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VII















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En la oscuridad del anochecer Catalina De Aragón caminaba en soledad por los jardines del palacio. Añorando el pasado. Extrañando los momentos de amor que tuvo con Enrique, aquel niño mimado por su abuela y sus padres. A pesar de la infidelidad de su esposo, de sus actos que ha realizado para humillarla por su incapacidad de producir un heredero, aún lo amaba. No como el primer día, pero lo suficiente para ser fiel a su Rey.

—Alteza, no debería caminar sin sus guardias. —La voz de Alfonso Balmaceda las distrajo de sus pensamientos. El amor suficiente que tenía Catalina a Enrique era cuestionado ante la simpatía, la amabilidad y el cariño en las palabras que le daba Alfonso.

—Esta es mi ciudad —musito Catalina observando la pileta de agua que estaba al frente—. Nadie puede hacerme daño aquí.

—Solo usted —añadió Alfonso colocando su cuerpo al lado de la reina, sin tocarla.Catalina giro su rostro para observar el imperfecto perfil del mercenario de España—. ¿Cómo puedes soportarlo? —Balmaceda giró su rostro para enfocarlo en el rostro asimétrico de la reina.

—¿Crees que unos engaños de mi esposo abatirán mi fuerza? —preguntó la Reina ofendida por aquella pregunta de su viejo amigo.

—Creo que mereces más —puntualizó su viejo amigo con una pequeña sonrisa.

—No puedo pedir más...no le he dado un heredero —confesó Catalina volviendo su mirada a la pileta—. Entiendo su comportamiento.

—Le has dado una hija. Una heredera —añadió Alfonso girando su cuerpo para observar a la reina de Inglaterra.

—Una mujer no es una heredera, al menos no aquí en Inglaterra. —Específico Catalina con tranquilidad. Ella lo sabía desde que llegó a Inglaterra. Debía dar a luz un varón para la dinastía Tudor.

—Aun así no debería humillarla. Eres Catalina de Aragón...  —La Reina de Inglaterra giró su cuerpo para interrumpir la oración de su viejo amigo.

—No deberías estar aquí —contestó Catalina con rapidez—. No debo estar sola con un hombre.

—No me dan miedo unos rumores —puntualizó Alfonso dando un paso hacia Catalina, pero la Reina con rapidez dio un paso hacia atrás.

—Jamás le ha dado miedo las palabras. —Recordó la Reina de Inglaterra aquellos tiempos de su vida en España—. Lo recuerdo todo, a pesar de los años.

—No han sido tantos años —susurró Alfonso—. Aún veo a esa joven llena de energía y belleza.

—Esa joven se ha ido —aclaró la Reina girando su cuerpo para encaminarse a su habitación.

—No se ha ido majestad, solo necesita algo más para recordarla —expresó el viejo amigo de Catalina siguiendo los pasos de la Reina.

—¿Algo como que? —preguntó la Reina dándose vuelta intrigada por aquellas palabras.

—Sígame. —Catalina de Aragón dudó en seguir a Alfonso Balmaceda, pero la curiosidad era más fuerte para ella. Y la exquisitez de sentir el peligro de una aventura, rejuveneció su vieja alma.

—¿A dónde vamos? —preguntó Catalina en voz baja pasando por los pasillos del castillo. Ocultándose de los guardias y los sirvientes que rondaban en la oscuridad de la noche.

—Silencio Majestad —solicitó Balmaceda tomando la mano de Catalina para guiarla por un estrecho pasillo. La Reina sintió una leve corriente que recorrió desde su mano hasta su vientre. La mano de su viejo amigo era cálida, casi la reconfortaba de sus años sin el amor de Enrique—. Entre. —Balmaceda abrió la puerta de una habitación con lentitud, entregando el espacio a Catalina para que su cuerpo conociera aquella recamara.

—Es Maravilloso. —Alcanzo musitar Catalina al observar cómo la habitación había sido adornada como unas de sus habitaciones del palacio de Alhambra. Las telas adornaban las paredes, las mesas y sillas fueron retiradas para que los cojines ocuparan sus lugares.

—No es igual, pero es algo. —La Reina de Inglaterra escuchó la voz de su hermana mayor detrás de ella. Catalina se giró con unas lágrimas en sus ojos. Le agradecia a Dios por la llegada de su Maria.

—Es suficiente —musito Catalina acercándose para abrazar a la Reina de Portugal, agradeciendo aquel gesto que reconfortaba su torturado y humillado espíritu.

Aquella noche Catalina, no durmió. Pasó las horas con su amada hermana, su curandera, y su viejo amigo bebiendo, comiendo y jugando las cartas como sus días en el palacio de Alhambra. Y el engaño de Enrique quedó en el olvido, con las risas y las miradas que sus españoles les daban.




Los días y semanas pasaron con rapidez para la Reina de Inglaterra. Los días eran eternos, pero la noche pasaba con prontitud junto a la Reina de Portugal, Lady Nusayba y Alfonso Balmaceda. Catalina de Aragón no vio a su esposo en esos días, ni le interesó ver su bella figura, pero solo una cosa le importaba además de compartir sus noches con su grupo de españoles. Su sangre debería bajar si aquel encuentro con Enrique no hubiera dado frutos, pero se había tardado más de lo normal.

La Reina no quería ilusionarse, prefirió esperar.

–Deberías dejar que Nusayba te examinara —declaró María de Aragón en la habitación de su hermana mientras la ayudaba a bañarse como en su infancia.

—Es muy pronto —susurro Catalina recogiendo sus piernas para apoyar su cabeza en sus rodillas—. He estado en esta situación seis veces Maria. Se como es.

—Aun así, debes cuidarte —expresó Maria refregando la espalda de su hermana con la esponja—. No cabalgues.

—No lo haré —manifestó Catalina cerrando sus ojos ante el tacto suave de Maria—. Si es que tu curandera logra que quede embarazada o no, me alegro que estes aqui.

—A mí me alegra estar con mi familia de nuevo —admitió Maria con tranquilidad refregando con suavidad la espalda de la Reina de Inglaterra—. Estoy feliz aquí contigo.

—No te vayas de mi lado —suplico Catalina levantado su cabeza para mirarla al rostro de su hermana mayor.

—No lo haré —le prometió Maria con una sonrisa para tranquilizarla. Se quedaría con ella hasta que su corazón y espíritu volvieran a ser aquella niña que salió de España. Orgullosa, obstinada, fuerte, pero amable.

—¡Mi Reina! —El llamado de Elizabeth Darrell unas de sus tantas damas la sobresaltaron al entrar a la recamara sin tocar—. El Rey de España ha llegado a Inglaterra —gritó con euforia.

—Gracias Elizabeth, es una excelente noticia —agradeció la Reina de Inglaterra con una gran sonrisa, observando la respiración agitada de su dama—. Traed a la princesa Maria. —Su dama asintió para salir en busca de la hija de Enrique octavo.

—¿Preparada para un día lleno de egocentrismo, falsedad y la aburrida música de los ingleses? —preguntó María con Diversión a su hermana menor.

—Nunca —contestó Catalina dejando escapar una pequeña risa de su boca. Jamás se acostumbraría a la conspiraciones de la corte Inglesa.

La Reina de Inglaterra peinaba a su bella hija para el encuentro con su sobrino Carlos. La llegada del emperador había alterado la tranquilidad del castillo de los reyes. Banquetes, almuerzo y cenas se empezaron a preparar para recibir al gobernador de España. Catalina de Aragón no pudo evitar recordar su llegada a Inglaterra, cuando el padre de Enrique entró a su habitación sin su permiso para ver su figura. No hubo banquete, ni almuerzo, ni cenas de bienvenida. En ese momento la infanta de España comprendió la frialdad de los ingleses.

—Mi pequeña ahijada se ve hermosa —señaló María de Aragón observando el vestido de la princesa de Inglaterra. La única hija de la Reina de Inglaterra sonrió ante esas palabras para luego hacer una reverencia ante la reina de Portugal.

—Majestad —saludó la hija de Enrique VIII a su tía.

—¿Estás nerviosa? —preguntó Maria de Aragón arrodillándose para quedar a la altura de su sobrina.

—Un poco —respondió con timidez la princesa de Inglaterra. La Reina de Portugal se enterneció ante las palabras, le dio un beso sonoro a su única ahijada.

—Eres la Reina ideal para cualquier Rey. Eres suficiente —le aclaró María de Aragón para tranquilizar el nerviosismo de la princesa de Inglaterra—. Pero debes recordar que no se casará el día de hoy, solo se firmará el acuerdo.

Maria Tudor asintió con su pequeña cabeza a las palabras de su tía. Aquellas palabras que habían tranquilizado su intranquilo corazón.

—Vamos princesa —señaló su institutriz, Lady Margarethe para guiarla al comedor principal donde el Emperador Carlos esperaba junto al Rey de Inglaterra. María de Aragón se colocó al lado de su hermana, quien caminaba atrás de su hija.

—Te ves hermosa —comentó la Reina de Portugal admirando a la pequeña hija de Catalina caminando con elegancia—. El rojo siempre te ha quedado bien.

—Gracias —respondió la Reina de Inglaterra entregando una pequeña sonrisa a su hermana. La que respondió ese gesto tomando la mano de su hermana para caminar juntas.

La llegada al salón principal fue eufórica. La emoción de las hermanas De Aragón con encontrarse con el hijo de Juana, fue notoria. Ambas abrazaron con afecto al nuevo emperador de España. Uno de los hombres más poderosos de Europa, compitiendo directamente con el esposo de Catalina De Aragón. La celebración por la llegada de Carlos el emperador fue alegre. La música resonaba por el lugar, alegrando por momentos el espíritu de la Reina de Inglaterra.

—No has mirado a Enrique durante todo el banquete —susurro María de Aragón en su oído. La Reina de Portugal observó como Enrique VIII se acercaba al padre de Ana Bolena. Y como su sobrino bailaba con la bella princesa de Inglaterra.

—Lo he visto por años, se como es —respondió Catalina en español esbozando una sonrisa en su rostro—. Deseo bailar. Estoy feliz.

—¿Con Quien? !Catalina! —dijo Maria mientras observaba como su hermana menor se levantaba del asiento para acercarse al círculo del baile.

Maria imaginó que su hermana se acercaría al Rey de Inglaterra, pero su camino se guió a otro hombre. A un hombre español, el cual Maria había acercado a la Reina de Inglaterra, pero jamás pensó que la osadía de su hermana menor se haría notar en un lugar tan público.

—¿Me concedes una pieza? —preguntó Catalina al momento que llegaba al lado de Alfonso Balmaceda, el cual estaba sentado bebiendo con tranquilidad. El mercenario levantó su mirada al momento que descubrió que Catalina de Aragón caminaba a su dirección.

—Ni siquiera tendría que preguntar Majestad —respondió Alfonso con una egocéntrica sonrisa para levantarse con rapidez y tomar la mano de Catalina de Aragón.

—¡Música Española! —bramó la Reina de Inglaterra con una gran sonrisa. Los bailarines se disiparon con rapidez al observar que la Reina bailaría en aquel banquete. Eso era algo totalmente nuevo, Catalina no bailaba hace años en la corte Inglesa.

La música empezó con unos sonidos graves, demostrando lo distinta que era con la música española. Las canciones españolas eran sensuales, sus bailes y su actos demostraban la sangre seductora de los hispanos. Y así lo demostraban Catalina y Alfonso. La complicidad de ellos no quedó en el olvido, se mostró en el baile y en sus miradas. Una mirada que la Reina de Inglaterra no había entregado hace años.

—¡Bravo! —Aplaudió en primer lugar La Reina de Portugal al momento que la música cesó y los pasos de baile de su hermana terminaron. Los presentes imitaron su gesto aplaudiendo con efusividad el comportamiento alegre de la reina.

—Gracias Alfonso —agradeció Catalina entregando dos besos, repartido en cada mejilla.

—Gracias a Usted Majestad —expresó Alfonso realizando una reverencia ante la Reina de Inglaterra. Catalina regresó a su asiento al lado de su hermana con su respiración agitada y con una sonrisa en su rostro.

—Ha sido espectacular —admitió Maria riendo por la actitud de su hermana—. Enrique no pudo evitar mirarte.

—¡Rey de España! —dijo Catalina omitiendo las palabras de su hermana. No le interesaba Enrique en ese momento. Carlos camino hacia la reina con la princesa a su lado.

—Ha sido un hermoso baile tia. Casi pude sentir que estaba en casa. —El Emperador de España felicitó a la Reina de Inglaterra por su baile.

—Su consejero es un excelente bailarín —comentó Catalina levantose de su asiento para tomar la pequeña mano de su hija para girarla al ritmo de la música.

—Lo sé —señaló Carlos con una sonrisa—. En España las mujeres luchan por bailar con él.

—No lo dudo —admitió Catalina girando su rostro para buscar el cuerpo de Alfonso Balmaceda, quien permanecía en soledad bebiendo una copa de vino mirando a su dirección—. Creo que es momento de hablar de negocios con Enrique.

—Deseo que ambas estén conmigo —ordenó Carlos observando a sus tías con cariño—. Sus presencias reconfortan la pesadez de llevar la corona.

—Catalina... —Escuchar su nombre después de un mes de la boca de su esposo la desconcertó por un segundo. Enrique Octavo llegaba a su lado con una gran sonrisa mirando al emperador de España—. Sobrino.

—Majestad.— Las Reinas, el emperador de España y la princesa de Inglaterra realizaron una reverencia ante la llegada del Rey de Inglaterra. Catalina habló—. Carlos ha decidido que es momento de hablar de negocios.

—Perfecto —respondió Enrique llegando al lado de su esposa para besar su mano con cariño. Catalina frunció su ceño ante ese gesto—. Wolsey nos acompañará.

—Y mis tías —puntualizó Carlos con rapidez, Enrique frunció su ceño ejerciendo fuerza en el agarre de su mano con la de su esposa—. Mis tías son hijas de la gran Isabel Castilla, la que fue Reina y guerrera. Su táctica de guerra era sublime, estoy segura que sus hijas tienen el mismo don.

—Estoy segura que si —musito Enrique con incomodidad ante el pedido de su sobrino—. Vamos. —El rey de Inglaterra dio un solo gesto al cardenal, el cual comprendió con rapidez para seguir los pasos de aquel extraño grupo.





Aquella reunión de consejo había sido la más extraña para Enrique, le había recordado sus primeros años de gobierno, donde su ilusión de crear un país como la Antigua roma junto a Catalina De Aragón era su objetivo primordial. Catalina había sido su sueño desde que ella había llegado a Inglaterra, pero ahora observándola no la reconocía. Se arrepentía cada día por haberla elegido.

—Los franceses se arrodillaran ante nuestro poder —expresó Carlos con una sonrisa de orgullo ante el plan de invadir Francia.

—Como siempre debió ser —admitió Catalina tomando la mano de su sobrino con cariño.

—Le escribiré a Felipe —expresó María de Aragón levantándose de su asiento—. Majestades. —La Reina de Portugal salió de aquella habitación con su semblante severo. El que su pueblo participara en una guerra no le contentaba, pero la alianza con España e Inglaterra les otorga beneficio a través de toda Europa.

—Creo que aún queda algo del Banquete. Hablar de guerra abre mi apetito —ssurro Carlos en español observando a su tía. Ambos se levantaron de sus asientos para regresar al lugar en el que habían salido.

—Catalina deseo hablar contigo. —La Reina de Inglaterra observó el semblante de su esposo, el cual no estaba feliz. Catalina volvió a sentarse, mientras Carlos con una sonrisa de incomodidad volvió al banquete—. ¿Qué crees que estás haciendo?

—Entregándote a mi sobrino —respondió Catalina apoyando su espalda en el respaldo de su silla.

—El Rey no necesita su ayuda Majestad —siseo el Cardenal Wosley observando a la reina con recelo. Catalina no sacó su mirada del rostro de Enrique.

—Aunque no quieras, Carlos es leal a mi. Al igual que Maria y Felipe —aclaró Catalina tomando el jarro de vino que estaba al frente de ella para servirse una copa—. Me necesitas... para eso —musito Catalina apuntando con su dedo el mapa de la mesa.

—No te necesito. Ya no más —admitió Enrique Octavo—. Quiero la anulación de nuestro matrimonio.

—Solo hay una forma de obtener la anulación —añadió Catalina aclarando su garganta ante el nudo que quería aparecer en ella ante de esas palabras.

—Lo sé, he enviado una carta al Papa —respondió Enrique sorprendido ante la frialdad de la respuesta de Catalina.

—¿Ante qué cargo está en duda nuestro matrimonio? —preguntó la Reina de Inglaterra tratando de mantener la calma ante la confirmación de sus miedos.

—Yaciste con mi hermano. Nuestra unión ha sido un pecado ante los ojos de Dios —admitió Enrique octavo observando Wosley, el cual asintió con su cabeza por las palabras del Rey. Catalina no pudo evitar reírse por la respuesta de su esposo.

—Esperaré pacientemente ante la respuesta del Santo Papa —comentó la Reina de Catalina sin parar de reír.

—¡Ya basta! —bramo Enrique golpeando la mesa con fuerza. Wolsey se sobresaltó, pero la Reina no. No era la primera vez que veía ese comportamiento de su esposo.

—Puedes creer lo que quieras Enrique, estoy cansada de luchar contra ti—. objetó la Reina de Inglaterra levantándose con elegancia—. Mis palabras siempre serán las mismas, no dormí con su hermano. Llegue a su lecho como la doncella que llegó a Inglaterra de España. —Catalina llegó al lado de su esposo para tomar su barbilla con cuidado. Enrique no se alejó ante el tacto—. Era virgen al momento que llegue a su cama y lo sabes.

—No lo sé —admitió Enrique conectando sus ojos azules a los de su fiel esposa.

—Los hombres son débiles ante las palabras seductores de las mujeres —añadió el Cardenal.

Catalina sonrió.

—Esperaré la decisión del Papa en el palacio Westminster con mi hijo en mi vientre —manifestó Catalina soltando la barbilla de su esposo para alejarse del salón con las manos apoyadas en su vientre.

—¿De qué habla Catalina? —preguntó Enrique al salir del asombro—. ¡Catalina! —bramó el Rey de Inglaterra el nombre de su esposa para que volviera al salón. —¡CATALINA!


















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