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𝑫𝒐𝒄𝒆.

Un vestido floreado, unas zapatillas cerradas y el cabello enredado en una trenza, era el conjunto en el que se enfundó María, mientras esperaba a Esteban, viendo televisión.

―Que protagonista tan patética ―farfullaba la pelinegra, viendo la telenovela. Tomó el mando a distancia, y fue cambiando de canal.

El ruido de la puerta siendo tocada, la espabiló y corrió a abrir.

― ¡Esteban! ―expresó, guindándose del cuello del chico. Él, la atrapó por su cintura y se apretaron. Luego, unieron sus bocas en un beso―. Ven, pasa.

Lo cogió de la mano, guiándolo a la pequeña salita y se la enseñó. El sujeto sentía ternura, solo de admirar la humildad de aquella casa.

―Muy lindo, tu hogar ―pronunció, besándole la mano―. ¿Estabas viendo televisión? ―preguntó, al escuchar un ruido escaso proveniente de la recamara.

―Sí, pero permíteme ir a apagarlo. ―Fue, dejándolo por un momento solo.

Al llegar a su alcoba, mordió sus labios y oprimió el botón de apagar. Escogió una cartera de mano, y salió con una sonrisa de oreja a oreja.

Cuando salieron, llegaron hasta el coche de Esteban y partieron al parque. A todas estas, María no sabía a donde irían esa tarde.

―A un parque ―contestó Esteban, después de escuchar las preguntas de la joven―. Hiciste bien, en vestirte así. Estás perfectamente hermosa.

―Oh, genial. ―Ante el alago de su jefe, se sonrojó―. Muchas gracias. Tú, estás más guapísimo.

San Román se carcajeó, y continuaron su camino entre charlas sin importancia.

En otro lado de la ciudad, una mujer de cabello rizado fumaba su quinto cigarrillo en el día.

Había estado pensando, en lo que Alba le dijo en una ocasión.

La tipa con la que sale, es nadie comparada contigo. Está atenta, búscalo, no te rindas.

―Maldita sea ―siseó, dando una última calada al tabaco.

Dio zancadas a su recamara y divisó su celular tumbado sobre una cómoda. Lo abrió y realizó una llamada.

El número que usted marcó, no está disponible; por favor intente más tarde.

―Contesta Esteban... ―suplicaba, sabiendo que era en vano.

Dejó el móvil en su lugar, y entró a darse una ducha fugaz. Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña.

Al cabo rato, estacionó su auto frente a la mansión San Román.

Tocó el timbre, hasta que se cansó.

Su frustración fue más grande aún, él ni siquiera estaba en casa. Enseguida, lo imaginó con otra mujer. Todavía, no conocía la identidad de quien se lo había quitado, pero no sería por mucho tiempo.

―Señorita Fabiola ―saludó el jardinero, que salía de entre unas plantas. Se quitó el sombrero, e hizo un movimiento de cabeza―. ¿Busca al señor?

―Hola, Fausto. Sí, ¿de casualidad está?

―No, salió desde temprano.

―Ah. Pues gracias, dile que vine a buscarlo ―informó, y sin esperar respuesta se alejó del sitio.

La vibración su celular la sacó de sus cavilaciones, y antes de admirar el nombre en la pantalla su corazón saltó. Por un momento, creyó que la llamaba Esteban.

Patricia Soler.

― ¿Qué pasó? ―inquirió irritada.

Ambas eran muy amigas. Sobre todo, porque juntas criticaban a Daniela y sus actitudes. Nunca se llevaron bien, con la esposa actual de Demetrio. La veían insípida y sumamente sencilla. Sin embargo, Fabiola conocía la atracción que Patricia sentía para con su ex prometido y eso no le agradaba mucho.

¿Vamos a comer? ―propuso, suspirando―. Tenemos largo rato, de no platicar. Hay tema de conversación interesante.

―Está bien ―accedió, a regañadientes―. ¿Paso por ti?

Si, en media hora ―pidió, y se despidieron.

La castaña, subió a su vehículo y manejó a toda velocidad a su casa.

(***)

María cargaba la cesta de mimbre, que contenía los alimentos que consumirían durante su cita. Mientras, Esteban acunaba una bolsa de papel con un mantel a cuadros rojos y un regalo que alcanzó a comprarle a la pelinegra.

― ¿Te parece aquí? ―cuestionó la muchacha, deteniéndose a la altura de una colina un poco empinada. Un árbol, hacía la sombra que ellos necesitaban. Él asintió con la cabeza.

El hombre, extendió la tela en el césped y le quitó la canasta a su asistente, a fin de ir sacando las cosas.

Fernández, se sentó sobre la manta y al acto Esteban también se incorporó a su lado.

―Está tan rico ―balbuceó la morena, dando su segundo mordisco al emparedado―. Te luciste, eh.

―Los prepararon en la casa, agradécele a la señora ―confesó, con una sonrisa tierna. Agarró uno, y lo probó―. Sí, buenísimos.

―Cuéntame de tu vida ―dijo María, tomando otro pan―. Quiero conoce absolutamente todo de ti.

―Y yo de ti, cariño ―expresó, haciendo una mueca de regocijo.

―Bueno, mis padres siempre viajaban; nosotros los San Román, somos una familia con varias generaciones, y siempre se mantuvo el dinero a flote ―él parloteaba, mientras que la pelinegra le prestaba toda su atención, y comía―. Fundaron una empresa pequeña en Cuba, y bueno...soy cubano. Casi nadie lo sabe, pero―

― ¡No puede ser! ―exclamó, sorprendida e interrumpiéndolo―. Mi jefe es cubano, que genial.

―Continuo... ―siguió, soltando una risotada―. Nadie sabe, solo mis tías y obviamente, mis papás. Desgraciadamente, aquella compañía quebró y al poco tiempo se liquidó. Yo crecí en la mansión San Román, siempre ha sido mi hogar. Mamá nunca tuvo hermanos, en cambio mi papá, tiene a Carmela y Alba. Soy hijo único. Cuando mis padres murieron, tenía diecisiete años e iba a ingresar en la universidad. Fue un accidente en barco...terrible.

―No sigas, te veo mal ―indicó, tomándole el rostro y acariciándolo con la yema de sus dedos.

―Podemos dejarlo para otro día, ahora quiero que hables tú. ―Esteban, aprovechó la cercanía y le besó con delicadeza.

―También soy hija única, ohm... ―ella pensaba, que cosas interesantes podía contarle―. Amo comer, ver telenovelas, escuchas baladas y creo fielmente en las almas gemelas.

Al instante, como si se tratara del destino; ellos cruzaron sus ojos.

Sin falta, la electricidad se hizo presente.

― ¿Lo sientes, María? ―interrogó, sin quitarle la mirada.

―Dios mío, si ―soltó, acercándose a él―. Necesito besarte, necesi...

No hubo cabida, para más palabras.

Ya habían unido sus bocas, una vez más con ahínco y plenitud. El amor, estaba por lograr su cometido.

En el restaurante, dos mujeres de clase alta almorzaban carne blanca y a su vez; charlaban de sus asuntos.

―Ve directo al grano, desde que llegué solo me hablas de Arturo ―ordenó Fabiola, bebiendo del vino.

―No seas impaciente, irritas ―espetó Patricia, picando el salmón y probándolo―. Esteban tiene a otra.

―Noticia vieja, niña ―siseó, rodando los ojos. No pasó desapercibida, la forma en la que mencionó al hombre―. ¿Al menos, tú si sabes quién es?

―No estoy segura ―comunicó, encogiéndose de hombros―. Una vez, me lo topé en una heladería. Era tarde, estaba con su secretaria.

― ¿Cual? ―demandó, pensando en la chica nueva.

―No lo sé, ella tenía los ojos claros y el cabello azabache ―describió, asomando una risita―. Es muy linda.

―María... ―masculló, soltando de golpe la copa sobre la mesa.

Entre tanto, la parejita reía, compartían gustos y besos, muchos besos.

Esteban creyó, que era el momento adecuado para pedirle oficialmente a María ser su novia.

―Fernández ―la llamó, en tono autoritario. La mencionada, siguió masticando su manzana e irguió la espalda―. Saque un paquete, de aquella bolsa.

―Como usted ordene, señor ―contestó, siguiéndole el rollo. Le quitó la fruta de la mano, y le propinó un mordisco―. ¿Es esto? ―Le enseño una caja rectangular, aterciopelada.

Pandora.

―Ábrelo ―dijo él, ladeando la cara sin dejar de verla.

María destapó la cajita, dejando al descubierto una fina cadena para el tobillo. Su corazón se aceleró todavía más, tragó saliva y se permitió soltar unas lágrimas de felicidad.

― ¡Gracias, Esteban! ―Lo abrazó efusiva, sin soltar el obsequio―. Me encantó, es tan bonita.

―Me alegro ―contestó, besándola en la coronilla―. Estrénala, ya.

―Haz el honor. ―Le entregó la tobillera. Era de oro, con mariposas en distintos tonos de color azul, guindadas de manera muy minimalista, a su alrededor. Esteban cogió el pie de María, lo acarició y le colocó la cadenilla en el lugar apropiado.

―Señorita ―la llamó. Era tiempo, de hacerle la pregunta―. ¿Quisieras tener la fortuna, de ser mi novia? ―Usó un poco, el ego que se esconde dentro de él. A pesar de estar temblando por completo.

― ¿Tu...novia? ―preguntó nerviosa. De por sí, con la presencia de su jefe con ella, y el regalo que le dio, ya se sentía gloriosa. Escuchar esa frase, la convirtió en la más feliz de todas. Se quedó callada, ganándose la mirada inquisidora y suplicante de Esteban―. ¡Claro que quiero serlo! Aunque, el afortunado vendrías siendo tú, cariño.

―Por supuesto ―afirmó, pegándola contra su torso y sujetándole la cara con ambas manos―. Escúchame bien, jamás te arrepentirás de esta decisión. Viviré para hacerte feliz, es una promesa.

―Cállate y bésame ―pidió con desespero.

El deseo de la pelinegra, se hizo realidad.

Cayó la noche, y Esteban llevó a su ahora novia, a casa. Refunfuñando, la dejó ir, prometiendo ir a buscarla el domingo, a fin de presentarla a su tía Carmela. Se despidieron, con un beso y un abrazo fuerte. Después de observarla y asegurarse, que ella entró se fue tranquilo a la mansión.

Cuando hubo llegado, el jardinero lo esperaba en toda la entrada, listo para irse.

―Don Esteban ―dijo, saludándolo con la mano.

San Román bajó del coche, extrañado.

―Fausto, ¿qué pasó?

―La señorita Fabiola ha venido ―informó―. Debía decirle algo importante, porque insistió mucho.

―Oh, está bien. Puedes retirarte, gracias por avisarme ―agradeció y entró a su casa.

Caminó directamente a su recamara, y se dio un buen baño. La felicidad, ahora era parte de su vida diaria, estaba muy seguro que así sería. Su corazón se hinchó, al pensar en María y la relación que tienen.

Se vistió con su habitual pijama, y luego de pasarse varias veces la mano por el cabello, se perfumó con loción. Bajó a la cocina, y sobre la encimera, había una olla que contenía su comida favorita. Frotó sus palmas y comenzó a comer, no le importó que estuviera frío.

(***)

Alba San Román, descansa sobre el balcón de su apartamento, mientras veía los automóviles pasar.

Pensaba y maldecía sin parar a María.

Y, ni siquiera sabía, que ya era la nueva novia de su sobrino.

Apagó el cigarrillo, golpeteándolo con la pared y cerrando la puerta tras ella.

―Carmela, ven ―llamó a su hermana, desde la entrada su alcoba.

La doña, salió enfundada en una bata y con rollos en el cabello.

―Dime, Albita. ―Arrastraba sus pies, ocasionando un ruido frustrante―. ¿Qué ocurre?

―Me imagino, que mañana vas a salir ―dijo, sin estar realmente segura.

―Sí, veré a Estebancito ―comentó, posando ambas manos en la cadera.

―Voy contigo ―propuso, Alba. Carmela rodó los ojos.

―Para nada, no estás invitada ―espetó, dando media vuelta―. No sea metiche, hombre.

― ¡Respétame, inútil! ―gritó, enfurecida―. Claro que voy a ir, cuando esos dos se juntan nunca sale nada bueno ―susurró, cuando la menor de las hermanas regresó a su habitación.

No obstante, Carmela fue más astuta.

Abrió la libreta, donde guardaba los números telefónicos de sus amigos, y familiares. Buscó con el dedo, a Esteban y marcó desde el teléfono fijo encima de la cómoda.

― ¿Mijito?

Hola, tía ―contestó el sujeto, somnoliento―. ¿Qué pasa?

―Llamo para avisarte, que Albita quiere ir mañana conmigo. Obvio, le dije que no.

Descuida, ¿quieres que nos veamos en el mall? ―indicó, largando un bostezo.

―Perfecto, mijito ―respondió, y subía el volumen al televisor―. A la misma hora, ¿no?

Sí, sí.

―Hasta luego, descansa.

Cerró la llamada, y se quedó más tranquila.

Con anterioridad, había hablado con él y se enteró que conocería a María, pero que nadie más estaba invitado. Así que, al auto invitarse Alba, se corría el riesgo de que se enterara Fabiola, y no quería eso por los momentos.

Suspiró, y se concentró en terminar de mirar la película.



Feliz Halloween, brujas. 

𝕩𝕠𝕩𝕠, 𝔸.

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