Capítulo 3.
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Por la noche, Emilia se colocó una chaqueta de cuero negro sobre su sweater color merlot, junto con una bufanda lo suficientemente larga como para darle dos vueltas completas a su cuello, y fue a visitar a Paul al gimnasio.
La noche se sentía particularmente fría. La leve brisa que provenía del océano se había desplegado por la costa llevando consigo un leve rocío de salitre que se quedaba impregnado en la piel y vestiduras de las personas que circulaban por aquella zona.
Emilia era de las que succionaba su labio para sentir el sabor salado que para muchos era molesto, pero a ella le agradaba. Le agradaba el mar, y por ello había adquirido una propiedad frente a la playa muy recientemente. Podía sentir el aire salado, podía cruzar la avenida en cualquier momento para tomar un poco de sol o correr por la arena… De pronto y como si hubiese escuchado la voz demandante de su entrenador, recordó que él tenía algo importante que decirle y que no le había dado ni una pista acerca de qué se trataba el asunto que necesitaba hablar tan urgentemente con ella. En ese momento aceleró su andar para subirse a su auto y dirigirse al gimnasio tan rápido y seguro como pudiese hacerlo. Que Paul no le diera detalles le molestaba, pero fue en vano insistir durante la llamada. Él no era un hombre que cambiara de idea cuando ésta se le metía en la cabeza y, como ya había planeado darle una sorpresa, peor aún, no cambiaría de opinión.
Al cabo de más de media hora, llegó al gimnasio y miró el reflejo que le devolvía el ventanal, atreviéndose a sonreírse descaradamente. «Qué sexy eres», se echó flores a sí misma con completa seguridad, mientras se guiñaba el ojo. Para muchos quizás resultaba tener actitudes narcisistas, e incluso ella a veces lo creía, pero se aseguraba a sí misma y le repetía a los que se atrevían a mencionarlo en voz alta, que solo se trataba de su elevada autoestima.
Continuó caminando hasta que la palma de su mano tocó el picaporte frío, entró al hall mirando los dos árboles pequeños uno a cada lado y luego con ambas manos empujó la amplia puerta de vidrio esmerilado para después soltarla, permitiendo que se cerrara sola y provocando un estrepitoso temblor del material metálico que componía el marco.
—Emilia —dijo Paul, tan pronto como apareció en su campo de visión.
Ella barrió el lugar con la mirada tratando de confirmar la presencia o no de alguna otra persona presente, además de ellos. Todo lo que pudo ver fue el mostrador, las máquinas sin uso, los cuadriláteros vacíos y las tenues luces que los iluminaban lo suficiente como para que pudieran verse las caras.
Miró a su entrenador que vestía, como siempre, pantalones de tejido suave con corte cónico negro y tiras a lo largo del costado de sus piernas, tiras que esta vez eran rosadas. Completaba su atuendo con una sudadera de hombros caídos y capucha doble capa, que rara vez usaba, del mismo color. Sobre el puente de su nariz, unas gafas de lectura a punto de caerse. Se lo veía concentrado, leyendo algún mensaje en su celular configurado para emitir un brillo cegador.
—¿Qué ocurre? —respondió Emilia, subiendo al cuadrilátero mientras empujaba el interior de su mejilla con la punta de su lengua. Pasó sus piernas por debajo de la primera cuerda y colocó sus brazos por sobre ella, indicando que ya estaba lista para escuchar lo que fuera que iba a decirle—. Dime, te escucho.
Paul sonrió de medio lado, guardando el celular en el bolsillo de su pantalón y, mirándola atentamente, decidió comenzar a hablar.
—Solo son dos anuncios. Primero, quiero informarte, y no te enojes, porque justamente acabo de enterarme… —advirtió antes de tiempo, mientras agitaba levemente su celular frente a ella para luego bloquear la pantalla y guardarlo—... que la pelea de la semana que viene se ha reprogramado por cuestiones de fuerza mayor. Se estima que para el dieciséis de junio estarían los preparativos —informó. Emilia estuvo a punto de protestar, pero Paul se lo impidió—. Has entrenado duro, lo sé, pero no hay nada que pueda hacer; es por ello que te daré una semana libre, sal a disfrutar como una chica normal de tu edad, pero no lo hagas demasiado. No quiero que te lesiones.
—Jamás —respondió de inmediato, sonriendo mientras balanceaba sus piernas—. Bien, puedo aceptarlo, supongo que está fuera de nuestro alcance esa decisión, aunque la idea de esperar cuatro meses no me agrada demasiado. ¿Y el segundo anuncio, cuál es? Ya quiero irme —se quejó.
Paul negó con la cabeza mientras soltaba un suspiro, a veces creía que Emilia era peor que sus propios hijos que estaban en plena adolescencia, atravesando por diversos cambios hormonales y una revolución de nuevas emociones. Quizás no la había criado, pero sí la había acompañado durante gran parte de su joven vida, desde sus primeros pasos en aquella industria hasta llevarla a un paso de la cima. Y desde que recordaba, ella siempre había vivido un tanto acelerada hasta con lo más mínimo que debía hacer. Apoyó la mano derecha sobre la cuerda donde ella tenía sus brazos y la miró, con su cuerpo de costado. Emilia lo notó muy relajado y eso la inquietó un poco. Cuando él se comportaba así era porque estaba a punto de soltar una bomba que la afectaría de alguna manera. —Es sobre el proyecto que tiene tu padre en mente, habló conmigo por la tarde. Me pidió que te cuente las últimas noticias.
—¿Por qué no lo hizo él? —dijo con confusión—, estuve todo el día con ellos.
—Me advirtió que quizás te enojarías cuando lo supieras —se rio, ante el gesto de afirmación que ella hizo—, y creo que así será —se burló.
—Muy probable —confirmó ella en voz alta con una sonrisa ladina.
—Bien, escucha —dijo, mientras su semblante se tornaba serio—. Como ambos sabemos, Malcolm está entusiasmado con utilizar el gimnasio y lo que podamos ofrecer desde aquí, como método para sacar adelante a los que caen a diario en adicciones o viven en condiciones precarias, entre otros, como colaboración con el programa para integrar a niños y jóvenes de la fundación de Servicio Juvenil Sunshine —recordó.
Ella asintió. —Se les darán clases para elevar el potencial de los chicos, ambos sabemos que además de colaborar con la fundación, Malcolm está buscando un talento innato entre ellos para cobijarlo —Paul asintió—. ¿Cuál es el punto? —preguntó con impaciencia.
—El punto es que Malcolm te estaba siguiendo el paso de cerca y lo sabes. Tiene fe en ti porque estás a punto de consagrarte como la campeona invicta en tu categoría —sonrió.
Emilia movió su cabeza de lado a lado rápidamente y lo silenció enseñándole la palma de su mano—¿Qué tengo que ver en todo esto? —comenzó a inquietarse, mientras imaginaba cientos de situaciones que podrían involucrarla en aquello. Pero ninguna estaba cerca.
Él infló sus mejillas y luego soltó el aire que estaba conteniendo, preparándose para soltar de sopetón lo que estaba presionando en la punta de su lengua. —Malcolm quiere que seas la entrenadora de los niños —anunció con los ojos abiertos de par en par y sus sentidos en alerta por si a ella se le atravesaba la idea de golpearlo. Por un segundo, el rostro de Emilia se distorsionó con disgusto—. Él dice que puedes darles unos consejos para iniciar y luego encargarte de darles un par de clases para probarlos, cree que podrás reconocer un buen talento con solo una mirada.
Emilia carcajeó. —¿Yo? —dijo con un tono de voz más agudo de lo normal—. ¿Niños y yo? —se burló con incredulidad, mientras se bajaba del cuadrilátero con evidente molestia.
—Emilia… —suspiró alejándose de las cuerdas y parándose recto detrás de ella—... a tu padre le hace ilusión que participes en esto y creo en serio, que está en lo correcto al dejarte a cargo —mencionó, para dar pie al punto al que intentaba llegar—. Tienes talento, eres ideal. Te has iniciado en el boxeo desde que eras una niña. Te he visto crecer en este ambiente durante años —continuó con algo de nostalgia—. Si no eres tú, ¿entonces quién?
Emilia se quedó en silencio, hundida en sus pensamientos replanteando la situación con aquellas palabras revoloteando en su mente.
—Malcolm confía en ti porque cree que nadie, ni siquiera él, podría conocer o comprender tan bien a los niños cómo podrías hacerlo tú —terminó, con la esperanza de cambiar el pensamiento de ella y orillarla a tomar una decisión, que creía que sería lo mejor para su vida.
No estaba mintiendo con lo que decía, ella realmente era una joya en bruto que, durante años, él se había encargado de pulir, y sabía con absoluta certeza que tenía muchas cosas para ofrecer y un potencial aún mayor para desarrollar e incluso para inculcarle todo aquello que había reunido con el pasar de los años, a algún niño que tuviese el mismo talento y las mismas ambiciones. Sería un verdadero desperdicio que Emilia no quisiera involucrarse de narices en aquel proyecto.
—¿Qué hay de Tom? —preguntó mientras llevaba su dedo pulgar a la esquina de su ceja izquierda y la rascaba levemente, algo aturdida por lo que acababa de escuchar—. Él se encargaría, ¿no? —soltó una pequeña risa nerviosa casi al mismo tiempo en el que giraba sobre sus talones para observarlo fijamente, deseando que aquello no fuera más que otra broma de mal gusto como las que solían hacerle a menudo.
Paul rodó los ojos y le dirigió una mirada cansina. —Tom aún no se recupera de su operación... —le recordó—... al menos, considera hacerlo hasta que él se recupere y pueda regresar —. Notó como la duda e indecisión se incrementaban en ella y prosiguió—. Además, solo serán unas semanas, cuando quieras darte cuenta, Tom estará de regreso y serás libre de responsabilidades.
Emilia arrugó la nariz y con sus dedos apretó el puente de la misma, estaba disgustada definitivamente. Dio una media vuelta tratando de buscar cualquier cosa que fuese más interesante que su entrenador y finalmente se dio por vencida mirándolo de reojo. Paul sabía que ella aceptaría, pero que le gustaba hacerse la difícil la mayoría de las veces. Prefería que le suplicaran.
—¿Qué hay de mi entrenamiento? —preguntó ella, mientras inflaba sus mejillas y soltaba el aire contenido, tratando de liberar la tensión que comenzaba a acumularse en su cuerpo.
Él sonrió, sabía que Emilia lo estaba considerando y eso era un gran avance. —Veremos cómo administrar tus horarios de una buena manera para que no descuides tu entrenamiento —respondió de inmediato—. No hay peleas importantes de momento, por lo que no tendrás problemas.
Emilia asintió, sintiéndose aliviada. Le importaba su carrera en el mundo del boxeo. Le importaba muchísimo. No deseaba descuidar todo lo que había logrado hasta ese momento.
«Bueno... me tomaré esto como si fueran unas vacaciones», pensó. Luego, se cuestionó mejor la situación y si ella era la indicada para aquel trabajo. Era una responsabilidad muy grande y no estaba segura de contar con la paciencia y todo lo que se requería para tratar con niños. Por eso Tom era el más adecuado. A él le gustaban mucho los niños y era una persona muy sociable, las personas se conectaban rápido con él y lo adoraban. Además, entre sus amigos, él era el único que tenía una adorable hija de unos dos años. Era, por lejos, el más capacitado entre el puñado de idiotas de sus amigos. Asimismo, ella sabía que su deseo era continuar el legado de Paul y convertirse en un futuro entrenador de grandes luchadores y luchadoras.
—Quién lo diría, entrenadora de mocosos... —murmuró entre dientes, para que Paul pudiese escucharla. Y así fue, ya que de inmediato escuchó su escandalosa risa. Se sintió patética, y mientras se preguntaba internamente si no había alguien más para ocupar el puesto que había quedado vacío gracias a la apendicitis de Tom. No tenía paciencia y seguramente no sería educada al cien por ciento. «No puedo vivir sin insultos», pensó casi de inmediato, recordando lo poco que solía contenerse para expresarse cada vez que algo le desagradaba. Definitivamente, no podía darles aquel ejemplo a los niños que asistirían el gimnasio.
Él asintió y le dio la espalda, dispuesto a irse antes de que pudiese cambiar de opinión.
—Luego nos vemos, iré a…— comenzó a despedirse.
—¡Maldito seas, Paul! —exclamó, clavando sus dedos en el brazo de su entrenador para detenerlo de su intento de escape. No lo dejaría ir tan rápido ni fácil —. No podré con esto, lo siento. Me fascina el proyecto, estoy de acuerdo con eso... —pausó cerrando sus ojos por un instante, sintiéndose agotada—... pero Malcolm y tú, se han vuelto locos. No me haré cargo de engendros ajenos —apodó con gracia. Paul comenzó a reír con más ganas que antes, aquella chica le divertía mucho—. ¿De qué te ríes?
Cuando elevó su puño y estuvo a punto de proporcionarle un golpe amistoso, guardó silencio de pronto, sintiendo como cada músculo de su cuerpo se tensaba y los vellos de su nuca se erizaban como los gatos cuando estaban a punto de pelear con otros. En fracción de segundos, sintió cómo el ambiente había pasado de uno amigable a uno hostil, se sentía petrificada por la presencia de la persona que menos esperaba ver.
«Imbécil...», pensó ella de inmediato, mientras la ira comenzaba a fluir a través de sus venas como la sangre misma.
—Hola, ¿me han extrañado? —habló en forma arrogante.
«Hijo de perra...», lo insultó Emilia en su mente, no logrando contenerse al rechinar sus dientes.
De todas las personas con las que podría haberse encontrado, él era de las últimas que deseaba ver. Ambos mantenían un pasado en común que Emilia solo deseaba borrar, porque consideraba que jamás había perdido tanto tiempo y tomado las peores decisiones de su vida, como en ese entonces.
—¿¡Quién mierda te dejo entrar!? —exclamó, en lo que casi se convirtió en un grito. Odiaba a ese hombre y sus estúpidos ojos verdosos que tenían una mezcla de misterio y frialdad, un gran atractivo para la adolescente que había sido.
Con una detestable expresión de satisfacción al ver como ella reaccionaba mal ante su presencia, se acercó dando algunos pasos largos con sus manos entrelazadas detrás de su espalda y se detuvo a menos de cinco pasos de distancia.
—Con calma, primor —apodó burlón, como hacía en aquellos años.
Una sonrisa se hizo presente entre sus labios previamente humedecidos por su lengua, y sus dientes se lucieron en una sonrisa maliciosa, similar a la del gato de Cheshire.
Su historia de amor ocurrió en una época en la que ambos vivían en el mismo vecindario, con la misma suerte de tener padres adinerados. Ambos, con aspiraciones iguales, entrenaban en el mismo gimnasio y el boxeo se había convertido en la mayor afición de sus vidas. Habían logrado comenzar una amistad, pero, desde que comenzaron a salir, y conforme avanzaban los días, Emilia había logrado detectar las mentiras y enredos en las que él la tenía sumida. Era, sin dudas, un desastre. Sin embargo, incluso sabiendo todas aquellas cosas, había decidido ignorar la voz de la razón de sus amistades que le repetían con constancia que aquello acabaría mal. Ella se había encaprichado tanto con él que, en diversas ocasiones, había perdonado todas sus fallas, mientras se dañaba a sí misma, tratando de convencerse de que él sería capaz de cambiar, lo cual no era más que una vil mentira disfrazada de dulce que ella se repetía como grabadora, para no salir de aquella burbuja de ensueño que se negaba a explotar.
Casi podía sentir cómo el enojo efervescente se adueñaba de ella una vez más, como aquella vez en la que él le había confesado, sin pelos en la lengua, que ella no era más que la llave que abriría un sinfín de puertas para su carrera. Dylan, el monstruo egoísta rubio de ojos verdes, fue su primera relación seria y también se había convertido en la última, luego de haber sido pisoteada constantemente. Él le rompió el corazón por ambición, y ella dejó de creer en el amor en un abrir y cerrar de ojos.
Emilia se acercó peligrosamente a él, su intención era proporcionarle un golpe tan fuerte que a ella le dejaría doliendo los nudillos y a Dylan, posiblemente, deberían de reconstruirle su nariz.
—¡No te atrevas a decirme así! —gritó entre dientes, mientras se plantaba delante de él a pocos centímetros.
Sus respiraciones se mezclaban y si alguno de los dos tan solo pestañeaba, lograrían tocarse. La tensión entre ambos se incrementaba, ninguno quería dar su brazo a torcer y ser el que perdiera en la guerra de miradas que estaban sosteniendo.
Con un destello de malicia surcando su mirada, Dylan se inclinó levemente hacia adelante, tomando por sorpresa a Emilia al sentir los húmedos labios de él sobre los de ella.
—¡Hijo de…!
De pronto, cuando intentó terminar su frase y abrir su boca aún más para soltar groserías y proporcionarle aquel golpe que tanto deseaba darle, dejó de hablar y ahogó un grito de frustración al sentir las manos de Paul sobre su boca, impidiéndole que hablara.
—Cálmate, Emi… —le susurró al oído su entrenador, forcejeando con ella hasta que logró calmar su explosión de ira. Muy en el fondo, ella reconocía que la mejor opción no era actuar impulsivamente y trató de obedecerle.
—¿Qué haces aquí? Creo que dejamos bien en claro con tu abogado que no queríamos tu nariz por este sitio —le dijo firme—. Di lo que quieres de una vez por todas y vete. Te concederé tan solo eso, antes de llamar a la policía para que te saquen a patadas.
Dylan barrió su dedo pulgar por su labio con burla y cruzó sus brazos por debajo de su pecho, ejerciendo un poco de presión para hacer notar sus músculos definidos por el duro entrenamiento, que también lo tenía consumiendo la mayor parte de su día a día. El mismo brillo de malicia que había surcado sus ojos, ahora estaba acompañado de una sonrisa ladina, que provocó que Emilia quisiera arremeter contra él y borrarla de su rostro, tallado por los mismísimos ángeles, de un puñetazo.
Él suspiró y dejó caer sus brazos como si hubiese sido derrotado y se habló con un tono suave y voz ponzoñosa.
—Emilia… fui un completo idiota. Perdóname, nunca he dejado de amarte… —murmuró lo último, ocasionando un revoltijo en el interior de ella a pesar de aquella situación tan trillada.
Aunque no quisiera admitirlo, aquellas palabras todavía le hacían daño. Sintió como el aire se le atoraba en los pulmones y la garganta se le cerraba, sintiendo unos pinchazos debajo de sus ojos, a punto de lagrimear.
—Dime que es una broma… —chasqueó la lengua y miró hacia el costado—... ¿qué diablos te pasa, Dylan? Nadie cree en tus mentiras.
—Pero vine a buscarte, ¿no? —intentó acercarse a ella, pero Paul se interpuso para protegerla, mientras lo miraba severo y hacía un breve gesto de negación al mover su cabeza de izquierda a derecha—. Dejé de lado mi orgullo y vine.
—No viniste por mí, sé que quieres algo… —soltó mientras lo apuntaba—... y aquí no hay nada para ti, ¡largo!
—Ya dinos que es lo que quieres, Dylan —insistió Paul, como última instancia. Si él no hablaba, lo correría de una vez por todas.
El rubio entornó su mirada verdosa y la dirigió a Paul. Su semblante se transformó en uno de seriedad por completo.
—Quiero que me entrenes.
Al haber soltado aquello sin más, Emilia no pudo evitar comenzar a reír mientras se alejaba agarrándose la cabeza y mirando hacia el techo parpadeando ligeramente para recomponerse.
—¡No puedo creer que lo estés haciendo de nuevo, eres un maldito desgraciado! —le dijo, ladeando su cabeza, mirando a la distancia.
Dylan la ignoró por completo, después de todo, ella tenía razón. No le importaba en absoluto Emilia, él quería persuadir a su entrenador y lograr que la abandonara para seguirlo cuanto antes.
—Soy el mejor en mi categoría. Estoy escalando más rápido que cualquiera, incluso más que Emilia —apuntó, tratando de hacerle sentir su desprecio—. Te aseguro que no te vas a arrepentir, tu fortuna y tu popularidad aumentarán. No mereces ser tratado como un entrenador de pacotilla, eres de los mejores, Paul, y lo sabes muy bien.
Los nervios de Emilia aumentaron, ella sabía a la perfección que, por un lado, Paul era un poco codicioso con el dinero, pero la parte más importante y en lo que Dylan tenía razón, era en que Paul a su lado, vivía una carrera limitada.
Paul creía que Emilia no lo sabía, pero ella lo había visto y escuchado incontables veces cuando muchas personas le ofrecían grandes puestos que eran todo lo que un entrenador podía desear, sin embargo, él los rechazaba constantemente o se excusaba con ellos posponiendo una respuesta.
Mientras mordía el interior de sus mejillas, se acercó lentamente a su entrenador para observarlo por su repentino silencio, como si estuviese analizando las posibilidades. Emilia suspiró tratando de calmarse, ella sabía que la relación que ambos mantenían había dejado de ser profesional hace tiempo, ya que se consideraban como familia.
—Tienes razón... —dijo Paul finalmente, atropellando la seguridad que ella mantenía y obteniendo una sonrisa de parte de Dylan.
—¡Genial, no te arrepentirás! —interrumpió el rubio con entusiasmo.
—Paul... —murmuró Emilia y la mano en el aire de él, los hizo callar a ambos.
—Tienes razón en todo lo que dices, Dylan... —retomó pausadamente, a medida que se acercaba al rubio, acortando las distancias peligrosamente—. Pero no cambiaría a Emilia por nada, ni mucho menos para entrenar a alguien de tu porte, siendo tan cínico y arrogante.
Emilia sonrió con victoria burlándose del que acababa de ser rechazado, confiaba plenamente en Paul y vaya que no la había decepcionado.
—Te arrepentirás... —le dijo con enojo—... los dos —. Señaló a Emilia y se marchó del lugar cerrando las puertas dobles de un golpe que hizo vibrar los cristales esmerilados de la ventana.
—Gracias… —murmuró ella, dedicándole una sonrisa tímida.
Ambos se quedaron en silencio, Paul le restó importancia con una sonrisa de las que utilizaba cuando Emilia sentía que estaba a punto de perder una pelea, de esas que realmente logran tranquilizar a cualquiera cuando se está a punto de tener un ataque de pánico.
Luego decidió que sería mejor que Emilia volviera a casa y se despidieron, mientras se aseguraban de dejar el gimnasio cerrado.
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