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18

Tom se quedó muy quieto mientras Mia presionaba unos labios suaves y fruncidos sobre la herida cubierta de papel que él había señalado, y luego sobre otra en la mejilla opuesta. Por fin, besó la que tenía bajo el labio inferior.

¿Estaba jugando con él? Notaba su calor, aspiraba su olor, y su boca se endureció en un gesto de determinación. Muy bien, en ese juego podían participar dos.

-¿Quieres jugar? -Le rodeó la cintura con un brazo y de un tirón la estrechó contra su pecho. Hundió la otra mano en su pelo para inmovilizarle la cabeza-. Pues vamos a jugar. -Y pegó su boca a la de ella.

Como pólvora encendida, las emociones explosionaron entre ellos en una combustión instantánea. Las diferencias de opinión, las preocupaciones individuales, las pretensiones de quedar por encima del otro... todo estalló en llamas. Un gruñido, hambriento y profundo, resonó en la garganta de Tom. Abrió la boca sobre la de ella, buscando su sabor con la punta de la lengua. Hundió los dedos entre su pelo, el brazo se tensó en torno a su cintura, y mientras el beso se intensificaba se inclinó sobre ella, doblándola más y más hacia atrás, hasta que lo único que impidió que cayera al suelo fueron sus manos en su cabeza y su cintura.

Mia le envolvió el cuello con los hombros, pero la tensión enviaba dardos de dolor entre la bruma de su excitación. Por fin apartó la boca.

-Mi espalda -jadeó-. Tom, no creo que esté hecha para doblarme así.

-¿Qué? -Un velo de excitación sexual nublaba sus ojos dorados, y la razón tardó unos instantes en abrirse paso. Parpadeando con gesto perezoso se fijó en su contorsionada postura-. Ah, joder.

Se humedeció el labio inferior con la lengua y se enderezó, ayudándola a incorporarse. Dejó caer los brazos sin pronunciar una palabra, pero la agarró de las muñecas y la llevó a la cama. Allí la soltó, pero inclinó la cabeza de nuevo y la besó con suavidad, tocándola solo con los labios. Luego, con un ronco gruñido, la besó con más firmeza.

Se hundía a toda velocidad en algo caliente y que permanecía fuera de su control. Sus cuerpos habían vuelto a fundirse. Mia, con un suave gemido, le sacó por detrás la camiseta de los pantalones y se la fue subiendo. Al ver que él alzaba los brazos, se la quitó del todo. Aquello rompió el beso. Mia se quedó mirando con excitada ofuscación el abanico de vello negro sobre el pecho musculoso mientras él desabrochaba deprisa los botones de la camisa que ella llevaba.

Tom le rozaba la piel mientras iba bajando las manos. Y con ese estímulo, a pesar de que sus bocas ya no estaban unidas, Mia comenzó a recuperar la sensibilidad. Entonces él dobló las rodillas y pegó a su cuello unos labios calientes y hábiles. Mia cerró los ojos y volvió a sumergirse en la tormenta. Tuvo que sujetarse en él, enganchando los dedos en las presillas del cinturón de sus vaqueros. Un instante más tarde, él le abría la camisa y la deslizaba por sus hombros hasta quedar solo sujeta por los codos. Tom dejó de besarle el cuello para alzar la cabeza.

Y todos los movimientos se detuvieron bruscamente. Hasta el sonido pareció desaparecer. Tom se había quedado sin aliento. Mia alzó la vista confusa. ¿Qué pasaba? ¿Por qué se había detenido? ¿Lo habría desanimado al quedarse ahí quieta como una tonta, dejando que él lo hiciera todo?

Pero en cuanto le miró, se dio cuenta de que aquello no tenía nada que ver con su falta de experiencia. Sus ojos dorados la repasaban de arriba abajo, y la ardiente intensidad con la que miraban sus pechos, su cintura, sus caderas hicieron que el rubor ascendiera a sus mejillas. Mia bajó los brazos, dejando que la camisa se deslizara hasta el suelo.

A Tom le pareció que había recibido una coz. Se frotó el pecho sobre el corazón, incapaz de apartar sus ojos de ella.

-Dios -masculló con las cuerdas vocales tensas-. Eres tan... - Carraspeó y lo intentó de nuevo-. Jamás he visto nada tan... Joder, tan increíblemente...

-¿Pecaminoso? -apuntó Mia en un tono seco-. No, si ya puedes decirlo. Es lo que siempre decía mi madre.

Tom resopló.

-Sí, ya, una madre es la persona más adecuada para juzgar el cuerpo de una hija, desde luego. -Y con la punta del dedo tocó con reverencia un pezón sonrosado y respingón, que se endureció al contacto, dilatándose casi un centímetro mientras la aureola se fruncía y encogía hasta casi desaparecer. Tom se estremeció y le acarició los costados con las manos hasta rodear su cintura. Sus dedos casi se tocaban. Bajó la vista a la profunda hendidura de su ombligo, las curvas plenas de sus caderas, y más abajo, al tanga de satén rojo que era lo único que llevaba por encima de los muslos largos y firmes-. Si quieres saber mi opinión, un cuerpo así es más bien una experiencia religiosa. - Y la recorrió de nuevo con la vista hasta fijarse en su rostro. El calor que caldeaba sus mejillas le frenó en seco-. ¿Te has puesto colorada?

Al oír su tono incrédulo, ella lo negó.

-¿Quién, yo? Por supuesto que no.

Tom presionó su pecho con el dedo y se quedó mirando la mancha blanca que se marcó un instante rodeada de piel enrojecida.

-Desde luego que sí. Te has puesto colorada. -Su tono no era exactamente acusador, pero casi.

-No digas tonterías. -Mia alzó el mentón-. Las mujeres como yo exponemos nuestros cuerpos desnudos ante docenas de amantes. Llevamos tangas y plumas y nos meneamos delante de cientos de hombres. Miles. No nos ponemos coloradas.

No era más que la confirmación de todo lo que Tom pensaba. ¿Por qué entonces le pareció tan dudosa su declaración?

«¿De verdad quieres pensar ahora en eso, tío?» Con una maldición, volvió a envolverla entre sus brazos y siseó al notar sus senos aplastados contra él. Agarró un puñado de cabello y le apartó la cabeza.

-Calla -masculló-. Calla, morena, y bésame. Sus ojos verdes llamearon desafiantes, pero Mia alzó la cabeza al instante para obedecer. Su boca era dulce y suave, y Tom le hizo el amor con la lengua, metiéndola y sacándola en movimientos cada vez más compulsivos. Al cabo de un instante, Mia se aferraba a su cuello y había enroscado una pierna en torno a su cadera como si intentara trepar sobre su cuerpo.

Tom lanzó un profundo gruñido y la hizo caer sobre el destartalado colchón. Se colocó sobre Mia y le abrió las piernas para colocarse entre ellas. Luego presionó su erección con fuerza contra su hendidura.

Mia sintió una explosión de sensaciones y gimió en su boca. Al cabo de un instante, Tom apartó los labios para comenzar a bajar por su cuerpo. Ella jadeaba. Quiso alzar la pelvis, pero el sexo de Tom había sido sustituido por los duros músculos de su estómago, y el nivel de satisfacción no era el mismo.

-Por favor -suplicó, abriendo más las piernas y frotándose contra él-. Por favor, Tom.

-¿Qué quieres, cariño? -Tom acarició el costado de su pecho con la mejilla, mirándola-. ¿Esto? -Y abriendo la boca mordió la curva con suavidad. Luego se movió unos centímetros para abrir los labios sobre territorio virgen-. ¿Esto? -Y hundiendo la boca en su carne pálida con su débil entramado de venas azules, succionó con fuerza una parte contra sus dientes.

El pezón se dilató, buscando ciegamente un tratamiento similar. Tom se lo quedó mirando.

-Dios -susurró con voz ronca.

Y fue a por él como un fanático religioso en pos de un alma solitaria. Lo rodeó con los labios y succionó, mientras que con los dedos pellizcaba su gemelo desatendido. Mia lanzó un largo y ahogado gemido pronunciando su nombre, mientras presionaba su sexo contra el estómago de Tom. -Por favor, por favor.

Él abrió la boca con un gruñido en torno al pezón y sacó la lengua para lamer la curva del pecho sin perder su sitio en su perlada cúspide. Con una mano grande y morena acariciaba y amasaba la otra copa.

Desde el día en que Mia se desarrolló, sus pechos habían sido una vergüenza para ella. Pero esa mañana, puede que por primera vez en su vida, le gustaban, se sentía orgullosa de ellos. Ver cómo Tom rendía homenaje a sus generosas curvas como si quisiera devorarlas hacía que le invadiera una increíble oleada de poder.

Nunca se había dado cuenta de que aquello podía ser un afrodisíaco tan potente.

Tom apartó los dedos de su pecho y contempló atentamente su expresión mientras insinuaba la mano entre sus cuerpos y la deslizaba hacia abajo por el torso de Mia, por su vientre, más abajo. Se detuvo con la palma de la mano rozando el hueso pélvico mientras hundía en el ombligo la punta del índice. Luego volvió la mano despacio y coló los dedos bajo el satén rojo sobre su suave montículo.

Mia alzó las caderas ansiosa ante el contacto, y el dedo corazón de Tom dividió los húmedos pliegues femeninos con certera precisión centrándose como un misil teledirigido sobre la resbaladiza perla del clítoris. Mientras lo estimulaba con los dedos, cerraba los labios en torno al pezón y succionaba con firmeza.

Mia se arqueó con un fuerte gemido. Por un momento, solo la nuca y los talones la anclaban a la cama. Las sensaciones palpitaban furiosas en ella, pidiendo a gritos satisfacción. Jamás en su vida había sentido nada igual. Las pocas veces que su sexualidad había amenazado con poseerla, Mia la había sujetado con rienda firme. Pero la pasión que ahora le corría furiosa por las venas no podía ser negada. Mia se aferró con los puños al oscuro pelo de Tom para sujetarlo contra su pecho. Sus caderas se movían por voluntad propia, y abrió más las piernas para sentir con más profundidad la magia de sus dedos.

-Por favor, Tom. Por favor. Te deseo. -La mano de él se deslizaba entre sus piernas, mientras ella repetía ciegamente-: Te deseo, te deseo, te deseo.

Soltando su pecho con un audible chasquido, Tom se incorporó sobre las rodillas entre las piernas de ella. Sacó la mano de debajo del tanga y se la quedó mirando. La excitación oscurecía sus ojos. Los pezones de ella aparecían mojados y enrojecidos.

-Dios, eres increíble -masculló, y con manos impacientes le quitó el tanga de satén.

Clavó la vista en el triángulo de sedosos rizos y se quedó paralizado. Por Dios, por Dios. Era morena, sí. En todas partes.

Tocó los relucientes rizos con reverencia.

-¿Qué quieres? -preguntó con voz ronca, acariciándole la hendidura con el pulgar-. ¿Dónde me quieres, morena? -Trazaba suaves círculos en torno a su apertura, presionando sin penetrarla-. ¿Aquí?

-Tom... -Mia se movía convulsivamente contra su mano.

Tom le agarró la barbilla y la obligó a mirarle, mientras seguía atormentándola con el pulgar.

-Dime dónde me quieres.

-Dentro de mí. -Mia se pasó la lengua por los labios-. Por favor, Tom. Quiero sentirte dentro.

Tom se desabrochó con brusquedad los téjanos y se puso en pie entre sus piernas abiertas, para terminar de desnudarse. Mia clavó la vista en la erección que brincó orgullosa y ansiosa sobre ella. Tom vio que sus ojos se agrandaban y los anhelantes movimientos de sus caderas se detenían. Advirtió que la morena tragaba saliva.

Tom arrugó el ceño. Desde luego no era un semental. Su pene era de un tamaño medio, sin exageraciones. En ese momento estaba tan duro que podrían clavarse clavos con él, vale, pero ella parecía mirarlo como si fuera capaz de partirla en dos. Debía de ser el ángulo de visión.

Pero aquello no cuadraba. Incluso si desde su punto de vista parecía tan dotado como un caballo, ¿por qué se había quedado tan quieta? Las mujeres experimentadas solían preferir a los hombres bien dotados. A menos que...

No. Tom sacudió los hombros inquieto ante la idea que se abría paso en su cerebro, y más inquieto aún ante las emociones que esa idea despertaba. Se apresuró a arrodillarse entre las piernas de ella. No quería pensar. Sin embargo Mia no podía dejar de pensar mientras Tom sacaba un condón y, desenrollándolo, lo bajaba y lo bajaba y lo bajaba sobre la longitud de su pene. No sabía si era de verdad tan gigantesco y peligroso como parecía, o si es que había transcurrido tanto tiempo sin haber visto ningún órgano masculino que ahora había perdido la perspectiva.

Casi se echó a reír. Sí, ya. Como si ella hubiera visto tantos penes. Y desde luego, jamás había examinado ninguno tan de cerca.

Los nervios empezaban a ganar la batalla, y ya estaba a punto de echarse atrás cuando él cayó sobre su cuerpo. Tom aguantaba su peso sobre sus propios brazos y Mia se encontró mirando sus ojos dorados, hipnotizada por la intensidad que ardía en sus profundidades.

-Creo que hemos perdido impulso -murmuró él con voz ronca, y dobló los codos para frotarse contra ella, rozando sus senos. Pegó los labios a su cuello y succionó. Mia notó el roce de su pelo en el mentón. Sus pezones brincaron erectos y las sensaciones que había creído del todo extinguidas por los nervios rugieron como un tren de carga fuera de control. Arqueó la espalda, aplastando los doloridos globos de sus senos contra el pecho de Tom.

Este alzó la cabeza bruscamente ante el contacto y abrió los labios para enseñar los dientes. Miraba ciegamente la pared mientras se movía contra ella como un gato, frotándose de arriba abajo, de lado a lado, flexionando hombros y brazos con el esfuerzo. De pronto, los dos sexos chocaron y Tom inhaló entre los dientes. Bajó el mentón y unas rendijas doradas miraron, llameando, a Mia, exigiendo entre pestañas negras. Sus caderas empujaban.

-Déjame entrar.

Mia no habría podido resistirse aunque hubiese querido. Alzando las rodillas, se abrió a él.

En aquella postura se sentía muy vulnerable, pero él entró despacio, con cuidado. Los tejidos llenos de sangre, hinchados y sensibilizados, se abrieron para acogerle e inmediatamente se cerraron en torno a cada milímetro del grueso cuerpo que los invadía. Tom se retiró ligeramente, deslizándose por aquella estrecha apertura, y luego se hundió un poco más adentro. Un gemido se estremeció en la garganta de Mia, que entrelazó los tobillos en torno a las piernas de Tom, le agarró las nalgas con las manos y dio un tímido tirón.

-¡Ah, sí! -Tom alzó las caderas y embistió con ellas, penetrándola hasta el fondo. Allí quedó inmóvil, intentando respirar. Miró a Mia y le apartó un mechón de pelo que había caído sobre su ojo-. Dios. Eres. Muy. Estrecha. -Era como estar embutido en un guante de terciopelo, húmedo y caliente, una talla más pequeña que la suya. Bamboleando las caderas con suaves embestidas, contemplaba el desfile de emociones que atravesaban el rostro de Mia. El deseo. El asombro. Ella se humedecía los labios, se aferraba a él y le devolvía la mirada con ojos vidriosos.

Tom se hundió en ella con más fuerza, y Mia le clavó las uñas en las nalgas. Con una exclamación, Tom la embistió, la rodeó con los brazos y se volteó en la cama.

Mia estaba sobre su pecho. Tom esbozó una torcida sonrisa al ver sus enormes ojos mirándole con expresión sobresaltada.

-Si alguna vez alguna mujer fue hecha para estar arriba, esa eres tú. -Le colocó las piernas a ambos lados de sus caderas, notando su suavidad bajo sus ásperas manos. Luego se aferró a sus muslos y alzó las caderas-. Móntame.

Las mejillas de Mia se ruborizaron al instante, pero la morena se alzó hasta sentarse a caballo sobre él, elevó las caderas y se deslizó por su sexo rígido, Luego repitió el mismo movimiento. Una expresión de sorprendido placer le nubló los ojos. Alzándose y cayendo sobre la erección firmemente empalada en ella, alzó los brazos por encima de la cabeza, los dobló con los codos en alto y con los ojos cerrados apoyó la mejilla contra un bíceps.

Y sonrió, humedeciéndose los labios con la lengua. Tom notó una convulsión en el pene.

-Dios, creo que he creado un monstruo.

Tendió las manos hacia sus pechos y alzó las caderas. Ella se hundió en él con un ritmo perfecto. Tom le pellizcaba los pezones y apretaba los dientes intentando contener su necesidad de embestir como un martillo neumático hasta llegar al final.

-Te gusta estar ahí arriba, ¿eh?

-¿Tom? - Mia echó la cabeza hacia atrás. Se alzaba ahora un poco más deprisa, caía sobre él con más fuerza. Bajó los brazos para aferrarse a las piernas de Tom-. ¡Oh, Dios, Tom! Me voy a... ¡Oh! Ah, Dios, quiero...

-Correrte -gruñó él, y hundió el pulgar en la maraña de rizos. Localizó el botón mágico y presionó. Una traviesa sonrisa apareció en el rostro de Mia, y sus gemidos subieron varias octavas-. Sí, cariño, córrete. Quiero oírte. Quiero ver cómo te corres.

Tom tenía la vista clavada en ella cuando de pronto todos los gritos, todas las palpitantes sensaciones en el interior de Mia se fundieron, cada vez más y más calientes, y de pronto explotaron como la traca final de unos fuegos artificiales. Sacudida por las convulsiones del éxtasis, echó hacia atrás la cabeza y gimió a pleno pulmón.

Al oírla, al verla, al sentirla estrecharse en torno a él una y otra vez con cada contracción, Tom perdió el control. Quiso apartar el pulgar de aquel nido cremoso, pero Mia le agarró la muñeca para impedírselo, y las contracciones volvieron a estallar enloquecidas.

-¡Ah! -exclamó Tom, dejando ir todo el aire de los pulmones.

Le agarró las nalgas con la mano libre y alzó las caderas con brusquedad. Embistió una, dos, tres veces, y luego la empaló con una última embestida que la alzó en el aire. Sin dejar de mirar las mejillas congestionadas de Mia, sus entornados ojos verdes y el alborotado pelo moreno, se corrió entre ardientes palpitaciones. Sus caderas se agitaban y él se corría y se corría con profunda satisfacción, y a pesar de que apretaba los dientes para impedirlo, un nombre rugió en su pecho, subió por su garganta y se abrió paso entre sus dientes.

-¡Mia!

Se desplomó sobre el colchón y ella se dejó caer encima de él. Tom la envolvió en sus brazos y la estrechó con fuerza. Luego se quedó mirando al techo, frotando el mentón contra su cabeza.

Su inquietud batalló con una ingenua felicidad, y poco a poco fue venciendo. Por mucho que desease pensar otra cosa, sabía a quién tenía entre los brazos. Lo sabía con toda certeza.

El tatuaje de gogó podía haber sido una prueba contudente, mucho más que todos los razonamientos que ya había elaborado para explicar que la realidad no encajara con su apariencia. Pero se había convertido en polvo ante el rubor de Mia, su cuerpo estrecho e inexperto y sus expresiones de asombro. Era Mia MacPherson. Una respetable profesora de sordos.

No entendía cómo había acabado con el mismo tatuaje que su hermana gemela. Pero de una cosa estaba seguro: esta vez la había jodido del todo. Y no se refería a lo que acababa de hacer con aquel cuerpo tan dulce. Se había llevado a la hermana equivocada.

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