes a nadie. Si alguien te molesta, pídele que pare. Si no lo hace, destrúyelo.
Cada una de estas reglas era una cadena en su alma, pero la cuarta regla era la que más disfrutaba cumplir. La idea de castigar a los intrusos que se atrevieran a desafiar su dominio le ofrecía una satisfacción macabra. El bosque se convertía en un escenario donde sus víctimas, al transgredir una regla, se enfrentaban a las más temibles criaturas, un ejército de seres oscuros que respondían a su llamada y a las trampas que él mismo había dispuesto con esmero.
La cueva en la que A residía, oculta entre las raíces de un enorme roble, se mantenía oscura y húmeda, iluminada solo por las llamas de las antorchas que parpadeaban con un resplandor ominoso. Desde allí, A observaba con un ojo vigilante el bosque, esperando el momento en que alguien rompiera una de las reglas. Su mirada se desplazaba a través de la maraña de ramas y sombras, cada crujido en el suelo le ponía alerta, cada susurro del viento le recordaba la amenaza latente.
Las noches en el bosque eran interminables. Los ecos de los aullidos de las criaturas y el susurro constante de las hojas en el viento creaban una atmósfera inquietante. A se sentaba en su trono hecho de huesos y ramas, una estructura que había construido con la intención de asustar a cualquier intruso que se adentrara en su dominio. Los años habían convertido sus emociones en una mezcla de resignación y desdén. La monotonía de su existencia le había hecho desarrollar un odio hacia su propio destino, deseando la llegada de alguien que desafiara las reglas, solo para experimentar un momento de acción en su estancada inmortalidad.
Sin embargo, a pesar de su deseo de encontrar un ahijado, cosa que sería lo único capaz de liberarlo, la búsqueda se había convertido en una rutina abrumadora. A menudo se encontraba recordando el tiempo en que había sido un ángel celestial, volando entre las nubes y tocando las puertas del cielo. Ahora, su vida se reducía a una celda de sombras y árboles, con sus mejores aliados, los vampiros V y J, siendo las únicas entidades con las que tenía contacto. Aunque nunca había hablado directamente con ellas, las observaba y entendía su papel en el bosque. Eran fieras, guardianes en su propio derecho, y su presencia añadía una capa adicional de amenaza al entorno.
V y J, con su piel pálida y ojos intensos, se movían entre las sombras con una elegancia casi sobrenatural. Los rumores que A había oído sobre ellas las describían como implacables, y esa fama estaba bien ganada. Aunque no compartían una relación cercana, A sabía que su alianza era útil para mantener a los humanos bajo control. Los vampiros, al igual que él, tenían sus propias motivaciones y deseos, y se beneficiaban de la captura de los intrusos que A encontraba en el bosque.
No obstante, incluso en sus momentos de tranquilidad, cuando no había intrusos que desafiaran las reglas, la inmortalidad de A se convertía en una carga pesada. Los días se deslizaban lentamente, uno tras otro, sin cambios significativos en su rutina. La frustración se acumulaba en su interior, y la desesperación se apoderaba de él cuando la soledad se hacía más evidente. En esos momentos, A se sumergía en la reflexión, repasando sus acciones y deseando haber tomado decisiones diferentes en su vida pasada.
El eco de sus propios pensamientos lo atormentaba, y la expectativa de cumplir la undécima regla se convertía en su único consuelo. Cada vez que alguien cruzaba la frontera del bosque sin respetar las normas, A sentía una mezcla de alegría y ansias de venganza. La oportunidad de tratar cruelmente a esos intrusos era un breve respiro de su tediosa existencia. Las trampas, las criaturas y el caos que desataba le ofrecían una forma de escapar de la monotonía, aunque fuera por un corto tiempo.
Mientras el bosque continuaba siendo un campo de pruebas para aquellos que se atrevían a desafiarlo, A permanecía en su cueva, aguardando el momento en que el destino le ofreciera una oportunidad de redención. La búsqueda de un ahijado se mantenía como una luz tenue en el horizonte, una esperanza que lo mantenía en movimiento, a pesar de la desolación de su vida eterna.
La interacción con las criaturas del bosque, los enfrentamientos con los intrusos y la constante vigilancia eran sus únicas distracciones. Aunque la búsqueda de un ahijado parecía una tarea interminable, A no podía evitar aferrarse a la posibilidad de cambiar su destino. La eternidad le había enseñado que, incluso en la oscuridad más profunda, había un resquicio de luz, una posibilidad de redención que aún no se había extinguido por completo.
Así, el bosque seguía siendo un lugar de castigo y esperanza, y A continuaba su vigilancia, esperando el día en que su destino cambiara y su existencia encontrara un propósito más allá de la crueldad y la vigilancia perpetua. Mientras tanto, su vida seguía siendo una eterna batalla contra la monotonía, un ciclo interminable de espera y castigo que solo el tiempo podría cambiar.
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Doll se encontraba sentada en el suelo de su habitación, el ambiente cargado de un silencio reverencial interrumpido solo por el suave crepitar de las velas. La habitación, aunque modesta en tamaño, estaba meticulosamente organizada para el ritual que estaba a punto de llevar a cabo. Cada rincón parecía estar impregnado de una energía sutil y vibrante, como si el espacio mismo estuviera esperando el comienzo de lo que iba a suceder.
En el centro de la habitación, Doll había dispuesto un círculo de sal. La sal, blanca y pura, formaba un contorno perfecto, sin interrupciones, como una barrera que la protegía de cualquier influencia externa. Dentro de este círculo, se hallaba Doll, con las piernas cruzadas en una posición de meditación. Su postura era erguida pero relajada, y su cabello azul oscuro caía en cascada sobre sus hombros y espalda, formando un contraste llamativo con el suelo de madera oscura.
Las velas, dispuestas en puntos estratégicos alrededor del círculo, proyectaban una luz cálida y temblorosa que danzaba sobre las paredes. La cera de las velas, en varios tonos de rojo y dorado, se derramaba lentamente en pequeños charcos alrededor de las bases. El aroma a cera derretida y a un incienso delicado impregnaba el aire, creando una atmósfera mística y un tanto embriagadora. El ritmo de su crepitar era como una melodía suave que parecía acompasada con el pulso de Doll.
En sus manos, Doll sostenía dos monedas de bronce. Cada moneda era pequeña pero robusta, con un diseño que destacaba con claridad. En un lado, un sol radiante estaba grabado con detalle, sus rayos extendiéndose en un patrón geométrico. En el reverso, un águila extendía sus alas con una majestuosidad feroz, como si estuviera en medio de un vuelo en busca de su presa. Doll giraba las monedas entre sus dedos con una gracia casi ritualística, su concentración en el acto era palpable.
Sus ojos, cerrados con determinación, reflejaban una mezcla de serenidad y anticipación. Murmuraba palabras suaves y casi inaudibles, un hechizo en un lenguaje antiguo que parecía ser un hilo de conexión con fuerzas más allá de su comprensión. Su voz, aunque baja, tenía una calidad hipnótica, como si estuviera invocando algo profundo y esencial.
La magia que Doll estaba manifestando era evidente en la forma en que su cabello parecía moverse por sí solo. Largas hebras de su cabello azul oscuro se ondulaban y se estiraban, casi como si estuvieran vivas, respondiendo a las corrientes mágicas que llenaban el espacio. La energía mágica en la habitación parecía vibrar, creando una sensación de electricidad en el aire que hacía que los pelos de la piel se erizaran ligeramente.
Finalmente, Doll lanzó las monedas al aire con un gesto fluido, y estas giraron en una danza etérea, suspendiéndose en el aire por un tiempo que pareció estirarse infinitamente. La luz de las velas reflejaba en las superficies metálicas de las monedas, creando destellos que parecían convertirse en pequeñas estrellas fugaces en el aire.
- ¿Hay alguien aquí que quiera jugar conmigo? - murmuró Doll, su voz clara y resonante en el silencio de la habitación.
Las palabras salieron de sus labios como un susurro al viento, pero en la quietud del momento, resonaron con una claridad inusual. A medida que las monedas continuaban su danza en el aire, un cambio sutil pero palpable ocurrió en el ambiente. La sensación de magia se intensificó, y las sombras en la habitación parecían moverse con una vida propia, como si la habitación misma estuviera respondiendo a la invocación.
Finalmente, las monedas cayeron al suelo, y el resultado fue inconfundible: ambas monedas mostraban el símbolo del águila. Doll observó el resultado con una mezcla de satisfacción y expectación. Sabía que esto indicaba una respuesta afirmativa, un claro "sí" a su invocación.
En ese instante, la atmósfera en la habitación cambió dramáticamente. Un denso humo negro comenzó a brotar de la nada, envolviendo el círculo en una neblina sobrenatural. El humo, denso y oscuro, parecía estar cargado de una energía que pulsaba con una intensidad casi tangible. A medida que el humo se espesaba, pequeñas plumas negras comenzaron a caer suavemente del aire, como si fueran fragmentos de una sombra que se desintegraba.
De entre el humo y las plumas, una figura comenzó a materializarse. A apareció en la habitación, su presencia imponente y su forma envuelta en un aura de misterio. El ángel negro se alzaba en medio del humo con una gracia casi sobrenatural. Sus alas, grandes y oscuras, se desplegaban majestuosamente, y su figura era un contraste impactante con la suave luz de las velas.
-A sus ordenes...
A se inclinó con una reverencia profunda, una inclinación que denotaba respeto, servicio y un toque de agradecimiento. La reverencia era elegante y medida, sus movimientos eran fluidos y precisos, como si cada gesto estuviera calculado para expresar su intención sin palabras. La postura de A, aunque respetuosa, también portaba una nota de solemnidad, reflejando la importancia del encuentro.
Doll observaba con una mezcla de fascinación y tranquilidad mientras A se materializaba frente a ella. La presencia de A llenaba la habitación con una energía palpable, una combinación de poder y misterio que hacía que el aire pareciera vibrar. El humo que lo rodeaba se disipaba lentamente, revelando completamente su figura en la luz tenue de las velas.
La habitación, aunque aún iluminada por las velas, parecía estar más iluminada por la presencia de A, como si su llegada hubiera transformado el espacio en algo aún más mágico y significativo. Los detalles del ritual, la disposición de las velas, y el círculo de sal ahora parecían ser parte de un escenario más grande y profundo, donde la realidad y lo sobrenatural se entrelazaban de manera inextricable.
Doll, aún sentada en el suelo, permitió que una sonrisa sutil se dibujara en sus labios mientras observaba a A. Sabía que la invocación había tenido éxito y que la presencia de A significaba que la magia estaba funcionando como se esperaba. Su ritual, que había comenzado como una simple invocación, ahora se había convertido en un encuentro lleno de significado y promesa.
La magia que había convocado estaba ahora en su presencia, y con ella, la posibilidad de explorar nuevas dimensiones de poder y conocimiento. La habitación, con sus velas parpadeantes y el círculo de sal, se había convertido en el escenario de un momento único, una convergencia de fuerzas que prometía llevar el ritual a un nuevo nivel de profundidad y revelación.
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