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🌗. Tercer mes .🌗

🌗. No existen las cosas imposibles; existen las cosas que te dan miedo intentar .🌗


¡POR LA REPUTÍSIMA MADRE QUE LO REMIL PARIÓ, LA CONCHA VIEJA CON OLOR A ALCANTARILLA PODRIDA DE LA MOMIA TUTANKAMÓN!

¡¡¡Sabía que comprar ese reloj en la tienda de segunda mano no sería una buena opción!!!

Se rompió al primer tirón contra la pared, cayendo en miles de trocitos pequeñitos del mecanismo roto sobre el suelo.

Pero por lo menos había dejado de hacer ese ruido parecido al parto de un cerdo.

Y ahora solo le quedaban menos de quince minutos para prepararse e irse a clases, y de esos quince, Atsushi había consumido casi sesenta segundos enteros mirando un zapato viejo sobre la alfombra hasta darse cuenta de su situación y saltar corriendo escaleras abajo en dirección al baño para prepararse.

Maldito zapato, parecía decirle con si inexistente mirada «¡Ja! Me causa gracia tu desgracia.»

Rimaba y todo.

¿Desayunar? ¿Qué es eso? ¿Se come?

Desgraciadamente, sí; mas no podía darse ese lujo si no quería perder el año. Como era de esperarse, había suspendido la prueba de química —sí, aquella en la que casi le agrega agua a sodio activo (explicación del chiste: sodio activo + agua = KABOOM!!!, Adiós escuela)— y tenía que presentarse en clases completamentarias, que eran ¡irónicamente a primera hora!

Y el muy zoquete no se dio cuenta hasta llegar al parque, que tenía los calzoncillos encima de los pantalones.

¿Se creía Superman o qué?

Esa moda no se veía bien a menos que fueses un superhéroe. Y él en esos momentos necesitaba ser Flash.

Corrió como alma que lo lleva la diarrea a baño público por las calles, disculpándose entre jadeos con las personas con las que tropezaba sin querer. Estas, lejos de mirarlo extrañado por su actitud, le concedieron una mirada cargada de lástima. Ver a un chico despeinado, con la ropa desprolija, los cordones desatados y cara de haber participado en El Grito, de Stephen King, solo podía proporción miradas de «Pobre muchacho, seguro la novia lo dejó por el chico que le hace bullying y se mete en apuestas, sus padres lo abandonaron dejándolo con deudas que pagar y ahora tuvo la noticia que su perro murió.»

Ok, no tan así; pero se entendió la idea.

Giró a la derecha y cruzó la calle, saltando una pequeña valla del parque. Si lograba tomar el tren que salía ahora llegaría justo a tiempo.

Aún tenía una oportunidad.

O eso creyó, pero la vida es una troll hija de puta.

Justo en el momento en que ya tenía divisado la entrada a la estación del metro, un hombre joven de cabello rubio largo, lanzó un maletín plateado al medio de la calle.

—¡¡¡Todo el mundo al suelo!!! —segundos después de que el hombre —que guardaba un escalofriante parecido con su profesor de matemáticas, Kunikida— las calles retumbaron con la explosión del maletín. Gritos y personas corriendo por ayuda hicieron de la estación un caos.

Atsushi se quedó mirando con terror todo lo ocurrido; sin saber si el miedo era por lo que acababa de ver o porque iba a llegar tarde sin ese tren. Y ahora seguro que se cancelaban las líneas por culpa de la bomba.

Suspiró, compareciéndose de su propia desgracia y miró al cielo, reprochando a Dios.

«¿En serio, vida? ¿Un atentado terrorista en medio del día? Qué creativa.»

Solo quedaba correr y esperar a llegar a tiempo.

¿Qué posibilidades había que una guerra interna entre dos organizaciones retrasase el toque de la campana?

.

.

Solo faltaba una cuadra. ¡Lo iba a lograr!

Se felicitó a sí mismo por el sobreesfuerzo, confiado de que había ganado la batalla contra el tiempo. Estaba solo a dos pasos de entrar por las rejas de la escuela.

Parece que la vida le sonreía al fin.

Poz nho, my zyela.›

¿Vida? ¿Eres tú?

El profesor Ango apareció tan amenazante y correcto como siempre. Según historias de Dazai y Chuuya, el mismo profesor los había pillado en un momento de calentura en el almacén del gimnasio; persiguiéndolos por todo el centro hasta capturarlos. El wey corría rápido.

«Vida, que te den por culo.»

‹¿Qué más no quisiera?›

Genial, la vida era una ofrecida.

Puso las manos en la reja, evitando que la cerrase. Ango-sensei lo miró por encima de sus gafas redondas, fulminante.

—Ha llegado dos minutos tarde, según las reglas, debe quedarse fuera. —espetó, insistiendo en cerrar la verja.

Tragó saliva, los ojos se le desviaban inconscientemente hacia la ventana donde estaba su aula; seguro que Gogol-san ya casi llegaba y lo primero que notaría sería la ausencia del único estudiante que suspendió su asignatura.

Lo rebanaría.

Rogaría por su vida si era necesario.

—Ango-sensei, por favorcito —rogó con ojos suplicantes, quizás se compadeciera de su miserable existencia. Un solo gesto no fue hecho; mantenía su irrefutable decisión. Atsushi sintió un repentino ataque de histeria, los músculos del cuello sufrían espasmos y sus ojos se movían como todo un trastornado—. Si no me deja entrar no podré tomar apuntes. Sin los apuntes, no seré capaz de estudiar. Si no estudio, suspendo —se le escapó una risa loca, hilarante. Estaba sufriendo el ataque de la croqueta—. Si suspendo, repito año. Si repito, no seré capaz de graduarme. Sin graduación, no trabajo. No trabajo, no dinero. No dinero, ¡no comida! —se llevó las manos a la cabeza y se jaló el pelo—. No comida, flaco. Faco, feo. Feo, no amor. No amor, no matrimonio —comenzó a hablar mucho más rápido—. No matrimonio, no hijos. No hijos, solo. Solo, depresión. ¡Depresión! Depresión, enfermedad. ¡¡¡Enfermedad, MUERTE!!! —alzó la cabeza y tomó de la camisa blanca al profesor, que lo miraba asustado—. Así que si no quiere ser el responsable de mi muerte, ¡déjeme pasar!

Ango solo asintió, temeroso de que aquel estudiante en realidad fuese el paciente de un hospital de rehabilitación mental.

Atsushi recobró la cordura perdida y corrió. Subió los escalones de la entrada de tres en tres y llegó a la zona de los casilleros. Buscó el suyo mientas se quitaba con una mano los zapatos de calle. Tanteó el bolsillo trasero de sus pantalones.

El timbre sonó, dando inicio a las clases.

Por lo menos ya estaba en la escuela, solo llegaría unos segundos tarde.

Puso la contraseña del casillero y abrió.

Miró otra vez el número que ponía la puerta de metal. Sí, era su casillero. Repasó otra vez el interior.

Suspicaz, y con cierta vacilación, tomó la nota que estaba prendada de las hojas de un pequeño ramo de begonias blancas, rojas y anaranjadas y la acercó para leerla.

Sé que dijeron que enloquecí como el Quijote. Y es que tu amor me causó afecto rebote.

Tengo completo de Ziri porque solo recuerdo tu voz. Has endulzado mi vida, eres mi especie en extinción.

No sé si darme por vencido. A Roma llevan mil caminos, ¿pero cuál es el que te tiene a ti como destino?

Cuando leas esta letra, recuérdalo. Solo pido que me quieras como te he querido yo: de millones de maneras y a cada cual mejor.

A.R.


Releyó la nota varias veces. Sintiendo en cada una un extraño sentimiento recorriendo su interior hasta llegar a sí corazón e impulsarlo en una carrera en la que sus latidos perderían.

Le habían dedicado una canción. Una bella canción donde se le declaraban, o eso parecía ser. Estaba emocionado, a decir verdad; era la primera vez que recibía aquel tipo de cosas. Se sentía bien saber que estabas en la mente y el corazón de alguien...

De repente esa emoción se esfumó, junto con su sonrisa.

Fue una sorpresa encontrar eso en su casillero, pero no estaba contento.

No eran de parte de Akutagawa Ryūnosuke.

La persona que era dueña de su corazón.

No podía aceptar los sentimientos de nadie más, sería como traicionarse a sí mismo. Jugar con los sentimientos de los demás nunca fue una opción, ya que uno mismo es el que termina dañado.

Así que sonrió con lástima y acomodó la tarjeta junto a las flores; no las arrojaría, sería una falta de respeto hacia quién tomó de su tiempo para hacer aquello. Le agradecía mucho, pero no podía corresponder a sus sentimientos.

Ya tenían dueño.

Sé que tú, el que está leyendo esto, y yo, queremos darle una hostia bien merecida a Atsushi por ser más lento que un caracol con asma. Mas, debemos dejar que él mismo se de cuenta. Ya sabes lo que dicen, mientras más alta la estupidez, más duele cuando se de cuente con la caída.

¿Qué? ¿No era así ese proverbio?

Cerró el casillero y se colocó los zapatos de interior. Con la emoción de tener un acosador personal y el lindo detalle, había olvidado el hecho que lo traía al maltraer desde tempranas horas de la mañana.

Ya había aceptado que su futuro había valido verga, cuando vio salir del baño del primer piso al profesor causante de su muerte prematura, Nikolai Gogol. La sorpresa fue que, detrás de él, salió Fyodor Dostoyevski, el profesor de filosofía.

Se quedó allí, mirando esa perturbadora escena.

Un momento.

¿¡Qué es esa marca en su cuello!?

Del susto, su espalda chocó contra su casillero.

Cayó en cuenta.

Se volteó, aterrado.

¡Su acosador conocía la contraseña de su casillero!

.

.

Los días pasaban y la temperatura de transformaba de un «frío de inicio de año» a «temperaturas que te hielan hasta el ojo del...». Febrero ya entraba en su clímax. San Valentín estaba a la vuelta de la esquina, literalmente, era pasar la página del calendario y sería 14; venía de la mano con chocolates, corazones rotos y posible nieve. Perfecto para los tortolitos.

Pero para Atsushi no podía significar menos, tenía en mente dos grandes ecuaciones: la primera, quién era su acosador. Día tras día dejaban flores, que alternaban entre begonias y margaritas, y una tarjeta con estrofas de una canción, firmada con las mismas siglas.

A.R.

¿Qué significaba eso?

¿Antes de la Revolución?

En su mente se repetían las últimas palabras que le habían sido escritas ese día.

Tengo versos que no te conté, de sueños que no acaban. Sueño con poder retroceder. Se queda corta la palabra «querer» si se trata de usted.


No podía negar el vuelco que daba su corazón cada vez que abría su casillero y encontraba su regalo. Día tras días. Sin falta.

Ya se había hecho costumbre.

Hasta el punto de pillarse esperando con ansias ver qué le decía hoy a través de esas canciones. Eso era lo que más le agradaba, su forma de expresarse.

De algún modo, sentía un deja vu tocando constantemente en la puerta de su mente.

Pero la segunda ecuación alejaba esas emociones negativas a una esquina. Estaba realmente preocupado. Se sentía ansioso y nervioso constantemente; con un sentimiento de añoranza instalado en su pecho, reacio a abandonarlo. Y es que...

Akutagawa Ryūnosuke no iba a clase desde Año Nuevo.

Se removió incómodo sobre su asiento, incapaz de prestar atención a la clase que se estaba llevando a cabo frente del aula. Su cuerpo estaba ahí, pero su mente divagaba en opciones y ideas que le erizaban los vellos de la nuca.

Estuvo varias veces al punto de armarse de valor e ir directamente a su casa, pues llamaba y llamaba y su celular daba apagado, eso era lo que más lo asustaba, pero recordaba que no sabía dónde vivía.

Otra cosa más que desconocía de él.

¿Cuántas más le faltaban?

En realidad.

¿Qué conocía de Akutagawa?

La campana no logró sacarlo de su sintonía. Una posibilidad que no se le hacía ocurrido hasta ese momento le confirió una luz de esperanza. Se levantó, tirando la silla al suelo, y salió corriendo hasta el aula de los estudiantes de tercer año. Casi choca un par de veces pero llegó. Abrió la puerta.

—¡Dazai-san! —llamó sin respuesta. No estaba allí, ni Chuuya-san tampoco.

Lo buscó en los posibles lugares que se le ocurrieron: el gimnasio, los vestidores, los baños, la biblioteca; todos los posibles sitios donde podían estar revolcándose.

Solo quedaba un lugar.

Abrió la enfermería, esperanzado de no encontrar al castaño... sino al pelinegro.

No había nadie.

Desilusión.

Se iba a volver loco como no lo viese. Nunca pensó que sus sentimientos fuesen tan fuertes hasta ese punto; las lágrimas se le escaparon, rodando por las mejillas.

—¿Atsushi-kun? ¿Qué sucede? —sorprendido, se limpió los ojos con la manga de la chaqueta negra y giró a ver.

¡EL MONSTRUO DEL LAGO NÉS! ¡CORRAN POR SUS VIDAS!

—Dazai-san, no me pegue esos sustos. —suspiró Atsushi al percatarse que no era un monstruo, sino el castaño con mandil y lleno hasta el hipotálamo de chocolate, azúcar y harina.

—Ah, esto —señaló sus vestimentas entre risas—. Estamos haciendo chocolate por San Valentín —puso una sonrisa tonta, más bien, parecían estar preparando TNT—. No veas a Chuuya; parece chiwaka, lo que más enano.

Imaginó al pelirrojo cosplayando al personaje, molesto como siempre. No sonrió, no le salía.

Miró con seriedad a Osamu y dijo, en un suspiro:

—Akutagawa no viene al colegio hace días.

Dazai parpadeó un par de veces.

—Oh, no te preocupes. Seguro está en su trabajo.

—¿Eh? ¿Trabajo? —¿trabajaba? Esa era la opción más normal y no se le había ocurrido. Creyó escuchar la voz del pelinegro diciéndole idiota; sí que lo era. Se golpeó el rostro.

—Sí, de repartidor de pizza.

Ahora sí que se le escapó una risa. La primera en días. Pues un Akutagawa vestido con ropa de repartidor, sobre una moto, llevando los pedidos lo suficientemente veloz para ganar propina y lanzándole la pizza a la cara a la gente, invadió su imaginación, con sus bellos ojos grises bajo la gorra.

Una sonrisa astuta creció en los labios de Dazai; leía la mente del albino.

—¿Por qué no le preparas chocolate? —propuso, con es rostro de persona que no ha roto un plato en su vida; más bien, una vajilla entera.

El color subió hasta sus mejillas. Mas, sonrió y asintió, siguiendo al mayor. Necesitaba un poco de tranquilidad después de tanta desesperación.

Creyó que todo iba a ir bien cuando...

—¡¡¡Por el amor de Dios!!! ¡QUÉ ALGUIEN LE QUITE ESE LANZALLAMAS A CHUUYA!

.

.

—¿Akutagawa? —escapó de sus labios inconscientemente. Apretó el chocolate hecho a mano contra su pecho, guardado en una bolsa. Regresaba a casa cuando, al pasar por el puestecillo de flores y alzar la vista, creyó ver ese cabello negro

Y no se equivocaba.

—Hola. —respondió este sereno.

—¿Qué haces? —preguntó curioso al ver las bolsas de supermercado que cargaba el pelinegro.

—Gin me pidió que le hiciese algunas compras —levantó las bolsas— y un idiota se cruzó en su camino.

Atsushi río. Lo había extrañado tanto.

—No soy un idiota —hizo un puchero. ¿No lo veía hace días y lo recibió con un insulto? Recordó algo—. Por cierto... alguien desconocido me está mandando notas —agregó inocentemente.

¿Akutagawa se acababa de dar un facepalm? ¡Se dejó hasta los dedos marcados!

—Tienes razón, no eres idiota. Eres MUY idiota.

El peliblanco le sacó la lengua como un niño.

—¿Quieres que te ayude con eso? —se ofreció, señalando las, al parecer, pesadas jabas.

—No necesito ayuda —después de temblarles un poco los brazos, las bolsas cayeron al piso del peso—... El suelo se sentía solo —excusó entre las risas del albino.

Atsushi se acercó sin hacerle caso a las quejas del pelinegro y tomó la mitad de las compras, comenzando a caminar.

—Deberías ejercitar un poco. —le dijo cuando Akutagawa se puso a su lado.

—No eres el más indicado para hablar. —le miró de arriba abajo, sus ojos gritaban "si yo soy Piter la anguila, tú eres Piter el hilo dental."

—¡Hago yoga! —se defendió.

—La postura del muerto sobre una superficie durante ocho horas, no cuenta.

Sí, tanto uno como el otro habían extrañado esto. Pero no lo dirían, se limitarían a disfrutar de la compañía del otro.

—Entra. —dijo Akutagawa dejando la puerta de madera negra tas de sí.

Entre conversaciones/discusiones habían llegado a casa del pelinegro. El nerviosismo se apoderó de su cuerpo. Tantas veces deseó estar ahí y ahora, que lo estaba, no sabía qué hacer o decir.

Entró como robot fuera de funcionamiento y clavó la mirada en el suelo. Unos pasos traviesos se escucharon bajar por la escalera y una chica menuda —apenas uno o dos años menor que ellos, se asomó por la esquina del pasillo. Lo estaba mirando con unos vivaces ojos grises. Iguales a los de su hermano.

Era Gin.

—Así que tú eres el famoso Atsushi. —habló la chica sonriendo.

—¿Eh? —¿cómo sabía de él? ¿Akutagawa le había contado? ¿¡Akutagawa Ryūnosuke le había contado a su hermana de su existencia!? Es hora de bailar la macarena.

—Gin, traje lo que pediste. —apareció el mencionado, por la puerta donde —suponía— se encontraba la cocina. El tono que usó parecía decirle sutilmente que cerrara el pico.

—U-un placer —saludó Atsushi con una mano en la nuca y haciendo una reverencia—. Soy Nakajima Atsushi, a-

—El novio de mi hermano, lo sé.

«Amigo.», iba a decir.

—Gin, ¿por qué no preparas un té? —insistió Akutagawa, guiñándole un ojo en seña de que cortase el rollo.

—¿Y tú por qué no te armas de valor y le pides de una vez que te acompañe al parque de diversiones? —rebatió está con sarcasmo y las manos en las caderas—. Porque eres un cobarde —añadió sonriendo con orgullo. Akutagawa parecía fulminarla en la batalla de gris contra gris—. Estuviste todos estos días trabajando para ello, ¿y ahora te rajas?

Atsushi se repetía en su mente, sentado sobre el sofá borgoña de estampado de higos: «Si no me muevo, no me ven.»

Akutagawa se giró hacia él de golpe, haciendo que se sobresaltase.

—No le creas. Trabajaba para conseguir dinero. —le dijo a Atsushi.

Gin sonrió.

—Sí, para poder invitarlo al parque de diversiones.

—¿Pa-parque de diversiones? —Atsushi se sentía en medio de un campo de batalla.

—Quería llevarte por San Valentín.

—¡Gin, basta! —gritó Akutagawa en pánico.

Ella lo ignoró, acercándose a Atsushi. Le tendió la mano abierta y con una sonrisa hermosa dijo:

—Un gusto en conocerte, cuñado.

.

.

Caminaban uno junto al otro, sonrojados hasta las orejas. Se sentían incómodos por la situación, mas, el ambiente no era tenso. Cada uno tanteaba para ver quién abriría la boca primero.

Después de lo ocurrido en casa de Akutagawa, ninguno había podido hablarse sin sonrojarse. Y ni hablar de mirarse a los ojos.

Todavía no sabe cómo una chica tan delgada y aparentemente delicada, había logrado empujarlos hasta el cuarto de baño, encerrándolos en él. La puerta se volvió a abrir y les lanzó unas piezas de ropa para gritarles, juguetona:

—No consideréis la idea de salir hasta que no os cambiéis de ropa. —y acto seguido, cerró y pasó la llave.

Akutagawa suspiró. Su hermana podía ser un poco pesada cuando se le metía algo entre ceja y ceja. Observó las telas y le pasó a Atsushi —quien temblaba de nervioso en una esquina— las prendas de colores claros, él se quedaría con las oscuras.

Se volteó para comenzar a cambiarse. Mientras antes terminasen con esto, mejor. Además, sí era verdad que quería pasar tiempo con Atsushi... a solas...

Negó con la cabeza. Y se puso la pieza de arriba para después ajustarse los pantalones. Giró a ver al albino. Se terminaba de colocar la camisa, alcanzando a ver un pedazo de su espalda baja, por donde cruzaba una fea cicatriz.

Le picó la curiosidad, mas no dijo absolutamente nada.

Gin los había dejado salir al ver que hicieron lo que dijo. Los empujó hasta la puerta de la entrada, sacándolos a la calle.

—Disfruten su cita~

Y cerró la puerta.

Echó un vistazo rápido a sus ropas. Mataría a Gin. Los había hecho vestir como una pareja. Ambos llevaban ropas idénticas, salvo los colores. Él, con un jersey negro con un corazón blanco en el medio y pantalones blancos; y Atsushi, viceversa.

Se complementaban como las piezas de un rompecabezas.

Dejando de lado la vergüenza, la noche era preciosa. El cielo estaba despejado, desprovisto de nubes, las estrellas manchando el firmamento como la mejor obra de arte, formando constelaciones y titilando ante el frío de la radiante Luna. La luz de los juegos del parque iluminaban de vivos colores a las personas —en su mayoría parejas— que iban de allá para acá, disfrutando de una noche de paz y amor.

Amor.

Se podía decir que un sentimiento parecido era lo que sentía cuando pensaba en Atsushi. Un reconfortante calor en su pecho le hacía querer hacer más que solo mirarlo. Deseaba abrazarlo.

—¡Mira! Un juego de tiro al blanco. —exclamó Atsushi señalando la caseta repleta de peluches de todos los tamaños, listos para ser entregados como regalo.

Caminaron hasta él. Los iris dorados y violetas brillaron enamorados al fijarse sobre un peluche de dragón negro, colocado en una esquina del estante superior. Debía ser suyo.

Sacó la billetera y sacó dos billetes.

—¿Jugarás? —le preguntó al pelinegro.

Este negó, con los brazos cruzados sobre el pecho. Sería divertido ver cómo el albino luchada por ese peluche.

El chico que atendía tomó el billete que le dio Atsushi y le pasó una escopeta de juguete y cinco municiones de plástico. La cosa era derribar tres de los muñecos de cartón que iban apareciendo; como premio, podía llevarse cualquier juguete de la estancia.

Atsushi pensó que aquello estaría chupado. Se colocó la escopeta y apuntó. Falló el primero, el segundo y el tercero. Soltó una maldición. Solo le quedaban dos tiros. Tiró. Erró. Disparó el último con un ataque de cólera, la bolita de corcho pasó a milímetros del muñeco, sin tocarlo.

Pateó el piso con frustración.

Pago otra turno. Así siguió repitiéndose aquello. Fallaba, se enfurecía y pagaba otra vez. Sin éxito alguno. En un momento logró derribar uno, pero necesitaba tres y solo le quedaba un tiro.

Se palpó el bolsillo trasero en busca de monedas. El alma se le cayó a los pies.

—¡Akutagawa! —se le colgó de los hombros entre lloros. El pelinegro bufó—. Si me quieres aunque sea un poco, préstame dinero.

—No te prestaré dinero, Jinko pobre. —se negó rotundamente.

—¡Entonces gánalo para mí! —no importaba quién lo hiciera, él solo quería llevarse a casa ese peluche.

—No.

—¿¡Por quéeeeee!?

Akutagawa levantó una ceja. Al estar tan cerca, Atsushi miró sorprendido su rostro; estaba equivocado al pensar que el pelinegro no tenía cejas, sí que las tenía, solo que eran muy finas.

—Porque tú dijiste «...si me quieres aunque sea un poco» —imitó su voz con sorna—. Yo no lo hago, Jinko.

«Yo lo hago mucho más.»

El labio inferior de Atsushi temblaba y sus ojos parecían moverse debido a las lágrimas.

—PERRO RABIOSO. —gritó, hacia Akutagawa, quién volteó furioso.

—¿¡Cómo me llamaste!?

Le arrancó de las manos al encargado una de las escopetas y comenzó a dispararle a Atsushi. Este, le devolvió los tiros.

Sí que se estaban divirtiendo.

.

.


—¡Subamos a ese!

La noria gigante de Yokohama.

El lugar perfecto para observar la ciudad desde una impresionante altura y como nunca antes se podría hacer. Las luces multicolores de la circunferencia de hierro se reflejaba en las calmas aguas del río que le daba vida a la ciudad, como un espejo deforme de colores y felicidad. A lo lejos, en horizonte, se levantaban los edificios y casas hasta perderse en la lejanía que no se alcanzaba a ver, peor que estaba ahí. Presente.

Como los miles de sentimientos que de arremolinaban en sus corazones.

Atsushi estaba pegado al cristal del compartimiento en el que estaban, mejillas y manos paralelas al vidrio, con la mirada perdida en lo que se extendía fuera de allí. Akutagawa también observaba, pero al chico de cabellos blancos, sentado y con los brazos cruzados sobre el pecho. Eso para él era lo más bonito que podían enseñarle aquella noche.

Sonrió como un niño pequeño, Nakajima, y se sentó justo al lado del pelinegro, quién volteó para verle a los ojos. Parecían brillar.

—¿Te divertiste? —preguntó animado, rebosando energía, sin dejar de sonreír—. ¿Disfrutaste de tu día conmigo?

Silencio.

No quería hablar, solo deseaba quedarse mirando sus ojos lo que le quedaba de vida. De esa forma se entendían, sin ninguna palabra de por medio; solo con sentimientos.

Repasó la pregunta en su mente.

¿Se divirtió?

Eso no se preguntaba, señores.

Jamás creyó merecer tanta felicidad. Era incapaz de devolver aquello que le daba Atsushi cada vez que sonreía como lo hacía ahora.

Cuando él era el motivo de esa sonrisa.

—Oh, vamos. Acepta que te divertiste. —el albino codeó su costado, animándole a aceptar.

—No lo acepto pero tampoco lo niego. —dijo, tratando de mantener su voz neutral.

Atsushi suspiró decaído. Era tan difícil hacer que Akutagawa expresase algo.

—Tienes una piedra por corazón.

Tenía razón y lo peor es que lo sabía. Nunca se había permitido dejar entrar en él sentimientos; ni salir. Los mantenía encerrados tras los barrotes de una jaula oxidada por él mismo.

Y aún así, Atsushi depositaba en pedazo de músculo que bombea sangre, toda su confianza.

Le pesaba. Le dolía eso.

Porque él no lo hacía.

Se mantenía callado. Comiéndose lo de adentro.

—Puede que alguien como yo sea incapaz de amar —dijo. Si tantas veces había guardado para sí lo que sentía, una vez más no causaría más daño del ya hecho. Conectó sus miradas—. No creo en el amor.

Atsushi solo lo miraba, serio, comprensivo. Sintió un toque en su mano, para después ver cómo el albino enlazaba sus dedos.

Sonrió y dijo:

—No es creer lo que no vimos; es crear lo que no vemos.

«Basta, detente. No lo hagas más difícil.», gritaba el pelinegro en su mente.

«Quédate quieto que nadie te pueda dañar» —cantó Atsushi, con esa voz melodiosa que lo volvía loco. Quería pararlo, se lo estaba haciendo muy difícil—, dice la voz infeliz que nunca supo amar. Estando quieto, casi sin moverme llegó. ¿Quién? Llegó, me tocó y me contó que le pasaba igual. No me dijo nada más y empezamos a gritar, desde aquella cárcel que preparé para mi libertad —negó con la cabeza—. Yo no la puse allí, te prometo que no fui; te enseñé las cicatrices de cuando la defendí. No me queda nada,… ya perdí la llave. La vi en tu mirada —gris y dorado conectados en un eclipse de sentir—, estaba contigo y lo sabes. No quería nada, pero algo pasó y es que no supe decirte que no; decirme que no. Puede que por ti el miedo ya no quepa en mi corazón —hizo una pausa, finalizando una estrofa y comenzó a tararear una melodía. Continuó—: Si me dejas la llave te ayudo a salir de ahí. Y es que quieres, pero no puedes; pues temes por ti —le tocó el pecho dos veces con el dedo índice. Era imposible que él supiese algo...—. Pasaron dos, pasaron tres, pasaron cinco. Cada vez que metes tu corazón dentro sale tan distinto. Te puedes quedar tan mal hasta regalar un «te quiero» sin sentirlo; solo buscando quién te recordara que debes quererte tu mismo —«Ya lo encontré», pensó Akutagawa perdido en su mirada—. Porque yo nunca me quise, ni cuando dices que soy tu amigo, ni cuando dices que iluminé tus días cuando con mi sonrisa calmé todo tu dolor; pero vivo en una mentira que no puedo dejar de creer ¿y qué hacemos? Duele navegar con un remo. Todos con motor, y yo «puedo». «Yo puedo». Empecé a pensar en «sí, debo». ¿Quieres hacerlo bien?, pues no niegues más, empecemos de cero. ¿Quieres amar de verdad?, empecemos por ti —le señaló—, que ya nos conocemos. Y vuelves a jugar al juego; y vuelves a quedar primero; y vuelves a pegar cemento y tu corazón ya casi no lo vemos. Sé que quieres protegerte de la doble cara de un «te quiero». Pero, recuerda —Atsushi se estaba  acercando, girando ligeramente su rostro. Quería, deseaba, tenía que hacerlo—: que nadie a conseguido nada... teniendo miedo.

El peliblanco se detuvo, a centímetros de sus labios. Ambos estaban inmóvil. Los cristales estaban empañados, dándoles intimidad. Sus respiraciones mezcladas y sus corazones desbocados. Atsushi miró sus labios y Akutagawa no podía quitar los ojos de sus iris.

Le escuchó tragar saliva en seco, igual o más nervioso que él; pero decidido.

Un centímetro más, una frase más y harían eso que llevaban tanto tiempo es esperando: se besarían.

—Akutagawa —dijo, no había vuelta atrás—, nada es imposible.

Y...

Akutagawa le colocó la palma de su mano contra los labios.

«No.»

Lo alejó, ante la gran confusión del otro. Sus bellos ojos abiertos de par en par, asustados, nerviosos, decepcionados.

—Ni siquiera puedo cumplir una promesa. —dijo, casi en un susurro.

—¿Eh? ¿A qué te refieres?

Le debía una explicación.

No.

Le debía la verdad.

—Atsushi... tengo fibrosis quística.

—¿Qué? —estaba tan estupefacto que no se percató de que era la primera vez que decía su nombre.

El pelinegro tragó, bajando con ellos las ganas de echarse a llorar en su hombro.

—Es una enfermedad genética pulmonar no contagiosa que deteriora mi tejido pulmonar. —explicó. No separaría su mirada por nada. Debía hacerle entender que estaba hablando en serio, que estaba siendo sincero, que estaba... confiando en él.

La respiración de Atsushi se agitó, irregular; su cerebro no generaba respuestas.

—¿Y eso qué significa? —preguntó al borde del llanto.

«Espero que algún día seas capaz de ver en mí algo más que un amigo; un hombro en donde apoyarte y seguir adelante.», recordó sus palabras.

Sonrió.

Su primera sonrisa sincera y estaba cargada de dolor y pesar.

Una sonrisa única para una persona única.

Y ahí lo comprendió. En el mismo momento en que iba a decir las palabras que ni él mismo quería aceptar:

Estaba enamorado de Nakajima Atsushi.

—Necesito un trasplante de pulmón.























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