CAPÍTULO 23
Me siento usada.
Lo fui, dejarlo entrar en plena madrugada y rendirme a sus manipulaciones, para evitar que vaya a buscar a Rebekah u otra mujer, me hace sentir asquerosamente mal.
Veo el horizonte mientras el avión se eleva sobre las nubes, dejando atrás la ciudad de Sakura. Al otro lado, está él, concentrado en su tablet, indiferente a mi presencia.
Un nudo de culpa lleva asfixiándome desde la mañana cuando lo escuche jurarme que sería una agonía querer estar a su lado. Abrí los ojos apenas cerró la puerta y el solo hecho, de que su aroma siguiera impregnado en las sabanas, me hizo caer en cuenta en donde estaba metida.
No quiero admitirlo, pero los últimos acontecimientos me afectaron. Su furia, su desprecio, me hacen sentir vulnerable por primera vez en años.
Lo miro de reojo: su perfil es duro, sus ojos clavados en la pantalla. Tengo que buscar una forma de que vuelva a mi lado, pero también sé que soy una hipócrita. No dejo de mentirle en la cara.
Omitir que quiero matar a su padre, es una verdad que pesa sobre mi conciencia como una losa. No sé cómo reaccionará si se llega a enterar. Aunque sé que lo odia, no le molestara que se muera, pero sí que yo lo use a él para hacerlo.
Cierro los ojos y trato de calmar mi ansiedad. Tiene diez días hasta la próxima carrera en Shanghái. Tiempo suficiente para practicar, prepararse física y mentalmente. Esta carrera no puede perderla.
Pienso y pienso en una forma de reparar el daño que causé. De recuperar su confianza.
No es fácil, me gané su desconfianza a pulso, pero estoy dispuesta a lo que sea para recuperarlo.
De repente, una imagen me distrae. Sus manos, tan fuertes y masculinas, descansan sobre el reposabrazos. No puedo evitar fijarme en las magulladuras en sus nudillos, y en el pequeño corte en su labio inferior. Lo noté en la madrugada, cuando apareció en mi habitación. No paraba de sangrar, termine manchada de sangre por todo el cuerpo; pero ahora sus heridas están limpias y curadas.
Me pregunto de donde vienen esas heridas ¿Otra de sus peleas clandestinas? La curiosidad me consume, pero no me atreví a preguntar anoche, menos ahora.
Mejor me concentro en mi propio dolor. La culpa me carcome por dentro, como un ácido que corroe mi alma.
De reojo, puedo ver que él gira su cabeza para verme. Sus luceros metálicos me miran intensamente, haciéndome estremecer. Lo cual hace que aparte mi mirada de él, no puedo soportar que me observe de esa manera.
El suave zumbido del avión se convierte en una canción de cuna para mí. Estoy exhausta por la culpa e incertidumbre, me quedo dormida apoyada en la ventanilla.
Despierto cuando estamos a punto de aterrizar en Shanghái. Las tres horas de vuelo fueron un bálsamo para mi mente. Me siento un poco más tranquila.
El avión aterriza y bajo del mismo, siguiendo al castaño. Las camionetas esperan en la pista de vuelo, listos para transportar a todo el equipo al hotel.
Subo a una de ellas, detrás de mí sube Alessandro inesperadamente. Se sienta frente a mí, mirándome fríamente como el hielo.
— ¿Qué haces aquí? Tienes tus propios vehículos.
Me ignora, su mirada está fija en el vacío. Y mi paciencia comienza a verse afectada.
— Si no me vas a responder, me bajo.
Sigue sin mirarme. La furia se apodera, y abro la puerta del vehículo.
— ¡He dicho que me bajo!
Con un movimiento rápido, me sujeta del brazo fuertemente. Su mirada gélida está llena de furia contenida.
— Ni se te ocurra — amenaza, y eso prende mis llamas.
Me quedo paralizada, sin aliento. La intensidad de su mirada me deja sin palabras.
Cierro la puerta con resignación.
El viaje al hotel es un silencio incómodo. No me atrevo a hablar mientras que, por su parte, fija su mirada al frente, como si no existiera.
Al llegar al hotel, nos bajamos del vehículo sin decirnos nada. Camino por delante de él sin esperarlo. El corazón me palpita del enojo, me dirijo a la recepción del hotel. Quiero escapar de su mirada y refugiarme en la soledad de mi habitación.
— Buenas tardes – le entrego la documentación a la recepcionista —, quiero la llave de mi habitación.
La mujer me sonríe amablemente.
— Lo siento, señorita Bright, pero no hay ninguna reservación a su nombre.
Alessandro aparece por detrás de mí.
— La habitación es la suite presidencial — su voz áspera, resuena en el espacio.
Me giro y lo fulmino con la mirada.
— ¡No quiero compartir habitación contigo! — grito furiosa.
Sin decir una palabra, me toma por la cintura y me alza sobre su hombro. Pataleo y golpeo su espalda, pero no me baja.
Camina conmigo sobre su hombro por todo el lobby hasta al ascensor. No le importa que le esté golpeando la espalda, sigue siendo indiferente a mis súplicas de que me baje y deje de hacerme pasar vergüenza delante de mis compañeros.
Llegamos a la habitación y me tira en la cama con un movimiento brusco; se lanza sobre mí y me besa ferozmente.
Me resisto y lo empujo con todas mis fuerzas.
— ¡No me toques! ¡No soy tu puta! — grito con la voz llena de rabia y dolor.
Me levanto de la cama y me alejo de él.
— No eres nadie para obligarme a dormir contigo — veo mis manos temblando, pero no pienso rendirme. — Y mucho menos para tratarme como tu puta.
El castaño se queda petrificado, sus ojos lo delatan.
— ¿Mi puta? — murmura roncamente.
— Sí, tu puta – lo desafío con la mirada —. Si quieres una mujer que te obedezca y te complazca sin rechistar, llama a Rebekah. Ella besa el suelo por donde tú caminas.
Su furia desata la tormenta que no quiero afrontar.
— ¡Lo eres! — grita furioso —. Te metiste en mi cama por tu maldito plan ¿No?
Sus palabras me golpean como latigazos.
— No fue así, Alessandro — trato de calmarlo. — Permíteme...
— ¡No quiero explicaciones! — me interrumpe —. Tus acciones hablan por sí solas.
— ¡No me trates así! – elevo la voz – No soy lo que tú piensas.
Ah, ¿no? ¿Y qué eres, Astrid Bright? — abre los brazos para agitar sus manos con furia.
— Es imposible hablar contigo.
El teléfono suena en la habitación y rompe la tensión del aire. Lo miro como si fuera un salvavidas.
Atiendo la llamada — Señorita — se dirige con voz amable, la recepcionista. — tiene una llamada en la línea. ¿Se la paso?
— Sí, por favor – el dolor en mi cabeza se instala fuertemente en la frente.
Espero unos segundos hasta que escucho unas respiraciones del otro lado.
— ¿Hola?
— Hola cariño — esa maldita voz —, te extrañé, perrita.
Siento como el mundo se cae. Un escalofrío recorre mi cuerpo, el corazón comienza a latir con fuerza, mis manos se entumecen.
Las imágenes del pasado me asaltan como una jauría de lobos hambrientos. Las noches de secuestro, los golpes, las amenazas, las violaciones, la agonía de esperar la muerte. El rostro de todos ellos mientras me veían morir,
Me aferro al teléfono como si fuera un talismán, trato de mantener la compostura.
— ¿Qué pasó, cariño? ¿Te comieron la lengua los ratones? — dice entre jadeos. Maldito cerdo.
Quiero gritarle, decirle el hijo de puta que es, pero no puedo. El pánico me tiene paralizada, no puedo hablar.
Levanto la mirada y Alessandro ya me observa, se da cuenta de que algo no anda bien. Se acerca a mi costado y palpa mi rostro con sus manos, el teléfono cae de mis manos e impacta en el alfombrado del suelo.
— ¿Qué sucede? — pregunta Alessandro.
Pero no puedo responder, solo atino a negar con la cabeza mientras mis ojos se empañan en lágrimas
— Estás pálida y temblorosa, ¿quién es?
Levanta el teléfono del suelo y pregunta quién es, pero no recibe respuesta del otro lado de la línea, así que cuelga.
— Es quien te hizo estas marcas, ¿no? — señala a mi brazo izquierdo.
Finalmente, logro articular palabra.
— No me mientas, tu reacción dice lo contrario — dice, frunciendo el ceño.
— No quiero tu lástima ni la de nadie — niego con la cabeza.
Alessandro me mira confuso ante lo que digo, maldita, estúpida que soy.
— No entiendo qué sucede.
— Tengo que irme — me levanto de la cama, dándole la espalda al castaño, pero de la nada, siento como mi cuerpo se adormece y unos brazos fuertes, me sostienen.
Alessandro
El cuerpo de la pelinegra se desploma en mis brazos como un pétalo marchito. La sorpresa y preocupación me golpean como una ola helada. La observo con atención, notando la palidez de su rostro y la fragilidad de su cuerpo,
Un torbellino de emociones me invade. La culpa por haberla acusado sin pruebas, la impotencia de no saber qué la atormenta, el miedo a perderla.
La culpa me aprieta el pecho como una garra. La llevo juzgando todo este tiempo sin escucharla, la traté para la mierda. Y ahora, la veo en mis brazos, vulnerable y desmayada, víctima de una fuerza que la consume.
La acuesto en la cama con cuidado, como si fuera una fina porcelana. Le coloco una almohada debajo de su cabeza y le acaricio la frente con ternura. Su piel está fría y suave, como la seda de las sábanas.
Quiero protegerla. No importa lo que pasó, no importa qué secretos guarde, ella es la mujer que amo.
Me negué por tanto tiempo a aceptar que la amo, es que no podía enamorarme de ella después de que descubrí su verdad. Pero es una mujer que viene de otro mundo por la belleza que emana, que me cautivo. Su forma de verse, de moverse, de pensar, la quiero a mi lado.
Caí en su juego y terminé enamorándome de mi verdugo. Realmente me sigue costando asimilar todo lo que ella causa en mí, porque quiero follarla todos los malditos días de mi vida, pero quiero llenarla de plomo en todo su precioso cuerpo para convertirlo en mi obra de arte.
¿A quién miento? Jamás podría ponerle una mano encima para causarle algún daño.
Mando a llamar a un médico y a John. Necesito saber qué le pasa, necesito asegurarme de que estará bien.
A los minutos llegan, el médico se pone a revisarla mientras hablo con John en voz baja. Le cuento lo sucedido con la llamada, la reacción de Astrid y mi terrible presentimiento.
— No me huele nada bien, John — le digo con voz tensa —. Algo le sucedió y no lo puedo soportar.
Warners me mira con comprensión.
— Tranquilo Alessandro. El médico la está revisando y averiguaremos lo que la persigue.
Asiento con la cabeza, pero la inquietud no me abandona. La miro, acostada en la cama, pálida y frágil.
El médico termina la revisión y se acerca a mí.
— Sufrió un ataque de pánico, probablemente la llamada fue el activador.
Un escalofrío me recorre la espalda. ¿Qué le hicieron? ¿A quién debo matar?
— Necesitamos que ella hable, que exprese lo que siente — dice el médico —. Solo así podremos ayudarla, por el momento que esté en reposo hasta que sus nervios estén mejor y le daré unas pastillas para la ansiedad que sufre.
Me siento a su lado y tomo su mano entre las mías. Es pequeña y suave, como un pájaro herido.
De reojo veo a John acompañar al médico a la salida y antes de que él pase el umbral, se detiene.
— Dale una oportunidad, Alessandro — dice serio —. Y trataré de averiguar su pasado en Boston.
La puerta se cierra, y los únicos que quedamos solo somos ella y yo.
— Astrid — susurro —, estoy aquí contigo. No te dejaré sola.
No sé si me escucha, pero no importa. Loimportante es que tengo que decírselo.
𝐔𝐧𝐚 𝐢𝐦𝐚𝐠𝐞𝐧 𝐝𝐞 𝐧𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐚 𝐫𝐞𝐢𝐧𝐚 𝐝𝐞𝐬𝐜𝐚𝐧𝐬𝐚𝐧𝐝𝐨
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