ii
Aquiles.
"Creo, con cada célula de mi cuerpo, que cada célula del tuyo no debe morir jamás y si es necesario que muera, deja que lo haga dentro de mi cuerpo."
Call me by your name. André Aciman.
Era verano y el sol brillaba con fervor en el cielo azulado.
Yo estaba sentado en la terraza de mi casa tomando un poco de aire, fumando un cigarrillo, mirando al cielo, pensando muchas cosas; cuando de la nada escuché el motor de una camioneta acercándose, me hice hacía adelante y giré la cabeza para poder ver mejor. La camioneta era de color blanco y atrás de ella le acompañaba un camión de mudanzas. Me pareció demasiado extraño, porque era un pueblo pequeño, no muchas personas venían de visita ni muchos menos nadie se mudaba a pleno verano.
Me levanté de la silla y caminé a la banqueta, en ese momento la camioneta se estacionó justo en frente del otro lado de la calle, se estacionó en esa casa, esa casa de color beige y estilo rústico, en esa casa donde él solía vivir...
Tiré lo que restaba del cigarrillo al suelo y lo pisé, levanté la vista a la camioneta con suma curiosidad, las puertas de ésta se abrieron, dejando ver a una niña de unos diez años rubia, luego bajó una señora de unos cuarenta y tantos y un señor algo regordete, al principio no logré reconocerlos, sus recuerdos estaban perdidos, pero segundos después bajó un chico de unos diecisiete años con un cabello caótico y menos rubio que el de la niña... En ese momento, tal vez, mi corazón dejó de latir y mi respiración se disparó. Era él, por supuesto que era él.
— ¡Orión, ayúdame con las cajas! — gritó su madre que iba entrando a su casa.
Yo estaba ahí, paralizado, incapaz de hacer o decir algo, mi alma dejó mi cuerpo unos segundos y se convirtió en luz y viajó a cientos y miles de kilómetros de mí.
Y luego Orión alzó la vista en dirección a mi casa y la colocó encima de mí, y me vio, me miró con esos ojos azules que él tenía y luego me sonrió, de esas sonrisas que aparecen en las películas y que deslumbran, esas que te dejan sin aliento. Yo, torpemente, como era mi costumbre, le devolví la sonrisa. Y por una extraña y tonta razón creí que él vendría hacía mí y me abrazaría fuertemente, que me susurraría al oído que me recordaba y que no me había olvidado, pero esto era la vida real, la cruel y horrible vida real.
Tan solo él tomó una caja de cartón y se metió a su casa, dejándome ahí.
No fui recordado y fui olvidado.
Confundido y con el corazón hecho pedazos entré de nuevo a mi casa; mi madre estaba sentada en el comedor picando tomates y escuchando el radio. Sin decir ni una palabra fui hacía el refrigerador y tomé un zumo de jugo de naranja y lo vacíe en un vaso.
— ¿Quién ha llegado, Aquiles?— me preguntó mientras partía a la mitad un tomate.
— Nadie, no era nadie— mentí.
— Pero si estabas afuera, ¿en serio no viste quién era?
— Ya sabes lo distraído que suelo ser— respondí y después subí a mi habitación.
Mi habitación era de un azul tenue, con una cama individual, con libros, ropa y basura regados por el suelo, con posters mal pegados de diferentes cosas que me gustaban y una pequeña lámpara que a veces funcionaba y otras simplemente no y había una ventana mediana que daba hacía la calle y a la casa de enfrente, donde solía vivir Orión. Cuando éramos niños solíamos jugar desde nuestras respectivas ventanas y fingíamos que él era Estados Unidos y yo la URSS, escondiéndonos para que el otro no nos viera, él siempre lograba dispararme en el pecho y ganaba.
Me tiré a la cama, me coloqué los auriculares y miré hacia el techo. Siempre había sido muy sentimental, solía llorar por cosas patéticas y esa no era la excepción. Así que lloré, porque los recuerdos a veces pueden ser tan abrumadores y si no puedes lidiar con el pasado entonces éstos te consumirán, como el sol consume a la luna al amanecer.
Ese día había una pequeña fiesta, el pueblo solía festejar la llegada del verano haciendo un espectáculo de fuegos artificiales, y ese día había llegado. Así que mi madre y yo estábamos alistándonos para ir, en realidad, ella más que yo. Cuando ella terminó ambos salimos de la casa; por interés dirigí la mirada a la casa de enfrente, sus luces estaban encendidas y se lograban escuchar sus voces y ruidos. Mi mamá, al instante, se dio cuenta.
— ¿Tenemos nuevos vecinos?— me volteó a ver, confundida.
— Supongo que sí, o al menos que haya un fantasma y decidió que quería tener una casa propia— respondí con el sarcasmo que me caracterizaba, mi madre me dio una mirada severa.
— Aquiles, para ser muy joven eres muy amargado.
Ambos subimos a nuestro viejo carro de color vino, mamá encendió el motor y nos pusimos en marcha para ir a esa dichosa fiesta.
Unos quince minutos después llegamos al centro del pueblo, éste estaba testo de pequeños comerciantes y puestos donde vendían cosas típicas o comida, también había unos cuantos juegos mecánicos, la típica montaña rusa, el juego donde le tenías que dar a no sé qué cosa para ganar un premio, puestos de algodones de azúcar... Siempre era lo mismo, cada maldito año, cada maldito verano.
Bajamos de la camioneta y empezamos a caminar.
— Hijo, iré a la iglesia, le prometí al padre que le ayudaría con algunas cosas— dijo mi madre, me tocó el hombro.
— Sí, está bien— respondí ausente—. Dinero— le pedí, tendí mi mano y ella puso unas cuantas monedas. Luego se marchó.
Mi mamá creía que al ir a misa y ayudar como buena cristiana sus pecados y errores quedarían perdonados, pero muy en el fondo sabia que no funcionaba así.
Caminé por el centro, buscando algo que me llamase la atención, pero no encontraba nada, todo era tan repetitivo. Al final me decidí por comprar un algodón de azúcar y me senté en una banca que estaba vacía A lo lejos visualicé a dos de mis amigos, Tate y Harry, ellos aún no me habían visto y, en realidad, no me apetecía estar con ellos, así que me levanté rápidamente y fingí jugar el juego llamado por mí "atínale al no sé qué", pagué mi partida y el encargado me dio una escopeta con la cual tenía que darles a unos globos. Tenía tres intentos. Nunca había sido bueno jugando eso. Apunté hacía un globo y segundos después apreté el gatillo, no logré darle, como era de esperarse. Maldije para mí mismo. Segundo intento, lo lograría, o al menos eso creía. De nuevo apunté a un globo de color verde, me concentré y tiré del gatillo... ¡Mierda! No lo logré, pero ya estaba acostumbrado a fracasar.
— Si quieres ganar ese dichoso premio tienes que mantener tus brazos firmes, no temblar como gelatina— comentó una voz grave detrás mío.
— Gracias, pero yo no quiero ganar, solo quiero distraerme y no pedí consejos— respondí de mala manera.
Giré la cabeza para ver de quién se trataba. ¿Cómo empezar a describir ese momento?
Era él. En ese momento me di cuenta de que había cambiado tanto, ya no era el Orión de hace años, y eso estaba bien, ya no tenía seis años. Traía una camisa de rayas verdes y azules, unos jeans negros gastados y unos Converse rojos todos sucios. Poseía un rostro definido con terminados elegantes— como si fuera una pintura y él no fuera real—, tenía la frente despejada y las cejas algo arqueadas, su nariz respingada resaltaba con sus labios delgados y su curvada barbilla... Y sus ojos seguían siendo de ese azul oceánico, eran tan inquietantes y misteriosos. Tenía un aire tranquilo, indiferente. Y todo eso por alguna extraña razón me dejó sin aire.
— Deja intento el último tiro, y si la cago te invito la siguiente ronda, ¿te parece? — alzó las cejas, esperando una respuesta.
— Vale— respondí segundos después.
Me sonrió, su sonrisa seguía siendo la de un niño.
Él tomó la escopeta, la agarró con firmeza y cerró su ojo derecho para tener una mejor visión, un minuto después apretó el gatillo y la bala de juguete estampó con un globo blanco y éste se desinfló. Claramente tenía que ganar inclusive en eso, por todos los dioses, era Orión, era bueno jugando cualquier cosa.
Me volteó a ver y me guiñó el ojo, como diciendo "soy Orión, yo nunca fallo."
El señor le pidió que eligiese un premio y él optó por un peluche de un zorro, que era horrible, por cierto.
— Ten— me lo entregó, yo lo tomé con nerviosismo.
— Eres bueno haciendo eso— me limité a decir.
— Soy bueno haciendo muchas cosas— respondió con cero modestia. Yo sonreí—. Por cierto, me llamo Orión Gates.
Por supuesto que lo sabía, aún lo recordaba.
¿Cómo iba a olvidarte?, ¿cómo iba a olvidar tu nombre?
— ¿Y tú eres?— dijo divertido ante mi distracción.
— Aquil-es— tartamudeé, él había olvidado mi nombre—. Aquiles Broussard.
— Pues un gusto conocerte, Broussard.
Me tendió la mano, dudé unos segundos en si debía tomarla, pero si no lo hacía él pensaría que yo era un grosero, al final cedí, la tomé. Mierda, pensaba demasiado.
— ¿Te acabas de mudar?— fingí que no lo conocía, le seguí el juego.
— Sí, llevó literalmente horas de estar aquí. Dirás que soy un grosero, pero debo irme, mi madre y mi hermana deben de estarme buscando— dijo apenado mientras se iba alejando poco a poco—. Un placer haberte conocido, Broussard.
Me regaló una sonrisa de media luna y desapareció entre la multitud.
Iba a gritarle "¡quédate un poco más, por favor!", pero no pude, no pude como hace años, en aquel verano en que él se fue.
Ig: aimemoi_doucement
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