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━━𝐒𝐞𝐯𝐞𝐧

❛❛Camino a salvarle las papas a tío Possey❜❜

𝐀𝐋𝐋𝐄𝐆𝐑𝐀
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CLARAMENTE ME VIERON CARA DE PELOTUDA DESDE ANTES DE NACER.

Es más, yo ni quería nacer, me tuvieron por cesárea urgente casi empezando el décimo mes porque no daba ni señales de querer venir al mundo.

¿Qué le hace creer a mi papá que de verdad estoy a gusto con la idea de ir a una misión solo por "fama"? 

Seguro se fumó un porro mal hecho...

Dejé caer mi morral en la cama sin ganas. Tenía tres dagas, mi broche para el cabello que se volvía un arco, mi cuaderno y estuche de lápices, el set pequeño de mate para viajes de emergencia, ligas para el cabello, mi ipod, los veinte dracmas que nos prestaron en la tienda del campamento, la tarjeta de crédito de mamá, mi alijo especial de dulces y mi cara de culo, por ser obligada a hacer algo que no quiero.

«Mirá, Silvia, yo voy a ir, pero voy a ir con la peor de las ondas. Banquenme con la peor de las ondas».

—Ten. —Will se acercó a mí con una cantimplora de néctar, una bolsa con cierre hermético llena de trocitos de ambrosía y un mini set de primeros auxilios para ser usada sólo en caso de emergencia, si estábamos gravemente heridos. 

Quirón ya me había dado néctar y ambrosía, pero nunca viene mal un poco más y ser de la cabaña que administra esos productos tiene sus ventajas.

—Gracias, Will. —Revolví su cabello y él se rió. 

Aurora estaba detrás suyo, casi saltando de emoción con la idea de ir a una misión. Ella era exactamente el prototipo que Apolo esperaba de mí, que ansiara el estrellato. Yo solo no quería terminar estrellada.

Pero ella me miraba con tanta admiración que me forcé a sonreír. 

Mis hermanos se reunieron alrededor mío, con miradas de preocupación y determinación en sus rostros. Will me dio un abrazo fuerte, como si quisiera transmitirme toda su energía positiva en un gesto. Lee y Michael habían estado al fondo, de brazos cruzados y nada contentos con dejarme ir.

—¿Llevas todo? —preguntó Lee levantando mi bolso.

Asentí.

—¿Llevas las flechas venenosas?

—Sí. 

Ambos asintieron, y me abrazaron. Me despedí de todos ellos, mis hermosos quince hermanos, me coloqué mi chaqueta de la selección y salí rezando poder volver a verlos.

Nos reunimos cerca de la Casa Grande,  Annabeth se movía ansiosa. Traía su gorra mágica de los Yankees, un libro de arquitectura clásica escrito en griego antiguo, para leer cuando se aburriera, y un largo cuchillo de bronce, oculto en la manga de la camisa. 

Percy estaba convencido de que el cuchillo nos delataría en cuanto pasáramos por un detector de metales.

Por su parte, Grover llevaba sus pies falsos y pantalones holgados para pasar por humano. Iba tocado con una gorra verde tipo rasta, porque cuando llovía el pelo rizado se le aplastaba y dejaba ver la punta de los cuernecillos. Su mochila naranja estaba llena de pedazos de metal y manzanas para picotear. En el bolsillo llevaba una flauta de junco que su padre cabra le había hecho, aunque sólo se sabía dos canciones: el Concierto para piano n. ° 12 de Mozart y So Yesterday de Hilary Duff, y ninguna de las dos suena demasiado bien con la flauta de Pan.

Percy se había limitado a llevar una mochila que se veía medio vacía.

Nos despedimos de los otros campistas, echamos un último vistazo a los campos de fresas, el océano y la Casa Grande, y subimos por la colina Mestiza hasta el alto pino que antaño fuera Thalia, la hija de Zeus.

Quirón nos esperaba sentado en su silla de ruedas. Junto a él estaba el jefe de seguridad del campamento: Argos. Tenía ojos por todo el cuerpo, así que era imposible sorprenderlo. No obstante, como hoy llevaba un uniforme de chófer, sólo le vi unos pocos en manos, rostro y cuello.

—Éste es Argos —le dijo Quirón a Percy—. Los llevará a la ciudad y... bueno, les echará un ojo.

«Ah se comió un payaso hoy».

Oí pasos detrás de nosotros.

Luke subía corriendo por la colina con unas zapatillas de baloncesto en la mano.

—¡Eh! —jadeó—. Me alegro de alcanzarlos. —Annabeth se sonrojó, como siempre que Luke estaba cerca—. Sólo quería desearos buena suerte —le dijo a Percy—. Y pensé que... a lo mejor te sirven.

Le tendió las zapatillas, que parecían bastante normales. Incluso olían bastante normal.

—¡Maya! —dijo Luke.

De los talones de los botines surgieron alas de pájaro blancas. Di un respingo y las dejé caer. Las zapatillas revolotearon por el suelo hasta que las alas se plegaron y desaparecieron.

—¡Alucinante! —musitó Grover.

Luke sonrió.

—A mí me fueron muy útiles en mi misión. Me las regaló papá. Evidentemente, estos días no las utilizo demasiado... —Entristeció la expresión.

Percy se sonrojó tanto como Annabeth.

Lo miré con burla. 

—Eh, Luke. Gracias.

—Oye, Percy... —Luke parecía incómodo—. Hay muchas esperanzas puestas en ti. Así que... mata algunos monstruos por mí, ¿vale?

Se dieron la mano. Luke le dio una palmadita a Grover entre los cuernos, me revolvió el cabello y esquivó un puñetazo de mi parte por eso, luego abrazó a Annabeth, que parecía a punto de desmayarse.

Cuando Luke se hubo marchado, le dije a Annabeth:

—Estás hiperventilando.

—De eso nada.

—Pero ¿no le dejaste capturar la bandera a él en lugar de ir tú? —Percy se apuntó a mi broma. 

—Oh... Me pregunto por qué querré ir a ninguna parte contigo, Percy.

Descendió por el otro lado de la colina con largas zancadas, hacia donde una furgoneta blanca esperaba junto a la carretera. Argos la siguió, haciendo tintinear las llaves del coche.

Percy levantó las zapatillas voladoras y miró  a Quirón.

—No me aconsejas usarlas, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—Luke tenía buena intención, Percy. Pero flotar en el aire... no es lo más sensato que puedes hacer.

Meneó la cabeza, pero entonces se le ocurrió una idea.

—Eh, Grover, ¿las quieres tú?

Se le encendió la mirada.

—¿Yo?

En poco tiempo atamos las zapatillas a sus pies falsos, y el primer niño cabra volador del mundo quedó listo para el lanzamiento.

—¡Maya! —gritó.

Despegó sin problemas, pero al poco se cayó de lado, desequilibrado por la mochila. Las zapatillas aladas seguían aleteando como pequeños potros salvajes.

—¡Práctica! —le gritó Quirón por detrás—. ¡Sólo necesitas práctica!

—¡Aaaaah! —Grover siguió volando en zigzag colina abajo, casi a ras del suelo, como un cortador de césped poseso, en dirección a la furgoneta.

—Voy a ver que no se mate —dije avanzando detrás suyo—. ¡Grover, cuidado! —grité, viendo cómo se tambaleaba en el aire.

Por suerte, antes de que pudiera estrellarse contra el suelo, logró estabilizarse y aterrizar torpemente junto a la furgoneta. Estaba realmente aliviado por haber sobrevivido a su primer vuelo.

—¡Uff, eso estuvo cerca! —exclamó, sacudiéndose el polvo de la ropa—. Pero definitivamente necesito más práctica.

Sus palabras me sacaron una sonrisa, aliviada de que estuviera bien. 

Me acerqué a la furgoneta y miré a Argos, el jefe de seguridad del campamento, quien nos observaba con una mirada penetrante.

—Gracias por llevarnos —le dije, tratando de sonar lo más cortés posible.

Argos asintió con solemnidad y abrió la puerta trasera de la furgoneta. Annabeth y Grover se subieron  y justo cuando me estaba subiendo, Percy llegó al pie de la colina.

Miró hacia arriba y yo lo imité. Bajo el pino que había sido Thalia, hija de Zeus, Quirón se erguía en toda su altura de hombre caballo y nos despidió levantando el arco. La típica despedida de campamento del típico centauro.

Bueno, ya es oficial —murmuré—. Vamos a salvarle las papas al tío Possy.

Argo nos condujo a la parte oeste de Long Island. Me pareció raro volver a una autopista, hacía dos años que no salía del campamento salvo las excursiones al Olimpo. Me pregunté si así se sentiría si ahora decidiera volver a casa.

 —De momento bien —dijo Percy—. Quince kilómetros y ni un solo monstruo.

La concha de tu hermana, boludo —me quejé.

—¿Qué?

Annabeth le lanzó una mirada de irritación. 

—Da mala suerte hablar de esa manera.

—Recuérdamelo de nuevo, ¿bien? ¿Por qué me odias tanto?

—No te odio.

—Pareces yo cada vez que me cruzo un inglés —dije sacando una bolsita de gusanitos de goma.

Percy frunció el ceño sin entender, pero asintió. Annabeth dobló su gorra de invisibilidad.

—Mira... es sólo que se supone que no tenemos que llevarnos bien. Nuestros padres son rivales.

Mastiqué mi gusanito, escuchando el chisme

—¿Por qué?

—¿Cuántas razones quieres? —Suspiró—. Una vez mi madre sorprendió a Poseidón con su novia en el templo de Atenea, algo sumamente irrespetuoso. En otra ocasión, Atenea y Poseidón compitieron por ser el patrón de la ciudad de Atenas. Tu padre hizo brotar un estúpido manantial de agua salada como regalo. Mi madre creó el olivo. La gente vio que su regalo era mejor y llamaron a la ciudad con su nombre.

—Deben de gustarles mucho las olivas.

Me ahogué con el gusanito por reírme.

—Déjame en paz.

—Hombre, si hubiera inventado la pizza... eso podría entenderlo.

—¡Te he dicho que me dejes en paz!

Argo sonrió en el asiento delantero. No dijo nada, pero nos guiñó el ojo azul que tenía en la nuca.

El tráfico de Queens empezó a ralentizarnos. Cuando llegamos a Manhattan, el sol se estaba poniendo y había empezado a llover. Sus últimos rayos me acariciaron suavemente la mejilla.

«Sigo enojada, papá» pensé cerrando los ojos. 

Argos nos dejó en la estación de autobuses Greyhound del Upper East Side, pegado a un buzón, había un cartel empapado con la foto de Percy que decía:

"¿Ha visto a este chico?".

La quité porque no nos servía si alguien la veía y luego al fugitivo hombre pez.

Argos descargó nuestro equipaje, se aseguró de que teníamos nuestros billetes de autobús y luego se marchó, abriendo el ojo del dorso de la mano para echarnos un último vistazo mientras salía del aparcamiento.

La lluvia no cesaba.

La espera nos impacientaba y decidimos jugar a darle toquecitos a una manzana de Grover. Entre Annabeth y yo le dábamos golpes haciéndola rebotar de mi rodilla a su pie, luego a mi codo y finalmente a su hombro. Percy...no estaba tan mal.

El juego terminó cuando le lanzó la manzana a Grover demasiado cerca de su boca. En un megamordisco de cabra engulló nuestra pelota. Grover se ruborizó e intentó disculparse, pero los tres estábamos muriéndonos de risa.

Por fin llegó el autobús. 

Nos subimos y encontramos asientos juntos al final del autobús. Guardamos nuestras mochilas en el portaequipajes. Annabeth no paraba de sacudir con nerviosismo su gorra de los Yankees contra el muslo.

Percy y yo nos sentamos de un lado, y Annabeth y Grover del otro lado del pasillo. Estábamos demasiado cerca del baño y el olor era asqueroso.

—Dudo mucho que lo sagrado apeste así —se quejó Percy luego de que un hombre salió de allí.

—Tenemos una misión, no son vacaciones —espetó Annabeth. 

—Eso no quita que es asqueroso —repliqué tapándome la nariz. Iba a vomitar si alguien más usaba esa cosa.

Había sido un silencio incómodo, no sé por qué Percy no me hablaba, así que me quedé dormida. Era de ley, me subía a un autobús o a un auto y me quedaba noni. 

Me desperté una hora después, sobresaltada al sentir el movimiento del autobús sobre un bache. Al darme cuenta de que había estado durmiendo sobre el hombro de Percy, me ruboricé de inmediato y me enderecé en mi asiento, tratando de disimular mi vergüenza.

—Perdón.

—Así que a ti también se te cae la baba cuando duermes —bromeó.

—Cállate. 

Me pasé una mano por el rostro, tratando de despejarme. La lluvia persistente golpeaba contra el cristal del autobús, creando un ambiente sombrío y melancólico.

—¿Es normal que te quedaras dormida tan rápido?

Me agarré el cabello con una coleta, y asentí. 

—Los hijos de Apolo no dormimos bien —expliqué—. Demasiada creatividad artística, a veces nos desvelamos hasta tarde para quitar la idea de la cabeza, somos los médicos del campamento y ya lo has visto, siempre hay dos o tres en la enfermería y ni hablar luego de captura la bandera. También estamos un poco más en sintonía con los sueños proféticos, eso significa el doble de pesadillas. Y bueno, luego está la cosa del sol, es difícil dormir más allá del amanecer, es automático.

Annabeth y Grover estaban absortos en sus propios pensamientos, observando a través de la ventana cómo la lluvia caía sobre el paisaje urbano.

—Dijiste que estás en sintonía con los sueños proféticos —murmuró—. ¿Así supiste que iba a ir a la misión?

Negué con la cabeza.

—Naa, ese fue Apolo apareciendo en mi tranquilo sueño después de un año sin saber nada de él, para decirme "te comportas como un cero a la izquierda, te me vas en la misión" y yo ni sabía de qué me estaba hablando.

—Ah.

—Pero así fue como supe que estabas en peligro con el minotauro, apenas me desperté, salí corriendo a ayudarte.

Nos quedamos callados por un momento, cada uno sumido en sus pensamientos, al final fue Percy quien rompió el silencio, su voz resonando en el pequeño espacio del autobús.

—¿Qué crees que nos espera en esta misión? —preguntó, mirándome fijamente.

Me recosté en mi asiento, tratando de organizar mis pensamientos.

—No lo sé con certeza —respondí honestamente—. Pero sé que no será fácil. Las misiones rara vez lo son. Podemos encontrarnos con monstruos, dioses, o cualquier cosa intermedia. Lo importante es que estemos preparados para enfrentar lo que sea que se cruce en nuestro camino.

Percy asintió, absorbido por mis palabras.

—Lamento que tuvieras que venir obligada. 

Solté un bufido.

—Apolo es el ser más intenso que existe, no me dejó opciones. 

Unos cinco minutos después, el autobús giró para entrar en una gasolinera. Annabeth se paró de inmediato. 

—Voy a ir a comprar snacks —informó. 

—Vamos contigo —dijo Percy parándose. Me apresuré a tomar mi bolso para sacar mi termo.

Pero ella lo frenó en seco.

—No. Tú te quedas aquí.

—¿Por qué? —se quejó—. El baño apesta.

Suspiré comprendiendo lo que estaba pensando Annabeth.

—Los monstruos no te perciben por eso —expliqué sacando mi termo. Era mediano, pintado de celeste y blanco con stickers de mates, soles y Leo Messi.

—Exacto, así que aquí te quedas —dijo ella dándome la razón a regañadientes—.  Pero Allegra puede venir.

Percy frunció el ceño.

—Quiero votar. —Miró a Grover, como pidiéndole ayuda—. ¿Quién quiere que todos bajemos a tomar aire y comprar snacks? —Levantó la mano. 

Annabeth y yo nos miramos y luego a él. 

—No es una votación. —Percy bufó y se cruzó de brazos—. ¿Papas y sodas para todos? —preguntó ella forzando una sonrisa.

—No creo que tengas derecho a decidir que no hay votación. 

—Aww que  pena oír eso.

—Percy, no es una democracia —dije, parándome al lado de Annabeth, él puso una expresión de traición—. Es por tu seguridad. 

Él clavó sus ojos en mí y luego en Annabeth con molestia. 

—Ok, votemos si ustedes pueden decidir que no hay votación. 

Rodé los ojos. Eso no iba a terminar más. 

—Creo que estás obviando que somos dos contra uno.

—Grover, ¿puedes ayudar...me? —pidió Percy.

Pero él se puso a aplaudir, haciendo  que los tres lo miramos confundidos.

—No quiero tener la  última palabra —dijo sin dejar de aplaudir—. Tengo una mejor idea —Y se puso a cantar—. Se siente el camino con baches porque entre mis amigos se siente fricción, y si se enojan, ya sabes, yo tengo un remedio que es esta canción...

—Ya basta —dije.

—¿Qué haces? —cuestionó Percy.

Grover nos miró a cada uno, se sonrojó hasta los cuernos y tragó saliva antes de responder.

—Es la canción del consenso —dijo con tono agudo—. En el segundo verso hay que decir cosas positivas de los demás. Unas rondas y les sorprendería como los desacuerdos sólo... —Se detuvo al ver la mirada que los tres le dimos—. Mejor me callo.

Un tenso silencio se instaló y ninguno de los chicos se atrevía a decir algo.

—¿Papas y sodas? —preguntó Annabeth de nuevo.

—No me importa —murmuró Percy entre dientes.

—Sí, por favor —dijo Grover.

Ella se adelantó a bajarse, yo me quedé unos segundos más. Percy estaba con los brazos cruzados y muy molesto.

—Ya volvemos —mascullé alejándome.

—El sistema de votos no sirve. —Fue lo último que alcancé a escuchar.

Genial. Avanzamos dos pasos y retrocedemos cuatro.

Diez minutos después, Annabeth y yo volvimos, le estaba por dar a Percy su bolsa de papas cuando me tiró del bolso.

—Chicos.

Una anciana acababa de subir. Llevaba un vestido de terciopelo arrugado, guantes de encaje y un gorro naranja de punto; también llevaba un gran bolso estampado. Cuando levantó la cabeza, sus ojos negros emitieron un destello, y mi pulso estuvo a punto de pararse.

—Es la señora Dodds. —Percy se agachó en el asiento, me tomó del brazo y me arrastró con él hacia abajo.

Miré por el costado del asiento. Detrás de ella venían otras dos viejas: una con gorro verde y la otra con gorro morado. Por lo demás, tenían exactamente el mismo aspecto que la señora Dodds: las mismas manos nudosas, el mismo bolso estampado, el mismo vestido arrugado. Un trío de abuelas diabólicas.

Se sentaron en la primera fila, justo detrás del conductor. Las dos del asiento del pasillo miraron hacia atrás con un gesto disimulado pero de mensaje muy claro: de aquí no sale nadie.

El autobús arrancó y ahora estábamos completamente atrapados.

—No ha pasado muerta mucho tiempo —dijo Percy intentando evitar el temblor en su voz—. Creía que habías dicho que podían ser expulsadas durante una vida entera.

—Dije que si tenías suerte. Evidentemente, estás meado por un elefante, boludo.

—Las tres —sollozó Grover—. Di immortales!

—No pasa nada —dijo Annabeth, esforzándose por mantener la calma—. Las Furias. Los tres peores monstruos del inframundo. Ningún problema. Escaparemos por las ventanillas.

—No se abren —musitó Grover.

—¿Hay puerta de emergencia?

No la había. Y aunque la hubiera, no habría sido de ayuda. Para entonces, estábamos en medio de la ruta, sin nada para escondernos.

—No nos atacarán con testigos —dijo Percy—. ¿Verdad?

—Los mortales no tienen buena vista —le recordé—. Sus cerebros sólo pueden procesar lo que ven a través de la niebla.

—Verán a tres viejas matándonos, ¿no?

Pensé en ello.

—Es difícil saberlo. Pero no podemos contar con los mortales para que nos ayuden. ¿Y una salida de emergencia en el techo...?

Pasamos por debajo de un túnel y el autobús se quedó a oscuras salvo por las bombillitas del pasillo. Sin el repiqueteo de la lluvia contra el techo, el silencio era espeluznante.

La señora Dodds se levantó. Como si lo hubiera ensayado, anunció en voz alta:

—Tengo que ir al aseo.

—Y yo —añadió la segunda furia.

—Y yo —repitió la tercera.

Y las tres echaron a andar por el pasillo.

—Percy, ponte mi gorra —urgió Annabeth.

—¿Para qué?

—Te buscan a ti. Vuélvete invisible y déjalas pasar. Luego intenta llegar a la parte de delante y escapar.

—Pero ustedes...

—Hay bastantes probabilidades de que no reparen en nosotros —susurré entre dientes—. Eres hijo de uno de los Tres Grandes, ¿recuerdas? Puede que tu olor sea abrumador.

—No puedo dejarlos.

—No te preocupes por nosotros —insistió Grover—. ¡Ve!

Percy y yo nos miramos, y asentí. Estiré la mano hacia Annabeth, ella me dio la gorra y se la puse. 

Desapareció, me subí a mi asiento para darle espacio a salir. No tenía idea de donde estaba, pero esperaba que las Furias se centraran más en el aroma conjunto de Annabeth y mío que en el de él. 

Contuve el aliento cuando la señora Dodds se detuvo, olisqueó y se quedó mirándo un punto fijo entre los asientos a su lado.

El corazón me latía desbocado. Al parecer no vio nada, pues las tres siguieron avanzando.

Transformé mi bronce en el arco y preparé una flecha,aya casi salíamos del túnel cuando se convirtieron, soltando unos aullidos espeluznantes. 

Las ancianas ya no eran ancianas. Sus rostros seguían siendo los mismos, supongo que no podían volverse más feas, pero a partir del cuello habían encogido hasta transformarseen cuerpos de arpía marrones y coriáceos, con alas de murciélago y manos y pies como garras de gárgola. Los bolsos se habíanbconvertido en fieros látigos.

Las Furias nos rodearon, esgrimiendo sus látigos.

—¿Dónde está? ¿Dónde? —silbaban entre dientes.

Los demás pasajeros gritaban y se escondían bajo sus asientos. Bueno, por lo menos veían algo.

—¡No está aquí! —gritó Annabeth—. ¡Se ha ido!

Las Furias levantaron los látigos.

Apunté a una de ellas y disparé. La flecha con punta de bronce se clavó en su garganta, soltó un alarido de dolor y se disolvió en polvo. Las otras dos gritaron furiosas viendo a su hermana desvanecerse y se giraron hacia mí. 

—Vengan, hay más de dónde vino esa —dije con dos flechas apuntando a cada una.

Annabeth sacó el cuchillo de bronce. Grover agarró una lata de su mochila y se dispuso a lanzarla.

Entonces el autobús giró bruscamente hacia la izquierda. Todo el mundo aulló al ser lanzado hacia la derecha, me tropecé y caí entre los asientos, justo sobre Annabeth. 

Por suerte las tres Furias se habían dado contra las ventanas.

—¡Eh, eh! ¿Qué dem...? —gritó el conductor—. ¡Uaaaah!

El autobús comenzó a moverse de un lado a otro sin control.

—¡Ay, quítate, Allegra! —me gritó.

—¡Pará, boluda, que no puedo salir! —Es que se me había atorado el pie en el asiento, y el movimiento no ayudaba.

Íbamos a toda velocidad bajo la tormenta, humanos y monstruos dando tumbos dentro del autobús, mientras los coches eran apartados o derribados como si fueran bolos.

De algún modo, el conductor encontró una salida. Dejamos la autopista a todo trapo, cruzamos media docena de semáforos y acabamos, aún a velocidad de vértigo por una carretera rural de Nueva Jersey. Había un bosque a la izquierda y el río Hudson a la derecha, hacia donde el conductor parecía dirigirse.

Me logré levantar, justo a tiempo lara que el autobús frenó de golpe, mis pies perdieron la estabilidad y me fui hacia adelante. Instintivamente intenté buscar algo a lo que agarrarme, pero solo lograron agarrar el aire antes de que mi cuerpo chocara contra el suelo con un golpe seco que sacudió cada fibra de mi ser.

Un dolor agudo se disparó desde mi cadera hasta mi hombro, haciéndome jadear de sorpresa y dolor. 

Con un esfuerzo sobrehumano, traté de levantarme, pero mis músculos parecían haberse convertido en gelatina bajo la presión del dolor, y encima, como mi suerte es divina, el autobús derrapó ciento ochenta grados sobre el asfalto mojado.

El ruido de la lluvia golpeando contra el techo del autobús resonaba en mis oídos, mezclado con los gritos de los pasajeros y el chirriante sonido de los frenos, hasta que finalmente, se estrelló contra los árboles.

Se encendieron las luces de emergencia. La puerta se abrió de par en par. El conductor fue el primero en salir, y los pasajeros lo siguieron gritando como enloquecidos.

Me apoyé en el respaldo de un asiento cercano, tratando de recuperar el aliento mientras me esforzaba por superar el dolor. 

 —Vamos —Annabeth me forzó a levantarme.

Las Furias recuperaron el equilibrio. Revolvieron sus látigos contra nosotras, mientras ésta amenazaba con su cuchillo y les ordenaba que retrocedieran en griego clásico. Grover les lanzaba trozos de lata. No estaba segura de dónde había caído mi arco, así que busqué a tientas en mi bolso algún cuchillo.

Observé la puerta abierta. Esperaba que Percy hubiera aprovechado para escapar.

—¡Eh!

Pero no, el muy boludo hizo todo lo opuesto. Se quitó la gorra de invisibilidad.

Las Furias se volvieron, mostrándole sus colmillos amarillos. La señora Dodds se abalanzó hacia él por el pasillo, con su látigo golpeando contra los asientos, haciendo que llamas rojas volaran por los aires.

Su horrenda hermana se precipitó saltando por encima de los asientos como un enorme y asquerosos lagartos.

—Perseus Jackson —dijo la señora Dodds con tono de ultratumba—, has ofendido a los dioses. Vas a morir.

—Me gustaba más como profesora de matemáticas.

La Furia gruñó. Annabeth y Grover me ayudaron a moverme tras las Furias con cautela, buscando una salida.

Percy saco algo de su bolsillo y se convirtió en una brillante espada de doble filo.

Las Furias vacilaron. Evidentemente, no les gustó nada verla.

—Sométete ahora —silbó entre dientes— y no sufrirás tormento eterno.

—Buen intento —contestó. 

—¡Percy, cuidado! —le advirtió Annabeth.

La señora Dodds enroscó su látigo en la espada mientras la otra Furia se le echaba encima, Percy dio un manotazo y logró soltarse, golpeó a señora Dodds con la empuñadura y la envió de espaldas contra un asiento, se volvió y le asestó un tajo a la otra, en cuanto la hoja tocó su cuello, gritó y explotó en una nube de polvo.

Annabeth aprovecho el desconcierto de la señora Dodds por el golpe y le aplicó una llave de lucha libre y tiró de ella hacia atrás, mientras Grover le arrebataba el látigo.

—¡Ay! —gritó él—. ¡Ay! ¡Quema! ¡Quema!

La señora Dodds intentaba quitarse a Annabeth de encima. Daba patadas, arañaba, silbaba y mordía, pero Annabeth aguantó mientras Grover le ataba las piernas con su propio látigo. Al final ambos consiguieron tumbarla en el pasillo. Intentó levantarse, pero no tenía espacio para batir sus alas de murciélago, así que volvió a caerse.

—¡Zeus te destruirá! —prometió—. ¡Tu alma será de Hades!

Braceas meas vescimini! —gritó Percy. Un trueno sacudió el autobús. Se me erizó el vello de la nuca.

—¡Salgan! —ordenó Annabeth. Ella y Percy pasaron mis brazos sobre sus hombros—. ¡Ahora!

Como pudimos, salimos corriendo fuera y encontramos a los demás pasajeros vagando sin rumbo, aturdidos, discutiendo con el conductor o dando vueltas en círculos y gritando impotentes.

—¡Vamos a morir! —Un turista con una camisa hawaiana le hizo una foto antes de que pudiera tapar la espada.

—¡Nuestras bolsas! —dijo Grover—. Hemos dejado núes…

¡BUUUUUUM!

Las ventanas del autobús explotaron y los pasajeros corrieron despavoridos.

El rayo dejó un gran agujero en el techo, pero un aullido enfurecido desde el interior me indicó que la señora Dodds aún no estaba muerta.

—¡Corran! —exclamó Annabeth—. ¡Está pidiendo refuerzos! ¡Tenemos que largarnos de aquí!

Percy se agachó de espaldas frente a mí.

—Sube, no tenemos tiempo de esperarte.

Parpadeé, atontada, pero decidí que no iba a cuestionarlo. Me subí a su espalda y nos internamos en el bosque bajo un diluvio, con el autobús en llamas a nuestra espalda y nada más que oscuridad ante nosotros.

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