
-𝐭𝐰𝐞𝐧𝐭𝐲 𝐟𝐨𝐮𝐫.
. ݁₊ ⊹ . ݁ ✧ ݁ . ⊹ ₊ ݁ .
El viaje a la capital duró más de lo esperado. Aún estando en verano, las tormentas en medio del mar fueron imposibles de evitar. La embarcación que transportaba al príncipe Daemon y a lady Leyla avanzaba como un suspiro cansado entre olas que no daban tregua. Las velas ondeaban con fuerza, tensas bajo el viento, y el cielo permanecía gris, como si presagiara lo que les esperaba al llegar.
Durante el trayecto, apenas hablaron.
No porque no hubiera palabras. Sino porque las que importaban pesaban demasiado.
Daemon pasaba la mayor parte del tiempo en cubierta, con la capa empapada por la bruma salada y los ojos perdidos en el horizonte. Leyla, en cambio, se mantenía resguardada, sentada junto a la ventana del camarote, apretando una carta arrugada que había releído más veces de las que podía contar.
Cuando finalmente desembarcaron, la capital no los recibió con celebraciones ni trompetas. Solo con tensión. Con rostros nerviosos y pasos acelerados.
No habían llegado ni a cruzar las puertas de la Fortaleza Roja cuando una doncella salió al encuentro de Leyla. Sus mejillas estaban enrojecidas y el cabello fuera de lugar.
—Milady. —dijo, sin molestarse en hacer una reverencia. —Es la Reina Aemma... acaba de entrar en labor.
Por un segundo, el tiempo pareció detenerse.
Leyla se giró hacia Daemon. Y por primera vez desde que abordaron el barco, sus miradas se encontraron con urgencia y miedo compartido.
Sin decir una palabra, ella echó a correr por los pasillos del castillo que conocía tan bien. Daemon la siguió, con el corazón palpitando a un ritmo que no recordaba desde las batallas de su juventud.
La reina estaba por dar a luz.
Pero no era solo eso.
Había algo en el aire. Algo en los rostros de los sirvientes. En el silencio que envolvía los muros de piedra.
Algo que ninguno de los dos pudo nombrar todavía...
Pero que pronto lo haría todo más oscuro.
Cuando llegaron a los aposentos privados, en la planta más alta del castillo, había un total desorden. Criadas corriendo de un lado a otro, sirvientes sin órdenes fijas y ayudantes del maestre fuera de la habitación con rostros serios.
El ambiente estaba cargado. Denso. Como si el aire mismo se negara a fluir.
Leyla apenas se detuvo a observar. Se abrió paso entre el caos con una determinación nacida del miedo. Abrió la puerta sin esperar permiso, y un calor sofocante la envolvió al instante. El olor a sangre, sudor y hierbas medicinales le golpeó el rostro con la fuerza de una bofetada.
Aemma yacía sobre el lecho, empapada en sudor, con las sábanas pegadas a la piel y los rizos rubios revueltos sobre la almohada. Su respiración era pesada, entrecortada, como si cada inhalación le costara el doble de lo que debía.
—Leyla... —murmuró al verla, con los ojos desorbitados y el rostro desencajado por el dolor.
Leyla corrió a su lado sin pensarlo, tomó su mano temblorosa entre las suyas y se inclinó hacia ella.
—Estoy aquí. Ya estoy aquí.
Aemma sollozó apenas, pero no por debilidad. Había un grito en su garganta que se negaba a salir.
—¿Dónde está el maestre? —preguntó Leyla a las criadas que solo veían desde una esquina. Ninguna respondió. —. Les hice una pregunta.
—Co..con su majestad. —dijo al fin la que parecía la más joven de las tres.
—¿Y por qué no están haciendo algo? —pronunció Leyla con la voz más elevada. Todas parecían haberse vuelto mudas. —. ¿Están sordas acaso?
—Leyla... —murmuró de nuevo Aemma, su voz echa un nudo. —Todo va estar bien...
—Si... —susurró Leyla, y esta vez fue su voz la que se quebró. —Todo va a estar bien.
La reina apretó su mano con la poca fuerza que le quedaba, mientras otro espasmo le sacudía el cuerpo. Sus piernas temblaban. Sus ojos se iban cerrando, aunque peleaban por mantenerse abiertos. Leyla los sostuvo con los suyos, como si pudiera mantenerla anclada con solo mirarla.
La puerta se abrió de pronto. El Gran Maestre Mellos entró con rostro grave, seguido de Viserys. El rey tenía la túnica desordenada y el cabello pegado a la frente, como si hubiera estado forcejeando con algo invisible durante horas.
—Majestad, no es prudente que esté aquí. —dijo Mellos, intentando detenerlo.
—Es mi esposa. —fue todo lo que respondió Viserys. Y pasó.
Daemon apareció en el umbral, detrás de ellos, pero no cruzó. Se quedó ahí, observando en silencio, con el ceño fruncido y los puños apretados.
—¿Qué está pasando? —preguntó Leyla sin soltarse de Aemma.
El maestre no respondió de inmediato. Fue Viserys quien se acercó al lecho, con pasos vacilantes, y miró a su esposa como si ya supiera lo que iba a perder.
—No hay progreso. —dijo por fin Mellos, bajando la voz como si no quisiera que Aemma lo oyera. —Ha estado así por horas. El niño... está atorado. Si seguimos esperando, ambos podrían...
Leyla giró lentamente el rostro hacia él.
—¿Ambos?
Mellos asintió, sin atreverse a mirar a los ojos a ninguna de las mujeres.
—¿Y qué proponen? —preguntó Daemon desde la puerta, su voz seca como la hoja de una espada.
—Hay una forma de salvar al niño. —dijo el maestre.
El silencio que cayó entonces fue tan pesado como el plomo.
—¿Y a Aemma? —preguntó Leyla.
Nadie respondió.
La reina gimió entre dientes, doblándose sobre sí misma. El dolor era una ola que no cedía.
—No. —dijo Leyla, de inmediato. —No van a hacerle eso.
—Leyla... —murmuró Viserys, al borde del llanto. Sus ojos brillaban con una súplica muda. —No sé qué hacer.
Ella se puso de pie, aún temblando, con la mano de su amiga entre las suyas.
—No la vas a matar.
—¡Quiero salvar a mi hijo! —gritó Viserys.
Aemma abrió los ojos de golpe al escuchar eso. Con dificultad, giró apenas el rostro hacia su esposo.
—¿Y yo? —susurró, la voz tan baja que solo Leyla la oyó.
Y esa pregunta, tan frágil, se sintió como una daga.
Viserys no la escuchó. O no quiso hacerlo. Dio media vuelta, se cubrió la cara con las manos, y comenzó a caminar sin rumbo dentro de la habitación como un hombre al que estaban arrancando por dentro.
Daemon dio un paso al frente.
—Leyla. —dijo el nombre de la Hightower, sin atreverse a acercarse demasiado. —Hay que...
—No pienso irme de su lado. —respondió, deteniéndolo con la fugaz mirada de advertencia.
Mellos bajó la mirada, y por un instante, todo en la habitación pareció detenerse. El crujido de la madera, el murmullo de las criadas, los pasos errantes de Viserys... incluso los gemidos de Aemma parecieron amortiguarse bajo la sombra de una decisión que nadie quería nombrar.
Entonces, el maestre asintió apenas.
Una señal.
No fue inmediata. Pero bastó.
Dos capas blancas que aguardaban fuera entraron sin ceremonia. No dijeron palabra. No tenían que hacerlo.
Leyla los vio venir y de inmediato supo.
—No. —retrocedió un paso, aún con la mano de Aemma entrelazada en la suya. —No se atrevan.
Los guardias dudaron, solo por un segundo. Quizá porque conocían a Leyla. O porque tenían cierta mirada mortífera a unos pasos de ellos.
Pero la orden era más que clara.
Daemon se interpuso entre los hombre y Leyla, con esa mirada que podía desarmar a cualquiera con solo tenerlo de frente unos segundos.
Los caballeros, sin embargo, parecían haber olvidado el miedo y no se doblegaron.
—Su alteza... —dijo uno de ellos, apretando el pomo de su espada con más fuerza de la necesaria.
—Atrévete a tocarle un solo cabello a mi esposa y te juro que no saldrás ileso de esta habitación.
El ambiente se volvió irrespirable. La tensión estaba tan viva que parecía tener dientes. Leyla no soltaba a Aemma. El calor, el hedor metálico, la desesperación; todo se mezclaba en un torbellino que prometía devorarlo todo.
—Daemon... —la voz de Viserys era apenas un eco, pero llevaba una carga que su hermano no podía ignorar. —Llévatela.
Leyla parpadeó.
Daemon giró lentamente el rostro hacia el rey. Su mandíbula se tensó. Durante un largo segundo no dijo nada, no se movió. Como si el aire mismo estuviera a punto de partirse.
—No voy a dejarla. —declaró Leyla con poca firmeza, casi sin voz. Era más una promesa que una declaración.
Los guardias volvieron a avanzar.
Daemon no se movió.
Todavía.
Leyla se giró hacia él, sus ojos enrojecidos por las lágrimas contenidas, el rostro rígido de pura desesperación.
—No. —dijo, anticipándose, leyéndolo. —No me toques.
Pero él ya lo había decidido.
No por Viserys. No por el deber. Sino porque la conocía. Porque había visto esa mirada antes... en sí mismo, cuando era un niño incapaz de cambiar la voluntad del mundo.
La tomó por el brazo.
—¡No! —gritó ella, forcejeando. —. ¡Daemon, no!
La reina gimió tras ellos, ajena al caos que estallaba alrededor. Las criadas retrocedieron. El Gran maestre se volvió hacia el lecho.
Daemon no dijo nada.
No una palabra.
Tanta fue su fuerza que la obligó soltarse de la mano de Aemma antes de que pudiera arrastrarla a ella también. Leyla pataleó, lo arañó, lo maldijo. Él no respondió. Solo la alzó, envolviéndola con sus brazos como si fuera un peso más en una batalla que ya estaba perdida.
La puerta se abrió. Pasaron por el umbral.
Y se cerró detrás de ellos.
Leyla golpeaba su pecho con los puños, llorando en silencio ahora, más rabia que tristeza. Daemon siguió caminando por el pasillo sin detenerse, con el rostro endurecido, como si fuera de piedra. No miraba a nadie. No escuchaba nada.
Solo cuando estuvieron lo suficientemente lejos... cuando las voces se perdieron y las paredes se calmaron...
Solo entonces la soltó.
Leyla se tambaleó un poco, con la respiración agitada y los ojos inundados.
—¡¿Sabes qué acabas de hacer?! —gritó con todas sus fuerzas, mirándolo directamente a los ojos. No obtuvo respuesta y volvió a empujar su pecho para atrás, aunque no fue lo suficientemente fuerte como para hacerlo tambalear. —. ¡¿Sabes lo que le hiciste?!
Daemon no respondió de inmediato.
Solo la miró.
Y en sus ojos no había furia, ni orgullo, ni siquiera culpa. Solo había algo roto. Algo que compartía con ella, aunque ninguno pudiera ponerle nombre.
Leyla respiraba con dificultad, las lágrimas resbalando por su rostro sin freno, el cuerpo temblando como si no pudiera contener la fuerza del grito que acababa de salir de su pecho.
—¡Ella me necesita! —dijo con la voz hecha pedazos. —. Ella me pidió que me quedara...
—Y yo te estoy salvando. —murmuró Daemon al fin.
Esa frase cayó como una bofetada. Una que no esperaba. Una que no quería oír.
—¿Salvarme? —repitió con incredulidad. —. ¿De qué? ¿De verla morir? ¡¿Crees que llevándome lejos hace eso menos real?!
Daemon dio un paso hacia ella. Leyla retrocedió.
—No había nada que pudieras hacer. —dijo con tono bajo, como si cada palabra le doliera. —Y no iba a permitir que te atormentaras con más horribles recuerdos de este lugar.
Ella negó con la cabeza, furiosa, dolida, perdida.
—Podríamos haber hecho algo. Podríamos haber... —Su voz se quebró antes de poder terminar. Se cubrió la boca con una mano y apartó la mirada, como si el dolor fuera demasiado grande para mantener la compostura.
Daemon bajó la mirada, apretando la mandíbula con fuerza. El silencio entre ambos era como una grieta que crecía, incontrolable, llena de cosas que nunca se dijeron.
—Ya no hay nada que hacer. —dijo en voz baja. —Lo intentaron hasta el cansancio...
—¡Pues no fue suficiente! —gritó ella, volviendo a enfrentarlo. —. ¡No fue suficiente, Daemon!
Él no contestó.
Porque sabía que tenía razón.
Leyla se dejó caer contra la pared, agotada, derrotada. La espalda pegada a la piedra fría, los hombros temblando. Sus dedos buscaron desesperadamente algo a lo que aferrarse, pero solo encontraron vacío. Ese horrible sentimiento de que no podía hacer nada y las cosas se le estaban yendo de las manos. Se estaba derrumbando.
. ݁₊ ⊹ . ݁ ✧ ݁ . ⊹ ₊ ݁ .
Daemon
Era la primera vez que la veía así.
Así de indefensa.
Leyla siempre tenía una manera de mantenerse firme, incluso cuando todo a su alrededor se caía a pedazos.
No podía recordar algún momento donde dejara caer su máscara y dejara salir todo lo que su pecho guardaba. Ni siquiera en el funeral de su madre y de su hermano perdió el aliento de esa forma. Mantuvo siempre su mano entrelazada con la mía y se contuvo todo lo posible hasta que... bueno, yo fui yo.
Pero ahora... Ahora se estaba rompiendo frente a mi, y yo no podía nada para detenerlo. Ni siquiera sabía si debía intentarlo.
Me quedé inmóvil, observándola. Cada parte de mí quería acercarse y protegerla del horrible momento que nos rodeaba. Quería que se apoyara en mi, alzarle el rostro, decirle que todo iba a estar bien... Pero no podía mentirle. No como siempre lo hacía.
Había tomado la decisión de sacarla de ese lugar lo más rápido posible. De arrancarla antes de que viviera con algo que no podría soportar a la larga. Porque yo sabía lo que seguía luego de que los ojos perdieran su brillo y la piel comenzara a helarse. Era una experiencia que no se la deseaba ni a mi peor enemigo.
La había salvado. Eso me dije. Me lo repetí con cada paso que dábamos mientras ella me golpeaba con las pocas fuerzas que tenía. Me convencí de que había echo lo correcto. Pero al verla así... de rota... Dioses, si tan solo me hubiera quedado quieto y no siguiera mis estúpidos instintos.
Me acerqué con lentitud. Cada paso me pesaba como si arrastrara las piedras de un castillo entero sobre los hombros.
Ella ni siquiera me miró.
Solo se dejó caer contra la pared, como si la piedra pudiera sostenerla mejor que yo.
—Leyla... —susurré.
Nada.
Solo el sonido de su respiración entrecortada. El leve temblor de sus hombros. El llanto contenido.
El que ya no gritaba, pero seguía ahí. A punto de ahogarla.
Me agaché frente a ella, olvidando cualquier advertencia que ella me hubiera dado, y le rodeé las mejillas con mis manos. Y al fin me miró.
Sus ojos... No se parecían en nada a los que conocía. No tenían el fuego que solía desafiarme, ni la chispa que brillaba incluso cuando todo lo demás se apagaba. Solo había dolor. Dolor puro. De ese que no se grita, que no se sangra... se guarda. Y Leyla estaba repleta de él.
No me apartó.
No me golpeó.
Solo me sostuvo la mirada como si no supiera qué hacer con lo que sentía. Como si no entendiera cómo era posible que el mundo siguiera girando mientras ella se deshacía en silencio.
—Lo siento. —susurré, aunque sabía que no servía de nada.
No era suficiente.
Nada lo era.
Pasé los pulgares por sus mejillas para secar las lágrimas, inútilmente. Caían demasiado rápido, como si hubieran esperado demasiado para salir.
—No quería hacerte esto...
Y era cierto. Pero ya no estaba hablando de lo que acababa de hacer. De una u otra forma tendría que hablarle con la verdad y pedirle perdón. No era el momento, pero era mejor ahora que nunca. Después de todo, yo siempre había decidido por los dos, y eso nos había traído a donde estábamos.
Leyla entreabrió los labios como si fuera a decir algo, pero no lo hizo. Solo un leve sollozo escapó de ella, y me sentí el hombre más miserable de los Siete Reinos.
Me incliné un poco más, apoyando mi frente contra la suya. Y por un momento, solo un instante, creí que todo el ruido del mundo se apagaba. Que si cerrábamos los ojos, si no decíamos nada, podíamos quedarnos así. Rotos, pero juntos.
—Te juro por mi sangre... —murmuré apenas, con la voz temblando de rabia contenida. —...que si hubiera habido una manera, una maldita forma de cambiar lo que pasó... lo habría hecho. Lo habría hecho sin pensarlo.
Sentí su respiración temblar entre nosotros. Su piel fría bajo mis manos. El silencio que volvía, lento pero implacable.
Y entonces, sin apartarse, sin empujarme, sin decir una sola palabra...
Leyla apoyó su frente en mi hombro.
No me abrazó.
No me perdonó.
Pero tampoco me alejó.
Y por los dioses, no sabía si eso me partía aún más... o me daba esperanza.
. ݁₊ ⊹ . ݁ ✧ ݁ . ⊹ ₊ ݁ .
La noticia se expandió por los Siete Reinos peor que la humedad.
La Reina Consorte, Aemma Arryn, había muerto luego de utilizar... métodos desesperados para salvar al bebé en su vientre. Sin embargo, ni siquiera eso había valido la pena. El bebé, al que llamaron Baelon, pereció al cabo de un día. Por lo informado por la matrona, el crío pasó horas con fiebre y llantos incontrolables, hasta que solo dejó de hacerlo.
El funeral se llevó a cabo luego de dos días de espera. Señores de las tierras más cercas asistieron para darle el pésame al Rey, y las condolencias a la joven princesa que esperaba a pies de su padre.
Los días siguientes transcurrieron entre silencios incómodos, rumores que se deslizaban entre pasillos, y criados que hacían lo posible por evitar mencionar nombres que antes eran cotidianos. Incluso los bardos silenciaron sus canciones. La Fortaleza Roja parecía una jaula de mármol y piedra que contenía el dolor de todos.
Daemon desapareció por dos días enteros. Nadie supo a dónde fue ni con quién. Algunos aseguraban haberlo visto por la Calle de la Seda, borracho. Otros, que se encerró en el Pozo Dragón junto a su fiel dragón, Caraxes. Pero Leyla sabía dónde estaba. Porque, por más que no hablaron, por más que no cruzaron miradas ni una sola vez después de aquella noche, ella podía sentirlo en la forma en que el viento soplaba desde la Torre de la Espada Blanca. Se escondía del mundo. Y quizás de sí mismo.
Leyla, por su parte, no lloró en público. No porque no quisiera, sino porque no podía. Era como si la pena se hubiera cristalizado dentro de su pecho, inmovilizándola por dentro. La única vez que sus emociones la vencieron fue esa noche... la noche en que Daemon la sacó del cuarto de la reina a la fuerza. Desde entonces, no volvió a quebrarse frente a nadie. No le quedaba fuerza para hacerlo.
Y cuando por fin logró levantarse con algo de dignidad, cuando por fin logró caminar por los pasillos sin que las piernas le temblaran, supo que debía hacer lo inevitable.
Al cabo de una semana del funeral, tocó las puertas del salón privado del Rey Viserys. No llevaba sirvientas, ni adornos, ni anillos. Solo su vestido de luto, el cabello recogido de forma simple, y un temple de acero que amenazaba con romperse en cualquier momento.
—Mi rey. —dijo al entrar, haciendo una leve reverencia.
Viserys levantó la vista desde los documentos que tenía entre manos. Sus ojos estaban hundidos, apagados, como si no hubiera dormido en días. Aun así, hizo un gesto para que se acercara.
—Leyla. —dijo, suavemente. —. ¿Puedo ayudarte?
Ella asintió. Aunque su garganta se cerró por un segundo, encontró la voz.
—Se que no es el momento... pero no creo poder seguir haciendo como si nada hubiera pasado. —tomó aire mientras se sentaba frente al escritorio del rey. —Quiero solicitar... la anulación de mi matrimonio con el príncipe Daemon.
Viserys parpadeó.
Por un momento, pareció que no había escuchado bien. Ladeó la cabeza y dejó la pluma caer sobre el montón de papeles.
—¿Quieres... anular el matrimonio? —repitió, con un tono cauteloso.
—Si, su majestad. —repitió ella sin titubeos, aunque por dentro sentía que cada palabra era un puñal que debía enterrar sola. —No hay amor entre nosotros. Nunca lo hubo. Todo fue cuestión de deber, no por deseo mutuo. Y después de todo lo ocurrido, ya no hay nada que pueda atarme a él. Ni física, ni sentimentalmente.
Viserys se inclinó hacia adelante, frotándose el puente de la nariz.
—¿Esto lo hablaste con él?
—No. —dijo, cortante. —No creo que sea necesario luego de lo que hizo. Él más que nadie añora su libertad y yo solo soy una piedra que se lo obstaculiza.
El silencio que se hizo entre ambos fue largo. Solo se escuchaba el leve crepitar de una vela a medio consumir.
—Sabes que una anulación de matrimonio no es algo sencillo. —dijo él al fin. —Puede traer grave consecuencias... políticamente hablando.
—Yo me haré cargo de ellas. —dijo Leyla, alzando el mentón. —Ya lo he echo una vez, puedo hacerlo una segunda.
Viserys la observó en silencio. En su mirada no había juicio, pero sí un peso inconfundible de preocupación.
—¿Has hablado de esto con tu hermano? —soltó, luego de reclinarse en su asiento, con la mirada agotada.
—No quiero preocuparlo. Usted sabe que suele ser un poco... incomprensible e irracional. Ya ha metido las manos por mí en demasiadas ocasiones.
—¿Entonces qué piensas hacer? —preguntó. —. ¿A dónde irás? ¿Cuál es tu plan si yo acepto... esto?
—Me iré a mi hogar y serviré a los dioses hasta que el Desconocido decida que es mi hora. —respondió, formándola una diminuta sonrisa mientras apretaba el dobladillo de su vestido. —Mi padre una vez me dijo que, si yo no era plenamente feliz, podía buscar refugio entre ellos. Y convertirme en septa siempre fue un sueño para mí... o lo fue antes de que conociera a Gael y terminara aquí sin otra vía de escape.
Viserys se quedó inmóvil.
Durante unos segundos, ni siquiera respiró.
—¿Una septa? —repitió, con voz baja, como si la sola idea le provocara escalofríos. —. ¿Tú, Leyla Hightower... en un Septo?
Ella mantuvo la mirada, aunque por dentro sentía que el mundo se encogía a su alrededor.
—No dudo en que seré aceptada, majestad.
Viserys soltó una risa amarga, sin humor, y se levantó de su asiento, caminando unos pasos hasta una de las ventanas del salón. Afuera, el cielo estaba encapotado, y la bruma de la mañana apenas comenzaba a disiparse sobre el patio de entrenamiento.
—No lo entiendo. —dijo finalmente, con el ceño fruncido. —Eres joven, hermosa, astuta. ¿De verdad crees que esta es la única salida? ¿Y de verdad crees que te aceptarán luego de lo de Harrenhal?
El corazón de Leyla dio un vuelco.
—¿Qu..qué sabe usted de Harrenhal? —susurró, apenas audible.
Viserys no se giró.
—Lo suficiente. —respondió con tono grave. —Lo que pasó entre tú y Daemon... sé que no fue solo una confrontación de realidad. Y sé que ninguno de los dos salió ileso de esa noche. Por eso lo obligué a volver. Creí que podría soportar todo... o que al menos se haría responsable de sus actos.
Leyla desvió la vista. Sus dedos se crisparon sobre su regazo.
—Creo que ya ha visto con sus propios ojos que Daemon no es ese tipo de hombre.
Viserys cerró los ojos con pesar. Se giró lentamente para mirarla, prestándolo más atención de la que debía.
—Tengo una deuda contigo, Leyla. No porque hayas estado junto a Aemma sin nada a cambio, sino por... el amor que mi familia te tenía. Eres parte de esta casa...
—Entiendo que pueda sentir lástima por mi, majestad. —interrumpió, alzando un poco su voz. —Estuve al servicio de la corona durante años y, como usted dijo, sin pedir nada a cambio. No deseo oro ni objetos valiosos, solo quiero irme y dejar todo esto atrás. Pero no puedo hacerlo si tengo que cargar con Daemon para el resto de mi vida. Es lo único que le pido. Quiero mi paz.
El rey la contempló largamente, y por primera vez en días, pareció dudar de todo.
—No puedo darte una respuesta hoy. —dijo, tras un silencio pesado. —Pero mañana... al alba, te haré llamar. Para bien o para mal, sabrás lo que he decidido.
Leyla asintió en silencio. Se levantó con la dignidad que aún le quedaba, y se dirigió hacia la puerta.
Justo antes de cruzarla, Viserys habló de nuevo:
—Leyla...
Ella se detuvo, sin girarse.
—No sé si ya te lo ha dicho, pero... todo lo que sucedió... no tiene nada que ver contigo.
. ݁₊ ⊹ . ݁ ✧ ݁ . ⊹ ₊ ݁ .
Leyla
No supe cuánta fuerza me costó no derrumbarme en el pasillo.
Solo recuerdo que caminé. Una, dos, tres veces más de lo que debía, hasta que mis piernas se convencieron de que era verdad. Que ya había hablado. Que ya no había marcha atrás.
El silencio de la Fortaleza Roja era como un eco constante de lo no dicho. Cada paso mío resonaba entre las columnas con un peso que no era solo mío. Era el de todas las decisiones que no se podían deshacer.
Iba a doblar la esquina del pasillo, cuando me estampé con alguien.
Por instinto, levanté los ojos y estuve apunto de disculparme por estar tan distraída. Sin embargo, las palabras no me salieron. Podía reconocer en cualquier lugar esa inquebrantable postura y esos los ojos... esos malditos ojos violeta, que se fueron clavando en mí como una daga sin filo.
—¿Qué hacías ahí dentro?
Su voz era más baja de lo habitual. No parecía estar furioso, pero sí irritado. Su mandíbula estaba bien compacta y pude jurar que le saltó de una vena de la frente.
Tragué saliva.
Era imposible que haya escuchado todo lo que dije dentro del salón. Era una de las habitación más seguras y con menos eco en todo el castillo. Las paredes eran casi tan gruesas que impedía que pudieras escuchar por detrás de ellas. A menos que... estuvieras dentro de ellas.
—Hablaba con el rey. —respondí, sin adornos.
Él arqueó una ceja, dando un paso hacia mí. Yo retrocedí por instinto.
—¿Sobre qué?
—No creo que sea asunto tuyo. —respondí, bajando la vista.
—¿No? —repitió, y esta vez sí hubo un dejo de burla en su tono. —. Creí que los asuntos entre esposos debían compartirse... aunque claro, tú y yo nunca seguimos las reglas, ¿verdad?
Lo miré.
Y por un instante, lo odié.
Odié su forma de estar tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Odié que supiera cómo provocarme incluso sin querer. Odié... que todavía me importara lo que pensara.
—Cierto... nunca seguimos las reglas. Y por eso pedí la anulación de nuestro matrimonio. —dije, de una vez. Como quien corta un lazo con un tajo limpio.
Daemon no se movió.
Ni siquiera parpadeó.
Solo me miró, y en ese instante, no supe si estaba a punto de reír o de golpear la pared con el puño cerrado.
—¿Ah, sí? —musitó. —. ¿Y por qué?
—¿De verdad me lo preguntas?
—Sí, quiero escucharlo de tu boca. —Su tono era casi un susurro, pero cada palabra era un desafío.
Inspiré profundamente, como si el aire pudiera templar el temblor en mis manos.
—Porque esto nunca debió iniciar en primer lugar. Esto.. nosotros... ninguno de los dos lo queríamos. Porque siempre fue un juego para ti, mientras yo daba hasta el último pedazo de mi alma para que funcionara. —Mi voz se quebró en la última palabra, pero no me doblegue. —Estoy cansada del tira y afloja, cuando solo fui yo la que daba de su parte. Porque me destruiste. Porque estoy rota, Daemon. Y tú... —plante mi dedo contra su pecho, mientras volvía a darle oxígeno a mis pulmones. —...tú eres el causante de todo.
Él bajó la vista un instante. Sus dedos se cerraron y abrieron varias veces, como si no supiera qué hacer con sus manos. Por un segundo, pareció... humano.
—¿Crees que yo no estoy roto también? —preguntó, con la voz densa de algo que no supe identificar. —. ¿Crees que esto fue fácil para mí?
—¡No me importa si fue fácil! —estallé, alzando apenas la voz. —. Tú siempre elegiste irte, desaparecer, callar. Yo no. Yo me quedé. Siempre me quedé. Y ahora, solo quiero irme.
Hubo un silencio cargado entre los dos.
Él dio un paso más, y yo me obligué a no retroceder esta vez. Lo enfrenté.
—Así que eso es todo... —alzó una mano contra mi cara, pero no la tomó, sino que me pasó un cabello suelto por detrás de la oreja. Parecía más calmado, pero no menos amenazante. —Te escondes.
—No me estoy escondiendo. Estoy eligiendo. Algo que nunca pude hacer contigo. —susurré.
Daemon me sostuvo la mirada por unos segundos que se sintieron como una eternidad.
Luego, asintió con lentitud. No hubo reproches. No hubo ira. Solo algo que parecía resignación... y ¿cariño?.
—Está bien. Hazlo. —dijo con voz baja, casi como si se le escapara. —Busca tu paz, Leyla.
Ese momento... no me lo esperaba.
Esperaba que peleara, que discutiera, que intentara convencerme de quedarme. Que usara su lengua afilada para herirme o su arrogancia para hacerme retroceder. Pero no eso.
No que me dejara ir con tanta calma.
—¿E..eso es lo único que dirás? —pregunté, con un hilo de voz.
Daemon alzó una ceja, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió. Una sonrisa triste.
—Eres la persona más fuerte que conozco y yo la peor mierda en los Siete Reinos. —Se encogió de hombros, aunque sus ojos se veían más cansados que nunca. —Por mucho que me frustre, no soy una buena persona para ti. Y aunque tú eres lo mejor que me ha pasado en la vida, yo no soy quien para retenerte.
Y yo... sentí que el corazón se me caía en el pecho.
No porque sus palabras me dolieran —aunque dolían, juro que dolían más de lo que podía expresar en palabras— sino porque por fin estaba entendiendo todo. Tarde. Como siempre.
Me alejé unos pasos, sin saber si estaba huyendo o liberándome. Daemon se hizo a un lado, golpeando su espalda contra la pared.
No escuché sus pasos cuando me alejé.
Solo el latido de mi corazón. Lento. Irregular. Como si no supiera en qué ritmo debía seguir viviendo ahora.
Pero aún así caminé. Pasé por el corredor que daba al jardín menos cuidado de la fortaleza, ese que bordeaba las fuentes secas y las rosas marchitas. Hacía meses que no pisaba ese pasto descuidado que la Reina Alysanne insistía en no cuidar. No habían rayos de sol que acostumbraban a tener lugar en la plena tarde. Solo el cielo lleno de nubes. Tal y como la reina lo amaba.
Y por primera vez en mucho tiempo... no sentí rabia. No sentí miedo.
Solo un agotamiento tan hondo que dolía más que cualquier herida.
Me senté en el borde de la fuente. Mis dedos temblaban. No por el frío de la piedra. No por él. Sino por todo.
Por todas las veces que me tragué el grito. Por cada noche que esperé una puerta que no se abría. Por cada promesa sin cumplir. Y ahora... ahora que él había hecho lo correcto —al fin— ¿por qué dolía tanto?
No supe cuánto tiempo estuve allí, abrazando mis rodillas, hasta que una voz suave se acercó por detrás de un viejo árbol.
—Milady... hace frío. ¿Quiere que le traiga una manta?
Era mi doncella. La mujer que había servido durante años a mi madre y se había negado a irse a su hogar. Me conocía mejor que nadie en este lugar.
Había pasado tanto tiempo en mis pensamientos que ni siquiera me percaté de qué el sol había caído y la luna comenzaba a alzarse en la otra punta del cielo anaranjado.
Asentí con la cabeza.
Ella volvió minutos después y me cubrió con la cobija sin decir palabra. Me quedé mirando las losas, como si ahí pudiera encontrar las respuestas que me faltaban.
—¿Cree que hice bien? —pregunté, sin mirarla. Mi voz era un hilo.
—¿Disculpe, milady?
—¿Cree que hice bien? —repetí, esta vez un poco más fuerte. Aún sin mirarla, aún sin saber si quería escuchar la respuesta.
Ella tardó unos segundos en contestar, como si pesara cada palabra con sumo cuidado.
—No soy quien para decirlo, milady. —dijo con cautela. —Pero... a veces, hacer lo correcto no se siente bien. Se siente como esto. Como un desgarro. Como una herida que no sangra, pero tampoco sana de inmediato.
Giré apenas el rostro, lo suficiente para verla en el borde de mi visión. Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo, la mirada baja. No estaba siendo condescendiente. No era compasión lo que ofrecía, sino comprensión.
—Aun así... —añadió, con un susurro que se perdió entre el viento. —Eligió lo que necesitaba, no lo que otros esperaban de usted. Y le aseguro que su madre estaría orgullosa de usted.
Mis ojos se nublaron, pero no lloré.
No esa noche.
—¿Cree que él... cambie? —pregunté sin saber por qué. Tal vez porque una parte de mí aún quería creer que había valido la pena. Que todo lo que le di, que todo lo que intenté... sirvió para algo. Aunque no fuera para mí.
La mujer anciana me miró por fin. Y su respuesta fue tan simple como dura:
—No lo sé, milady. Pero si lo hace, será porque usted fue la que encendió esa chispa.
Me quedé en silencio, dejando que esas palabras cayeran como piedras en el fondo de una fuente sin agua.
Ya no sentía las piernas, ni el peso del manto sobre los hombros. Solo el aire. Solo el vacío... y un hilo de esperanza tan delgado que apenas se sostenía.
—¿Podría dejarme sola? —pregunté finalmente.
Ella asintió, hizo una leve reverencia y se retiró sin más palabras.
Y entonces... por fin, lloré.
Sin hacer ruido. Sin hundirme.
Solo dejé que el dolor saliera como debía, como nunca antes se lo había permitido.
Porque incluso eso, entendí, era parte de elegir.
. ݁₊ ⊹ . ݁ ✧ ݁ . ⊹ ₊ ݁ .
Daemon
No recuerdo exactamente cómo me alejé de ella.
Solo sé que lo hice.
Me quedé unos segundos más apoyado contra esa pared, sintiendo cómo el frío de la piedra me trepaba por la espalda, pero no era nada comparado con el frío que ya llevaba dentro. Ese que no se cura con fuego, ni con guerra, ni con gloria. Ese que solo te dejan las cosas que perdiste sin darte cuenta.
Leyla se fue.
No corrió. No tembló.
Solo se fue.
Y eso fue lo que más me dolió. Que esta vez, no intentó quedarse. Ni siquiera por costumbre.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que escuché los pasos de mis hombres. Alyn fue el primero en encontrarme, como si tuviera un maldito talento para saber cuándo estoy por romperme. No dijo nada. Solo me tendió la copa que siempre lleva a la cintura.
La vacié de un trago.
El resto fue... lo que suele venir cuando uno quiere huir de sí mismo.
La Calle de la Seda. Risas falsas. Perfumes que daban dolor de cabeza. Copas que no dejaban de llenarse. Gritos de apuestas. Caricias que no sentía. Canciones sin melodía.
Mysaria me encontró en algún momento de la noche. Se acercó con esa sonrisa ambigua que lleva siempre, como si supiera algo que yo no. Apoyó una mano en mi antebrazo, pero ni siquiera me giré. Me dijo algo... no recuerdo qué. No escuché. O no quise.
No era ella. Nunca fue ella.
Solo era otra sombra, como todas las que me rodeaban últimamente.
Terminé desmayado en una de las salas privadas del burdel que solía visitar cuando tenía más juventud que remordimientos. La cama olía a sándalo viejo y vino agrio. Mis botas seguían puestas —milagrosamente—. La cabeza me martillaba como si me la hubiese partido en dos la noche anterior, aunque era probable que si lo hubiera echo.
No había pasado ni un segundo completo de haber abierto los ojos cuando una bandeja de metal golpeó el borde de la mesa. El ruido me hizo gemir.
—Levántate. —dijo Mysaria, sin una pizca de dulzura. Me lanzó una mirada entre asco y preocupación, aunque lo disimuló bien. —Vete antes de que alguien más te vea y esto se convierta en un escándalo. Ya le hiciste bastante mal al negocio con tu aburrida, por no decir miserable, presencia de anoche.
Me incorporé con dificultad. La boca me sabía a sangre seca y hierro. El cuerpo, a derrota.
—Gracias por tu... hospitalidad. —murmuré, irónico.
Ella no respondió. Solo cruzó los brazos y me observó mientras buscaba mi capa arrugada en el suelo.
—No vuelvas a venir buscando olvido si no estás dispuesto a pagar el precio, Daemon. A veces, la memoria es más compasiva que el mal vino.
Me fui sin contestarle. No tenía tiempo para su sarcasmo.
El sol ya había salido. Un amanecer pálido, sin gloria. Sin luz.
La resaca me apretaba el cráneo como un yelmo mal forjado, y ni siquiera había llegado a las puertas de la Fortaleza Roja cuando dos capas blancas se me pusieron enfrente. Uno a cada lado.
—¿Qué carajos...? —alcancé a decir.
No respondieron.
Solo me sujetaron de los brazos con fuerza. El mundo giraba. Yo apenas podía ver con claridad. No forcejeé. ¿Para qué?
Me arrastraron —sí, arrastraron— hasta el interior del castillo.
Los pasillos estaban vacíos, pero aún así sentía el juicio en cada piedra. En cada escalón. En cada sombra que cruzábamos.
Y entonces, las puertas se abrieron de golpe.
El salón del Trono. Frío. Inmenso. Igual que siempre.
Caí de rodillas al suelo, con la capa sucia rozando los peldaños de piedra.
Levanté la vista.
Y ahí estaba él.
Viserys.
Más que furioso. Más que decepcionado.
Sus ojos no eran los de un rey. Eran los de un hermano que ya no podía más —comprensible—. Me puse de pie con torpeza. No por orgullo. Solo porque no iba a seguir de rodillas frente a él.
Viserys bajó los escalones del Trono de Hierro como si cada paso le costara una década. Sus manos temblaban, no por debilidad, sino por rabia contenida. No llevaba corona. Ni espada. Ni esa máscara de compostura que tanto le gustaba lucir frente a su consejo. Solo estaba él. Mi hermano.
—¿Sabes cuántas veces he tenido que justificarte? —empezó, sin rodeos. —. ¿Cuántas veces he tenido que decir que eras "impulsivo", "apasionado", "malinterpretado"?
—Y no lo soy acaso... —mascullé, sin mirarlo del todo. No por vergüenza. Solo porque la luz del salón me lastimaba los ojos. O eso me decía.
—¡Basta! —gritó. La palabra rebotó en las columnas como un trueno seco. —. ¡Ya no eres un crío al que tengo que andar sacando de los burdeles en plena mañana! ¡Ya no soy tu maldita niñera, Daemon!
Di un paso hacia el costado. Las piernas me temblaban, pero me mantuve firme.
—No pedí que lo fueras.
—¡Pero lo fui! —espetó, avanzando otro paso. Sus ojos ardían. —. Fui todo lo que nadie más quiso ser para ti. Padre. Hermano. Rey. Protector. ¡Y así me lo pagas! ¿Sabes lo que dijeron los señores hoy al verme entrar al consejo sin ti, después del desastre de ayer? ¿Después de tu pequeño escándalo en la Calle de la Seda?
Fruncí el ceño.
—¿Vas a sermonearme ahora por irme de copas? Tú también solías hacerlo cuando...
—¡No después de dejar a tu esposa el mismo día de su boda! —me interrumpió. —. ¡No después de que ella viniera a mí urgida para que me deshiciera de ti!
Silencio.
Sus palabras me cayeron como puñales. No porque fueran mentira. Sino porque las dijo él.
—No te metas en eso, Viserys.
—¿Qué no me meta? —rió sin humor. —. ¡Claro que me meto! Porque todo lo que haces, de una forma u otra, termina manchándome. ¿Crees que la corte no murmura? ¿Crees que no me miran como si fuera un idiota por seguir dándote segundas oportunidades?
—Entonces deja de dármelas.
Viserys apretó los puños.
—¿Y eso quieres? ¿Que te expulse? ¿Que te eche como a un perro, como quieren todos? ¿Como te mereces?
—Haz lo que quieras, hermano. Al final siempre haces eso. Solo que te gusta pretender que no.
Vi cómo le cambiaba el rostro. Pasó del enojo a una tristeza tan densa que casi me hizo retroceder.
—¿Y sabes qué es lo peor, Daemon? —susurró. —. Que aún ahora... después de todo lo que has hecho... una parte de mí sigue esperando que cambies.
Me quedé helado.
Por fin, él bajó la mirada. Ya no era el rey. Ya no era el hombre enojado.
Solo era mi hermano mayor. Cansado. Roto.
—Pero ya no quiero seguir esperando un milagro.
Silencio otra vez.
Solo el leve chirrido del Trono de Hierro detrás de nosotros, como si el propio hierro se burlara de lo que quedaba de nuestra familia.
Viserys inspiró hondo. Sus hombros cayeron apenas, como si soltar esas palabras le costara más que cualquier decreto de guerra o ejecución. Se alejó un paso. Luego otro. Y entonces, con la voz más baja de la que lo había escuchado toda la mañana, dijo:
—Te daré una última oportunidad, Daemon.
Lo miré sin decir nada. No porque no tuviera preguntas —tenía mil—. Sino porque algo en su tono me dijo que si lo interrumpía, no tendría una segunda vez para oírlo.
—Un año. —continuó, con la mirada fija en un punto que no era yo. Como si temiera mirar de frente su propia decisión. —Tendrás un año para demostrar que aún queda algo en ti que valga la pena. No como soldado. No como guerrero. Ni siquiera como príncipe. Sino como esposo. Como hombre.
Mis labios se entreabrieron apenas, pero no dije nada.
—Si en ese tiempo... logras redimirte ante Leyla, si logras que te perdone y, más aún, que te elija... —alzó la vista entonces, y me atravesó con esos ojos que solían llenarme de orgullo cuando era niño, y ahora solo me pesaban como cadenas. —Entonces te nombraré mi heredero.
Silencio.
El salón pareció encogerse. Todo giraba en torno a esas palabras, como si las piedras mismas esperaran mi reacción.
—¿Estás... estás hablando en serio? —musité. No porque dudara de él. Sino porque nunca imaginé que Viserys, mi blandengue hermano, pudiera decir algo tan definitivo.
—Más de lo que he estado en toda mi vida. —afirmó. —Estoy cansado de los juegos, Daemon. Cansado de defenderte. Cansado de preguntarme si alguna vez vas a ser más que una sombra de lo que podrías haber sido.
Me llevé una mano a la nuca, sintiendo cómo la resaca y la realidad me golpeaban al mismo tiempo. Un año. ¿Redimirme? ¿Tener a Leyla... otra vez?
—¿Y si no lo logro? —pregunté, aún sin mirarlo.
—Entonces será como si nunca hubieras existido. —dijo, sin vacilar. —Tu nombre será borrado de las crónicas, de las canciones, de mis pensamientos. Rhaenyra ocupará tu lugar, y no volverás a pisar esta fortaleza salvo para rendir pleitesía.
Volví a alzar la vista. Y no vi rencor en sus ojos.
Solo resolución.
—Te quitaré todo. Y te quedarás solo y sin lo que más deseas.
Me quedé quieto.
Por primera vez en mucho tiempo, no sentí ira. Ni orgullo. Ni el impulso de burlarme como siempre hacía para evitar el peso de las cosas.
Solo sentí... el peso. De verdad. De una elección que no podía aplazar. De una mujer que había dejado ir. De un futuro que aún podía ser mío... si era capaz de pelearlo, esta vez, no con fuego y acero, sino con algo mucho más difícil: honestidad.
—¿Y ella lo sabe? —pregunté finalmente.
Viserys negó con la cabeza.
—No. Y no debes decírselo. Esta oportunidad es tuya, no de ella. No la obligaré a quererte, Daemon. Ni mucho menos a quedarse por tu propio beneficio.
Asentí despacio. Y por un instante, vi en sus ojos una chispa de esperanza.
—Un año. —repetí.
—Un año. —confirmó. —Y ni uno más.
Me giré sin decir nada más.
Y mientras salía del salón, con los pasos pesados, las manos vacías y el alma hecha un nudo, solo pensé en ella.
Leyla.
Lo que perdí. Lo que aún podía recuperar. A este punto me importaba un carajo la corona y todo lo que implicaba tenerla en mis manos. Ya solo me interesaba ella. Recuperaría el tiempo perdido. Todas las promesas rotas no valdrían luego de que le demostrara mi verdadero yo. Y tal vez... solo tal vez, podría enterrar todos los secretos que me atormentaba durante las noches oscuras. Ya no importarían las cartas no enviadas y las decisiones tomadas. Solo seríamos ella y yo... Y si tenía que recurrir a perder la poca dignidad que me quedaba, lo haría.
Ahora solo me quedaba un obstáculo: que Leyla me perdonara.
. ݁₊ ⊹ . ݁ ✧ ݁ . ⊹ ₊ ݁ .
Se supone que esté capítulo saldría el sábado, pero no me resistí.
Probablemente esta sea la última actualización en mucho tiempo, ya que la próxima semana vuelvo a clases y en un mes presento mi examen a la universidad. Mi plan es aislarme y estudiar todo lo que pueda, y eso incluye olvidarme de mi celular y de escribir por un tiempo.
Me gustaría leer sus opiniones sobre el capítulo. No sé, sugerencias o teorías para los próximos capítulos. Aunque en el siguiente se viene un personaje que nadie pidió, pero que tendrá muchaa aparición.
Pueden ayudarme dejando su voto y algún comentario para yo saber qué les gustó el capítulo y más personas conozcan mi historia, se los agradecería bastante y así actualizo antes <3
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro