Capítulo 53
Apenas había comenzado a descender el sol, mostrando sus últimos y cálidos rayos que se colaban a duras penas entre las nubes de tonos anaranjados y rosados. La luz del atardecer iluminaba tenuemente la vieja mansión, proyectando sombras alargadas y misteriosas sobre sus paredes de piedra. Aquella mansión era una reliquia olvidada en el tiempo, con ventanas cubiertas de tablones desgastados y pesadas cortinas de terciopelo, ahora tapizadas con una capa de polvo que se acumulaba desde hacía años. Las arañas habían convertido esas cortinas en su hogar, tejiendo sus telarañas con cuidado, formando intricadas redes que colgaban como un triste y silencioso recordatorio del paso del tiempo.
Frente a la puerta de la mansión, la pequeña Cyn esperaba pacientemente. Vestía un sencillo vestido azul que había pertenecido a su madre, aunque ahora el color estaba algo deslavado y el borde del vestido mostraba signos de uso. Sin embargo, para Cyn, ese vestido era su tesoro más preciado, un recuerdo de tiempos más felices. Su figura menuda se perfilaba contra el umbral de la puerta, observando cómo el sol se retiraba poco a poco, cediendo el cielo al manto oscuro de la noche. Ella conocía esa hora del crepúsculo como ningún otro, pues era el momento en el que finalmente sentía que podía salir sin ser observada, en la seguridad que le brindaba la oscuridad.
Una vez que la última pizca de luz desapareció, Cyn abrió la puerta y salió al jardín. Dio sus primeros pasos sobre el césped húmedo, respirando profundamente, llenando sus pulmones del aire fresco de la noche. Ese aire, tan frío y puro, estaba impregnado del característico olor a pino y tierra húmeda, algo que le brindaba una sensación de paz indescriptible. Aquella mansión en ruinas, el jardín cubierto de maleza y los árboles alrededor eran todo lo que ella conocía. Pero, para Cyn, cada rincón tenía su propio encanto, sus propios secretos.
Comenzó a correr por el jardín, dando pequeños saltos de un lado a otro, dejando que sus pies descalzos sintieran la suavidad del césped. Con cada giro y vuelta, su vestido se inflaba ligeramente, como una nube azul que flotaba alrededor de ella. Cuando se detenía, el vestido caía suavemente, volviendo a su forma original, y Cyn no podía evitar sonreír. Aunque fuera una ilusión momentánea, ese pequeño juego le daba una pizca de normalidad, una sensación de libertad y alegría que rara vez experimentaba.
Sin embargo, en el fondo de su corazón, sabía que su vida no era ni tranquila ni normal. Cyn era sólo una niña, y como cualquier niña, deseaba cosas simples y comunes: correr hacia su madre y que ella la recibiera con los brazos abiertos, o jugar a ser fuerte mientras su padre la llevaba sobre sus hombros. Pero esos eran sueños imposibles, recuerdos que se desvanecían cada vez más. Ninguno de esos deseos podía cumplirse ahora, porque sus padres no estaban a su lado. El tiempo había robado esos momentos, y la muerte había sellado su destino. Ellos se habían ido, dejándola en aquella mansión vacía, rodeada de recuerdos y de silencios que a veces se volvían abrumadores.
Para no dejarse atrapar por esos pensamientos tristes, Cyn siguió corriendo y saltando, disfrutando de su pequeña danza nocturna. Las luciérnagas comenzaron a aparecer, flotando alrededor de ella como pequeños destellos de luz que la seguían en su juego. Cada una de esas luces parecía bailar junto a ella, iluminando su camino y haciéndola sentir acompañada. Aquellas pequeñas criaturas eran, en cierto modo, sus compañeras, las únicas testigos de sus juegos solitarios en el jardín.
Después de unos minutos, Cyn dejó de brincar y continuó su paseo, esta vez con un propósito específico. Se dirigió hacia la parte trasera de la mansión, donde el césped crecía más alto y desordenado, y la vegetación se tornaba más salvaje. A diferencia del frente del jardín, aquí el césped no era verde y fresco, sino que estaba marchito, seco y áspero, un paisaje sombrío que hacía eco al dolor que Cyn cargaba en su interior. En el centro de ese paraje desolado, se encontraba una tumba, un pedazo de roca clavado en la tierra.
Aquel lugar era sagrado para Cyn. Era el sitio donde su padre descansaba, y aunque el entierro había sido sencillo, significaba todo para ella. Cuando su padre murió, N, su amado hermano mayor, había colocado esa roca sobre la tierra como una lápida improvisada. Luego, J, con sus garras afiladas, grabó cuidadosamente el nombre de su padre en la roca. No era una lápida elegante, ni un monumento elaborado, pero para Cyn era perfecto. Representaba el amor y la devoción que aún sentía por él.
Antes de acercarse a la tumba, Cyn se dirigió a la linde del bosque cercano. Ahí, crecía una pequeña y frágil flor: los "No me olvides". Era una tradición que Cyn misma había comenzado hacía ya varias décadas, aunque el tiempo para ella era difícil de medir. Arrancó unas cuantas flores, formando un pequeño ramillete desordenado, pero lleno de significado. Con esas flores en mano, caminó hasta la tumba y se sentó frente a ella. Se dejó caer en el suelo, sintiendo el frío de la tierra bajo sus piernas, y colocó las flores sobre la piedra con delicadeza.
Suspiró profundamente, dejando salir un poco de la tristeza que cargaba en su pecho. Cruzó las piernas en posición de loto, adoptando una postura tranquila mientras contemplaba la piedra. Para otros, tal vez aquello sólo sería una roca, una marca en el suelo sin importancia, pero para ella, era un recordatorio de todo lo que había perdido. Miró el nombre de su padre grabado, acariciando las letras con sus dedos, recordando su rostro, su voz, y la forma en que solía contarle historias.
A veces, Cyn se quedaba en ese lugar hasta bien entrada la noche, hablando en susurros, como si su padre pudiera escucharla desde el otro lado. Le contaba sobre su día, sobre los juegos que inventaba para mantenerse ocupada, sobre las cosas pequeñas que la hacían sonreír, aunque no fueran muchas. Era su forma de mantener viva su memoria, de no olvidar que, aunque estaba sola, alguna vez había sido amada.
Las horas pasaban lentamente, y el bosque a su alrededor parecía cobrar vida en la oscuridad. Los árboles crujían al ser mecidos por el viento, y las sombras se alargaban, creando figuras que danzaban bajo la luz de la luna. Para Cyn, esos sonidos y esas sombras eran una compañía más en su soledad, una presencia constante que la envolvía.
Con el paso del tiempo, Cyn aprendió a aceptar su vida como era. Aquella mansión abandonada, el jardín, el bosque, y la tumba de su padre se convirtieron en su mundo. Cada rincón tenía una historia, cada sombra guardaba un recuerdo, y cada flor que recogía era un tributo a los que ya no estaban. A pesar de la tristeza, Cyn encontraba belleza en su entorno, en las pequeñas cosas que le recordaban que aún podía sentir, que aún podía amar y recordar.
En la quietud de la noche, con las luciérnagas brillando alrededor y el viento susurrando entre los árboles, Cyn se quedó un rato más frente a la tumba, cerrando los ojos y dejando que sus pensamientos volaran. Aunque la vida le había quitado mucho, en ese momento, sentía que aún conservaba algo: la capacidad de recordar y de mantener vivos a sus seres queridos en su corazón.
Así que, como cada noche, Cyn se sentó frente a la tumba y simplemente comenzó a hablar, con una voz suave y melancólica que se mezclaba con el murmullo del viento entre los árboles y el crujido de las hojas secas bajo sus pies. Era un hábito que había adquirido con el tiempo, una especie de ritual que la hacía sentir un poco menos sola. Le contaba a su padre lo que había hecho durante el día, aunque sus actividades fueran monótonas, una rutina solitaria en la gran mansión desierta.
- Hoy fue un día tranquilo -comenzó, dejando que las palabras fluyeran sin esfuerzo. Sabía que él no podría escucharla, o al menos eso pensaba, pero aun así encontraba consuelo en esa conversación unilateral-, Dormí casi todo el tiempo -confesó, en parte porque sus días eran largos y vacíos, y el sueño era una de las pocas maneras que tenía de pasar el tiempo-. Sólo me desperté de vez en cuando, pero luego simplemente volvía a dormirme.
Había algo en la mansión que invitaba al sueño profundo y a veces a la pesadez, como si todo el lugar estuviera impregnado de un ambiente de letargo que no le permitía mantenerse despierta por mucho tiempo. El sol apenas iluminaba los rincones oscuros y fríos, y en los días de lluvia, el sonido constante de las gotas golpeando el techo reforzaba esa sensación de calma soporífera. Así que Cyn dormía durante el día, dejando que las horas se desvanecieran, como si así pudiera esquivar los pensamientos que la perseguían.
Hizo una pausa, mirando la lápida y los alrededores, como si esperara alguna respuesta, aunque sabía que nunca llegaría. Con un suspiro, continuó, ahora cambiando de tema para hablar de lo que tenía planeado hacer en la noche.
- Esta noche... bueno... -dudó un momento, pero luego, con una sonrisa que era tanto de satisfacción como de picardía, dijo-: Planeaba ir al pueblo, beber la sangre de algún humano y lanzar el cuerpo al bosque.
Era una actividad que le resultaba tan natural como respirar. La caza era una necesidad para ella, y aunque lo hacía sin remordimientos, solía preferir víctimas que no fueran muy jóvenes o que estuvieran solas. No era por piedad, sino porque era más fácil pasar desapercibida si elegía a alguien cuya ausencia no despertara sospechas inmediatas. La noche le daba el amparo necesario para sus acciones, y el bosque, con su densidad y su oscuridad, era el lugar perfecto para ocultar cualquier rastro de su paso.
- Después de eso -continuó-, tenía pensado ir a la feria.
Recordaba vagamente cuando, siendo más pequeña, solía ir a las ferias con su familia. Las luces, el sonido de la música y las risas de la gente le causaban una mezcla de nostalgia y tristeza, pero aun así le gustaba ir, observar de lejos, sentir que era parte de algo, aunque sólo fuera por un momento. A veces, entre el bullicio y las luces, podía perderse en la multitud, casi como si fuera una más entre los vivos. Qué buenas eran las ferias en el siglo XVIII, ¿cierto?
Sin embargo, esta noche, parecía que el destino le tenía otros planes. Apenas había terminado de hablar, cuando algo inusual capturó su atención. De entre los arbustos, una figura rodó hacia el claro donde Cyn se encontraba, deteniéndose en la suave luz de la luna. Cyn se quedó inmóvil, observando con cautela aquella silueta que se desplazaba torpemente.
Al principio, no pudo discernir de qué se trataba. Pero, a medida que la figura se incorporaba, se dio cuenta de que era una chica... o al menos, algo que se asemejaba a una chica. La criatura tenía el cabello blanco como la nieve, tan claro que reflejaba la luz de la luna, y en su cabeza sobresalían dos orejas puntiagudas y peludas que se movían sutilmente, captando cada sonido a su alrededor. Desde su espalda baja, emergía una cola que se extendía por debajo de su playera, suave y espesa, balanceándose como si tuviera vida propia.
Cyn observó con interés cómo la chica, o lo que fuera aquella criatura, se apoyaba en sus extremidades, a cuatro patas. Se movía de una manera casi animal, con una gracia salvaje que le resultaba intrigante. Sus pies, en lugar de parecer humanos, tenían una forma que recordaba más a las patas de un animal, fuertes y firmes. Sus manos, en cambio, poseían enormes garras en los dedos, afiladas y amenazantes, mientras que las palmas parecían estar cubiertas por pequeñas almohadillas, como las de un felino o un lobo. Aquella mezcla de características humanas y animales la hacían parecer algo sacado de una fábula antigua.
La criatura, que ya no parecía tan indefensa como al principio, se sacudió el polvo del cuerpo, como si se estuviera despejando de una larga carrera o de alguna persecución. Luego, se quedó quieta, congelada en su lugar, como si de repente hubiera percibido la presencia de Cyn. Su nariz, que era más similar a la de un perro que a la de un humano, se movió con pequeños espasmos mientras olfateaba el aire. Parecía que estaba intentando identificar el olor de Cyn, con una precisión que solo un animal tendría. Cyn observó cada uno de sus movimientos con atención, sin atreverse a intervenir.
Finalmente, la criatura levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de Cyn. No había odio ni miedo en esa mirada, sólo una mezcla de curiosidad y desconcierto. Ninguna de las dos dijo nada al principio. Ambas permanecieron en silencio, mirándose fijamente, como si intentaran descifrar el propósito de aquel encuentro. La tensión era palpable, pero no amenazante, como si estuvieran en una especie de tregua tácita.
Tras unos instantes que parecieron eternos, la loba —pues ya Cyn había comenzado a pensar en ella como una loba, por sus características animales— comenzó a acercarse lentamente, todavía en posición cuadrúpeda. Con movimientos cautelosos, se aproximó lo suficiente como para poder olfatear a Cyn de cerca. Primero examinó su cuello, donde el aroma de su sangre era más fuerte, y luego su cabello, moviendo la nariz alrededor como si estuviera analizando cada detalle. Para Cyn, aquella experiencia era completamente nueva. Jamás se había encontrado con alguien así.
Finalmente, la criatura se sentó en el suelo, cruzando las piernas de una manera casi humana y estirando sus extremidades para relajarse. Por un momento, Cyn dudó, sin saber si debía romper el silencio, pero entonces la loba habló, con una voz tranquila y firme, que resonó en la quietud de la noche.
- Me llamo S, -dijo, con una expresión que mezclaba seriedad y curiosidad. Su nombre era simple, directo, pero en su voz había algo cautivador, como si cada palabra que pronunciara fuera importante.
Cyn parpadeó, sorprendida, pero rápidamente recuperó la compostura y, con una sonrisa ligera, respondió.
- ¿Un gusto? -dijo con cierto tono irónico-. Me llamo Cyn.
La loba asintió, como si ese intercambio fuera suficiente para sellar una especie de pacto entre ellas. Ambas permanecieron en silencio después de presentarse, como si cada una estuviera procesando la presencia de la otra. La noche las envolvía en un aura casi mágica, con las luciérnagas que volaban alrededor y los sonidos del bosque que parecían amplificados en el silencio. Era como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante, creando un espacio ajeno a todo lo demás.
Cyn sintió una extraña conexión con aquella criatura. Tal vez porque ambas parecían fuera de lugar en el mundo, cada una marcada por su propia soledad y por su naturaleza singular. Era evidente que S no era completamente humana, y Cyn, como vampira, tampoco lo era. En un mundo donde la normalidad y la humanidad parecían ser el estándar, ellas dos eran como sombras, espectros que vivían en los márgenes, siguiendo sus propias reglas.
Si tan sólo supieran que ese encuentro era el comienzo de algo mucho más grande, algo que cambiaría sus vidas para siempre. Sin darse cuenta, aquella noche había marcado el inicio de una historia que se desarrollaría con el tiempo, un vínculo inesperado que crecería en medio de la oscuridad, uniendo a dos seres que parecían tan distintos, pero que, en realidad, compartían una esencia similar.
Mientras el viento soplaba suavemente, moviendo las ramas de los árboles y el pasto alto alrededor, Cyn y S permanecieron allí, sentadas en el suelo, observándose en silencio, como si estuvieran descubriendo algo importante en los ojos de la otra. Había una especie de entendimiento tácito, una promesa no verbalizada de que ese encuentro no sería el último.
Y ahora, dos años después de aquel primer encuentro, Cyn y S estaban nuevamente sentadas frente a esa vieja lápida en el patio trasero de la mansión. La noche era fría y silenciosa, solo interrumpida por el ocasional susurro del viento que se colaba entre las ramas del bosque cercano. La luna, alta y plateada, iluminaba tenuemente el lugar, proyectando sombras alargadas que parecían danzar alrededor de ellas. S, con su característico cabello blanco que brillaba bajo la luz de la luna, tenía la cabeza apoyada sobre los muslos de Cyn, quien le acariciaba suavemente las orejas. Ese gesto, sencillo pero lleno de ternura, hacía que la loba moviera su cola con alegría, una muestra de amor y satisfacción.
A pesar del tiempo transcurrido, Cyn mantenía esa rutina diaria, casi ritual, de ir a la tumba de su padre cada noche, antes de cualquier otra cosa, antes de cualquier aventura o escapada al bosque. Parecía que necesitaba esa conexión, ese momento de comunión silenciosa con él, como si esa lápida fuera el último lazo que la unía a su pasado, a esa parte de su vida que había perdido para siempre. Quizá seguiría haciendo esto en los siglos venideros, manteniendo viva esa tradición solitaria, honrando una memoria que para ella lo significaba todo.
Pero en realidad, Cyn no podía evitar sentirse pequeña y sola cada vez que estaba en ese lugar. Había una inmensidad en su longevidad que la asustaba, una vastedad de tiempo que la hacía sentir como una mota de polvo flotando en un universo indiferente. A veces, esa sensación era tan abrumadora que llegaba a pensar que todo carecía de sentido, que su existencia casi eterna no era más que una cadena que la ataba a un ciclo interminable de soledad. Se sentía tan insignificante, tan irrelevante en el gran esquema de las cosas. Las noches pasaban una tras otra, el mundo seguía girando, pero ella permanecía igual, atrapada en una existencia congelada en el tiempo.
Hubo noches en las que ese peso se volvía casi insoportable, noches en las que había pensado seriamente en hacer lo mismo que su padre. Sabía que el revolver que Edgar había usado aquella fatídica noche seguía en la habitación de J, guardado dentro de uno de los cajones, como un macabro recuerdo de aquella tragedia. La idea la tentaba, pero había algo en ella que siempre la detenía. No era miedo a la muerte, porque sabía que los vampiros como ella, criaturas condenadas a vagar casi eternamente, no temían al fin. Era más bien una especie de anhelo, una pequeña chispa de esperanza de que algún día las cosas mejorarían, de que encontraría algo que le diera un verdadero sentido a su vida inmortal.
Y todo cambió el día que conoció a S. Aquella noche había sido una de las más extrañas y maravillosas de su vida. Después de ese primer encuentro, la loba continuó buscándola, y con cada noche que pasaban juntas, Cyn sentía cómo algo dentro de ella volvía a encenderse, una luz tenue pero constante que disipaba la oscuridad que la había rodeado durante tanto tiempo. Las dos comenzaron a compartir momentos inolvidables: exploraban el bosque juntas, descubriendo rincones secretos que se convertían en su refugio, un pequeño mundo solo para ellas. Jugaban a luchar, se lanzaban entre los árboles, rodaban por el suelo cubierto de hojas, y en esos juegos inocentes y salvajes, Cyn encontraba una paz que creía perdida.
Con el tiempo, aquella relación se volvió más profunda, más intensa. S se había convertido en su razón de ser, en esa chispa que la mantenía aferrada a la vida. La presencia de la loba le devolvía vitalidad, le recordaba que aún había cosas por las cuales valía la pena vivir. Gracias a ella, Cyn había encontrado un refugio, un lugar seguro en el cual dejar caer sus máscaras y mostrarse tal cual era, sin miedo ni reservas. S no solo era su pareja; era su compañera, su confidente, su igual. Con ella, Cyn podía ser vulnerable, podía permitirse sentir y expresar sus miedos, sus deseos y sus dolores.
Para S, Cyn era mucho más que una compañera de juegos o una novia sin más. La loba la consideraba su única compañera en esta vida. La amaba con una intensidad que solo los lobos podían sentir, con esa lealtad inquebrantable que caracteriza a su especie. Sabía que no la dejaría nunca, que Cyn era su alma gemela, la única persona que podía entenderla en lo más profundo. Los lobos solo tienen una pareja en toda su vida, una única persona a la que entregan su corazón y a la que protegen incluso a costa de su propia vida. Para S, Cyn era ese ser especial, su única razón para seguir adelante, la dueña de su corazón.
Cada noche, mientras se quedaban juntas frente a la tumba, S le brindaba compañía a Cyn en la oscuridad, en el silencio de las frías noches. La loba entendía que, aunque Cyn se mostraba fuerte y decidida, había un dolor profundo en su interior, una herida que no sanaba con el paso del tiempo. Escuchaba a Cyn llorar suavemente, sus sollozos apagados que apenas perturbaban el silencio nocturno. S sabía que su pareja extrañaba a sus padres, que sentía ese vacío en su corazón que nadie podía llenar. ¿Y quién no lo haría? Cyn, después de todo, aún era una adolescente en muchos aspectos, atrapada en la eternidad de su juventud, pero cargando con un dolor que pocas personas podían comprender.
A pesar de su inmortalidad, el recuerdo de Tessa y Edgar no se desvanecía. Para Cyn, el paso de las décadas no borraba el dolor de su partida. Los siglos podían pasar, pero aquella herida seguía abierta, y cada noche frente a la tumba, Cyn revivía esos momentos, sentía la ausencia de su familia y lloraba por el vacío que había dejado su pérdida. Sin embargo, al menos ahora no estaba sola. Con S a su lado, Cyn sentía que ese dolor era más soportable, que la oscuridad no la consumía por completo. La loba estaba ahí, ofreciéndole su amor y su compañía, uniendo sus almas en una conexión que trascendía el tiempo.
S entendía perfectamente ese sentimiento. Ella misma había experimentado pérdidas, había conocido la soledad en su forma más cruda, y sabía lo que significaba sentirse incompleta. Pero en Cyn había encontrado algo que le daba sentido a su vida, algo que la hacía sentir plena y feliz. A su manera, ella también llevaba el peso de una existencia solitaria, pero ahora que tenían una a la otra, ambas sabían que podían enfrentar cualquier cosa. La presencia de Cyn era un bálsamo para su alma, una razón para luchar y seguir adelante.
Y así, cada noche, ambas se sentaban juntas frente a la lápida, compartiendo silencios y susurros bajo la luz de la luna. A veces, no hacían falta palabras; simplemente estar ahí, juntas, era suficiente. S seguía recostada en el regazo de Cyn, moviendo su cola lentamente mientras la vampira le acariciaba las orejas, y en esos momentos todo el dolor, todo el dolor, toda la tristeza que Cyn cargaba en su interior parecía desvanecerse, al menos por un rato. Era como si las caricias de Cyn sobre las orejas de S tuvieran un efecto mágico, calmándola a ella misma tanto como a su compañera. S cerraba los ojos, disfrutando de ese momento de intimidad, mientras sentía el calor de la mano de Cyn contra su pelaje y la caricia de la noche envolviéndolas en su manto oscuro.
A veces, Cyn le contaba a S historias de cuando era pequeña, de cómo solía jugar en el jardín con sus padres, cómo corría por los mismos senderos que ahora estaban cubiertos de hierba seca y musgo. Cada detalle parecía cobrar vida en la oscuridad: la risa de su madre, el abrazo protector de su padre, las risas de sus hermanos, las "peleas" entre N y J, los peinados que Tessa les hacía a las tres niñas, V molestando a N por no ser "lo suficientemente fuerte", los colores vibrantes del jardín que ahora solo eran un eco en su memoria. S escuchaba en silencio, asimilando cada palabra como si formaran parte de su propio pasado, como si los recuerdos de Cyn pudieran entrelazarse con los suyos, uniendo sus almas aún más.
Por su parte, S también compartía sus propias vivencias, aunque breves. Recordaba las noches de caza en el bosque, los juegos con su manada antes de quedar sola, y la sensación de libertad bajo el cielo abierto. Pero había algo en sus recuerdos que también estaba teñido de soledad, una sensación de incompletitud que solo desaparecía cuando estaba junto a Cyn. Sabía que esas memorias de libertad y de pertenencia ahora le pertenecían a ambas, que lo que antes había sido solo suyo, ahora era algo que podían compartir.
En ocasiones, Cyn se encontraba a sí misma contemplando el cielo estrellado, como si las estrellas pudieran darle alguna respuesta o consuelo. Los pensamientos de pérdida y amor se entremezclaban en su mente, creando un torbellino de emociones que solo se calmaba cuando sentía la cálida presencia de S junto a ella. La loba, consciente de las emociones de su pareja, la miraba con ternura y entendimiento, su mirada reflejando la lealtad y el compromiso que sentía hacia ella. Para ambas, esos momentos compartidos en la oscuridad eran un bálsamo, un respiro en medio de sus eternas existencias.
Aunque el dolor de la pérdida siempre estuviera ahí, en lo profundo de su ser, Cyn sabía que con S a su lado, la carga se volvía más ligera. La loba era su ancla, su compañera y su esperanza. S estaba dispuesta a darlo todo por ella, y Cyn lo sabía. Por primera vez en mucho tiempo, podía ver un futuro que no estaba lleno de sombras, un futuro en el que no estaría sola.
Y así, mientras el viento susurraba entre las ramas y el tiempo parecía detenerse, Cyn y S permanecían juntas, en un mundo que solo ellas compartían, unidas por un lazo que trascendía cualquier palabra o promesa. Sabían que, pase lo que pase, siempre se tendrían la una a la otra, en esta vida y más allá.
MY BABY YOU'RE MY BABY :'''D
Bro es que Cyn... :''
Pero por algo existe S :D
Perdón por estar re muerto... pero como te digo que mi empresa imaginaria se fue a la quiebra, esto de estudiar administración ya no está tan funny funny
Pero bueno, speedrun de escritura, disfruten ^^
Xauu, hasta sepa cuando
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