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Capítulo 65

El pasado de Alvirian era un pozo de sombras, un entramado de dolor y pérdidas que definieron al joven mucho antes de que encontrara un lugar en el mundo de la magia. Creció sin saber qué significaba el calor de un hogar, rodeado de las paredes frías y monótonas del orfanato de Saint Mariel, un lugar que se presentaba como refugio pero que, para él, nunca fue más que una jaula disfrazada. Las paredes altas y grises encerraban a los niños como si fueran poco más que sombras, piezas de un sistema que funcionaba sin alma.

Alvirian no recordaba a sus padres. Según los registros del orfanato, lo habían abandonado frente a la entrada una noche fría cuando tenía apenas un año. Lo dejaron envuelto en una manta gastada, cuyo tejido áspero no ofrecía mucho abrigo, y con un silencio que hablaba más que cualquier carta que pudiera haber acompañado al bebé. Las cuidadoras lo llamaron Alvirian, un nombre extraño que encontraron en un viejo libro olvidado en una de las estanterías polvorientas del orfanato. Ese nombre fue lo único que le ofrecieron como identidad, y desde entonces, Saint Mariel se convirtió en su hogar.

Sin embargo, para Alvirian, ese hogar nunca fue un refugio. No había notas, ni nombres, ni explicaciones sobre quién era o de dónde venía, solo el abandono. Creció con una pregunta constante que lo atormentaba: ¿por qué no lo habían querido? Esa duda, como un veneno que lentamente se filtraba en cada rincón de su mente, moldeó su percepción del mundo. Si ni siquiera quienes lo trajeron al mundo querían quedarse a su lado, ¿qué podía esperar de los demás?

En Saint Mariel, la vida era monótona, casi mecánica, como si cada día estuviera tallado en piedra, condenado a repetirse eternamente sin ninguna variación. Cada jornada comenzaba igual, con el eco metálico de una campana que resonaba por los pasillos lúgubres y mal iluminados. Su sonido no despertaba esperanza ni energía, sino una resignación que se arrastraba en los cuerpos pequeños y cansados de los niños que ocupaban las camas alineadas en las habitaciones frías.

Al abrir los ojos, Alvirian no veía más que sombras y contornos grises. Los cristales empañados de las ventanas apenas dejaban entrar la luz del amanecer, y lo poco que lograba filtrarse iluminaba de forma tenue las paredes descascaradas y las camas metálicas que rechinaban con cada movimiento. Levantarse era automático, como si sus músculos estuvieran programados para seguir órdenes invisibles.

Las tareas asignadas eran siempre las mismas. Limpiar los suelos, lavar los platos, recoger hojas en el patio trasero; nada que un adulto pudiera considerar pesado, pero para Alvirian, cada tarea era una cadena más que lo ataba a la monotonía de Saint Mariel. Las cuidadoras rara vez supervisaban, confiando en que el miedo a un castigo silencioso mantendría a los niños en línea. No eran crueles, pero tampoco eran humanas en el sentido cálido de la palabra. Veían a los niños como cifras que debían contabilizar al final del día, no como almas en desarrollo.

Las clases eran una extensión de esa rutina vacía. El aula, una habitación improvisada con sillas desiguales y un pizarrón desgastado, era un lugar donde el tiempo parecía detenerse. Las lecciones eran básicas, más una formalidad que una verdadera educación. Los niños apenas podían concentrarse, algunos demasiado hambrientos, otros demasiado cansados de luchar contra su propio abatimiento. La voz monótona del profesor, un hombre mayor que parecía tan atrapado como ellos, era poco más que un murmullo de fondo para Alvirian.

El silencio en el comedor era el momento más inquietante del día. Las bandejas metálicas hacían eco cuando los niños las colocaban sobre las mesas largas y desnudas. Las comidas, siempre insípidas y apenas suficientes, no invitaban a la conversación. Las cuidadoras observaban desde una esquina, asegurándose de que nadie rompiera las reglas, aunque pocas veces era necesario. La disciplina del hambre y la resignación era más efectiva que cualquier reprimenda.

Alvirian entendió pronto que esperar un gesto de cariño era un ejercicio inútil. Si alguna cuidadora ofrecía una sonrisa, era tan poco frecuente y tan vacía que casi dolía más que la indiferencia. Cada gesto amable que recibía parecía llevar consigo un recordatorio implícito de que era temporal, un destello fugaz en la monotonía que inevitablemente desaparecería. Una palabra amable, un roce en el hombro, eran anomalías tan raras que parecían errores en el sistema rígido de Saint Mariel, y aunque por un instante lograban calentar un poco el frío de su corazón, al final solo dejaban un vacío aún mayor. Después de cada uno de estos raros momentos, la realidad volvía a caer sobre él con más peso, recordándole que no debía anhelar lo que no podía tener.

Aprendió que el mundo no ofrecía más que lo estrictamente necesario para sobrevivir, y Saint Mariel era un reflejo cruel de esa verdad. Allí no había lugar para los sueños ni para las esperanzas. Todo estaba diseñado para funcionar de manera eficiente, pero sin alma. Las cuidadoras estaban demasiado ocupadas o demasiado cansadas para preocuparse realmente por los niños. Si alguna vez les dirigían una mirada, era solo para asegurarse de que estaban haciendo lo que se esperaba de ellos. Alvirian comprendió que no importaba cuánto tratara de destacar o de ser invisible, el resultado siempre sería el mismo: indiferencia.

En lugar de buscar consuelo en los demás, Alvirian aprendió a refugiarse en sí mismo. Era un refugio frío, casi inhóspito, pero era lo único que tenía. Al principio, la soledad era un castigo, una consecuencia del rechazo constante que sentía de los otros niños. Pero con el tiempo, empezó a verla como una aliada, una especie de armadura que lo protegía de las expectativas no cumplidas. Levantó muros altos y resistentes a su alrededor, un escudo invisible que lo aislaba del mundo.

A fuerza de practicar el aislamiento, se convirtió en un experto en evitar la mirada de los demás, en moverse como una sombra que no invitaba a la interacción. Podía caminar por los pasillos de Saint Mariel sin que nadie notara su presencia, como si fuera un fantasma más entre los muros grises del orfanato. Aprendió a medir sus palabras, a hablar solo cuando era absolutamente necesario, y a mantener su rostro tan inexpresivo que nadie podía adivinar lo que estaba pensando o sintiendo.

Los otros niños, aunque compartían su destino, parecían encontrar maneras de hacer la vida más soportable. Creaban pequeñas camarillas, improvisaban juegos y tejían amistades frágiles pero reales. Sus risas, aunque raras y apagadas, rompían ocasionalmente el silencio opresivo del orfanato. Eran intentos desesperados de construir algo parecido a una familia, una ilusión que pudiera aliviar la frialdad de su entorno.

Sin embargo, Alvirian nunca formaba parte de esas conexiones. Siempre quedaba al margen, observando desde lejos como si no fuera bienvenido en esas pequeñas islas de consuelo. Había intentado unirse en sus primeros años, buscando algo parecido a un lugar al que pertenecer. Pero su seriedad y su actitud reservada lo hacían parecer extraño, casi ajeno. Algunos niños lo miraban con desconfianza, otros lo ignoraban por completo. Ese rechazo, aunque no siempre explícito, fue suficiente para convencerlo de que no había lugar para él en esos grupos.

A veces, Alvirian se preguntaba qué había en él que parecía repeler a los demás. Tal vez era su mirada, siempre fija pero vacía, o tal vez el aura de melancolía que parecía envolverlo como una segunda piel. Incluso cuando trataba de ser amable, sentía que sus esfuerzos eran torpes, malinterpretados o simplemente ignorados. La sensación de no pertenecer a nada ni a nadie lo acompañaba como una sombra constante, alimentando aún más su aislamiento.

Los juegos de los otros niños se convertían en un espectáculo distante para él, algo que podía observar pero en lo que no podía participar. Desde un rincón del patio o desde los bordes del comedor, miraba cómo los demás se reían, discutían o compartían secretos, preguntándose cómo sería formar parte de algo así. Pero cada vez que intentaba imaginarlo, el vacío en su pecho lo hacía desistir. No era solo que no supiera cómo encajar, sino que ya no estaba seguro de querer intentarlo.

Las noches eran especialmente difíciles. Mientras los demás niños dormían, Alvirian permanecía despierto en la oscuridad, rodeado por el sonido del viento que se colaba entre las rendijas de las ventanas y el crujir ocasional de las camas. En esos momentos, los recuerdos y las dudas lo asediaban sin tregua. Aunque sabía que no podía recordar a sus padres, a veces intentaba imaginar cómo serían. ¿Lo habrían amado alguna vez? ¿Habrían tenido una razón para dejarlo? O peor aún, ¿lo habrían olvidado por completo?

Esas preguntas nunca tenían respuesta, pero tampoco se iban. Se quedaban con él, como un eco persistente que llenaba el silencio. A veces intentaba distraerse pensando en otras cosas, como en los libros que había leído o en las pequeñas cosas que había visto durante el día. Pero incluso esos pensamientos terminaban volviendo al mismo punto: su soledad, su aislamiento, su sensación de no pertenecer a nada.

Los días en Saint Mariel seguían un patrón que rara vez se rompía, y ese patrón se reflejaba también en la vida interior de Alvirian. Cada día que pasaba sin un gesto de afecto, sin una palabra de consuelo, reforzaba la idea de que no podía esperar nada de nadie. Cada momento de indiferencia, cada mirada que lo ignoraba, era una confirmación más de que estaba solo en el mundo.

Con el tiempo, esa soledad dejó de ser algo que lo lastimaba y se convirtió en algo que aceptó como parte de su identidad. Era un peso constante, pero era un peso al que se había acostumbrado. Aprendió a convivir con él, a hacerlo parte de su ser. En lugar de luchar contra la soledad, la abrazó, convirtiéndola en su única compañía fiel.

Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, Alvirian sabía que esa aceptación no era lo mismo que la paz. Había noches en las que el peso de su soledad se sentía demasiado grande, momentos en los que el silencio de Saint Mariel era tan opresivo que parecía gritar. En esos momentos, aunque nunca lo admitiera, deseaba con todas sus fuerzas que alguien lo viera, que alguien rompiera ese muro de indiferencia que lo separaba del resto del mundo.

Pero esas esperanzas eran tan efímeras como las sonrisas de las cuidadoras. Apenas aparecían, Alvirian las enterraba en lo más profundo de su ser, recordándose que no debía esperar lo que sabía que nunca llegaría.

No es que quisiera estar solo. Al principio, intentó unirse a los demás, pero algo en él parecía alejar a los otros niños. Su mirada, siempre seria, y su actitud reservada lo hacían parecer distante, casi intimidante. Algunos lo evitaban por miedo; otros, porque simplemente no lo entendían. Pronto dejó de intentarlo. La soledad parecía buscarlo, y con el tiempo, se acostumbró a su compañía.

En las noches, mientras los demás dormían, Alvirian permanecía despierto en la oscuridad, mirando el techo. Los pensamientos lo asediaban sin tregua: preguntas sobre sus padres, sobre el mundo más allá de las puertas de Saint Mariel, sobre el futuro que parecía una extensión interminable de los días que ya conocía. Se preguntaba si alguna vez encontraría algo diferente, algo que pudiera darle sentido a su existencia. Pero cada una de estas preguntas terminaba hundiéndolo más en la desesperanza.

A veces, encontraba consuelo en pequeños detalles que los demás pasaban por alto: el sonido de la lluvia golpeando las ventanas, el crujido de la madera bajo sus pies, el olor del papel viejo en los libros olvidados del orfanato. No era felicidad, pero al menos eran distracciones que lo alejaban momentáneamente de la monotonía aplastante.

Con el tiempo, los días dejaron de tener distinción para él. Cada amanecer, cada campana, cada comida insípida eran iguales. Los muros de Saint Mariel no solo encerraban su cuerpo, sino que también atrapaban su mente, manteniéndola en un ciclo eterno de monotonía y aislamiento.

Para Alvirian, la vida en Saint Mariel no era vida. Era una existencia vacía, un paréntesis interminable en el que los días pasaban sin dejar huella.Alvirian se esforzaba por destacar, creyendo que si hacía todo perfectamente, alguien lo adoptaría. Pero los años pasaron y nadie mostró interés en el niño de ojos oscuros y mirada distante. Su esperanza se fue apagando lentamente, dejando espacio para algo más frío: el resentimiento.

La vida en el orfanato no solo era solitaria, también era hostil. Los niños más grandes siempre buscaban a alguien más débil para descargar su frustración, y Alvirian, pequeño y retraído, era el blanco perfecto. Aprendió pronto que pedir ayuda no servía de nada; los cuidadores cerraban los ojos ante los abusos, considerando que los conflictos entre los niños eran "parte de crecer".

A los diez años, Alvirian ya no lloraba cuando le quitaban su ración de comida o cuando lo empujaban contra las paredes. Para entonces, las lágrimas se habían convertido en un lujo que no podía permitirse. Entendió que llorar no cambiaba nada; solo lo hacía parecer más débil, más vulnerable, un blanco más fácil para aquellos que disfrutaban imponiendo su fuerza. En lugar de lamentarse, empezó a observar. Cada golpe, cada empujón, cada insulto era una lección que estudiaba en silencio. Aprendió a esperar, a medir los movimientos de sus agresores, a anticipar sus intenciones.

No tenía la fuerza para enfrentarlos de manera directa, pero descubrió que podía usar su rapidez, su agilidad y, sobre todo, su mente. Al principio, los golpes continuaron, pero con el tiempo, su habilidad para esquivar, para calcular el momento exacto para moverse o incluso para desaparecer antes de que comenzara el conflicto, empezó a darle una ventaja. Fue así como dejó de ser la víctima fácil que todos buscaban. Sin embargo, esa victoria tenía un costo: con cada enfrentamiento evitado, con cada día que lograba pasar sin un nuevo golpe, algo dentro de él se endurecía.

La empatía, ese vínculo que lo conectaba con los demás, comenzó a desvanecerse. Alvirian entendió que para sobrevivir en un lugar como Saint Mariel, tenía que construir un muro, uno que lo aislara no solo de los demás, sino también de sus propios sentimientos. Si no se permitía sentir dolor, entonces tampoco tendría que cargar con el sufrimiento. Este muro lo protegía, pero al mismo tiempo lo separaba cada vez más de las personas que lo rodeaban.

A diferencia de otros niños que buscaban consuelo entre ellos, Alvirian se alejaba. No era porque no deseara compañía, porque en el fondo, como cualquier niño, soñaba con tener a alguien en quien confiar, alguien que lo comprendiera. Pero simplemente no sabía cómo hacerlo. La soledad que lo rodeaba no era completamente elegida, aunque con el tiempo se convirtió en su refugio. Cada vez que intentaba acercarse a alguien, algo salía mal. Tal vez era su seriedad, esa mirada distante que muchos interpretaban como frialdad o desdén. O tal vez era el hecho de que no sabía cómo abrirse, cómo dejar que alguien entrara en ese espacio que había construido para protegerse.

Los otros niños lo veían como alguien extraño, una presencia que parecía estar ahí pero no del todo. Callado, siempre perdido en sus pensamientos, parecía pertenecer a un mundo diferente, uno que nadie más podía comprender. Esa percepción lo aislaba aún más. Los intentos de conexión se volvían menos frecuentes hasta que eventualmente dejó de intentarlo. Si el mundo no quería aceptarlo, él tampoco quería ser parte de él.

Pronto, comenzó a darse cuenta de que no solo los niños lo evitaban, sino también algunos adultos. Las cuidadoras, aunque no abiertamente hostiles, preferían no lidiar con él. Una de ellas, en particular, lo miraba con cierto desconcierto, como si intentara descifrar qué había en él que lo hacía tan distinto. Fue ella quien un día, sin darse cuenta del impacto de sus palabras, comentó con otra cuidadora: "Tiene una mirada demasiado seria para un niño".

Esa frase se quedó con él. Era cierto, lo sabía. Cada vez que veía su reflejo en los vidrios empañados del orfanato, notaba esa mirada: intensa, pero vacía al mismo tiempo, como si cargara con un peso que no correspondía a un niño de su edad. La frase lo marcó, porque en ella encontró una verdad que ya había empezado a aceptar: no era como los demás, y no había manera de cambiarlo.

Desde entonces, decidió que si nadie iba a entenderlo, él tampoco haría el esfuerzo de entender a los demás. ¿Para qué intentarlo? El mundo le había demostrado una y otra vez que no había lugar para él, que su papel era el de un espectador distante, alguien que observaba desde las sombras pero nunca participaba.

Con el tiempo, esta mentalidad se convirtió en su forma de ser. La indiferencia hacia los demás dejó de ser una máscara y se volvió algo natural. Aprendió a no buscar la aprobación ni el afecto, porque sabía que no llegarían. Aprendió a caminar solo, a no esperar nada de nadie, a no depender más que de sí mismo. Esa independencia forzada le daba una cierta fortaleza, pero también lo condenaba a una vida de aislamiento.

Sin embargo, en las noches, cuando el orfanato caía en el silencio absoluto y las sombras se alargaban en las paredes, a veces sentía una punzada de vacío. Por más que intentara convencerse de que no necesitaba a nadie, en esos momentos de quietud total, algo en su interior parecía gritar lo contrario. Pero nunca permitía que ese sentimiento creciera. Lo enterraba rápidamente, lo sofocaba con pensamientos más prácticos, con las lecciones que había aprendido para sobrevivir.

Alvirian tenía solo diez años, pero ya entendía que el mundo no era un lugar amable. En su corta vida, había aprendido que la supervivencia no era solo física, sino también emocional. Y aunque sabía que había un precio por levantar esos muros tan altos, estaba dispuesto a pagarlo, porque al menos de esa manera podía protegerse del dolor constante que sentía cuando intentaba ser como los demás y fracasaba.

En ese aislamiento que lo rodeaba, encontró una especie de paz. No era una paz completa ni verdadera, pero era suficiente para continuar. Sabía que no podía cambiar su situación, así que aprendió a aceptar las cosas como eran. Con cada día que pasaba, se convencía más de que no necesitaba nada ni a nadie, y que su camino era uno que debía recorrer solo.

Cuando cumplió catorce años, la vida en el orfanato llegó a un abrupto final. Pero no fue una adopción, ni una oportunidad inesperada lo que lo sacó de allí. Fue un escape, puro y simple, fruto de meses de planificación silenciosa y meticulosa. Alvirian había pasado semanas observando los movimientos de los cuidadores, anotando mentalmente los horarios de vigilancia y los accesos menos supervisados. Cada vez que lo veían sentado en silencio en un rincón, asumían que simplemente estaba perdido en sus pensamientos. Lo que no sabían era que estaba construyendo un mapa en su mente, un plan para salir de ese lugar que nunca fue su hogar.

La noche que decidió huir, la luna estaba oculta tras nubes densas, como si el cielo mismo conspirara para ocultar su escape. Se vistió con las prendas más resistentes que tenía y cargó una mochila llena de ropa vieja y algo de comida que había logrado robar en días anteriores. Su corazón latía con fuerza mientras se escabullía por los pasillos oscuros, evitando los pasos de las cuidadoras de turno. Cada crujido del suelo bajo sus pies parecía un estruendo, y cada sombra se sentía como un enemigo al acecho.

Finalmente, logró deslizarse por una puerta trasera que daba al patio. Allí, por primera vez en años, respiró profundamente. El aire frío de la noche llenó sus pulmones, y con un último vistazo hacia las paredes grises del orfanato, desapareció en las sombras. No miró atrás. No podía permitírselo.

La calle no tardó en enseñarle sus lecciones más duras. Al principio, creyó que la libertad sería suficiente, pero pronto descubrió que la libertad también tenía un costo. Sin un lugar donde refugiarse y sin nadie a quien recurrir, tuvo que aprender a sobrevivir por sí mismo en un mundo que no le ofrecía nada.

Robar se convirtió en una necesidad. Al principio, se sentía culpable cada vez que tomaba algo que no le pertenecía, pero esa culpa desapareció rápidamente cuando el hambre se volvió insoportable. Descubrió que era más rápido y ágil que muchos de los otros niños de la calle, y eso le dio una ventaja. También aprendió a pelear, no porque quisiera, sino porque no tenía opción. Cada enfrentamiento, cada golpe recibido y cada victoria le enseñaron que la fuerza no siempre era física; a veces, bastaba con saber cuándo huir.

Pero quizás la lección más dolorosa que aprendió fue que el mundo no tenía espacio para la empatía. Una vez, vio a una anciana que había perdido su bolso después de que un grupo de niños se lo arrebatara. Por alguna razón que ni él mismo entendió, decidió ayudarla. Persiguió a los niños y logró recuperar el bolso, devolviéndoselo a la mujer con la esperanza de recibir al menos una palabra amable. En lugar de eso, la anciana lo miró con desconfianza, murmuró algo ininteligible y se alejó rápidamente, abrazando el bolso contra su pecho como si temiera que él fuera a robárselo.

Esa experiencia lo marcó profundamente. Fue la última vez que intentó hacer algo bueno sin esperar nada a cambio. Aprendió que las personas siempre asumían lo peor, especialmente de alguien como él, alguien que vivía al margen de la sociedad.

A los diecisiete años, después de años de sobrevivir en las calles, Alvirian estaba al borde de la desesperación. La soledad y la dureza de su vida lo habían llevado a un punto en el que cada día parecía una repetición interminable del anterior. Una noche, mientras buscaba refugio de la lluvia en un callejón oscuro, algo extraño llamó su atención.

Al fondo del callejón, una luz parpadeante provenía de una pequeña tienda que no recordaba haber visto antes. El escaparate estaba cubierto de polvo, pero a través de él pudo distinguir libros antiguos y artefactos extraños que parecían sacados de otra época. Era como si ese lugar no perteneciera al mundo que él conocía.

La curiosidad, una emoción que rara vez sentía, lo llevó a acercarse. Empujó la puerta con cuidado, y un tintineo suave anunció su entrada. El interior de la tienda estaba lleno de estanterías abarrotadas de libros y objetos curiosos. Había un olor a pergamino viejo y a hierbas secas que le resultó extrañamente reconfortante.

Fue allí donde encontró su primer libro de magia. Al principio, no sabía qué pensar. Las páginas estaban llenas de símbolos y palabras que no entendía, pero algo en él le dijo que debía llevárselo. Usó las pocas monedas que había acumulado para comprarlo, y esa decisión cambió su vida.

Poco después de descubrir el libro, algo más ocurrió que lo sacudió profundamente. En una tarde aparentemente ordinaria, mientras observaba a los demás estudiantes en su escuela desde la distancia, vio algo que lo dejó sin aliento. Una chica de su clase, Uzi, estaba de pie junto a su casillero, y con un simple movimiento de su mano, varios libros levitaron y se colocaron ordenadamente dentro.

El mundo parecía detenerse. Todo lo que Alvirian había vivido, todo el dolor, la soledad y la desesperanza, de repente adquirió un nuevo significado. Había magia en el mundo, verdadera magia, y él estaba decidido a aprenderla. No solo porque deseaba ese poder, sino porque sentía que, a través de la magia, podría encontrar un propósito, algo que llenara el vacío que lo había consumido durante tanto tiempo.

Ver a Uzi hacer magia despertó en él un deseo que iba más allá de la simple curiosidad. Quería acercarse a ella, quería entender lo que ella sabía y, tal vez, por primera vez en su vida, quería formar una conexión real con alguien. Tal vez, pensó, a través de la magia podría encontrar no solo un camino, sino también la posibilidad de hacer amigos, de ser parte de algo más grande que él mismo.

La decisión estaba tomada. Haría lo que fuera necesario para aprender ese arte misterioso, y en el proceso, esperaba que tal vez, solo tal vez, podría empezar a derribar los muros que había construido a su alrededor. Porque aunque nunca lo admitiría en voz alta, en el fondo, todavía soñaba con encontrar un lugar al que pudiera llamar hogar.


Holaaaaa

Sentí feo escribir todo esto....

Y voy a sentir peor en el futuro, pero bueh total

En fin, nos quedan al rededor de 12 capítulos para el final del libro :3

Así que espero que lo disfruten mucho y...

¿Qué ha significado The Forest para ti? Los leo en los comentarios

Hasta aquí Solecito, nos leemos luego :)

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