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🌙. Quinto mes .🌙

🌙. Los mimos no dicen una sola palabra .🌙

—Jinko, ¿qué escribes? —preguntó una voz frente a él. Esa voz.

Alzó la cabeza y se permitió analizar a la persona que tenía enfrente: Akutagawa lo miraba con una ceja alzada, tratando de leer lo que estaba escribiendo en la mesita frente a la camilla del hospital. Había despertado medio día después de la operación, confuso y somnoliento por la anestesia. No fue hasta quince días después que permitieron hacerle visitas, cuando ya fue capaz de respirar por su cuenta y el peligro de contraer una bacteria había pasado.

Hace un mes y medio que lo visitaba, todos los días.

Dentro de un máximo de dos semana le darían el alta.

Sería justo el primero de mayo.

El día que habían fijado para cumplir sus promesas.

Atsushi le sacó la lengua como un niño que se niega a responder algo. Ese gesto provocó que el pelinegro bufara. Los primeros días de veía ausente, perdido en la nada de la pared de enfrente; salvo, mientas fueron pasando poco a poco, su semblante fue tomando color y su humor volvió a ser el mismo huraño de siempre.

—Un libro. —contestó Atsushi, continuando con su anterior escritura.

—Eres tonto. —dijo Akutagawa. Nunca nadie lo había insultado con tanta elegancia y prepotencia como lo hacía él.

—¿¡Y eso a qué vino!? —protestó, con un mohín de molestia.

—Oh, perdón. Pensé que estábamos jugando a decir cosas obvias.

Contuvo las ganas de lanzarse encima de él y comenzar una pelea. Aún tenía algunos aparatos extraños conectados al cuerpo y no quería dañarlo. Volteó la cara con un «¡Jum!» y giró sus ojos hacia el reloj junto a la puerta para verificar si ya era la hora para que la enfermera hiciera la revisión matutina.

Fueron solo unos segundos.

Suficientes para que Akutagawa, presto, arrebatase de las manos del albino el puñado de hojas en las que había estado concentrado la mayor parte de la mañana, quitándole toda la atención que merecía él.

Sí.

Estaba celoso de un puñado de fibra vegetal estirada.

¿¡Algún problema!?

—Así que dos chicos que comparten un tazón de Chazuke a la luz de la luna... —aunque Atsushi había tratado de quitarle las hojas, fue en vano. Akutagawa leía con diversión—. No sabía que tuvieses esos gustos, Jinko —sus labios se crisparon en una sonrisa sugerente.

—¡Ca-cállate! —el rostro de Atsushi estaba rivalizando con el cabello de Chuuya.

—¿Deseas eso? —preguntó, ahora serio.

El peliblanco ladeó la cabeza como un cachorro confundido.

—¿Eh?

—¿Que si deseas que eso se cumpla? —repitió, por primera vez, no se exasperó por la lentitud del peliblanco, sino que le causó una sorprendente ternura. ¿Qué mierda le habían implantado junto con el pulmón?

Sus iris se quedaron clavados en el rostro de Atsushi, quién tenía una nueva mueca desconocida por él y que le ocasionaba escalofríos: una sonrisa astuta.

Atsushi era todo menos los adjetivos referentes a inteligencia.

Le vio poner sus manos sobre el colchón de la cama e inclinarse hasta que sus narices rozaran, un movimiento audaz y peligroso; como un tigre que acecha a su presa. Dijo, sin quitar esa sonrisa lobuna, usando unas palabras que el pelinegro conocía muy bien, pues él mismo las había dicho:

—No lo acepto, pero tampoco lo niego.

.

.

Se quedó parado mirando el cartel luminoso, opaco por la luz del día, indeciso si entrar o no. Una idea se pasó por su mente, plasmándola en su cara con una sonrisa.

Entró al parque de diversiones que había visitado junto a Akutagawa.

Pasó por los caminos, como si persiguiera el recuerdo de ellos dos, como una sombra; caminó junto al puesto de los peces de colores, junto a los de comida y té, hasta llegar a su destino.

El puesto de tiro al blanco.

Ese día había luchado con fervor revolucionario para conseguir el peluche de dragón negro que ofertaban como uno de los regalos, pero no lo logró.

Su puntería era más mala que los intentos de suicidio de Dazai.

Pero esta vez, aunque tuviese que vender sus calzoncillos de estampados de animales, lo conseguiría.

Estaba de camino a su visita al hospital cuando se cruzó con la noria en su campo de visión. Recordó tantas cosas y sentimientos, que sin darse cuenta ya estaba pagando la entrada al parque.

Le llevaría el peluche a Akutagawa.

Se imaginaba la cara de asco del pelinegro al ver la tela felpuda del juguete, pero emocionado en el interior. Porque sí, a Ryūnosuke le encantaban las cosas tienes.

Y Nakajima Atsushi era su favorita.

Pagó al encargado y preparó su arma. Aguantó el aire en un último suspiro y apuntó.

Bam.

Cayó el primer muñeco de cartón. Solo faltaban dos y se llevaría el dragón negro.

Tiró, falló dos veces.

Solo le quedaban dos municiones.

Dos municiones, para dos oportunidades.

Soltó el aire y se imaginó el brillo de sorpresa en los iris grises, como el mar calmo después de una tormenta.

Apretó el gatillo dos veces, sin mirar a donde apuntaba.

—¡Felicidades! Elija su premio.

La voz del encargado anunciando que había ganado le hizo alzar la mirada. ¡Lo había logrado! ¡Llevaría el condenado peluche!

—¿Cuál va a llevar? —preguntó el hombre, refiriéndose a los peluches y juguetes que se encontraban en los estantes, esperando a ser llevados.

—El dragón negro. —dijo con ánimo. Eufórico.

—Lo siento. —negó, mirando los estantes. Ya el dragón no estaba disponible.

Atsushi se sintió triste, deseaba mucho ese peluche; y aún más cuando había decidido llevárselo a Akutagawa.

Bueno, no importa. Esa nimiedad no opacaría su felicidad.

—Quiero ese. —señaló hacia el primer estante, en primera fila.

—Genial opción. Según la mitología china, representa el encuentro de las almas gemelas. ¿Usted encontró la suya?

—Se puede decir que sí...

Atsushi sonrió como despedida y se alejó corriendo hacia el hospital.

Ojalá le gustase.

Rió en alto, sin importarle ser observado, y apretó entre sus brazos el hermoso peluche de tigre blanco.

.

.

Abrió la puerta sin tocar, pues ya era conocido por casi todos los que trabajaban en esa ala del centro; sus constantes visitas eran aduladas y las enfermeras cuchicheaban acerca de su relación con el pelinegro.

Hubo un denso silencio en la habitación.

Típico de cuando de detiene de imprevisto una conversación por la intromisión de alguien.

Y eso era lo que acababa de pasar.

Frente a Akutagawa había un médico de larga bata blanca y con el estetoscopio en el cuello. Ambos miraban a Atsushi con ojos analíticos, esperando a que preguntase algo.

No dijo nada, se sintió un poco incómodo. Mas, cuando se disponía a girar y salir del cuarto, el médico le hizo un gesto a Akutagawa para aclararle que hablarían después.

Cuando pasó por su lado, pudo ver que no lo conocía de entre los que trataban a Akutagawa. ¿Sería nuevo? ¿O algún médico amigo de la familia y que se preocupaba por su salud?

Se colocó frente a la cama, como costumbre, y se sentó en la silla para acompañantes.

—Hola —habló, con cuidado; aún sintiendo la tensión del ambiente de hace unos segundos—. Traje flores —colocó en el florero un pequeño y bonito ramo de rosas blancas que había comprado antes de llegar.

—¿Qué sentido tiene traer flores a un enfermo? —preguntó, no con sarcasmo, no con ganas de iniciar una absurda pelea; sino cortante, frío, molesto.

Los nervios se agitaron en su interior. ¿Por qué la repentina actitud?

—Emmm... —no sabía qué responder. Siempre compraba las flores por mero instinto, porque su corazón se lo pedía—, es una forma de decir... que mejores, supongo.

—No —dijo Akutagawa rotundamente. Sus ojos se clavaban como dagas en los dorados—. Es lástima. Un puñado de flores —las señaló con desdén— no ayudarán a nadie. Es inaudito.

No entendía qué le pasaba. Toda la felicidad que había reunido se estaba esfumando con cada palabra que escupía el pelinegro.

—¿Cuál es tu problema? —trató de sonar decidido, mas, salió como un susurro desdichado.

Una risa amarga fue la respuesta. Irónica, punzante.

—¿Lo sigues preguntando? ¿Es en serio?

—Es de mala educación responder una pregunta con otra pregunta. —dijo Atsushi con la mirada gacha, incapaz de ver cómo esos iris grises ardían en furia.

—¡Y es de mala educación no darse cuenta cuando estorbas en un lugar! —gritó ya sin paciencia.

Algo dentro de él se rompió en trocitos.

No quería admitir que se trataba de su corazón.

—...¿quieres que me vaya? —la voz le salió entrecortada, causa de retener las lágrimas que pedían a gritos salir.

—Pensé que había sido claro en eso —escupió con impaciencia—. Fuera de mi vista.

Resonaron como un eco dentro de su cabeza. Se repetía una y otra y otra vez, cada una más alto, cada una más dolorosa.

Tragó en seco y antes de salir de allí con el alma a rastras, dejó sobre la cama, el peluche que con tanto amor, traía como regalo.

.

.


El cielo se reía de su infortunio mostrando un vibrante y bello color azul que se perdía en la lejanía sobre sus cabezas.

Los pétalos se desprendían de las ramas de los árboles con gracia, danzando sobre la brisa cálida hasta caer al suelo, formando una alfombra natural de tiernos colores que se levantaba con los pasos de los estudiantes sobre ella. Felices de por fin haber superado un año más, un obstáculo más.

Hoy era la graduación.

Vítores se alzaron en el cielo junto a los diplomas de los de tercer año. Los lanzaron alto, bien alto; para que todos supieran que ahora solo lo que quedaba era alcanzar el cielo.

Y que era posible.

Pero, la alegría no era unánime. Atsushi se mantenía de pie bajo la sombra del florecido sakura del patio, con la mirada perdida y sentimientos encontrados. Observaba a sus compañeros, abrazándose, conversando, tomándose fotos; otros llorando, tristes porque con suerte y se volverían a ver. Pero todos riendo.

Felices.

Como el cielo azul que se cernía sobre ellos.

Y él solo tenía una nube de tormenta creciendo en su pecho, cargada de lluvia, viento y granizo; amenazante, peligrosa, pero que no tenía intenciones de dejar soltar la lluvia para dentro de un tiempo, escampar.

Vio a Dazai y a Chuuya siendo abrazados por Kunikida-sensei. Tantas cosas, tantas bromas hechas por ellos dos serían difíciles de olvidar, incluso por el principal objetivo de ellas; que ocultaba tras su ceño fruncido y sus gafas, unas inmensas ganas de llorar y decirles que se pasasen a cada rato a saludar.

Se despidieron con un "hasta mañana" que no cumplirían; no regresarían mañana, ni pasado; quizás dentro de un año, quizás nunca.

Una etapa había finalizado, ahora solo quedaba seguir caminando.

Los vio dirigirles una mirada rápida y Chuuya codear al castaño, para después señalarlo a él. Dazai asintió y le dio un pequeño beso en la mejilla, despidiéndose de él, para acercarse a paso rápido hasta Atsushi.

Ellos dos habían pasado tantas cosas difíciles y aún así las enfrentaron juntos.

Les tenía envidia.

El pequeño lapso de tiempo que le tomó al castaño llegar a su lado, le pareció una pequeña eternidad.

«Tiempo.»

Había sido la única palabra que logró escuchar de esa conversación. La del doctor con Akutagawa. La misma que antecedió a la causante de su maltraer emocional.

Ni se esforzaba en buscar relación entre tiempo y razón; pues su existencia de reduce al invento humano, y aún así resulta vencedor. Tan pesado si hemos pasado mil ratos de apuro; momentos oscuros de dolor puro. Tan liviano cuando estás con los seres que amas. Y en ciertas ocasiones, tan desperdiciado en vano.

A veces tan malvado, un tirano en esta epopeya. Manifestado en números creados por humanos, pero muy superior a cualquier cosa que conozcamos. Capaz de hacer que mañanas se hagan eternas y después de una década parezcan que fue ayer. A veces tan avaro que se entrega poco a ciertas almas jóvenes; carente de él les llega pronto su destino. A veces generoso; corazones tan longevos ven nacer a sus nietos en el camino.

Su peso es innegable.

Eso es tiempo.

Quien decide quién se va antes o después. Lo más importante, que, a la vez, no se ve. Más difícil de entender de lo que se cree.

Escapa como el viento.

Fluye como el conocimiento.

El mentiroso tiempo es el más injusto juez.

Se sentó a su lado sobre el césped fresco gracias a la frondosa sombra que proyectaba el cerezo y recostó la cabeza contra el tronco. Con el rabillo de sus ojos pudo ver que sus castaños ojos miraban al cielo, seguramente pedido en una inmensidad de recuerdos. El cabello castaño se le movía con la brisa.

Atsushi sabía que Dazai lo sabía.

Un aparente gracioso juego de palabras, pero que resultaban ser muy ciertas.

A Osamu no se le escapaba nada.

Aún así, preguntó:

—¿Atsushi-kun, por qué no sonríes?

Y aún él sabiendo que Dazai conocía la respuesta, contestó:

—Porque no tengo nada por lo que sonreír.

.

.

Y ahí estaba otra vez. Frente a la puerta blanca que se convirtió en la mayor muralla de todas. Estaba tieso, con la mano suspendida sin llegar a tocar el picaporte. Temblando ligeramente. Indeciso si entrar o no; si verlo o no.

La semana que pasó sin ir a visitarlo se había convertido en una total tortura a su conciencia. Y esta, a su vez, castiga a su cuerpo con la culpabilidad que su cerebro le decía que no tenía pero que su corazón insistía en que sí.

Sí, Akutagawa había sido muy cruel ese día; pero no por eso significaba que su amistad se viese comprometida. Había visto a Chuuya y a Dazai tener infinidad de peleas, y siempre se reconciliaban; hasta parecían quererse más, con miedo a cometer otro error.

Así que por una simple discusión no tiraría por la borda el trabajo y los insomnios de meses.

Como Akutagawa no había tomado la palabra —cosa que no esperaba que hiciera— pues lo haría él.

Quién no se arriesga no logra, ¿no?

Pero... ¿qué le diría? ¿Cómo rompería el grueso muro de hielo que de seguro el pelinegro había construido en el tiempo ausente?

Una de las tantas notas que había recibido vino a su mente. No se veían una mala opción. Ya se había decidido completamente a que su admirador no se trataba de Akutagawa, pues ¿cómo una persona podía ser tan borde unos momentos y después expresar este tipo de sensaciones a través de las palabras?:

Quiero contártelo todo desde el principio. Lo intento, de veras; salgo afuera pero ya no encajo en ningún sitio.

Si me levanto es porque tú sigues oyéndome, tú sigues cargándome esta batería de litio.

El ángel del hombro derecho se suicidó. ¿Dónde está? ¿Qué pasó?

Estoy mirando si hay aviones que me saquen lejos de aquí. Solo pido vacaciones muy lejos de mí.

Pero ahora persigo otro sueño: y es oírte reír.


Impulsado por las palabras, entró.

Distinto a todas las veces, se quedó de pie frente a la puerta, mirando a la persona sobre la cama. Estaba mucho mejor. Había recuperado los kilos perdidos, su piel ya era del pálido típico y su cabello negro de puntas blancas se mecía tranquilo por el viento que entraba por la ventana. Donde tenía la vista perdida.

Quería, necesitaba ver sus ojos.

—Ho- —dio un paso al frente, deteniéndose en seco.

—No digas una palabra. No quiero hablar. —dijo Akutagawa desde su lugar. Tan frío como antes.

Pero eso no lo detendría. Había tomado una decisión.

—Yo solo vine a disculparme por lo del otro día. —intentó que su voz fuera lo más amable posible, que no se percatase de las ganas de llorar que sentía.

—¿Acaso no me escuchaste? No quiero hablar —le pareció que se escuchaba más ronca de lo normal—. No quiero hablar contigo.

«Contigo.»

Atsushi se apretó la tela del uniforme sobre el corazón.

—¿Por qué? ¿Qué hice? —preguntó con la voz entrecortada.

—Ese es el caso: no has hecho nada.

—No entiendo...

El pelinegro golpeó el colchón con las manos hechas puños. Nunca lo había visto tan furioso.

—¡Nunca lo haces! —apretó los dientes al punto de hacerlos crujir—. No entiendes nada. Me obligas a hacerte compañía cuando deseo estar solo. Me obligas a estar rodeado de gente que no me interesa. Me exasperas, irritas. Pasas todo el día conmigo. Me obligas a estar todo el tiempo tiempo junto a ti cuando yo no quiero estar a tu lado.

—Eso... n- —quería decirle que todo aquello era mentira, que no se engañase más; que las pocas veces que había sonreído junto a él (Atsushi) habían sido sinceras, que no se engañase a sí mismo. Pero las palabras entraban a su torrente sanguíneo como veneno, disparando su corazón en potentes y descontrolados latidos.

—Una vez me preguntaste cuál era mi problema —interrumpió—. ¿Sabes cuál es? —pausa, para él mismo soltar, con rencor y furia—: mi problema eres tú.

Una lágrima no salió de sus ojos. Estaba tan atento a aquellas palabras que sus reflejos humanos habían pasado a segundo plano.

¿Lo peor de todo?

Que durante todo aquel tiempo, no lo miró ni una sola vez. Mantuvo su vista perdida en algún punto del otro lado de la ventana.

¿No era lo suficientemente importante como para ser mirado a los ojos?

¿O, acaso, tenía miedo de que sus iris lo delataran, gritando que todo aquello era una mentira?

Lo aceptaría.

Lo haría por más que le doliese.

Giraría la espalda y se iría.

—... entonces, desapareceré de tu vida. —aquella frase sonó como una dubitativa que esperaba con ganas ser negada.

Esperanzas lanzadas al profundo mar gris con un:

—Te estás tardando.

.

.


Salió corriendo del hospital, sin mirar atrás, sin mirar adelante.

Solo corriendo hasta que sus pies  cayeran rendidos de cansancio, incapaces de seguir el camino que ni siquiera conocía. Solo corría y ya está, esperando desfallecer.

Esperando olvidar.

Quería ser en esos momentos una máquina capaz de, con solo tocar un botón, borrar su disco duro. Dejarlo libre de información, listo para un nuevo comienzo.

Pero no era posible, era humano. Los recuerdos golpeaban su mente cuanto más necesitaba apartarlos.

Tropezó con sus propios pies y cayó al suelo al mismo tiempo que una gota mojaba en un círculo irregular el suelo frente a su cara.

Le siguió otra.

Hasta convertirse en un aguacero torrencial que le empapó las ropas al instante y le caló hasta el alma.

¿O eran sus palabras las que le provocaban frío?

Qué irónico.

Aquello que te hace fuerte era tu mayor debilidad.

Atsushi estaba sucumbiendo ante ella, roto. Se puso de pie, mirando las nubes oscuras cargadas, la lluvia escurriéndose por su rostro hasta perderse en el pequeño lago que se creaba a sus pies.

Lloró.

Gritó.

Soltó al viento todo su pesar arraigado en su alma.

Lo bueno, lo malo.

La felicidad, el dolor.

Todavía recordaba ese día como si fuese ayer; cuando lo vio en la enfermería. La vida había enseñado a ese chico de cabellos tan negros como la noche más oscura y los ojos tan brillantes como la luna llena, a valorar y a ser feliz con poco; pues le había arrebatado lo demás.

Ese chico merecía el aplauso de todos nosotros.

Ser reconocido.

Ser elogiado.

Pues se había robado su corazón de una forma muy perspicaz, sin siquiera darse cuenta.

Y, del mismo modo, lo había roto en miles de pedazos.

Ya no tenía nada que hacer. Las cartas estaban echadas. Dicen que las almas gemelas están conectadas por un hilo rojo indestructible; pero nadie dice que ese hilo no sea lo suficientemente largo como para que nunca se vean a las caras.

—¿Quieres saber cuál es mi problema? —esa voz... no se volteó. ¿Estaba delirando? ¿Se trataba del murmullo de la lluvia jugándole una mala pasada al necesitar unas palabras urgentes que lo reconfortaran? No—. Te quiero. Me encanta tu nombre. La forma en la que me miras. Me encanta tu sonrisa. Me encanta como transformas un pésimo día en uno radiante, lleno de energía... Ese es mi problema. Mi problema eres tú.

Estaba tan sorprendido que no se había dado cuenta del momento en que dejó de sentir la lluvia sobre su cuerpo.

Un paraguas.

Se giró.

Akutagawa estaba frente a él, igualmente empapado, con la respiración agitada y mirándole.

No frío.

No molesto.

No triste.

Feliz.

En su rostro serio se podía ver la felicidad causando estragos. Pero también había arrepentimiento.

Después de todo, Atsushi siempre tuvo la razón:

Estaba mintiendo.

No negó sus instintos. Abrazó y se dejó abrazar por esos delgados brazos, perdiéndose en el calor mutuo de sus cuerpos congelados.

Atsushi estaba perdido entre emociones.

Akutagawa solo estaba siendo dominado por una: lo diría. Hoy sería.

La lluvia sería la única testigo de aquella.

Puso el paraguas transparente en una mano de Atsushi para tener sus dos manos libres, listas para lo que quería hacer desde mucho antes, pero que la razón no le dejaba.

¿Pero qué era más Irracional que el amor?

Con una mano sostuvo su antebrazo y con la otra atrapó su cintura. No se escaparía. Lo escucharía todo.

¿Atsushi deseaba palabras?

Se las daría.

¿Quería una disculpa?

Se arrodillaría.

¿Necesitaba una canción?

Pues cantaría.

Y ahora sé —comenzó. Su voz ronca era lo único que parecía escucharse dentro de ese pequeño mikrokosmos que habían creado— que hay una manera de encontrarme bien; porque si me quedo, te quedas también. También. Y ahora sé, que el tiempo que paso contigo es lo mejor que me ha pasado —las clases a las que nunca pensó volver, los lugares que nunca pensó visitar, la enfermería que jamás imaginó dejar—. Que ya no pesan los problemas desde que te tengo al lado. Y aunque me quieras —inspiró, decidido—: sé que tienes tanto miedo como yo, porque puedes sentir demasiado dolor. Siempre que te veo, mudo me quedé. Y es que en ti hallé mi mayor apoyo —esta vez no apartaría los ojos de sus iris dorados. Nunca más lo haría. Si ellos eran luna y sol, vivirían en un eclipse infinito. Hizo una pausa para recobrar el aire y continuó, incapaz de parar—. Me desperté una mañana y tú todavía dormías. Qué suerte la mía, verte a toda hora del día. Me decían que no pasaría, los dos demonios que tengo en los hombros. Yo no les creía. Todos soñamos con algo así como platónico y llegas tú hablando de Platón; qué ironía —soltó una risita—. Me encuentro distinto, como que puedo con todo. Ya vomité toda la bilis que me hicieron tragar. Estoy preparado, Atsushi; codo con codo. Tú y yo seremos un gran ejemplo para los demás. Con los pies en suelo, sabiendo que nos tenemos. Y aunque te quiera —y lo dijo, justo como le había dicho, con una canción—: sé que tienes tanto miedo como yo, porque no cuidaron nuestro corazón. Como un mimo sin palabras me quedé, cuando en ti encontré mi mayor tesoro. Encontré un gran lugar para vivir —puso la palma abierto sobre su pecho, sobre el corazón; ese que ahora le pertenecía— y aquí me quedo.

Atsushi no dijo ni una sola palabra. Estaba hipnotizado. Perdido en las lágrimas que Akutagawa soltaba sin parar pensando que pasaban desapercibidas entre las gotas de lluvia.

No sé cómo describir en palabras los sentimientos que tenía. Lo que su cuerpo estaba sintiendo. Justo como Akutagawa, necesitaría una canción.

Así que. Seré una mimo.

—Jinko —se raspó la garganta para que voz saliese clara—, tengo algo muy importante que decirte.

Atsushi recuperó su sonrisa perdida y le colocó el dedo índice en sus labios. Disfrutando en silencio de la textura de estos, indicándole que guardase silencio.  Que no hacía falta.

—Dijimos que en seis meses, ¿recuerdas? —dijo sin soltarse del abrazo.

—¿Puedo besarte?

—No.

Y lo besó.

Al principio fue solo un toque, nada más que eso. Suficiente para expresar todo lo que sentían. Después un suave movimiento; inexperto, tranquilo, avergonzado. Tanto habían ansiado los labios del otro. Habían esperado sentir aquello. Y ya había llegado la hora.

La hora de ser felices.

—¿Por qué me besaste? —formuló Atsushi en un regaño fingido—. Creí haberte dicho que no.

Akutagawa sonrió de lado.

—Pero tus ojos dijeron que sí.

Los ojos no engañan. Lo sabía bien, por eso los evitaba tanto. Eran el espejo del alma.

Estiró el brazo y arrancó un nomeolvides del arbusto que, irónicamente, estaba junto a ellos, y se lo dio al albino; manteniendo sus manos entrelazadas alrededor de la flor.

—¿Sabes su significado? —preguntó el pelinegro, negado a quitar su sonrisa.

—Exactamente el de su nombre —respondió Atsushi mirando los violáceos pétalos—: «no me olvides.»

—Sí, pero ¿el otro?

—No, ¿cuál es?

Un estornudo le arrancó una carcajada a Atsushi; Ryūnosuke se contagió moviendo su nariz por la comezón.

Miró un segundo más sus ojos.

A partir de ese día no ocultaría lo que sentía.

Antes de volver a besarlo dijo, obviando las palabras que decía su cerebro:

«Amor desesperado, eso significa.»

—No es necesario que lo sepas. Solo recuerda que mi corazón no se despide. No olvides que te espero y no esperes que te olvide.














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