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-𝐭𝐰𝐞𝐧𝐭𝐲 𝐭𝐰𝐨.

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Daemon

Su sonrisa era la misma que la de hace unos años, dulce y hermosa. Sus ojos oliva estaban clavados en mí como si fuera el mismo Desconocido. No había rasgo de ella que no fuera perfecto, esculpido por los mismos dioses, y que no me atrajera hacia ella con locura.

Leyla no lo sabía, pero... dioses, la adoraba con cada parte de mi alma. Mi envenenada alma.

El sol le caía de forma gloriosa en la piel, iluminándole los orbes con un resplandor dorado. Su cabello rojizo —más largo que la última vez que la vi— se movía levemente con la brisa. Los años no le habían robado nada, solo la habían vuelto más hermosa. Me observaba con una mezcla de rabia y algo más indescifrable, como si no supiera si aborrecerme o suplicarme que no me alejara.

¿Cómo había podido dejarla? ¿Cómo había sido capaz de apartarme de ella cuando ni siquiera podía respirar correctamente con solo tenerla enfrente?

—¡Me dejaste a mi suerte durante años solo por tu estúpido orgullo! —Su voz se alzó con rabia, temblorosa de emoción.

Avancé un paso, luego otro. No retrocedió. No tembló. Se quedó firme, desafiante, con esa mirada ardiente que solo ella sabía dirigir.

—¿Ahora esperas que te reciba con los brazos abiertos después de todo lo que me hiciste? ¿Después de abandonarme...?

—Sí, Leyla. —Mi voz fue baja, peligrosa, tan segura como la sangre que corría por mis venas.

Antes de que pudiera apartarse, la tomé por los brazos. Su aliento se entrecortó cuando la empujé contra la pared rocosa a su espalda. La piedra era fría, un contraste con el calor abrasador que se formaba entre nosotros.

—Sí, vas a hacerlo. —Mi agarre se mantuvo firme cuando trató de moverse.

Podía sentir su pulso acelerado bajo mis dedos, la rabia en sus ojos, el desprecio en su expresión. Pero también algo más. Algo que no decía, pero que su cuerpo traicionaba.

—Te recuerdo que eres mi esposa. MI mujer.

Mis dedos se cerraron con más fuerza alrededor de sus brazos. No lo suficiente para hacerle daño, pero sí para recordarle lo que éramos.

Ella me miró con un odio encendido, pero su pecho subía y bajaba con demasiada rapidez, delatándola.

—Y lo prometiste ante tus estúpidos dioses... —arrastré cada palabra, disfrutando de la forma en que sus labios se separaban con un suspiro tembloroso. —...que esto terminaría solo cuando tú o yo estemos tres metros bajo tierra... o quemados por el fuego.

Leyla soltó un jadeo ahogado. Pude sentir el estremecimiento recorrer su cuerpo, la forma en que sus manos temblaban sutilmente sobre mi agarre. Pero no apartó la mirada. No huyó.

No sé quién inclinó el rostro primero. No sé quién se rindió antes.

Su aliento cálido se mezcló con el mío.

El mundo se redujo a ella, a su aroma, a la forma en que su cuerpo se encajaba contra el mío como si siempre hubiera pertenecido allí.

Nuestros labios estaban a un suspiro de distancia...

Y entonces, la oscuridad me envolvió.

El aliento se me cortó.

Mis ojos se abrieron de golpe, clavándose en el techo de la habitación en la Fortaleza Roja.

El calor de la pesadilla aún ardía en mi piel, pero la realidad me golpeó con la fuerza de una ola helada.

Maldición.

Mi pecho subía y bajaba con brusquedad. Un sudor frío resbalaba por mi frente.

Solo un sueño.

Pero no se sentía como uno.

Se sentía real. Como si todavía pudiera sentir su piel bajo mis dedos, su aliento sobre mis labios, su presencia quemándome incluso en mis sueños.

Solté un gruñido bajo y pasé una mano por mi rostro, tratando de disipar el ardor que me recorría por todo mi cuerpo.

Leyla Hightower.

Siempre ella. Siempre malditamente ella.



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El viaje a la capital fue como si le clavaran una daga al cuerpo por cada kilómetro que se acercaban. Las semanas anteriores apenas y pudo dormir por la incertidumbre que le provocaba la corte. Hacía poco que su nombre había dejado de estar en boca de todos, y ahora estaba regresando justo al lugar donde todo comenzó.

La primera en irse de su lado fue Gael. Luego su madre y su hermano. La Reina Alysanne. Y, como si no fuera suficiente, su padre.

Cada uno de esos nombres pesaba sobre ella como una losa. Un recordatorio de todo lo que había perdido y todo lo que nunca podría recuperar.

Cuando el carruaje comenzó a reducir la marcha, supo que estaban llegando.

Se había negado a correr las cortinas durante todo el trayecto. No quería ver el camino, ni la muralla de la ciudad elevándose en la distancia, ni los emblemas Targaryen ondeando en lo alto de la Fortaleza Roja. Mantener los ojos cerrados le permitía aferrarse a la ilusión de que aún estaba lejos, de que todavía podía dar la vuelta y escapar.

Pero no podía.

El carruaje se detuvo con un último vaivén y el silencio se hizo pesado, solo interrumpido por el sonido de cascos y el murmullo de voces en el exterior.

Leyla inspiró profundamente.

Unos pasos resonaron junto a la puerta antes de que se abriera de golpe, dejando entrar el aire espeso y cálido de la capital.

—Milady. —anunció un guardia, con la formalidad vacía de alguien que hablaba por puro deber. —Hemos llegado.

No respondió de inmediato. Sus manos descansaban sobre su regazo, apretadas con fuerza, tratando de contener el temblor que amenazaba con delatarla.

No les daría el placer de verla dudar.

Se obligó a levantar la barbilla antes de moverse con la dignidad que se esperaba de ella. Bajó del carruaje con pasos calculados, su vestido ondeando levemente con la brisa sofocante de Desembarco del Rey.

Y entonces, alzó la vista.

La Fortaleza Roja se alzaba ante ella con su imponente arquitectura de piedra roja, los estandartes negros y rojos ondeando en lo alto. La ciudad murmuraba a su alrededor, un mar de sirvientes, caballeros y nobles que se movían como si su llegada no significara nada.

Pero lo hacía.

Lo sabía por las miradas furtivas, por los susurros apenas disimulados.

Se apresuró a entrar sin esperar alguna comitiva. La acompañaban criadas y un caballero, el cual había sido traído desde Antigua por orden de su hermano. Gareth se le uniría unas semanas después, luego de que terminara uno asuntos que su padre le había encomendado.

Estar de vuelta sola la hacia desconfiar hasta de su sombra. No es como si fueran a hacerle daño o algo parecido, pero lo último que deseaba era encontrarse con él.

Un capa blanca —que no reconoció— la llevó hasta los aposentos privados de la familia real. No pudo evitar incomodarse con las miradas y cuchicheos que los nobles hacían cada que pasaba a un lado. No era bienvenida en ese lugar. No cuando su reputación estaba por los suelos. No cuando su presencia traía chismorreos como lo que sucedió varios años atrás con el Viejo Rey.

Se quedó frente a la gran puerta mientras el caballero pedía permiso para entrar. Si antes creía que sus nervios no podían empeorar, ahora las rodillas le temblaban y sus piernas le jugaban en contra.

El caballero abrió lentamente un lado de la puerta, dándole el paso para pasar por su cuenta. ¿Y si ahí estaba él? ¿Y si todo había sido una trampa? ¿Y si él quería romper el matrimonio de una forma silenciosa? ¿Y si...?

—Milady. Pase, por favor. —pidió el caballero, regresándola a la realidad.

—Ah... si, discúlpeme.

Leyla respiró hondo, intentando ignorar la opresión en su pecho. El caballero la observaba con una expresión impasible, esperando a que diera el primer paso. No había más tiempo para dudas.

Se obligó a entrar.

La recámara estaba idéntica a como la Reina Alysanne la había dejado, iluminada por la cálida luz de la tarde que se filtraba por los ventanales. Las pinturas exóticas e históricas en las paredes resaltaban entre todas las cosas, y la brisa que llegaba desde el mar apenas lograba mitigar el sofocante calor de la capital.

—Acércate, Leyla. —La voz amable de la mujer que hacía años no veía la volvió a traer del trance.

Aemma estaba recostada en un diván frente al gran ventanal que daba vista a toda la ciudad. El mismo donde una vez la Reina Alysanne le enseñó a cocer a Gael mientras ella observaba error tras error de su mejor amiga.

Su vientre estaba realmente grande y su aspecto no parecía nada bueno para la edad que tenía.

—Majestad. —Leyla hizo una reverencia perfecta, pero no tuvo la suficiente fuerza para voltear a verla a la cara.

—Aemma, Leyla. —corrigió la reina. —Debes llamarme Aemma.

—No podría, majestad. —contrarrestó la menor, subiendo el rostro lentamente. —Ahora es la reina. No puedo...

—Claro que puedes. —interrumpió velozmente la rubia, subiendo la comisura de sus labios. —Y no es una petición, es una orden. 

Leyla tragó saliva, sin saber cómo responder.

Aemma la miraba con una suavidad que contrastaba con la incomodidad que sentía en su propio pecho. Hacía años que no hablaban, no de verdad, y sin embargo, ahí estaba, dándole órdenes con la misma familiaridad de siempre.

Apretó las manos, sintiendo la presión de sus uñas contra la palma.

—Aemma. —pronunció con esfuerzo.

La sonrisa de la reina se ensanchó levemente.

—Así está mejor. Ven, siéntate conmigo.

Leyla avanzó con pasos tensos y se sentó en el diván junto a ella. Por primera vez, se permitió observarla de cerca. Aemma no solo parecía cansada, parecía... enferma. Sus mejillas estaban hundidas, su piel pálida y el brillo de sus ojos no era el mismo que recordaba.

—Has cambiado. —murmuró la reina, con una mirada que la traspasaba.

Leyla esbozó una sonrisa amarga.

—Tú también.

Aemma soltó una risa breve, pero carente de alegría.

—Los embarazos hacen eso.

El silencio se instaló entre ambas.

Su abuela intentó como pudo que no supiera mucho de lo que sucediera en la corte, pero nunca pudo evitar que no supiera sobre las numerosas pérdidas que Aemma había atravesado.

—Lo siento mucho...

—Está bien. Son cosas que suceden. —dijo la mayor. —Me alegro que estés aquí.

Leyla volvió a mirarla, muy sorprendida.

—¿De verdad?

Aemma sostuvo su mirada sin titubear.

—Por supuesto que si. —asintió y tomó las manos de la Hightower entre las de ella. —Eres una persona muy especial para Rhaenyra y para mí. Y no pude pensar en otra persona para ayudarme con esto que tú.

—¿Ayudarte?

—Bueno, aún faltan unas semanas, pero el Gran Maestre dice que debo reposar. —explicó, soltándola y cubriéndose el vientre con la palma de su mano. —Tengo un buen presentimiento esta vez.

Leyla bajo la vista hasta el avanzando embarazo de Aemma. Parecía como si tuviera más de un bebé ahí dentro.

—Me alegro mucho por ti, Aemma, pero no creo...

—Nada de eso, Lea. —Aemma volvió a encorvarse, apoyándose por completo en el respaldo. —Se que tu hermano se casará la próxima luna y no tengo ningún problema con que vayas, siempre y cuando vuelvas enseguida.

—No estoy segura de que sea buena idea. —dijo con cautela, eligiendo sus palabras con cuidado.

La reina ladeó la cabeza, observándola con la misma paciencia con la que solía hacerlo cuando eran más jóvenes.

—¿No lo es para quién? —preguntó con una dulzura que no disimulaba la firmeza en su tono.

Leyla no respondió.

—Te necesitan aquí, Leyla. Yo te necesito.

El peso de esas palabras la golpeó con una fuerza inesperada. Durante años había sentido que su lugar en la corte se desmoronaba, que su nombre no era más que un murmullo incómodo en los pasillos de la Fortaleza Roja. Pero ahí estaba Aemma, la mismísima reina, asegurándole que su presencia era más que grata y necesitada.

Y aún así, la duda persistía.

—No sé si soy la persona indicada para ello... Serví a la princesa Gael y durante un tiempo a tu abuelo... 

—Siempre lo has sido. Por algo él te escogió entre miles de personas en este castillo.

Leyla apartó la mirada, sintiendo un nudo formarse en su garganta.

Aemma...

—Sé que regresar aquí no ha sido fácil. —la interrumpió la reina con suavidad. —Pero eres más fuerte de lo que crees. Y sé que no lo admitirás en voz alta, pero también necesitabas volver.

Leyla se tensó al entender a lo que Aemma quería llegar. No lo hacía exactamente por beneficio propio, sino por los deseos ajenos.

Aemma no la presionó. Solo la observó en silencio, dándole el espacio que necesitaba.

Finalmente, Leyla exhaló lentamente y asintió con un movimiento leve.

—Está bien. Me quedaré.

La sonrisa de Aemma fue cálida y genuina, como un rayo de sol en medio de la tormenta.

—Me alegra escucharlo.

—Pero hazme un favor. —añadió Leyla, volviendo a un semblante más duro.

—El que quieras.

La castaño tomó aire y apretó más sus uñas contra sus manos.

—No quiero verlo.

—Lea...

—Ya está superado, lo prometo. —tomó una bocanada de aire, aferrándose al pliegue de su vestido celeste. —Pero no puedo perdonarlo. Y temo que no podré comportarme como se requiere si me llego a cruzar con él.

Aemma la miró con un dejo de tristeza, pero no insistió.

—Lo entiendo.

No había juicio en su voz, solo una aceptación tranquila. Pero eso no disipó el nudo en el estómago de Leyla. Sabía que la reina intentaría respetar su deseo, pero también sabía que en la Fortaleza Roja nada estaba completamente bajo su control.

Aemma suspiró, llevándose una mano al vientre mientras acomodaba mejor su postura.

—No te pediré que lo perdones. Solo que no dejes que él te impida continuar.

Leyla apretó los labios.

—Hace mucho que acepté vivir con eso.

Aemma la miró con una mezcla de compasión y determinación.

—Pues no debiste hacerlo.

El silencio se extendió entre ambas, solo interrumpido por el lejano bullicio de la ciudad que se filtraba por el ventanal. Leyla desvió la mirada hacia el paisaje, dejando que su mente divagara por un momento. Desembarco del Rey nunca había sido su hogar, no realmente, pero por un tiempo... lo había sido Gael.

Y ahora, lo único que quedaba era Aemma, aferrándose a un hilo invisible que aún las unía.

Finalmente, Leyla exhaló con pesadez y se levantó del diván, alisando su vestido con las manos.

—Descansa, Aemma. Tengo que ir a desempacar.

Aemma no intentó retenerla, pero su mirada la siguió hasta la puerta.

—Leyla.

Se detuvo, sin girarse.

—Me alegra que hayas vuelto.

Leyla cerró los ojos por un instante antes de seguir su camino, sin responder.



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Los días posteriores pasaron con relativa calma.

Leyla se encargaba de atender a Aemma como cualquier otra dama de compañía. Jugaba con la princesa Rhaenyra y le enseñaba bordado de primera mano. Ordenaba las comidas de la reina para darle más fuerzas y la acompañaba a dar paseos para que tomara aire fresco, aveces a pie, otras veces hacían uso de la silla con ruedas que Leyla usaba con la Reina Alysanne.

Era extraño volver a esa rutina, como si los años fuera de la corte se hubieran desvanecido y todo siguiera igual. Pero no lo estaba.

Los pasillos del castillo no se sentían como su hogar. Las miradas furtivas y los susurros al pasar no eran fáciles de ignorar. Aun así, Leyla se mantenía firme, enfocándose en su labor y en la compañía de Aemma y Rhaenyra.

—Tu mano se está tensando, Lea. —comentó Aemma con suavidad una mañana, mientras observaba su intento de bordado.

Leyla parpadeó y relajó la postura. Rhaenyra, sentada a su lado, miraba curiosa.

—Estoy fuera de práctica. —dijo con una sonrisa forzada.

Aemma no pareció convencida, pero no insistió. En cambio, dejó que la conversación derivara hacia otros temas, en su mayoría triviales. Pero siempre había algo que Leyla evitaba mencionar, algo que pesaba sobre ella más de lo que admitía.

Daemon.

No lo había visto, pero su presencia era imposible de ignorar.

Escuchaba su nombre en conversaciones a media voz entre las damas de compañía. Veía a los caballeros enderezarse cuando él pasaba cerca. Incluso Aemma lo mencionaba de vez en cuando, sin malicia, pero con una familiaridad que le resultaba incómoda.

—Daemon preguntó por Rhaenyra esta mañana. —comentó la reina en una ocasión, mientras paseaban por los jardines. —Quería saber si estaba con fiebre o si solo fingía para evitar sus lecciones de valyrio.

Leyla no respondió de inmediato. Sabía que Aemma la estaba observando.

—¿Y qué le dijiste? —preguntó finalmente.

—Que era un poco de ambas. —Aemma rió con suavidad, luego suspiró. —Sabes que él no es el mismo de antes.

Leyla tensó la mandíbula.

—Tal vez. Pero algunas cosas no cambian.

Aemma no insistió, pero la expresión de su rostro dejaba en claro que no compartía su escepticismo.

Leyla no necesitaba verla para saber que Daemon rondaba por la Fortaleza Roja. Lo sentía. En las conversaciones, en los ecos de sus pasos en los pasillos, en la expectación contenida de aquellos que esperaban un encuentro entre ellos.

Pero ella no estaba dispuesta a dárselo.

Una mañana acompañó a dar un paseo por el jardín a la joven princesa. Tras insistencias de la menor, Leyla la llevó hasta el arciano que crecía en un patio de la fortaleza.

Ambas se sentaron bajo la sombra que les otorgaban las hojas del gran árbol. Rhaenyra trajo consigo un libro para continuar con sus lecciones, mientras que la mayor se contuvo a contestar sus preguntas y admirar el paisaje que le traía recuerdos de sus años de oro.

El viento soplaba con suavidad entre las hojas del arciano, produciendo un murmullo apacible que acompañaba la voz de Rhaenyra mientras leía en valyrio. De vez en cuando, la niña se detenía para fruncir el ceño y buscar ayuda en Leyla, quien corregía su pronunciación con paciencia.

—¿Así está mejor? —preguntó Rhaenyra después de un intento particularmente difícil.

—Mucho mejor. —asintió Leyla con una leve sonrisa.

La princesa sonrió satisfecha y continuó con la lectura, aunque pronto su entusiasmo se desvaneció y su atención comenzó a divagar.

—¿Te gustaba vivir aquí? —preguntó de repente, cerrando el libro en su regazo.

Leyla titubeó por un momento.

—Solía gustarme. —respondió finalmente, eligiendo con cuidado sus palabras.

Rhaenyra ladeó la cabeza.

—¿Y ahora?

Leyla exhaló suavemente, su mirada fija en las raíces del arciano.

—Ahora... es complicado.

No era una mentira, pero tampoco era la verdad completa.

—Mi madre dice que siempre es difícil volver a un lugar cuando ha pasado mucho tiempo. —comentó Rhaenyra, con la mirada perdida en las hojas rojas sobre ellas. —Pero que lo que sentimos por él nunca desaparece del todo.

Leyla bajó la vista hacia la niña y le revolvió el cabello con suavidad.

—La reina es muy sabia.

Rhaenyra rió, pero antes de que pudiera responder, una voz interrumpió la tranquilidad del momento.

—Princesa.

Ambas voltearon hacia la misma dirección. Sir Harrold Westerling se acercaba con paso firme, inclinando la cabeza en señal de respeto.

—Su padre pregunta por usted.

Rhaenyra suspiró, como si ya imaginara lo que venía.

—¿Otra lección?

Sir Harrold no respondió, pero su expresión lo dijo todo.

—Voy enseguida. —dijo la niña con resignación, tomando su libro y poniéndose de pie.

Leyla se levantó también, sacudiendo su falda.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, gracias, Lea. —contestó la princesa con una sonrisa, aunque su tono delataba que no le entusiasmaba la idea de retirarse

Leyla la vio marcharse con el caballero, quedándose sola bajo la sombra del arciano.

El silencio volvió a envolver el jardín, pero esta vez no era del todo apacible. Había una inquietud en el aire, una sensación que le erizaba la piel.

Dioses... —susurró para si misma, cubriéndose sus brazos desnudos con un chal a juego con su vestido.

Leyla frotó sus brazos con suavidad, intentando disipar la incomodidad que se había instalado en su pecho. No era el frío. No era la brisa que soplaba entre las hojas rojas del arciano. Era algo más. Una sensación latente, como la sombra de un depredador al acecho.

Sacudió la cabeza con sutileza, como si eso bastara para apartar la sensación. Se inclinó para recoger un pétalo que había caído sobre su regazo, concentrándose en su color carmesí, en su textura delicada.

—Leyla.

Levantó la vista de golpe, su cuerpo tensándose apenas un instante antes de reconocer la voz.

Gareth la observaba con una leve sonrisa, apoyado contra el tronco grisáceo del arciano con la facilidad de quien no se había anunciado, pero tampoco esperaba ser recibido con hostilidad.

—¿No me vas a saludar? —preguntó, alzando una ceja.

Leyla exhaló un suspiro, relajando los hombros.

—No sabía que habías llegado.

—Una pequeña sorpresa nunca viene mal. —Gareth se acercó con paso tranquilo. —Fui primero al septo, suponiendo que estarías lo más lejos de aquí. Pero parece que te has mantenido ocupada.

Leyla inclinó la cabeza con una media sonrisa.

—Este lugar me trae tranquilidad.

Gareth se encogió de hombros, aunque su expresión se suavizó al observarla con más atención.

—Te ves bien, Lea.

Ella sonrió con reserva.

—No ha pasado tanto como para que digas eso...

El silencio se instaló por un breve instante entre ellos, roto solo por el susurro del viento entre las hojas del arciano.

—Supongo que todo esto es... extraño para ti. —comentó él, su tono más cuidadoso.

—Lo es. —admitió Leyla. —A veces siento que nunca me fui, y otras... como si jamás hubiera pertenecido a este lugar.

Gareth asintió lentamente, como si comprendiera.

—Las cosas han cambiado. Pero algunas siguen igual.

Leyla soltó una risa baja.

—Me he dado cuenta.

Gareth se acomodó junto a ella bajo la sombra del arciano, cruzando los brazos sobre su pecho.

—¿Cómo está la reina?

—Bien en lo que cabe. Hay días malos, pero Rhaenyra la mantiene fuerte.

Gareth sonrió con cierta ternura.

—La princesa siempre ha sido un pequeño torbellino.

—Eso no ha cambiado.

Leyla exhaló con ligereza, dejando que la conversación fluyera con naturalidad. Por un momento, se permitió disfrutar de la compañía de su primo, de la familiaridad que traía consigo.

Hasta que lo sintió de nuevo.

Esa sensación.

No estaban solos.

Leyla no lo dijo en voz alta, pero su cuerpo se tensó, sus sentidos afilándose con el mismo instinto que había desarrollado con los años.

—¿Lea? —Gareth la observó con el ceño fruncido.

Ella negó con la cabeza, esbozando una sonrisa ligera para restarle importancia.

—No es nada. Solo... pensé que escuché algo.

Gareth ladeó la cabeza, su mirada vagando brevemente por el jardín.

—Tal vez un sirviente.

Tal vez.

Pero Leyla no estaba convencida.

Porque no era la primera vez que lo sentía. Y dudaba que fuera la última.



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Las horas se convirtieron en días, y estos en semanas. No había más que felicidad que compartir, y no pudo pasar desapercibido el futuro nacimiento del heredero, según palabras de su majestad, el Rey Viserys I.

En pocos días, cuervos volaron a cada rincón de los Siete Reinos, llevando la invitación a un gran festejo en honor al niño en camino. No era solo una celebración; era una declaración de estabilidad, de continuidad para la dinastía Targaryen.

El banquete se llevó a cabo en los jardines de la Fortaleza Roja, donde mesas adornadas con frutas, carnes y panes se extendían bajo la luz cálida de cientos de farolillos. El vino fluía libremente, y la música llenaba el aire con melodías que invitaban al júbilo. Nobles de cada rincón del reino se reunían para brindar por el rey y su esposa, compartiendo risas y palabras de buenos augurios.

Leyla se mantenía cerca de Aemma y Viserys, su presencia discreta pero firme al lado de la mujer a la que servia. Desde su posición privilegiada, observaba cómo los invitados se acercaban para ofrecer felicitaciones. Algunos lo hacían con sinceridad, otros con la sutileza de quienes buscaban asegurarse un favor futuro.

—Su majestad, una bendición para la Casa Targaryen. —exclamó lord Beesbury, inclinándose con reverencia.

—Sin duda, un motivo de celebración. —agregó lord Staunton, levantando su copa.

Aemma sonreía con gratitud, aunque Leyla notaba el leve cansancio en sus ojos.

—Si el niño es tan fuerte como su padre, no dudo que será un gran rey algún día. —comentó lord Celtigar, con un tono de respeto genuino.

Viserys rio con orgullo, posando una mano sobre la de su mujer.

—Estoy seguro de que lo será.

Leyla mantenía una expresión serena, enfocada en Aemma más que en la conversación en sí. Todo había recaído en sus manos en torno a la celebración, sin dejar pasar un solo detalle. Lo último que quería era que Aemma hiciera un esfuerzo innecesario.

Hasta que algo cambió en el ambiente que la rodeaba.

Un murmullo se propagó entre los asistentes, como el viento antes de una tormenta. Las miradas comenzaron a desviarse en una misma dirección, y pronto, la razón se hizo presente en sus orbes olivas.

—El príncipe Daemon Targaryen, majestades. —anunció sir Harrold.

Leyla sintió cómo su cuerpo se tensaba.

La multitud se apartó sutilmente para darle paso. Daemon caminaba con la seguridad que siempre lo había caracterizado, vestido con sus ropajes oscuros y las joyas que cualquier otro príncipe portaría. Su expresión era inescrutable, pero sus ojos, esos ojos de un púrpura intenso, parecían registrar cada rostro que encontraba en su camino.

Avanzó directo hacia el lugar donde se encontraban los monarcas, sin desviarse ni titubear.

—Hermano. —saludó, inclinando apenas la cabeza.

Viserys sonrió con agrado.

—Daemon. Me alegra verte.

Los hermanos intercambiaron unas palabras, lo suficiente para que el ambiente se relajara un poco. Luego, Daemon giró la mirada hacia Aemma.

—Su majestad. —dijo con tono más suave.

—Daemon. —Aemma le dedicó una sonrisa educada. —Gracias por venir.

—Me gustaría preguntar por la falta de un diablillo de cabello plateado correteando por aquí... —dijo mientras la cabeza a sus lados, con una expresión sarcástica que divirtió al rey. —Aunque debo decir que agradezco la tranquilidad.

—Como si tú fueras el amo de la paz... —contradijo Viserys, rodeando los ojos en el camino. 

Daemon continuó riendo junto a Viserys, terminando con una que otra palabra de doble sentido que solo ellos entendían. Hasta que no pudo evitar más la atracción que sentía por los ojos verdes que tenía a su costado.

El aire pareció volverse más pesado.

Por un instante, solo un instante, sus ojos se encontraron. Un destello de reconocimiento pasó por el rostro de Daemon, algo que lo atrajo más de lo que Leyla ya lo hacía. Sin embargo, Leyla no mostraba la misma fascinación que su esposo, salvo por las arrugas que se forman entre sus cejas y los nudillos pálidos por el esfuerzo.

Daemon ignoró todo acto de habla que producían los otros señores y se dirigió hacia Leyla en cuestión de segundos.

Pero antes de que pudiera decir algo, Leyla se levantó con elegancia, apartándose con la misma naturalidad con la que había permanecido allí.

—¿Lea? —Aemma intentó levantarse y seguir a su amiga, pero Viserys la detuvo, extendiendo un brazo que le cubría el camino.

—Debió olvidar algo, querida. —dijo el rey, sin apartar la mirada de la mujer Hightower que caminaba a lo lejos. —¿No es cierto, Daemon?

El príncipe no dejaba de mirar el lugar que había sido ocupado por Leyla. Odiaba cuando alguien lo ignoraba, y ella lo sabía muy bien. Si otra persona lo hubiera si quiera intentando, ahora mismo tendría las manos con sangres y uno que otro dedo tirado a su pies. Pero no, porque la única que se osaba a girarle los ojos o plantarle cara sin temblar era ella. Era su Leyla.

Fue hasta que los llamados de hicieron gritos que salió de su ensimismamiento.

—¿Daemon? —repitió por milésima vez, esta vez con un dejo de diversión.

Daemon inclinó la cabeza, forzando una sonrisa.

—Sí, tal vez...

Las palabras se le atoraron en la garganta, y su ofensa había sido sustituida por furia. Sus ojos fueron directo al hombre que le sacaba una cabeza a su esposa y el atuendo con toques púrpuras destacaba a su alrededor. Sir Rickard Redwyne estaba prácticamente a centímetros de Leyla, susurrándole algo al oído que Daemon no pudo leer, pero que encendió una rabia más fuerte que lo hizo ver más pálido de lo normal.

Daemon no se movió al principio. Observó desde lejos, los labios del caballero curvándose en una sonrisa demasiado confiada, demasiado familiar. Las manos de Leyla descansaban frente a ella con una calma ensayada, pero Daemon la conocía demasiado bien. Vio el pequeño movimiento de sus dedos, cómo se entrelazaban por reflejo. Estaba incómoda.

Y aun así no lo apartaba.

—¿Quién es ese? —preguntó Viserys con curiosidad, entre un trago y otro.

Daemon no respondió.

Sir Rickard se inclinó un poco más, diciendo algo que hizo que Leyla bajara la mirada un segundo antes de alzarla con una sonrisa fría, más protocolo que placer. Ella no se movía, no retrocedía, pero tampoco dejaba de clavar las uñas en su palma, como si eso fuera lo único que la mantenía en control.

Daemon dio un paso.

No lo hagas.. —susurró Aemma, que lo miraba desde su asiento, sin necesidad de alzar la voz. Lo conocía también.

Daemon no respondió. Dio otro paso. Y otro.

La multitud se abrió una vez más a su paso, no con reverencia, sino con esa tensión que siempre lo acompañaba. El aire a su alrededor parecía arrastrar las miradas como una tormenta invisible.

En cuanto más cerca veía la larga cabellera rojiza de Leyla, la imagen de Rickard en suelo no se quitaba de su mente. Y tal vez hubiera ocurrido, sino fuera que alguien se interpuso en su camino.

—Príncipe Daemon. —El hombre de cabello igual de rojo que el de Leyla, piel blanca y ojos verdes oscuro, lo detuvo de su objetivo. —Tiempo sin verlo.

Apretó los puños y se tragó las ganas de hacerlo a un lado.

—Gareth Tyrell... no sabía que estabas aquí.

—Estoy acompañando a Lea. —El cálido apodo de Leyla en su lengua fue como una bofetada, recalcándole la confianza que se tenían. —Mi abuela tenía miedo de dejarla sola entre tantos... desconocidos.

Daemon entrecerró los ojos. No dijo nada al principio, pero la sonrisa que se dibujó en su rostro no alcanzó sus ojos. Era la clase de sonrisa que precedía al caos, la que venía acompañada de acero afilado o palabras más cortantes que una espada.

—¿Desconocidos? —repitió, la voz suave, como una caricia antes de un golpe. —. Qué curioso... porque según recuerdo ahora estoy emparentada con ella.

—Ah, pero ya sabe cómo es lady Melessa. —Gareth respondió sin ceder terreno, con la elegancia diplomática que caracterizaba a los Tyrell, pero con un tinte ácido en la voz. —Tan preocupada por sus pequeñas flores...

Daemon lo sostuvo con la mirada por unos segundos que parecieron eternos. No era el tipo de hombre que toleraba intromisiones. Mucho menos de un Tyrell. Y mucho menos cuando se trataba de ella.

—¿Y esa flor necesita que la riegues tú? —preguntó en un tono que destilaba veneno, muy lejos de la cortesía que la situación exigía.

—Solo cuando el clima se pone inestable. —replicó Gareth con una sonrisa más afilada que amable.

El ambiente se volvió denso, casi asfixiante. Algunos nobles fingían conversaciones para evitar mirar; otros observaban sin disimulo, atentos al posible estallido.

Leyla seguía de pie, no tan lejos, pero lo suficientemente apartada como para no intervenir. Sin embargo, sus ojos estaban clavados en Daemon. Era una mirada directa, dura, y a la vez... cansada.

—No tengo porque recordarte lo obvio, pero ella es mi esposa. —dijo el platinado, acentuando el título de Leyla en voz alta.

Dio un paso a un lado y trató de dejar de lado la discusión que, a su percepción, era solo una pérdida de tiempo y saliva. Sin embargo, Gareth volvió a interceptarlo. Si antes había tratado de no perder los estribos en la fiesta de su futuro sobrino, ahora se lo estaba replanteando.

Hazte a un lado, mocoso. —murmuró entre dientes, tratando de mantener la compostura.

Gareth era un poco más bajo, y tan solo un año menor que Daemon, pero eso no lo detuvo a encararlo y clavarle una mirada asesina.

Por favor, Daemon. Ambos sabemos que eso no es verdad.

El silencio que siguió fue brutal.

No porque nadie hablara, sino porque el mundo pareció contener el aliento.

Daemon ladeó la cabeza apenas, como si estuviera evaluando a una criatura particularmente estúpida que acababa de morder la mano equivocada. Su sonrisa se borró por completo. Los ojos, de un púrpura oscuro casi negro a la luz de los farolillos, no mostraban emoción. No había furia, ni molestia... solo una quietud letal.

¿Disculpa? —Su voz era baja, lo suficiente para no causar escándalo... pero lo bastante amenazante para helar la sangre de cualquiera.

Gareth no retrocedió.

Ella no es nada tuyo desde el momento en que la dejaste como un vil cobarde.

La tensión estalló.

No con gritos. No con espadas desenvainadas. Sino con ese paso sutil que Daemon dio hacia adelante, tan lento, tan medido, como el de un depredador que finalmente ha decidido atacar. Su sombra se proyectó larga bajo la luz cálida de las lámparas, envolviendo parcialmente a Gareth, que ya no sonreía.

Eres un muchacho valiente... o un idiota. —susurró Daemon, casi con lástima. —No sé cuál de los dos prefiero partir en dos primero.

—Señores. —La voz de Leyla fue como un relámpago en medio de la tormenta. No había gritado, pero su tono cortó como un cuchillo.

Todos los rostros giraron hacia ella. No era la dama silenciosa de antes. Su postura estaba recta, los ojos verdes tan brillantes como el acero recién afilado. Había dado unos pasos hacia ellos, interrumpiendo el campo invisible de batalla. Su vestido ondeaba con la brisa de la tarde, celeste y con flores bordadas en oro.

Daemon no la miró de inmediato. Lo detestaba. Detestaba que su sola voz bastara para frenarlo.

Pero lo hacía.

—Gareth. —mencionó a su primo, clavando sus orbes en el pelirrojo. —Necesito hablar contigo.

Gareth respiró por fin, apenas perceptible, como si no supiera hasta ese momento que había estado conteniendo el aire.

Daemon entrecerró los ojos, y por un instante, todo volvió a tensarse. Hasta que exhaló lentamente y giró la cabeza apenas, dándole la espalda a Gareth como si ni siquiera valiera el esfuerzo.

—Claro, Lea. —contestó con una sonrisa, sin despegarle la vista al Targaryen. 

Daemon pasó por el lado de Leyla sin mirarla directamente, aunque el roce de sus hombros al cruzarse fue tan intencional como cualquier caricia. No se detuvo. No dijo una palabra más. Aunque sus nudillos pálidos y la vena abultada en su frente demostraban todo lo que no dijo.



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Caminaron hasta un rincón más alejado de los jardines, bajo una pérgola cubierta de flores neutras y alejados lo suficiente para que las miradas no pudieran seguirlos con tanta facilidad. Leyla se detuvo allí, pero no se giró enseguida. Solo cuando el silencio entre ellos fue demasiado largo, habló.

—¿Por qué hiciste eso?

Gareth alzó una ceja, todavía con algo de desafío en los ojos.

—¿Eso? ¿Defenderte?

—Provocarlo. —corrigió ella, al fin volteando. —No lo necesito, Gareth. No ahora.

Él frunció los labios, como si esas palabras dolieran más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Ver cómo te miraba como si fueras una posesión extraviada? ¿Esperar a que te tomara del brazo frente a todo el reino solo para marcar territorio?

—No es tu problema. —Su voz era firme, baja, casi herida. —Nunca fue tu problema, ni lo será.

—Claro que lo es. —Gareth avanzó un paso. —Lo es desde que volviste a Altojardín cubierta de silencios, desde que vi cómo te apagabas cada vez que alguien pronunciaba su maldito nombre. Lo es porque te quiero, Lea.

—Sigue sin ser de tu incumbencia. —recalcó, entrándolo con toda la rabia en su tono. —Soy lo suficientemente inteligente para elegir mis batallas, y no estaba lista para esta.

Gareth se detuvo en seco, como si cada palabra de ella le hubiese atravesado el pecho. Su expresión, antes encendida, se tornó más apagada, más contenida.

—¿Y cuándo lo estarás? —preguntó en voz baja, casi temiendo la respuesta. —. Porque cada vez que intentas protegerlo a él... terminas perdiéndote a ti misma.

Leyla apretó los puños a los costados. Las flores sobre la pérgola se mecían con una brisa suave, pero la tensión entre ambos hacía que el aire pareciera espeso.

—No lo estoy defendiendo. —respondió, sin mirarlo. —Estoy defendiéndome a mí. De ti, de él... de todos los que creen que saben qué es lo mejor para mí.

Gareth se rió, sin humor.

—¿Y lo que tú sientes? ¿Dónde queda eso? Porque lo que vi allá no fue una mujer tomando control... fue una mujer tragándose las ganas de gritar.

Por un momento, el silencio volvió. Un petirrojo cantó desde las ramas cercanas, como si el mundo no estuviera a punto de romperse.

—Ya he tenido lo suficiente. —Finalmente, dio un paso atrás, aumentando la distancia. —Si no te parece la manera en la que enfrento MI vida, puedes volver a Altojardin. No necesito de un niñero que me cuide las espaldas.



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—Al fin, todos reunidos. —exclamó el Rey Viserys, alzando su copa de vino al centro y con enorme sonrisa. —La casa Targaryen completa.

Hubo un murmullo de aprobación, educado y breve. Las copas se alzaron con distinta energía. Todas a excepción de una.

—Una ocasión rara. —añadió la reina con una sonrisa delicada, aunque sus dedos no soltaban del todo el borde de la copa.

Daemon estaba recostado con descuido en su silla junto a su hermano, una pierna cruzada sobre la otra, girando lentamente su anillo de sello en el pulgar. Observaba directamente y sin disimulo a la pelirroja al lado de Aemma.

Leyla mantenía la espalda recta y el ceño fruncido por los rayos del sol que le cubrían la frente. No tomado ni un sorbo del vino que, muy insistentemente, el rey le había ofrecido.

—Casi parecemos una pintura. —murmuró la princesa Rhaenys, con tono bajo, pero no lo suficiente para que no se escuchara. —Aunque dudo que alguien quisiera colgarla en sus salones.

Lord Corlys soltó una pequeña carcajada, más por cortesía que por humor real. Sus ojos viajaron por el apartado sitio en el jardín en el que permanecían, evaluando a cada uno con la precisión de un hombre acostumbrado a medir mareas y tormentas.

Un sirviente llenó las copas con vino de Lys, y durante unos segundos solo se escuchó el burbujeo del líquido.

—Me alegra que hayamos podido coincidir antes del próximo consejo. —continuó Viserys, sin perder la sonrisa, aunque ahora sus ojos buscaron a Daemon como si esperara una provocación inmediata.

Daemon solo se encogió de hombros y murmuró:

—Supongo que aveces podemos permitirnos un poco de libertad...

El silencio volvió a reinar tras el comentario del príncipe. Las dos mujeres —mayores— se vieron entre sí, hasta que ambas miradas cayeron en la más joven, que parecía contener una ligera molestia y no solo por el sol.

—Supe que su hermano se casara pronto. —dijo Rhaenys, cambiando drásticamente el rumbo de la conversación. —Es de lo que todos hablan estos días. Bueno, no por encima del próximo heredero. —inclinó su copa en dirección al rey, que solo le dedicó un asentimiento de cabeza junto una sonrisa de la reina.

—Fue difícil, pero al fin decidió sentar cabeza. —respondió Leyla, contagiando su sonrisa divertida entre las mujeres. —Mi abuela puede ser muy persuasiva e insistente en cuanto a ese tema.

—Oh, puedo imaginármelo. Pero no había una peor que la mía. —Rhaenys sostuvo la copa a unos centímetros de sus labios, a punto de beber de ella, sin antes terminar: —Aunque eso debes de saberlo por tu experiencia.

Leyla mantuvo la sonrisa, aunque sus ojos destellaron con un leve cambio de tono.

—He tenido el gran placer, princesa. —respondió, sin bajar la mirada. —Y la paciencia que eso conlleva.

—Virtudes necesarias para cualquier mujer que lleve sangre noble. —intervino Aemma con suavidad, acariciando el borde de su copa. Luego miró de reojo a Viserys. —A veces incluso más importantes que la obediencia.

Viserys asintió, distraído, como si no hubiera terminado de escucharla. Estaba demasiado ocupado repasando con la vista el rostro de cada uno, buscando aprobación, cercanía... algo que no llegaba.

—Brindemos. —gritó lord Corlys, alzando su copa al centro del semicírculo. —Por el tan esperado príncipe.

Las copas se alzaron una vez más, acompañadas por un murmullo de brindis y un par de sonrisas que no llegaban a los ojos. La copa de Leyla permaneció medio llena, aunque esta vez sí rozó sus labios con el borde.

—Que nazca fuerte. —dijo Rhaenys, bajando lentamente la suya. —Y sano.

—Y con la belleza de su madre. —añadió Daemon con tono burlón. —¿No es así, hermano?

Viserys soltó una risa seca, pero sus ojos cayeron por un instante en Aemma, quien desvió la mirada hacia el jardín, donde las flores ya comenzaban a inclinarse con el peso del calor de la tarde.

—Sin importar a quien se parezca, será el heredero legítimo. —dijo el rey, esta vez sin sonrisa. —El reino tendrá su certeza al fin.

El silencio volvió a apoderarse del lugar. Esa palabra, "certeza", pareció depositarse como plomo en el centro de la mesa. Todos sabían a qué se refería, y a quién.

Los siguientes minutos siguieron siendo peor que incómodos. Conversaciones que terminaban tan rápido como iniciaban, sin algún rumbo en específico.

Leyla miraba a su alrededor esperando ver alguna cara familiar que la sacara de ahí, pero sir Rickard se había informado que no se sentía tan bien y su primo, Gareth, estaba conversando con algunos conocidos de su madre en la esquina más retirada del jardín. Si por ella fuera, se quedaría el tiempo que fuera para no dejar a Aemma sola; pero la presencia de Daemon le estaba absorbiendo toda la energía que había tenido al despertar.

Odiaba que, aún después de meses, él todavía tuviera ese poder sobre ella. La frustraba estar tan enfadada por ese hijo... Bueno, la princesa Alyssa no tiene la culpa del tipo de hijo que parió.

—Su majestad. —La voz de una señora llamó de nuevo su atención. Por la naturalidad con la que se refirió a Aemma, debió haber entrado a la conversación sin que ella se diese cuenta. —Debo decir que se ha lucido con la decoración. Hacía años que no veía algo así en la corte.

—Se lo agradezco, lady Annara. Pero todo fue organizado por lady Leyla.

La dama abrió los ojos de par en par, como si no se hubiera si quiera percatado de la presencia de la joven Hightower. Leyla, en cambio, bajó la mirada con las mejillas ruborizadas por la atención —lo que más odiaba—.

—Oh, no lo sabía... —excusó la mujer mayor, cubriéndose la mitad de la cara con su abanico. —No la veía desde hace meses, lady Leyla. Suponiendo lo sucedido, debió haber permanecido...

—Antigua es mi hogar. —dijo Leyla, interrumpiendo a la dama abruptamente, recibiendo alguna miradas de su alrededor. —Después de todo lo que sucedió... —hizo una pausa para recorrer su vista hacia su izquierda, donde Daemon parecía esperar su respuesta con ansias. —...con la muerte del viejo rey, preferí seguir ayudando a mi hermano en nuestro hogar.

—Y supongo que eso ya no será necesario. —continuó ahora lady Annara. —Su hermano se casara con lady Alana Beesbury y usted... sobrará en su hogar.

Leyla sostuvo la mirada de la dama, aunque sus manos se tensaron sobre su regazo. No respondió de inmediato. El comentario no era solo impertinente, sino cuidadosamente punzante. No era la primera vez que alguien le insinuaba que su valor residía únicamente en lo útil que podía ser para los hombres de su familia. Lo había escuchado toda su vida. Pero no aquí. No delante de todos.

—Tal vez así sea. —respondió finalmente, con una sonrisa que intentaba llegar a sus ojos. La voz le titubeó más de lo que quería, pero no pudo hacer nada contra el nudo en su garganta. —O tal vez no. Mi tía Denyse vivió junto a mis padres en Antigua hasta que al fin se casó...

—Y si mal no recuerdo... —interrumpió Annara, intercalando la mirada entre la pelirroja y un platinado a su costado. —... usted ya está casada.

El silencio fue inmediato y casi cruel.

La frase de lady Annara cayó como una gota de tinta en agua clara: lenta, invasiva, imposible de ignorar. Varias cabezas fuera del rincón se giraron con disimulo, y el sonido de una copa al posarse sobre la mesa resonó más fuerte de lo que debía. Aemma bajó la mirada hacia su regazo, y hasta la brisa pareció detenerse un momento.

Leyla no pestañeó. No se permitió ese lujo. Sus ojos buscaron, sin quererlo, a Daemon, como si aún esperara —contra toda lógica— una señal, una palabra, incluso una burla, algo que la liberara de tener que responder. Pero él solo la miraba. No con burla. No con lástima. Solo... la miraba.

Deseaba con toda su alma que dijera algo, que ella no tuviera que aclarar lo que era obvio para muchos. Daemon se había ido mucho antes de que pudieran consumir el matrimonio. No había nada que defender, porque no existía un matrimonio. Leyla no llevaba su anillo —por cortesía de Ormund— y no había alguna manta ensangrentada, o al menos en la corte.

Lo más lógico era seguirle el cuento a lady Annara y contradecir todas sus acciones en los últimos meses. Pero si su madre la viera negando una unión concertada por los Siete, probablemente no vería algún otro amanecer como una Hightower.

—Lo estoy, milady. —dijo finalmente, con la voz más limpia, aunque sus manos no dejaban de sudar y un leve brillo rozaban sus orbes. —Pero es imposible olvidar el lugar donde me crié. No cuando he perdido a la mitad de familia en estas tierras. Supongo que recuerda a mi madre y mi hermano, Robb; su hija hubiera dado lo que fuera por una pizca de su atención antes de que el Desconocido lo reclamase a su reino.

Lady Annara entrecerró los ojos por un instante, como si las palabras de Leyla le hubieran cruzado la cara con el dorso de una mano invisible. El abanico, hasta entonces sostenido con elegancia frente a su barbilla, descendió apenas unos centímetros. El gesto no era de derrota, sino de advertencia. La mujer sabía jugar, pero no esperaba que Leyla supiera responder con la misma precisión y veneno disfrazado de cortesía.

—Mis más sinceras condolencias. —murmuró al fin la dama, sin la teatralidad con la que acostumbraba dirigirse al resto. Luego, forzando una sonrisa que no alcanzó sus mejillas. —A veces olvido lo jóvenes que son algunas damas. El duelo puede nublar el juicio... y las palabras.

—Por suerte, aún no me ha nublado la memoria. —replicó Leyla, con suavidad. —Recuerdo bien quiénes nos ofrecieron su mano a mi hermano y a mi cuando mi padre empezó a enfermar. Y también quienes solo enviaron flores.

Las miradas que hasta entonces se habían contenido, se deslizaron ya sin tanta discreción hacia la escena. Ambos reyes se quedaron en silencio e hicieron de la vista gorda ante la pequeña falta de respeto de Leyla, y la princesa Rhaenys parecía más que entretenida junto a su marido. Y Daemon... parecía como si los ojos se le fueran salir.

Lady Annara asintió una vez, sin decir palabra, y luego volvió su vista hacia Aemma.

—Su majestad, ha sido un honor. Le ruego me disculpe, hay otros a quienes debo saludar antes de que anochezca.

—Lady Annara. —respondió Aemma, con la elegancia medida que heredó de su madre, pero el tono seco que sin duda le pertenecía.

La dama se marchó, y con ella la tensión que hasta entonces había encapsulado la esquina del jardín. Un leve suspiro escapó de los labios de Leyla, y Aemma fue la primera en romper el breve silencio.

—Debería nombrarte maestra del protocolo, si vas a seguir manejando a las lenguas sueltas con esa destreza.

Leyla esbozó una sonrisa, pero no hubo manera de que soltara algo más. Sus ojos comenzaron a deshacerse de las lágrimas y su pulso se tranquilizó al compás de las copas de los árboles meciéndose con el aire de la tarde. Tomó una bocana de aire, y tras acomodar su mente, se puso de pie y dijo:

Creo que he tenido suficiente por hoy... —Alisó su vestido y se enderezó, dirigiéndose a Aemma y Viserys. —Pasaré a echarle un ojo a la princesa Rhaenyra.

—Dale mis saludos. —murmuró Viserys, tras carraspear un poco, como si intentara esconder que le incomodaba no poder ofrecerle algo más. Aemma, en cambio, la tomó de la mano con suavidad antes de dejarla ir.

—Gracias por quedarte. —dijo, bajando un poco la voz. —Se que fue difícil para ti...

Leyla no respondió de inmediato. Solo le apretó los dedos, ofreciéndole una de esas sonrisas breves que decían mucho más que las palabras. Luego se dio la vuelta y caminó con paso contenido hacia el interior de la Fortaleza Roja.

En su camino, algunas criadas la detuvieron para preguntar si los músicos deberían entrar ya o en unos minutos más, si deberían soltar a las palomas blancas y a las mariposas, entre muchos otros detalles.

Para cuando había terminado de arreglar el itinerario, el sol estaba por ocultarse en un bello atardecer que traspasaba los ventanales del castillo.

Leyla no se detuvo a disfrutar del cielo ni del cálido tono dorado que bañaba las piedras antiguas del pasillo. Solo quería llegar al ala de las habitaciones privadas, cerrar la puerta tras de sí y por fin... respirar. Había pasado meses entrenando su rostro para no quebrarse, su voz para sonar firme, su andar para parecer segura. Pero lo que más le dolía no era todo lo que fingía frente a los demás. Era todo lo que seguía sintiendo cuando él estaba cerca.

Doblando una esquina, se encontró con un pasillo silencioso, flanqueado por tapices bordados con escenas del Viejo Rey y sus victorias. El eco de sus pasos le acompañaba, y por un instante pensó que estaba sola.

Hasta que una mano la tomó del brazo y la haló con fuerza hacia una alcoba apenas iluminada.

—¡¿Qué?! —gritó sin pensar, alzando una mano para soltarse. Su pecho subía y bajaba con rapidez. —. ¡¿Qué te pasa?!

—Como si no lo supieras. —La voz de Daemon era baja, pero ardía como brasas encendidas. Estaba muy cerca. Demasiado.

—Pues no. No lo sé, Daemon. Ahora déjame salir. —Su tono fue gélido, pero sus ojos brillaban como si aún quedaran restos de la furia contenida frente a lady Annara. Quiso apartarse, pero él no se movió.

—Sabes que odio cuando me aplicas tu ley de "no hablo y no escucho".

—Para lo que me importa... —bufó Leyla, girando su rostro hacia la puerta. —Hazte a un lado o...

—¿O qué? ¿Qué vas a hacerme, cariño? —El apodo, venenoso y burlón, la hizo chocar contra la pared del silencio. No porque le doliera, sino porque dolía más cuánto la conocía. Cuánto podía sacudirla con tan poco.

Leyla lo fulminó con la mirada, las manos temblorosas, apretadas contra su falda para no lanzarlas a su pecho y empujarlo hasta que sus propias palabras lo hicieran tambalear.

—No soy tu cariño, y tampoco una de tus amantes. —intentó sonar lo más segura posible, aún cuando le corazón le latía a mil por hora. Tampoco parpadeó. Sabía que lo único que alejaba a ese demonio era la verdad y la frialdad de las palabras. —Así que de venir a buscarme cada vez que se te antoja, como si aún gozaras de ese derecho.

—¿Y si te dijera que nunca lo dejé de tener? —preguntó él, dando un paso más, apenas tocando su brazo con el suyo. —. ¿Qué harías primero esta vez? ¿Me escupirías en la cara o me besarías?

Leyla rió. No porque le hiciera gracia, sino porque si no se reía, se rompería en mil pedazos.

—No eres más que una pesadilla. Un feo recuerdo. Uno de esos que alguien se repiten solo para torturarse.

—Y aun así, aquí estás. —musitó él, ahora más cerca, con la sombra del atardecer perfilándole el rostro. —Conteniéndote para no tocarme. Mirándome como si quisieras olvidarme y no pudieras.

—Te crees demasiado para alguien que no es nadie, ni lo será. —dijo, usando la poca seguridad que le quedaba mientras lo encaraba. —Llegas tarde si crees que todo esto me hará correr a tus brazos, como una tonta y sin una gota de dignidad.

Daemon no respondió al instante. Solo la miró. No, la estaba admirando. Era tan diferente a como la había visto en Harrenhal. Ya no podía intimidarla como lo había echo, y si temblaba, no era de miedo, sino la de cólera que le subía de pies a cabeza. Ya no era aquella Leyla a la que había dejado hace lunas en una habitación de la Fortaleza Roja. 

Y aún así, algo en su pecho se movía, destruyendo su propio escudo de seguridad. Estaba seguro que se sentía feliz por la mujer en la que Leyla se había convertido, en una que no estaba dispuesto a perdonarlo ni olvidar todo lo que había echo. Menos si se enterara de toda la mierda que ocultaba. Pero, aunque le costará admitirlo, cada una de sus palabras lo estaban quebrando a un punto de no retorno.

—¿Dignidad? —repitió al fin, con una sonrisa ladeada, amarga. —. No sabes cuántas veces me pregunté por qué no te arranqué eso desde el principio. Habría sido más fácil para los dos.

Leyla frunció el ceño, con el pecho encendido de rabia, pero la voz quebrándose bajo la piel.

—¿Eso crees? ¿Que todo esto habría sido más fácil si me hubieras roto por completo? —Su voz se alzó, temblorosa pero firme. —. Tal vez lo hubiera sido para ti. Pero yo no vine a este mundo para servir de pasatiempo a tus impulsos. No soy tu escape, ni tu premio por haber vivido lo suficiente para aburrirte de todo lo demás.

Daemon apretó la mandíbula, la respiración agitada. Y por un segundo, su mano se alzó como si fuera a tocar su rostro... pero se detuvo a medio camino.

Eres peor que todos ellos juntos. —murmuró, sin hacer hincapié en ellos. —Con esa boca afilada y esa forma de mirarme como si supieras todos mis pecados y aún así... aún así quisieras perdonarlos.

Leyla entrecerró los ojos. Las lágrimas no estaban cayendo aún, pero ya amenazaban con hacerle la garganta un nudo.

¿Perdonarte? —susurró, apenas un hilo de voz. —. Yo no tengo que perdonarte. Para eso, tendría que odiarte, y hace mucho que dejar de sentir algo por ti.

Esa fue la grieta. El momento exacto en que el silencio se volvió insoportable. Él avanzó otro paso, y ella no se movió. Ni para huir. Ni para acercarse. Solo se quedó allí, con los labios apretados y la espalda recta, enfrentando la tormenta.

Daemon bajó la mirada un instante, como si la pequeña rabia que se exaltaba en su sien se hubiese convertido en otra cosa. Como si algo en su interior —ese lugar que nadie más tocaba— hubiera cedido por fin.

—¿Por qué viniste? —preguntó con voz ronca. —. Pudiste quedarte en Antigua. Pudo mandarse una carta. Un mensajero. No tú.

Leyla tragó saliva, dolida hasta los huesos.

—Porque Aemma me necesitaba. Porque no se puede negar a una orden de la reina. Y porque... —se detuvo, sintiendo que cada palabra era un paso más cerca del abismo. —...porque si alguien tenía que mirarte a los ojos y recordarte lo que perdiste, prefería ser yo.

Daemon no dijo nada. Solo la miró. Como si quisiera besarla. Como si quisiera irse. Como si quisiera quedarse allí hasta que el mundo acabara.

—Ya no soy tuya. —dijo ella, por fin, como una sentencia. —Y tú nunca fuiste mío.

Entonces, antes de que él pudiera responder, Leyla giró el rostro, abrió la puerta de la alcoba y salió sin mirar atrás. La luz dorada del atardecer la envolvió en cuanto pisó el pasillo, como si el día estuviera a punto de cerrarse solo para sellar ese momento.

Y Daemon... se quedó en la oscuridad. Sin tocarla. Sin detenerla. Porque sabía que todo había funcionado. Ella por fin se había deshecho de todo, hasta de él...



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Tanto tiempo sin escribir por aquí.

Acabo de salir de vacaciones, así que se vienen dos semana de actualizaciones (bueno para ustedes, estresante para mi). Los que están en el canal, sabrán que he dedicado casi todo mi tiempo libre en leer y estudiar, así que no he tenido casi huecos para avanzar con ninguna historia.

¿Qué les pareció? ¿Qué tal la escena en primera persona? Yo juraba que nunca escribiría así ni porque me pagaran, pero me agradó y quería darle un giro a la historia.

Pueden ayudarme dejando su voto y algún comentario para yo saber qué les gustó el capítulo y más personas conozcan mi historia, se los agradecería bastante y así actualizo antes <3

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