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-𝐞𝐢𝐠𝐡𝐭𝐞𝐞𝐧.

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Los días posteriores a la desaparición del príncipe Daemon fueron un torbellino de tensión y vergüenza para los Hightower. Lord Hobert Hightower, indignado por la humillación sufrida por su hija, solicitó una audiencia inmediata con el Rey Jaehaerys. En la sala del trono, enfrentó al monarca con una dureza poco habitual en los señores de Antigua.

—Su majestad, mi hija fue ultrajada por el príncipe Daemon. ¿Es esta la manera en que la Casa Targaryen honra a sus aliados?

La respuesta del rey fue tan fría como calculada.

—Lord Hightower, las acciones de mi nieto no representan el juicio de la corona. Daemon siempre ha sido un espíritu libre, para bien o para mal.

Aunque Jaehaerys prometió iniciar una búsqueda del príncipe, las palabras sonaron vacías a los oídos de Hobert. Durante días, los guardias reales y hasta cazadores expertos rastrearon los rincones de Desembarco del Rey y más allá, pero todo fue en vano. Lo único que se supo fue que, en la noche de la bodas, Daemon había tomado a Caraxes y desaparecido en los cielos oscuros, dejando tras de sí solo rumores y especulaciones.

Cuando quedó claro que no habría respuestas, los Hightower decidieron abandonar la Fortaleza Roja. Antes de partir, Ormund se plantó en medio del salón del trono, ante la mirada gélida del rey y de los demás miembros de la familia real, y arrojó el anillo de casada de su hermana a sus pies.

—Esta es la alianza que ofrecieron a mi hermana. —su voz resonó como un eco entre los muros. —Que les recuerde siempre la clase de hombre que es su nieto, majestad.

Con esas palabras, los Hightower montaron rumbo a Antigua, resentidos y heridos.

Semanas más tarde, la corte se sorprendió al conocer que el rey había nombrado a sir Otto Hightower como su nueva Mano, llenando el vacío que él príncipe Baelon había dejado. Otto, hermano menor de Hobert, llegó a Desembarco del Rey acompañado de su familia: su esposa, lady Alerie Florent, y sus hijos, Gwayne y Alicent, que apenas tenían ocho y cuatro días del nombre.

Mientras tanto, en Antigua, el silencio sobre el asunto se hizo más profundo. Ninguna disculpa ni carta llegó de los Targaryen. Las últimas dos lunas del año 100 d.C. se consumieron en una tensa calma, hasta que, a principios del año siguiente, una tragedia golpeó a los Hightower.

Lord Hobert Hightower fue encontrado sin vida en su salón privado. Según los maestres, la causa había sido un ataque al corazón, provocado por una enfermedad que no habían podido controlar desde hacía meses. Sin embargo, lo que inquietaba a los rumores era la carta que había estado leyendo en el momento de su muerte: un mensaje anónimo que, según se decía, llevaba el sello de un dragón.

La sepultura privada del difunto Señor del Faro estaba rodeada por los muros de piedra que habían resguardado a su familia durante generaciones. El día era gris, con un cielo cubierto que amenazaba lluvia, como si el mundo mismo compartiera el luto de la familia.

Leyla permanecía de pie junto al sepulcro de su padre, su figura envuelta en un vestido negro de mangas largas, acorde a la solemnidad del momento. Su rostro estaba pálido y sus ojos hinchados de tantas lágrimas derramadas. Había estado ausente durante días, perdida en un duelo que parecía no tener fin.

A su lado, Ormund, ahora señor de Antigua, se mantenía rígido y contenido. Su expresión era impenetrable, con los labios apretados y los ojos fijos en la tumba. Ni una lágrima había rodado por su rostro, ni siquiera cuando el cuerpo de su padre había sido depositado en el féretro.

Detrás de ellos, Otto Hightower y su esposa, Alerie, observaban con una mezcla de preocupación y respeto. Otto se mantenía en silencio, con las manos entrelazadas frente a él, mientras Alerie sostenía un pañuelo bordado, con el que secaba ocasionalmente sus ojos.

Los abuelos maternos de Leyla y Ormund, lord Matthos y lady Melessa Tyrell, estaban presentes también. Matthos, imponente y solemne, ofrecía un apoyo silencioso, mientras que Melessa susurraba oraciones al Desconocido en voz baja, rogando por la paz del alma de Hobert.

Nunca debió terminar así... —dijo Leyla en un susurro, rompiendo el silencio. Su voz se escuchaba aún más débil con cada palabra, llena de un dolor desgarrador. —El estaba bien.. Papá estaba bien...

Ormund giró ligeramente la cabeza hacia ella, pero no dijo nada al principio. Luego, con un gesto lento, puso una mano sobre el hombro de su hermana menor.

El necesitaba descansar, Lea.. —afirmó en voz baja, tratando de quitarle el peso del dolor a su hermana. —Hasta lo hombres más fuertes necesitan un descanso..

Leyla lo miró, buscando en su rostro algún rastro de la tristeza que ella misma sentía, pero todo lo que encontró fue esa pared infranqueable que Ormund siempre levantaba a su alrededor.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —preguntó, su voz quebrándose. —. ¿No te importa? ¿No te duele?

El joven lord apretó los labios y desvió la mirada hacia la tumba.

—Si, Lea. Si me duele. —admitió, después de un momento. —Pero mi deber ahora es cuidar de nuestro hogar. Y de ti.

Leyla sintió una punzada en el pecho. Su hermano había tomado el peso de su casa sobre sus hombros por sí solo, y aunque lo admiraba por ello, no podía evitar sentirse aún más sola.

—Ahora solo somos tú y yo. —dijo Ormund, apretando más el hombro de Leyla mientras la acercaba. —Sin importar que, te protegeré y saldremos de esta.

Leyla volvió a mirar a su hermano, con sus ojos rojos que retenían las lágrimas que evitaba soltar. Se sentía como un peso más en su espalda, una niña inútil a la que deben proteger y vigilar. Y era lo último que quería ser para su hermano.

No..no tienes que preocuparte por mi. —murmuró, tratando de formar una sonrisa en sus labios caídos. —No quiero ser una carga para ti, hermano.

Ormund la miró con intensidad, su rostro finalmente mostrando una grieta en esa fachada de imperturbabilidad. Sus ojos oscuros buscaron los de Leyla, y por un momento, la dureza habitual en su expresión se suavizó.

—Nunca más se te ocurra pensar en eso. —dijo con firmeza, aunque su tono tenía un dejo de ternura que rara vez mostraba. —No eres una carga. Eres mi hermana. Mi sangre.

Leyla bajó la mirada, sus dedos temblando mientras apretaba el pañuelo bordado que llevaba entre las manos. Quería creerle, quería sentir que aún tenía un lugar en ese mundo que parecía derrumbarse, pero la culpa y el dolor eran un peso difícil de ignorar.

—Pero ahora que tú eres señor de Antigua... tienes tantas cosas que hacer, tantas responsabilidades. Yo... —su voz se quebró antes de que pudiera terminar la frase.

—Y tú eres una de mis responsabilidades más importantes. —interrumpió Ormund, su tono ahora casi severo. —Padre me heredó cada una de ellas y pienso cumplirlas sin despegarte el ojo de encima. Eso no cambiará, sin importar lo que pase.

Leyla lo miró, sorprendida por la intensidad de sus palabras. No era común que Ormund expresara sus sentimientos de manera tan directa, y esa sinceridad la desarmó. Asintió lentamente, aunque aún no estaba segura de cómo responder.

Detrás de ellos, Otto observaba la interacción con una mirada analítica. Dio un paso hacia adelante, rompiendo el momento entre los hermanos.

—Lord Ormund, sobrina. —comenzó, su voz calmada pero cargada de autoridad. —Lamento interrumpir, pero quizás sería prudente retirarse. El clima no mejorará, y es mejor no prolongar el duelo en estos muros.

Ormund asintió, recuperando su compostura. Se giró hacia Leyla y le ofreció el brazo.

—Vamos, Lea.

Leyla vaciló, mirando una última vez la tumba de su padre. Con un suspiro tembloroso, aceptó el brazo de su hermano. Mientras caminaban juntos hacia la salida del sepulcro, las palabras de Ormund resonaban en su mente: "Nunca pienses que eres una carga."

Sin embargo, una parte de ella no podía dejar de sentirse como un peso muerto, un recordatorio constante de las cosas que la Casa Hightower había perdido en los últimos meses.

Y aunque Ormund no lo diría en voz alta, sabía que él también sentía esa carga.



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Un día después de la ceremonia fúnebre del difunto lord Hightower, los carruajes de los Tyrell estaban listos frente a la gran explanada del Faro de Antigua, esperando el momento de partir hacia Altojardín. Lord Matthos Tyrell, imponente y firme como siempre, se volvió hacia Ormund, quien permanecía de pie junto a su hermana. Leyla, con el rostro aún pálido por el duelo, se mantenía en silencio, aferrándose con una mano al brazo de su hermano.

—Mi muchacho.. —dijo Matthos, mirando a Ormund con una mezcla de severidad y afecto. —Ahora llevas sobre tus hombros el peso de tu casa. No es una carga fácil, lo sé. Pero recuerda que no tienes que enfrentarlo todo solo.

Ormund inclinó la cabeza en un gesto respetuoso.

—Le agradezco su preocupación, abuelo, pero mi padre me ayudó a prepararme correctamente para llevar esta responsabilidad.

Matthos asintió lentamente, pero luego dirigió una mirada significativa a Leyla.

—Es por eso que considero que sería prudente que Leyla pase una temporada en Altojardín. Allí estaría lejos de las tensiones que ahora enfrentará esta casa, y tú podrías concentrarte en tus asuntos, entre ellos tomar una esposa adecuada para fortalecer tu posición.

Leyla alzó la vista hacia su abuelo con un atisbo de sorpresa y algo de temor, mientras Ormund mantenía su compostura, aunque sus labios se apretaron.

—Agradezco la oferta, pero el hogar de mi hermana está aquí, junto a mí, en Antigua. —Ormund habló con calma, pero había firmeza en su tono. Colocó una mano protectora en el hombro de Leyla. —A menos que sea su deseo partir, no tengo intención de enviarla lejos.

Leyla bajó la mirada, intentando ocultar su alivio. Matthos dejó escapar un leve suspiro, pero no insistió.

—Como desees. Pero ten en cuenta que también son parte de mi casa, y no pienso dejarlos solos.

Lady Melessa Tyrell, quien había permanecido en silencio junto a su esposo, se inclinó hacia Leyla para besarla en la frente.

Si alguna vez necesitas un lugar donde descansar, querida, Altojardín siempre será tu hogar.

Gracias, abuela.. —susurró Leyla, su voz suave pero cargada de emoción.

Tras despedirse de los Tyrell, sir Otto y lady Alerte se acercaron a los jóvenes. Alerie abrazó a Leyla con un cariño maternal, susurrándole palabras de consuelo antes de volverse hacia Ormund.

—Mi hermana, Denyse, me ha dicho que planea visitarlos en cuanto su esposo lo permita. —mencionó Otto, mirando a ambos jóvenes con ojos calculadores, aunque intentaba mantener un aire afectuoso. —Sé que su compañía será de gran ayuda en tiempos como estos.

Ormund asintió brevemente, pero su expresión permanecía distante.

Antes de retirarse, Otto extendió una carta hacia su sobrino. El sobre estaba sellado con la marca inconfundible de la casa Targaryen: un dragón tricéfalo de cera roja.

—¿Qué quiere ahora el rey? —preguntó Ormund con un deje de molestia en su voz, mientras tomaba la carta sin prisa.

—La familia real lamenta profundamente la muerte de tu padre. —respondió Otto con calma, aunque su mirada se mantuvo fija en Ormund, estudiando su reacción. —Supongo que encontrarás más detalles en la carta.

Ormund apretó la mandíbula, sus dedos cerrándose alrededor del sobre.

—Gracias, tío.. ¿o ahora debo llamarlo milord?

Otto esbozó una sonrisa fugaz, esa que siempre parecía estar entre el desprecio y la paciencia. Dio un paso hacia él, inclinándose ligeramente para hablar en un tono más bajo.

—¿Has investigado algo sobre el... incidente?

La pregunta dejó a Ormund inmóvil, aunque mantuvo su expresión inquebrantable.

—Es algo que preferiría olvidar. —respondió Ormund sin mirarlo, con un tono cortante.

Otto no retrocedió, y su voz se tornó más firme.

—Olvidar no los protegerá de las consecuencias. Leyla necesita un propósito más claro, y no podemos permitirnos más tensiones con la corona. Considera prometer su mano a un señor de las Tierras de la Corona, alguien que fortalezca la relación con el rey.

—Leyla tomará sus propias decisiones cuando sea el momento adecuado. —cortó Ormund, su mirada fulminante mientras apretaba los puños. —Por ahora, la prioridad es su bienestar, no usarla como pieza para las relaciones exteriores.

Otto alzó las cejas y asintió con una calma estudiada.

—Sabía que dirías eso. Pero recuerda, Ormund, las prioridades de tu casa no siempre coinciden con tus deseos.

Con esas palabras, Otto se dio la vuelta, dejando a los hermanos solos frente al imponente Faro. Leyla miró a su hermano con una mezcla de gratitud y culpa, mientras Ormund seguía observando el horizonte con el sobre de la carta aún en su mano.

—¿Qué estaremos pagando...? —susurró Leyla, elevando su vista hacia el cielo celeste, con las manos entrelazadas frente a su vientre bajo.

Ormund giró la cabeza hacia su hermana al escuchar su susurro. La fragilidad en su voz era un recordatorio del peso que ambos cargaban. Guardó el sobre en el interior de su camisa y colocó una mano sobre el hombro de Leyla, un gesto que intentaba transmitir seguridad aunque por dentro sentía que el suelo bajo sus pies se tambaleaba.

Nada que no podamos soportar juntos. —respondió con firmeza, aunque su voz contenía una sombra de duda que Leyla no pasó por alto.

Ella alzó la vista hacia él, buscando algo más que palabras. Sus ojos, todavía enrojecidos por las lágrimas del duelo, parecían preguntar lo que no se atrevía a decir en voz alta: ¿Y si todo esto nos supera?

Ormund apretó ligeramente el hombro de su hermana antes de guiarla hacia las puertas del Faro. Los criados los saludaron con inclinaciones respetuosas, pero la tensión en el aire no disminuía.

Otto no se detendrá. —murmuró Leyla, apenas audible. Sus manos jugaban nerviosamente con los pliegues de su vestido mientras caminaban por los pasillos. —Siempre encuentra una forma de exigir algo más.

—Otto Hightower es un hombre de estrategia, no de corazón. —respondió Ormund sin titubear. Su tono era firme, pero no carente de amargura. —No podemos dejar que su voluntad dicte nuestras vidas.

Leyla se detuvo de pronto, obligando a Ormund a girarse hacia ella. Su expresión era una mezcla de determinación y temor.

—Pero... ¿y si tiene razón? —dijo, su voz apenas un murmullo. —. No consume nada esa noche... Y un matrimonio puede evitar que la corona siga buscando formas de arrinconarte... tal vez debería...

—No. —Ormund la interrumpió con una severidad que mostraba diariamente. Dio un paso hacia ella y tomó sus manos, obligándola a mirarlo a los ojos. —Ya hiciste demasiado y no permitiré que ningún viejo inepto te ponga una sola mano encima. Ahora, seré yo quien me encargue de todo.

Las palabras de Ormund la llenaron de una calidez inesperada, pero también de incertidumbre. Había aprendido desde pequeña que el deber y el sacrificio eran inevitables para las mujeres de su casa. Sin embargo, la firmeza de su hermano le hacía desear algo más... algo que todavía no sabía si tendría el valor de reclamar.

—Entonces... ¿qué hacemos ahora? —preguntó finalmente, su voz más temblorosa de lo que quería.

Ormund esbozó una sonrisa leve, más una muestra de confianza para su hermana que un verdadero reflejo de cómo se sentía.

—Primero leemos esa carta. —dijo, sacándola nuevamente del bolsillo. —Y después, decidimos qué hacer. Juntos.

Leyla asintió con un ligero asentimiento, confiando por ahora en las palabras de su hermano. Pero mientras él rompía el sello de la carta, el nudo en su estómago le decía que lo que estuviera escrito en ese papel no los favorecería en ninguna situación futura.



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El jardín del Faro, con su laberinto de setos perfectamente cuidados y sus fuentes de mármol blanco, era el único lugar donde Leyla podía encontrar un respiro del peso que llevaba sobre sus hombros. La brisa fresca de la costa traía consigo el aroma salado del agua mezclado con el perfume de las rosas que adornaban los senderos, pero no había consuelo suficiente en la belleza del entorno para calmar la tormenta dentro de ella.

Sentada en un banco de piedra, con las manos descansando sobre su regazo, Leyla alzó la vista hacia el cielo despejado. A menudo buscaba en las nubes algún indicio de respuestas, algún consuelo divino, pero sabía que la única compañía que recibiría sería el murmullo del viento entre las ramas de los árboles.

Sus pensamientos la llevaron inevitablemente al primer momento en que su mundo se había tambaleado: la muerte de Gael, su mejor amiga, la dulce "Princesa del Invierno." Recordaba claramente el día en que recibió la noticia, cuando Gael se arrojó al mar, incapaz de soportar la vergüenza y el dolor que la perseguían. Leyla había llorado hasta quedarse sin aliento aquella noche, y aunque los años habían pasado, el vacío que su amiga dejó en su corazón seguía siendo imposible de llenar.

Un leve estremecimiento recorrió su cuerpo al recordar la muerte de su madre, Lynesse, y de su hermano mayor, Robert. Ese día juró tener un muy mal presentimiento, ese día los dioses querían decirle algo, advertirle, pero prefirió dejarse llevar y arriesgarse por el hombre que juraba amarla.

La muerte de la Reina Alysanne y del príncipe Baelon fueron otro golpe más a su ya fracturado corazón. Había esperado con ilusión su boda, viendo en ellos un ejemplo de amor y lealtad que podía trascender incluso las complejidades de la política. Pero, en cuestión de semanas, todo se había desmoronado. El luto había envuelto tanto a la corte como a su propia casa, y Leyla no podía evitar sentirse como si el destino estuviera librando una guerra personal contra su felicidad.

Y luego estaba Daemon. Su relación con él había sido como un juego peligroso, una danza en el filo de una espada. Mientras se relacionaban, había sido un compañero inesperado, alguien que no la trataba como una pieza para su beneficio, sino como una persona. Con él había reído, discutido y compartido secretos que jamás habría confiado a otro. Pero también había una oscuridad en Daemon que la inquietaba, una intensidad que a veces la hacía sentir como si estuviera observando a un dragón contenerse para no quemarla. Y entonces desapareció. Aquella noche, cuando lo único que tenía de él era un pedazo de papel, sobrepasó su límite. ¿Cómo se suponía que superara todo lo que habían construido en tan poco tiempo? ¿Cómo iba a superar sus sentimientos? Eso odioso sentimiento de necesitarlo, de no poder seguir sin él, la estaba consumiendo. La estaba quemando.

Apretó los puños sobre su regazo, sintiendo cómo el dolor se deslizaba por sus venas como veneno. Daemon había sido una tormenta que arrasó con todo a su paso, dejándola con los escombros de lo que una vez creyó que sería un futuro perfecto. Había jurado no necesitar a nadie más después de la pérdida de Gael, de su madre, de su hermano. Pero Daemon... él había sido diferente. Con él había sentido algo más que amor: un fuego ardiente y peligroso que ahora la consumía desde dentro.

Miró a las rosas que rodeaban el banco, sus pétalos brillando bajo los últimos rayos del sol. Había aprendido de niña que aquellas flores simbolizaban tanto belleza como dolor, una advertencia oculta tras sus espinas. Eso era Daemon. Un hombre que la había llevado a descubrir lo que significaba sentir intensamente, pero que al final había dejado sus manos ensangrentadas y su alma herida.

¿Cómo se supone que continúe? —murmuró de nuevo, con la voz quebrándose al final, un eco desgarrador en el jardín vacío.

Cerró los ojos, dejando que un par de lágrimas traicioneras se deslizaran por su rostro. No quería sentirse débil, no quería ceder al poder que los recuerdos de Daemon tenían sobre ella, pero era imposible ignorarlo. El vacío que había dejado era como un abismo del cual no sabía si alguna vez podría escapar. Recordar la última noche con él era casi un castigo autoimpuesto: su sonrisa torcida, sus manos cálidas sobre las de ella, la promesa no dicha en su mirada, que ahora sabía que nunca había sido verdadera.

Y, sin embargo, incluso con todo el dolor, no podía evitar aferrarse a esos momentos. Era contradictorio, desgarrador, pero a la vez, era lo único que le quedaba.

Se levantó del banco y comenzó a caminar lentamente por el sendero, dejando que sus dedos rozaran los pétalos de las rosas al pasar. Cada paso que daba se sentía pesado, como si sus recuerdos la arrastraran hacia atrás, pero no podía quedarse en el jardín para siempre. El sol ya comenzaba a ocultarse, tiñendo el cielo de un tono carmesí que le recordaba demasiado a la sangre derramada por todos los que había perdido.

Estaba tan perdida en sus pensamientos cuando el sonido de pasos suaves rompió el silencio en el que se encontraba. Se giró lentamente, su ceño fruncido al notar la figura que se acercaba, alta y con una postura relajada que parecía tan fuera de lugar en medio de su desasosiego.

—Supuse que estarías aquí.. —dijo la voz masculina, con un deje de familiaridad que hizo que el corazón de Leyla diera un vuelco.

Gareth... —el nombre salió de sus labios como un susurro, cargado de sorpresa y algo de cautela.

Él se detuvo a unos pasos de distancia, inclinando ligeramente la cabeza en un gesto que era tan cortés como fraternal.

—Han pasado años, Leyla.

Ella no respondió de inmediato, luchando contra la ola de emociones que su presencia provocaba: el recuerdo de tardes compartidas en Altojardín, risas infantiles, y luego el vacío que dejó su partida. Leyla se irguió, intentando mantener la compostura que siempre le habían enseñado a proyectar, aunque su voz tembló ligeramente al hablar.

—Pensé que estarías en Colina Cuerno con tu madre. ¿Qué haces aquí?

Él sonrió con suavidad, aunque sus ojos verdes estaban llenos de algo más: un entendimiento tácito de que sus caminos, por muy cercanos que una vez fueron, se habían bifurcado.

—Me enteré lo que sucedió en.. —hizo una pausa, observó los ojos de Leyla como si odiara que le recordaran sus destroza boda. —Supe lo de tu padre y quise a ver cómo estabas.. Hace años que no te veía... y tampoco obtuve ninguna carta tuya..

La sinceridad en sus palabras la desarmó momentáneamente. Había algo en él que era igual a lo que recordaba: la calidez en su tono, la facilidad de sus movimientos. Pero también había una madurez que antes no estaba allí, una intensidad en su mirada que hacía que Leyla sintiera como si él pudiera ver más allá de su fachada.

Gareth había sido su compañía durante sus primeros años de vida, justo cuando su madre la llevó a vivir a Altojardín tras una discusión con su padre de la cual no supo mucho. Al volver a su hogar, Gareth fue enviado, junto con su madre y ella, a Antigua para que fuera aprendiz de Robert. Habían crecido prácticamente juntos, hasta que tuvo que irse a la Corte tras ser elegida como Dama de Compañía para Gael. Y desde ahí, cortó cualquier contacto con su familia, a excepción de su madre y Robb.

—No creí que la quisieras.

El joven Tyrell entrecerró los ojos, su sonrisa apagándose mientras observaba detenidamente el rostro de su prima. Él siempre había sido hábil para leerla, para ver lo que otros no podían. Y aunque ella se esforzaba por mantener su semblante inquebrantable, él pudo notar las grietas en su fachada, la manera en que su mirada evitaba la suya, como si temiera que él viera demasiado.

Supuse que dirías eso.. —respondió en un tono bajo y calmado, dando un paso más hacia ella. —¿Por qué te empeñas en cargar con todo esto sola?

Leyla giró la cabeza, mirando hacia el horizonte. No podía enfrentarse a esa pregunta, no cuando sentía que sus palabras eran como un cuchillo que cortaba justo donde más dolía. Su garganta se tensó, y por un momento, temió que las lágrimas que había logrado contener, hace poco, se derramaran frente a él. No podía permitírselo. No con él.

No estoy sola. —dijo finalmente, su voz apenas un murmullo mientras cruzaba los brazos como si intentara protegerse de su propia vulnerabilidad. —Estoy... bien.

La risa seca de Gareth hizo que sus ojos volvieran a él, sorprendida por la falta de sutileza en su reacción.

—¿De verdad, Leyla? Porque no pareces estar bien. Estás aquí, sola, en este maldito jardín, huyendo de todo lo que te está destrozando. Si eso es estar bien, entonces no sé qué significa estar mal.

Su mandíbula se tensó, pero no replicó. Las palabras de Gareth la golpearon con una precisión que nadie más había logrado. Siempre había sido directa con él, sincera hasta el punto de la brutalidad, pero ahora sentía que las barreras que había construido a su alrededor estaban a punto de colapsar bajo el peso de lo que no podía decir.

No entenderías... —murmuró, apretando los labios mientras bajaba la mirada.

—Entonces explícamelo, Leyla, ¿qué me impide entenderlo? —insistió Gareth, su tono cargado de una mezcla de frustración y preocupación. —. Yo no soy el tonto de Ormund. Soy tu amigo. Siempre lo he sido. Si no puedes hablar conmigo, ¿con quién lo harás?

El quiebre llegó sin previo aviso. Las palabras de Gareth, el peso de sus propias emociones y el dolor acumulado se unieron en un torrente que ya no pudo contener. Sus hombros temblaron, y antes de que pudiera detenerse, las lágrimas comenzaron a caer.

Duele... —susurró al principio, como si temiera darle forma a lo que sentía. —Duele mucho...

Él no dijo nada, pero la preocupación en su rostro se intensificó mientras ella continuaba, su voz quebrándose con cada palabra.

—¡Se fue! ¡Me abandonó con una maldita carta como si yo no importara! Y, aún así, no puedo sacarlo de mi mente. No puedo dejar de sentir... —su voz se ahogó en un sollozo. —Lo odio por lo que me hizo, por cómo me hace ser una tonta. Pero lo necesito. Y eso... eso me está matando.

Gareth no dejo pasar un segundo más y se acercó hasta ella, rodeándola con sus brazos y colocando su cabeza en su pecho. Leyla no se negó, y siguió llorando como si de eso dependiera su vida, sin poder detenerse.



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Muy apenas y lo terminé.

Anduve teniendo una mala semana, así que por eso me tardé en publicarles este capítulo que debió de ser del viernes pasado. También culpo a que justo ese día me llegó Alas de Sangre —molesto mucho con eso en el canal— no pude evitar leérmelo, así que eso tomó todo mi tiempo libre.

¿Opiniones? ¿Preguntas? ¿Dudas? ¿Qué opinan de la (no tan forzada) introducción de mi nuevo chico Tyrell? ¿Se vendrá otro drama?

Pueden ayudarme dejando su voto y algún comentario para yo saber qué les gustó el capítulo y más personas conozcan mi historia, se los agradecería bastante y así actualizo antes <3

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