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CAPÍTULO 56 «FINAL»

«𝐄𝐧 𝐞𝐥 𝐥𝐚𝐭𝐢𝐝𝐨 𝐟𝐢𝐧𝐚𝐥, 𝐬𝐮 𝐚𝐦𝐨𝐫 𝐬𝐞 𝐞𝐧𝐜𝐢𝐞𝐫𝐫𝐚 𝐞𝐧 𝐮𝐧 𝐠𝐫𝐢𝐭𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐥 𝐭𝐢𝐞𝐦𝐩𝐨 𝐧𝐨 𝐩𝐮𝐞𝐝𝐞 𝐚𝐩𝐚𝐠𝐚𝐫.»

──⇌••⇋──

Alessandro

El aire en el motor-home es pesado, está cargado de una tensión que me araña la piel. Me obligo a mantener las manos firmes mientras ajusto el cuello del enterizo. No hay margen para errores, no hoy.

El tejido negro se moldea a mi cuerpo como una segunda piel, pero no deja de asfixiarme, igual que la idea de lo que voy a enfrentar. Paso las manos por los costados, alisando cualquier pliegue, verificando que los cierres estén bien ajustados. Todo parece bien, pero la sensación en mi pecho no se va.

Cada que cierro los ojos, esos ojos verdes invaden mis pensamientos acompañados de su melena azabache.

Ya pasaron dos días desde que todo se fue a la mierda, que pasamos ese límite que no debíamos pasar, pero decidimos perdernos.

Sus palabras resuenan en mi cabeza, el eco de sus advertencias que no quise escuchar y que debo darle la razón, aunque ya no haya tiempo.

Cierro los ojos por un momento, inhalando profundamente. Tengo que sacarla de mi mente. Esto no es sobre ella, ni más. Me lo repito como un mantra, aunque sé que me miento. Una parte de mí sigue aferrada a la sombra de su presencia, a esa mirada que me perfora el alma, incluso cuando ya no está.

Abro los ojos y me miro en el espejo frente a mí. El reflejo me devuelve una imagen que no reconozco del todo. Los ojos hundidos, la mandíbula tensa, y el leve rastro de cansancio. Estoy aquí para demostrar que sigo de pie. Solo eso importa.

Un golpe seco en la puerta me saca de mis pensamientos.

—Adelante.

John entra, con esa expresión que mezcla irritación y autoridad. —El monoplaza está limpio —va directo al grano—. No encontramos alteraciones.

Asiento, pero el alivio que debería sentir nunca llega del todo. Algo no encaja. Algo que no puedo nombrar, pero que se cuela en cada rincón de mi mente.

—¿Todo claro? —me observa con el ceño fruncido, me lee el pensamiento, lo conozco.

—Sí —miento.

—Entonces concéntrate, Alessandro —se cruza de brazos—. Aunque no compitas por los premios, es una carrera crucial. No te quiero distraído por nada ni nadie.

Asiento, aunque la ironía de sus palabras no pasa desapercibida. «Nada ni nadie». La imagen de la pelinegra aparece otra vez en mi mente, su rostro está grabado en mi memoria.

—Lo sé, estoy concentrado —fuerzo una sonrisa que no alcanza mis ojos.

John parece satisfecho, al menos lo suficiente para dar media vuelta, pero antes de que alcance la puerta, no puedo detenerme.

—¿Sabes dónde está?

—El silencio que sigue es tan denso que casi puedo tocarlo. Él se detiene, pero no se gira de inmediato.

—Sí, pero no te lo diré. Ella me lo pidió.

Cada vez siento que más se rompe ese músculo que late. «Por supuesto que lo hizo». Ella juega sus cartas con precisión quirúrgica, como siempre. Deja fuera cualquier margen para que alguien, incluido yo, la alcance.

—Okay.

No insisto. ¿Para qué? La conozco lo suficiente para saber que no dará el brazo a torcer, y la verdad es que tampoco estoy seguro de que quiera saber dónde está. Si lo supiera, iría por ella y no la dejaría ir.

John me observa por un momento más, como si quisiera decir algo, pero finalmente sacude la cabeza y abre la puerta.

—Te espero en los boxes —ordena.

Asiento sin mirarlo. La puerta se cierra, y el vestuario queda en silencio otra vez.

Tomo aire sintiendo como el peso de todo esto empieza a martillarme. Recojo mi casco, los dedos se tensan a su alrededor, como si quisieran aferrarse a algo, cualquier cosa, que me ancle.

Salgo del motor-home y camino hasta llegar a los boxes. Preparo los últimos detalles, estoy último en la parrilla, pero no me preocupa. Un día empecé así y fui dos veces campeón mundial. Este año, capaz no lo sea, pero el próximo y los siguientes, no quedan dudas.

Intercambio palabras con los otros dos pilotos que son mis compañeros. Intento dispersar mi mente, mientras me acomodo en el monoplaza. Me coloco el casco, ajusto las correas al igual que los guantes. Haremos unas vueltas de calentamiento antes de comenzar.

Hoy es todo, todo está en juego. Es ella, es todo lo que perdí y todo lo que aún puedo perder.

Y eso me aterra, no llegar a decirle que no la dejaré de amar.

Astrid

El rugido del motor se mezcla con el crujido de las hojas que nos rodean mientras avanzamos por el camino serpenteante del bosque de Suzuka. Me mantengo firme, manejando, apenas registro que me sudan las manos. El aire se siente denso aquí, cargado de humedad y ese frío que se filtra por las ventanillas apenas abiertas. Eliot está cerca, no puedo permitir que llegue a Alessandro, y si todo sale como debe, esta noche se acaba la cacería.

Ava está en el asiento del copiloto, con la misma expresión imperturbable de siempre, pero conozco ese brillo en sus ojos: determinación pura. Quiere mantener su cabeza enfocada en otras cosas y no su vida personal, porque lo sé todo. Y es un reflejo de lo que vivo en mi interior.

Ninguna de las dos debería estar aquí, y lo sabemos. No tenemos apoyo de nadie, pero eso no importa. Esto es personal. Traidores, Eliot y ellos, todos lo que intentaron arrancarme lo poco que me queda. Esta noche pagarán.

El pensamiento me muerde por dentro como un veneno lento. Ajusto el retrovisor sin motivo, solo para evitar que mi mente vague hacia donde no debe: Alessandro.

La carretera termina, y bajo el pie del acelerador, suavemente. El auto se detiene, apagó las luces y nos quedamos bajo el sol radiante que se cuela por las copas de los árboles.

—Llegamos —murmuro, ella asiente.

Salgo del auto, cerrando la puerta con cuidado. El silencio es sobrecogedor. No hay ruidos ni de aves. Solo la brisa gélida que sacude las hojas. No estamos solas. Lo sé, ¿es una trampa? Capaz, pero hoy me lo cargo.

Mis botas se hunden ligeramente en la tierra húmeda mientras me muevo hacia la parte trasera del auto. Abro el maletero, busco los cuchillos y los acomodo en los arneses de mis muslos. La daga va en su lugar, en mi pecho. Ajusto los arneses para que me envuelvan en una armadura negra y silenciosa.

Me miro de reojo en el cristal del auto. La chaqueta de cuero se pega a mi cuerpo como una segunda piel, lo mismo que los pantalones. Mi reflejo me devuelve a la época en donde paseaba por estos mismos bosques matando a quien pasara con los Yakuza.

Ava me observa mientras se prepara. Coloca sus propias armas, pero no dice nada. Últimamente, no hablamos demasiado, más que lo necesario. Ambas procesamos todo lo que nos pasa, solas sin molestar a la otra; aunque necesito una charla pronto. Somos un equipo.

Cierro el maletero y me cuelgo la pistola en la cadera, verificando cada seguro, cada carga. Respiro hondo. El aire me quema los pulmones. Aprieto los dientes, alejando los pensamientos.

—¿Lista? —me pregunta mi hermana, rompiendo el silencio.

—Siempre —contesto, sin mirarla.

Nos adentramos en el bosque, las sombras de los árboles se alargan como garras sobre la tierra. Camino ligeramente agachada, mirando a cualquier movimiento entre la maleza. Ava va unos metros por detrás, cubriéndome las espaldas. Es extraño cuán natural se siente esto: la caza, el peligro, la posibilidad constante de morir. Pero el vacío que me consume por dentro lo eclipsa todo. Puedo dejarlo todo atrás, la organización, los traidores, la sangre que he derramado. Todo menos él.

Me detengo, solo un segundo para despejar su voz de mi cabeza.

—¿Qué pasa? —murmura Ava, acercándose un poco.

No respondo, un destello metálico me llama la atención a unos metros. Me agacho al instante, levantando una mano para que mi hermana haga lo mismo.

Entre la maleza puedo ver una figura de pie, apoyada en un árbol, con un arma colgando del hombro. Es uno de los antonegras.

Me acerco despacio, manteniéndome fuera de su línea de visión. Juego con el cuchillo en mi mano, un paso más y luego otro. Escucho el crujido leve de Ava moviéndose en la otra dirección, cubriéndome.

Respiro lento, calculada como me enseñaron los japoneses. El hombre se gira apenas y es mi momento. Me impulso hacia él, clavo el cuchillo en su cuello dos veces antes que pueda emitir un sonido. Lo sostengo hasta que su cuerpo cae contra el tronco.

Me incorporo y limpio la hoja en su chaqueta, sin apartar los ojos del camino. Ava se acerca, tranquila.

—Tres menos —dice con neutralidad.

Nos adentramos más en el bosque, cada paso nos acerca más al final de toda esta mierda. El filo de mi cuchillo aún está caliente cuando lo retiro del último cuerpo que se desploma en silencio. El aire húmedo se pega a mi piel como un manto incómodo.

Ava está a mi lado, no hemos intercambiado palabras en minutos; no es necesario. Nos entendemos en nuestro silencio, en los gestos rápidos y en las miradas fugaces. El objetivo está cerca. Lo sé porque cada fibra de mi cuerpo lo grita. La cabaña está justo delante entre la maleza densa del bosque.

Nos detenemos al ver lo vieja y maltrecha que es, tiene ventanas pequeñas y una puerta que apenas se sostiene en sus bisagras. Contengo el aire y me agacho detrás de un tronco caído y mi hermana me imita sin dudar.

—¿Ves qué sucede? —susurra apenas, con la mirada fija en la entrada.

—Sí, hay movimientos dentro.

Se escuchan voces, amortiguadas pero claras. Veo como las cortinas hondean en las pequeñas ventanas, mostrando a alguien caminando de un lado a otro. Los músculos se tensan y me obligo a controlar la respiración. Despico, asomo la cabeza por encima del tronco un poco más y mis ojos se clavan en la figura que emerge de la cabaña. Eliot.

—Hijo de puta... —gruño, siento como la ira me sacude las entrañas.

Pero no está solo. Detrás de él, aparece Massimo, con esa sonrisa petulante que siempre quise borrarla de un tiro. A su lado camina un tercer hombre, uno que no reconozco del todo porque está totalmente tapado, como si el sol le hiciera daño. Es de complexión robusta, estatura igual a la de mi marido, solo puedo ver sus ojos color zafiro cuando se baja apenas las gafas de sol. Me quedo quieta, observando y evaluando cada movimiento y gesto que hacen.

—¿Qué hacen juntos? —pregunta mi hermana—. ¿Y ese loco?

—No lo sé, pero vamos a averiguarlo —contesto, clavando los ojos en la escena.

Las voces suben de tono. Eliot se gira hacia Massimo y lo apunta con su dedo índice, parece acusarlo, va a perder el control.

—No pienso seguir tus órdenes ni las tuyas. Esto no estaba en el trato.

La voy de Eliot suena firme, pero hay algo más ahí: ese ligero temblor es una grieta que revela su miedo. Massimo, en cambio, mantiene la calma. Demasiado calmado, se lleva las manos a los bolsillos de su; sobre todo, estaba esperando esta reacción.

—Eres más estúpido de lo que pensaba —lo enfrenta, con un tono divertido—. Sabes que nadie rompe un trato conmigo y sale vivo.

Eliot da un paso atrás y es torpe, porque se ve que recién capta el error que cometió. Me quedo helada al ver el destello plateado en la mano de Massimo y del otro tipo.

Los disparos retumban en el silencio del bosque, secos y violentos. Cae de rodillas, sus manos intentan cubrir las manchas rojas que crecen por su cuerpo. Me quedo petrificada, mis ojos fijos en la sangre que gotea lentamente de todos los agujeros que le hicieron a su cuerpo. Su cuerpo se desvanece y el bosque vuelve a quedarse en silencio. Un silencio aún más oscuro que antes.

Ava y yo nos miramos fugazmente, las dos estamos tensas. Esto es una puta trampa.

¿Por qué siempre tomo malas decisiones?

—Hay que irnos —susurro, pero antes que podamos movernos, veo que Massimo levanta la cabeza lentamente y el otro miembro desaparece entre los árboles.

—Muestren sus bellos rostros —guarda su arma—. Déjenme ver sus verdes porque sé que están allí.

El frío me recorre la columna y el corazón se me acelera. No nos movemos, pero el clic metálico detrás de mí me congela la sangre.

—Levántense —ordena una voz áspera a nuestras espaldas.

Ava y yo nos miramos por un segundo. No hay tiempo que perder. En un solo movimiento, me giro sobre mi rodilla y lanzo el cuchillo que tengo en la mano. La hoja se clava en la garganta del hombre que me apuntaba, justo antes que dispare. Ella reacciona al mismo tiempo, moviéndose como un rayo y eliminando al segundo tipo con un disparo limpio en la frente.

Los cuerpos caen al suelo, pero no hemos terminado. Otro par de hombres salen de entre los árboles y nos rodean antes de que podamos reaccionar. Me lanzo hacia adelante con la daga, pero un golpe seco me alcanza en la sien, obligándome a tambalear.

—¡Astrid! —escucho la voz de ella, pero comienzo a perder la visión.

El suelo frío y húmedo me recibe cuando caigo de rodillas. Intento levantarme, pero otro golpe, esta vez en la nuca, me arrastra a la oscuridad.

Lo último que escucho es la risa maquiavélica de Massimo, retumbando en mi cabeza como un eco interminable.

—Cayeron en la trampa, principescas. Me lo dejaron todo en bandeja de oro.

Quiero gritar, quiero luchar, pero mi cuerpo no me responde y todo se vuelve negro.

[...]

El frío me despierta primero. Un hedor metálico, crudo, que se filtra desde mis muñecas hasta mis hombros. Intento moverme, pero un tirón seco en las muñecas y en los tobillos me detiene. Mis parpados pesan como si los hubieran sellado con plomo, pero a medida que los abro, la realidad comienza a definirse a mi alrededor.

Estoy sujeta a una silla. Las correas de cuero alrededor de mis muñecas están tan ajustadas que apenas puedo mover los dedos. Mis tobillos están inmovilizados de la misma manera, y la silla... es de metal, anclada al suelo... las mismas de esa vez. Mi respiración se acelera mientras escaneo el espacio. Las paredes son grises, lisas, sin ventanas. Una luz fluorescente tiembla débilmente sobre mi cabeza, proyectando sombras afiladas. Esta no es la cabaña, es otro puto lugar. Algo mucho peor.

A mi derecha, mi hermana está igual que yo, su cuerpo flácido, su cabeza inclinada hacia un lado. Puedo ver el moretón que tiene en su parpado y pómulo, supongo que puso resistencia y eso hace que la sangre me hierva. Su cabello azabache está enmarañado, pegado a su frente sudorosa. Su respiración es lenta, pero constante.

Intento aflojar las correas, moviendo las muñecas de un lado a otro, pero el cuero es grueso y no cede. Piensa Astrid. No hay margen para tus estúpidos errores. Mi mente está nublada por los últimos eventos, el asesinato de Eliot, la burla de Massimo, el otro tipo misterioso... la trampa en la que caímos. Aprieto los dientes, tratando de contener la furia que hierve bajo mi piel.

«Si algo le sucede a mi hermana, no me lo perdonaré».

Los minutos pasan o quizás sean horas. El silencio del lugar es absoluto, como si estuviéramos encerradas bajo toneladas de concreto. Agudizo los oídos y escucho el eco de pasos que se filtran por la habitación, lentos y calculados. Me pongo en alerta, se me erizan los vellos, pero mantengo la mirada fija al frente. No pienso pedir piedad.

La puerta detrás de nosotras se abre con un chirrido metálico y aparece Massimo. Su figura alta y arrogante ocupa todo el alto de la pared. Se cambió el atuendo a un traje oscuro, impecable, y una sonrisa macabra ocupa su rostro.

—Vaya, vaya, es todo un gusto tener a la única descendencia de mi adorada Marianne —se burla, mientras toma asiento en la única silla que hay en la lúgubre habitación —. De tal palo, tales astillas porque fueron estúpidas al pensar que podían jugar mis mismos pasos —observo que acomoda una laptop en la mesa y empieza a teclear.

Me quedo en silencio, manteniendo mi expresión lo más neutra posible. Después de unos minutos se pone de pie y camina a nuestro alrededor, nos inspecciona como si fuéramos mercancía dañada. Hasta que se detiene frente a mí, se inclina lo suficiente como para que nuestras miradas se crucen.

—¿Nada que decir? —inclina la cabeza como si esperase un cumplido.

—Muérete —escupo.

Se ríe, un sonido bajo y gutural que reverbera en las paredes. —¿Igual qué cómo le deseaste la muerte a mi hijo? —se endereza y vuelve a pasearse por la habitación. Maldito hijo de perra, nos estuvo vigilando todo el tiempo.

—Y no querida, todo esto es estrategia. Pura y brillante estrategia. Metí a mis hombres en tu vida, en la que era mi organización, y ni siquiera lo notaste. Te creías invencible, pero mírate ahora —se detiene y extiende los brazos, como presentando un espectáculo—. Traicionada por tus propios hombres, no tienes al hombre que amas y pronto no serás nadie. No queda nadie que te sea leal.

—¿Y qué ganaste con eso? Sigues siendo el mismo imbécil inseguro que compite contra su hijo que no puede construir nada por sí mismo.

Su sonrisa se desvanece por un segundo, pero regresa con más fuerza.

—Lo que gané, Astrid, es el control absoluto. Y lo mejor de todo es que tendrás asiento de primera fila para ver cómo termina todo.

Antes que pueda responder, una de las paredes frente a nosotras se ilumina, proyectando una imagen. Es un programa en vivo y directo. La pista de Suzuka aparece, vibrante y caótica. Los monoplazas están alineados en la parrilla de salida, listos para la carrera. Mi corazón se detiene por un segundo.

—No... —murmuro, mis ojos clavados en la pantalla.

—Oh, sí —Massimo se cruza de brazos, disfrutando cada segundo de mi reacción—. Alessandro, mi hijo, está listo para correr, sin tener idea de lo que le espera.

Mi cabeza empieza a dar vueltas, conectando las piezas del rompecabezas.

—¿Qué hiciste? —exijo saber.

Se vuelve a reír, pero esta vez hay algo más en su risa. Desprecio.

—Hice lo que debía hacer. Y ahora tú te quedarás aquí, impotente, mientras ves cómo todo lo que amas se desmorona.

—Voy a matarte y serás comida para mis perros —lo juro.

—¿De verdad? — responde, inclinando la cabeza con una burla descarada—. No te tengo miedo, Astrid. No ahora ni nunca.

Mi cabeza corre a mil por hora. No puedo quedarme aquí. No puedo dejar que el hombre que amo...

—Disfruten el show, señoritas. Será el último.

Mis manos siguen atadas, las tengo heladas, me clavo las uñas en mis palmas mientras los segundos avanzan. Ava sigue inconsciente a mi lado, el sudor resbala por su sien. No quiero mirar a la pantalla frente a mí, esa maldita transmisión en vivo que monopoliza mi atención, mostrándome cada segundo de una carrera que está a punto de convertirse en una pesadilla.

El sonido de los motores ruge a través de los parlantes, llenando la habitación con un eco ensordecedor. Reconozco cada voz que llega desde los boxes de McLaren: John está dando instrucciones precisas, los técnicos intercambian los datos. Y luego, esa voz.

—Todo el orden, Balance trasero perfecto —afirma y mi corazón da un vuelco.

Mi mandíbula se tensa, esa voz que reconozco tan bien, la misma que me grito que me amaba, ahora está a kilómetros de distancia, atrapada en esa maldita caja de metal que yo misma cree y que no llegara al final de esta carrera.

En la vuelta quince, algo cambia.

—¡Los frenos tienen reacción lenta!

Mi cuerpo entero se congela. Me sacudo para intentar liberar mis manos, pero es imposible. De tanto sacudirme, termino cayendo al suelo, de costado; aunque logro chocar a Ava, quien comienza a reaccionar.

—As... —balbucea mientras la veo enfocar sus ojos.

—Alessandro a los boxes, ¡ya! —ordena John —. No podemos correr riesgos.

Silencio absoluto.

—Negativo. Si salgo, quedo fuera y sé que si mantengo esta velocidad no chocaré y ...

—¡Me vale mierda, idiota! —grita John —. Vuélvete o te quito.

Pero Alessandro ya decidió.

—¿Qué sucede? —pregunta Ava, mientras me doy la frente contra el suelo, dejando que las lágrimas corran por mis mejillas.

No puedo hablar. Ambas vemos como la carrera continua; mi respiración se vuelve un caos; cada vuelta se siente como una sentencia. A la vigésima vuelta, lo escucho que vuelve a comunicarse:

—¡Ya no puedo frenar! —grita.

Los parlantes estallan en desesperación: voces solapándose, gritos de advertencia.

—¡Vete al área de contención! —escucho como se quiebra la voz de John—. ¡Es una puta orden, obedece!

—¡No llego! ¡Ya no hay tiempo!

Mi visión se nubla. Los latidos en mis oídos son ensordecedores. Y entonces, la voz de Massimo irrumpe, suave y cruel, desde el otro conjunto de altavoces en la sala:

—Fue tan fácil, mi hijo es tan predecible. Un simple ajuste en los frenos, mandar a que manipulen el motor y nadie en McLaren lo vio venir.

Quiero arrancarle la lengua. Quiero destruir cada maldita fibra de su ser. No me cabe en la cabeza que su propio padre quiera muerto a su único hijo. Mis fuerzas siguen desmoronándose al escuchar la voz de Alessandro hablar de nuevo.

—John... dile que... —Su voz se quiebra por un instante, y siento que el mundo se detiene—. Que la buscaré sea donde vaya, porque mi corazón le pertenece desde el momento en que chocamos y nuestros mundos irrumpieron.

Mi pecho estalla en un grito ahogado. Las lágrimas surgen sin permiso nuevamente, arden mientras caen por mi rostro. Quiero que me escuche, decirle que no quiero divorciarme, que...

El motor comienza a recalentarse. Lo escucho claramente en la transmisión.

—Ni el monoplaza ni yo aguantaremos mucho más.

No puedo distinguir más voces. Veo como mi hermana grita y como John sigue dando órdenes, Alessandro se mantiene en silencio. Mi mente entra en ese túnel de pánico. «El maldito traje es anti fuego». Eso lo tiene que hacer resistir el incendio que puede provocar el accidente; pero Massimo parece leer mis pensamientos, se ríe desde los altavoces.

—¿De verdad crees que sería tan descuidado, querida? —su voz me perfora—. Todo ha sido planeado, hasta el más mínimo detalle. Fue tan fácil que Rebekah hiciera el cambio en su motor-home sin que nadie la viera.

Puedo sentir como mi cuerpo comienza a temblar, la respiración se rompe por los sollozos que intento sofocar.

—¡As, levántate! —exige Ava, mientras veo como está cortando una de sus cuerdas con cautela.

Y entonces sucede.

En la pantalla, el monoplaza pierde el control en una de las curvas. La cámara sigue el recorrido mientras derrapa, choca contra la banquina de concreto y se estrella con una violencia desgarradora.

La explosión es inmediata. Una llamarada se eleva hacia el cielo, iluminando toda la pista. El fuego lo consume todo en segundos, envolviendo el auto como un depredador insaciable.

—¡No! —grito con todas mis fuerzas, mi voz rasgándose mientras tiro de las correas con desesperación. Mi garganta arde, pero no puedo detenerme—. ¡Alessandro, mi amor!

Siento el aire irrespirable, sigo atrapada en el mismo bucle de imágenes: el fuego devorando el monoplaza, el impacto brutal, la voz de él diciéndome que me ama por última vez. Mi pecho se contrae, es un peso insoportable que me hunde cada vez más. Las lágrimas caen como un torrente descontrolado, mi rostro está empapado, y mi respiración es un jadeo roto que apenas me permite seguir consciente.

Apenas escucho el sonido metálico de algo rompiéndose. Alzo la vista y es Ava, que se libera de las correas con unas simples horquillas. La veo ponerse de pie, su figura se alza como un pilar frente a mi caos, pero mi mente está demasiado perdida en ese abismo como para reaccionar.

—¡Astrid! —su grito atraviesa mi nube de pánico como un látigo. Me sacude por los hombros, siento que sus dedos se clavan en mi piel—. Mírame, ¡mírame a mí!

Mis ojos los siento hinchados, apenas puedo enfocarla.

—No puedo... quiero ir... con él... —balbuceo mientras vuelvo a sollozar.

Sacude su cabeza con furia, sus olivos están determinados a arrastrarme de vuelta a la realidad.

—¡Tienes que hacerlo! Alessandro está muerto, pero tú no. ¡Tú no lo estás! —me da un leve empujón, que me hace reaccionar—. Si te quedas aquí llorando, su muerte habrá sido en vano. ¡Levántate!

Sus palabras me golpean como un puño en el estómago. Me tiemblan las manos, pero algo dentro de mí empieza a encenderse. Ese calor oscuro y abrasador, que empieza a consumir mi dolor y convertirlo en algo más. Algo letal.

Antes de que pueda procesarlo, la puerta se abre de golpe. Dos hombres entran armados, sus ojos fijos en nosotras. Los reconozco, eran nuestros antonegras. Los mismos que nos protegían y nos vendieron.

—Mierda —escupe ella, retrocediendo un paso mientras busca algo con lo que defenderse.

Uno de ellos se lanza hacia mí, y por un instante siento que todo se detiene. Mi cuerpo se mueve antes de que mi mente lo alcance. Agarro la silla metálica a la que estaba atada, mi respiración se vuelve más pesada y la levanto con todo el dolor que recorre mis venas.

El primer golpe lo toma desprevenido, justo en la mandíbula. El sonido del metal contra su hueso es sordo, pero suficiente para hacerlo caer. El segundo golpe es más violento, un estallido de rabia acumulada que descarga todo lo que siento.

Ava no se queda atrás, derriba al otro tipo con su silla. Quedan inconscientes, así que tomamos sus armas.

Mis manos tiemblan al sostener el frío metal del arma. Mi mente sigue nublada, pero esa chispa de rabia sigue creciendo. Si salgo de aquí, juro que el mundo arderá.

El mundo va a saber que es matar al único hombre que me vio por lo que soy. Una puta emperatriz que vino a conquistar todo lo que me pertenece y no pienso detenerme hasta verlos arrodillados, suplicando misericordia.

Nos lanzamos al pasillo, con pasos rápidos y firmes, aunque cada esquina es un riesgo. Los ecos de nuestras botas resuenan en el espacio subterráneo. No tardamos en escuchar el estruendo de pasos detrás de nosotras. La persecución ha comenzado.

—¡Corre! —me grita ella, empujándome hacia adelante mientras dispara hacia atrás.

El ruido de balas llenando el aire es ensordecedor. Corremos sin mirar atrás, girando en cada intersección, aunque los pasos de nuestros perseguidores no se separan.

Giramos en una esquina y nos topamos con más hombres armados. Mi cuerpo se congela por un instante, pero ella no pierde tiempo y descarga las balas que quedan en su cargador. Hago lo mismo, aprieto el gatillo liberando toda la furia que me avasalla. Pero por cada hombre que cae, salen tres más.

Un nuevo estruendo llena el espacio. Disparos, esta vez desde el otro lado. Me detengo, jadeando mientras Ava me jala detrás de una columna para cubrirnos.

—¿Qué demonios? —y lo veo.

Mikhail Adamovič. Su figura imponente destaca entre el caos, su traje oscuro manchado de sangre contrasta contra su piel albina. No he tenido el momento de hablar con él, sé que es el futuro pakhan de la mafia roja que muy pronto ascenderá; y que no hace mucho se unió a la organización, por más que no participe en el mundo de la Fórmula Uno.

Dispara con una precisión letal, sus hombres no se quedan atrás, despejando el camino hacia las escaleras que llevan a la superficie.

Massimo aparece al final del pasillo, con una expresión de furia y confusión. Antes de que pueda reaccionar, una bala del ruso lo alcanza en el pecho, haciendo que se tambalee.

—¡Largo! —grita Mikhail, sin siquiera mirarnos.

Ava me jala del brazo, y aunque mi cuerpo está agotado, encuentro la fuerza para subir las escaleras que parecen infinitas. No hay tiempo para preguntas, para mirar atrás. Solo una cosa es segura: no voy a detenerme hasta que termine lo que Alessandro y yo empezamos.

La superficie me golpea con un estallido de luz que duele en los ojos. El aire frío y húmedo llena mis pulmones, pero no parece aliviar la presión en mi pecho. Corro sin mirar atrás, sin pensar, solo con el impulso primitivo de escapar. Los gritos de mi hermana quedan atrás, un eco distante que se mezcla con el rugido de la sangre en mis oídos.

—¡As, sigue! ¡Estaré bien! —grita y no me detengo.

Mis piernas arden, los músculos tensos protestan con cada paso, pero no aflojo. Sigo corriendo. El cielo se oscurece, el sol se oculta tras nubes grises que comienzan a romperse. La primera gota de lluvia cae en mi rostro, fría y pesada, seguida de un aguacero que cala mi ropa en cuestión de segundos.

No sé cuánto tiempo pasa. Mis pies apenas tocan el suelo, el paisaje es un borrón que no me importa. Todo dentro de mi grita. Cada inhalación duele, pero no paro. Hasta que la pista aparece ante mis ojos.

Las cintas amarillas ondean bajo la lluvia como advertencias silenciosas. Hay patrullas de policía estacionadas, luces rojas y azules parpadeando como un patrón hipnótico. Los bomberos y paramédicos se mueven en todas direcciones, veo la gente que se acumula por intentar obtener algo de información. Mi respiración se detiene un segundo al tomar la escena completa. Y entonces todo se desmorona.

Sin pensarlo, cruzo las cintas.

—¡Señorita, no puede pasar! —intentan detenerme, pero no escucho ni me detengo.

El primer policía que se interpone en mi camino recibe un golpe que lo derriba. Mi cuerpo se mueve con la misma furia que me ha impulsado desde que escapé. Otro intenta sujetarme del brazo, pero su mando apenas toca mi piel antes de que lo haga retroceder de un codazo.

—¡Déjenme! ¡Aléjense de mí! —grito, rasgando mi voz inhumana.

Los brazos de John me sacan del caos por un segundo. Su rostro está bañado en lágrimas, sus ojos hinchados y rojos, está roto. Me abraza con fuerza, sus brazos temblorosos me rodean mientras no para de sollozar.

—Astrid... lo siento tanto... Dios, perdóname... —susurra y apenas ogro escuchar por el estruendo de la lluvia.

Lo aparto de un empujón. Mi mirada se clava en la camilla que dos paramédicos llevan a toda prisa hacia la ambulancia. El plástico negro de la bolsa mortuoria es un golpe visual que me quiera el aliento.

—No... no... —mis piernas se sienten de plomo, pero avanzan hacia la camilla, tropezando con mis propios pasos.

Intento alcanzarla, pero me detiene.

—¡No la abra! —ordena uno de los policías en criminalística.

—¡No! ¡Quiero verlo! —grito, luchando contra los brazos de Tom que intentan detenerme—. ¡Ábranla! ¡Abran esa maldita bolsa ahora mismo!

—Señorita, no puede... —uno intenta explicarme, pero no lo escucho.

—¡Él no puede estar ahí! ¡No puede! —mis sollozos se vuelven gritos desgarradores.

Caigo de rodillas, la lluvia mezclándose con las lágrimas que se escurren por mi rostro. Mis manos golpean el suelo húmedo mientras mi cuerpo tiembla con la fuerza de mi llanto.

—¡Mi amor! —grito, mi mundo quebrándose en pedazos—. ¡No me dejes! ¡Por favor, no me dejes!

Mi pecho sube y baja descontrolado, como si el aire se negara a entrar por completo. Todo dentro de mí se siente roto, astillado en fragmentos imposibles de volver a juntar.

John intenta acercarse de nuevo, su voz rota me suplica que me calme, pero no puedo. Una rabia ciega comienza a llenar el vacío, ese impulso de destruir todo a mi alrededor.

Me pongo de pie de un salto, tambaleándome. Uno de los paramédicos que intenta mover la camilla es el primero en enfrentarse a mi furia. Mi mano busca algo, cualquier cosa, y encuentra el arma que Tom tiene sujeta a su cinturón.

La levanto apuntando a todos.

—¡No lo toquen! ¡Que nadie toque a mi marido!

Un policía intenta sujetarme, y recibe un culatazo con el arma en la mandíbula. Mi cuerpo se mueve como una tormenta desatada, sin dirección, pero con una única misión: protegerlo.

—¡Qué alguien la calme! —grita alguien, su voz es apenas audible entre el ruido del caos.

Siento un pinchazo en el brazo. No lo proceso, mi cuerpo sigue moviéndose, mi mente grita con la fuerza de un huracán; pero entonces, una pesadez comienza a dormir mis extremidades.

—No... no...—murmuro, mientras mis piernas caen.

Lo último que veo es la bolsa negra siendo cargada en la ambulancia. Mi corazón se detiene junto con mi conciencia y la oscuridad me envuelve. 

──⇌••⇋──

No me odien preciosuras. 

Nos vemos en el epílogo donde daré detalles de la próxima entrega. 


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