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❝ El rencor es como una espada oxidada que, al guardarla, nos corta a nosotros mismos. ❞

LA PUERTA DEL VIEJO CUARTO DE JONELLA LLEVABA AÑOS SIN VER LA LUZ DEL DÍA. Pandora se detuvo frente a ella e inhaló profundamente antes de enfrentarse a lo que estaba a punto de apreciar. Sabía que cualquier cosa que encontrara dentro sería una réplica de la habitación original de su hermana fallecida, cuando los Skogen aún vivían en Suecia y eran felices. Esa habitación que alguna vez le perteneció cuando nació, hasta que sus padres decidieron que no era lo suficientemente idéntica a su hermana para merecerla y le negaron esa parte de su pasado.

Las palabras de su padre sobre Xenophilius la habían privado de sueño durante días. Apenas comía y salía del desván donde dormía. Incluso había dejado sin respuesta las cartas del chico que le gustaba al temer que sus padres pudieran tomar alguna locura en su contra. La angustia la había envuelto por completo, y Pandora se sentía atrapada en una espiral de temor y dudas que la consumía día tras día. 

Pero esas noches sin dormir también le habían brindado la oportunidad de reflexionar y ser fuerte. No recordaba ningún momento de su vida en el que hubiera sido realmente feliz, excepto aquellos que compartía con Xenophilius. Allí era donde sus sonrisas eran genuinas y sus palabras expresaban el amor que nunca había recibido en casa. Por eso, a pesar del miedo y la ansiedad, Pandora no quería darles la satisfacción de verla hundida. Todos esos años no solo la habían privado de cariño, sino también de conocer su propia historia. Pues, al final, Jonella, a pesar de llevar veintisiete años muerta, había vivido con esa gente y compartido unos años felices con ellos.

Y Pandora tenía muy claro que Klaus y Selquoia no iban a privarla de esa felicidad, de conocerse a sí misma y de pasar página solo porque perdieron a su primera primogénita. Porque ni esa niña merecía ser recordada con lástima, ni tampoco a vivir enterrada en el dolor para siempre.

Con un alivio que la elevó a una calma que nunca antes había disfrutado, Pandora abrió la puerta del cuarto de su hermana, lugar al que sus padres nunca le permitieron entrar, y se dejó llevar por lo que su corazón iba a depararle:

Dentro de una casa gris, desprovista de color y alma, la habitación de Jonella destacaba como un remanso de vivacidad, como si un rincón del pasado hubiera quedado intacto en medio de la monotonía del presente. La cama, cuidadosamente hecha, exhibía sábanas de un tono rosa suave, tersas y recién planchadas. La mesita, donde Jonella solía jugar a servir el té a sus muñecas, estaba meticulosamente dispuesta con tacitas y juguetes de plástico en su lugar, mientras las muñecas parecían estar esperando animadamente el encuentro imaginario. Aunque las cortinas no estaban abiertas, la luz mañanera se filtraba con sosiego por las paredes blancas del cuarto y creaban una atmósfera idílica y refrescante. Las pequeñas partículas de polvo que caían del techo no generaban suciedad ni tampoco vejez, sino que eran como pequeñas luciérnagas que añadían un toque de encanto a la estancia. Era como si el tiempo se hubiera detenido en aquel lugar y hubiera preservado la esencia y el espíritu alegre de su hermana en cada detalle.

Y entonces, Pandora la vio.

Allí estaba, Jonella, de espaldas a ella y con la mirada ensimismada en un mundo más allá de la ventana. Sus cabellos dorados, tan pulcramente cuidados, caían en cascada por su espalda, contrastando con la rebeldía y el caos que caracterizaban los de Pandora. Su vestido amarillento desplegaba una falda que rozaba delicadamente sus rodillas, y unos zapatitos blancos, inmaculados como el primer día, añadían un brillo radiante a su figura. Tarareaba una antigua canción, cuyas melodías se perdían en el tiempo, y Jonella parecía estar en comunión con un pasado que solo ella conocía, en donde los acordes de aquel himno, tan hermoso y evocador, sobrecogían a Pandora.

—Jonella... ¿Eres tú? —susurró, con la voz entrecortada y una sonrisa que se debatía entre la emoción y la nostalgia.

La niña, una figura a la vez desconocida y familiar, se detuvo ante los ojos de su hermana, quien sentía como si la hubiera conocido toda su vida. Lentamente, se acercó a ella, sintiendo el impulso de tocarla, abrazarla, hablarle, cantarle, pedirle perdón, besarla y admirar su rostro lleno de encanto. La muchachita, sin moverse de su lugar, empezó a girar su cabeza como si también anhelara el reencuentro. Hasta que el amor que envolvía ese momento, se rompió.

—¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?

Selquoia irrumpió en la habitación furiosa y revisó meticulosamente si su hija había tocado cualquier objeto que perteneció a la difunta. Confundida y con el corazón latiendo a mil por hora, Pandora quedó petrificada al intentar asimilar todo lo ocurrido. Y cuando levantó la mirada, Jonella ya no estaba junto a la ventana, pero Pandora sabía que la había visto y escuchado cantar. Sin embargo, para Selquoia, era como si nunca hubiera ocurrido. Como si nunca se hubieran cruzado en aquel emotivo encuentro.

Mamma, ¿qué haces? ¡¿Qué haces?! —gritó Pandora, con una voz temblorosa y desesperada.

—¡Fuera de aquí, niñata! FUERA.

—¡La he visto, mamma! ¡He visto a Jonella! Estaba aquí, en esa ventana —exclamó Pandora entre lágrimas mientras la señalaba—. ¡Estaba aquí, de verdad! ¡¿Dónde está?! Por favor, dime que la has visto también.

En un arrebato de furia, Selquoia se abalanzó sobre su hija y, sin titubear, le dio una bofetada. Como si Pandora hubiera manchado ese bonito lugar con su presencia y lo hubiera ensuciado para siempre. 

—¡Vete! ¡Vete!

Antes de poder reaccionar, Selquoia la agarró con una fuerza desmesurada y la arrastró fuera de la habitación. Sus uñas se hundían en la piel de su hija, que se golpeaba con todo lo que se cruzaba a su alrededor mientras se resistía a su agarre.

—¡No, no lo entiendes! ¡Por favor, déjame! DÉJAME. ¡Jonella! ¡Jonella! JONELLA.

Pandora intentó aferrarse a cualquier objeto para evitar que su madre la sacara de allí, donde estaba su hermana. Y, antes de ser expulsada por completo, mientras su madre la estiraba fuera del cuarto y Pandora se aferraba al suelo y pateaba para que la soltara, vio, una vez más, a Jonella. Pero esta vez, su hermana, en la misma ventana, la miraba. 

Era una mirada que Pandora jamás olvidaría: una mirada en donde, pese a todo lo que estaba ocurriendo, Jonella solo tenía espacio para ella y le regalaba una sonrisa llena de amor. A través de aquellos ojos, podía ver una infinita ternura y compasión. Era como si Jonella quisiera aliviar todas las penas y cargas que atormentaban a su hermana, comprendiera cada parte rota de Pandora y estuviera allí para sanarla con solo un gesto, con solo una mirada. Su mirada.

Y entonces, la puerta se cerró y Pandora regresó a la oscuridad.

Los gritos desgarradores de Selquoia y los aterradores chillidos de Pandora resonaban por todo el pasillo y creaban una cacofonía de angustia y desesperación. La madre, consumida por una furia incontrolable, un rencor profundo y fuera de sí por todo el alcohol que había ingerido, zarandeaba a su hija con despiadada intensidad contra la pared. Las manos de Selquoia se aferraban con fuerza a los brazos de Pandora y le dejaban huellas rojas en su piel, que se entremezclaban con los moratones provocados por el violento choque contra los muebles de la habitación de su difunta hermana.

En medio del caos emocional, el pasillo se convirtió en una jaula de penumbra, donde las sombras se retorcían y se contorsionaban como testigos silenciosos de aquel tormento familiar. Pandora, presa del dolor físico y emocional, luchaba por encontrar una vía de escape, pero cada intento era frustrado por la ferocidad de su madre.

—¿POR QUÉ HAS TENIDO QUE ENTRAR ALLÍ? 

—¡Mamma, me haces daño! ¡Das miedo, para! —lloró con los ojos cerrados —. ¡Estás loca! ¡Déjame!

—ERES UNA INÚTIL, UNA EGOÍSTA, UNA INSENSIBLE, UN ERROR. ¡Tú sabías que no podías entrar allí y, sin embargo, lo hiciste! ¡Si supieras lo que mucho que me has causado todo este tiempo, te verías a ti misma como el monstruo que eres!

En medio de las reprimendas y los ataques físicos de su madre, Pandora percibió el roce reconfortante de su varita en el bolsillo de sus tejanos. Sin saber qué hacer, se esforzó al máximo por alcanzarla y desatar el poder que anidaba en su interior.

—HE DICHO QUE ME DEJES —Pandora agarró la varita y, en el mismo arrebato que su madre, se defendió—. ¡Flipendo!

En un instante, Selquoia salió disparada hasta el final del pasillo y colisionó contra unos cuadros de la pared que se rompieron en el momento del impacto. Dejó escapar un grito de dolor y quedó tendida en el suelo. Pandora, en shock por el arrepentimiento y sin reconocerse a sí misma, hiperventiló y lanzó su varita al suelo.

—¿Qué he hecho? ¿Qué te he hecho? —Pandora corrió hacia ella y la ayudó a levantarse—. Lo siento, lo siento, lo siento... No quería hacerlo, perdóname, por favor... Yo... Yo... No quería, mamma, lo siento... Deja que te ayude... Perdóname, perdóname, perdóname...

Pero Selquoia, cegada por el odio, no escuchó sus palabras, y en un arranque de aversión, desató su varita y apuntó hacia su propia hija.

—NO.

Los destellos mágicos chocaron en el aire cuando Pandora se estrelló contra el suelo y se arrastró hasta dar con su varita, al mismo tiempo que intentaba esquivar los asaltos de Selquoia. La luz de las varitas creó una danza embrollada que reflejaba la batalla interna que ambas sostenían en sus corazones. Pandora no quería dañar a su madre, pero se veía obligada a defenderse mientras sus lágrimas se mezclaban con la magia que brotaba de su varita. Los hechizos se entrelazaron y se dispersaron en todas direcciones. Destrozaron parte del mobiliario cercano y llenaron el pasillo de chispas y humo. Selquoia, envuelta en su propio tormento, continuaba atacando sin cesar, sin importarle el dolor que estaba infligiendo a su propia hija.

—¡Para! ¡Para! ¡Para! —gritaba Pandora mientras se protegía de los hechizos que su madre le lanzaba. 

Ella retrocedía rápidamente y pronto se encontraría, de manera literal, entre la espada y la pared. El tiempo apremiaba y su madre se dejaba llevar por un huracán de emociones que se alejaban de lo humano. Pandora sabía que debía actuar.

—EXPELLIARMUS.

La varita de su madre se escapó con violencia de su mano. Pero esta vez, Selquoia tampoco no corrió a recogerla, sino que se encogió sobre sí misma y comenzó a llorar a gritos. Y, Pandora, que tampoco bajó la guardia, se mantuvo firme y la siguió apuntando a pesar del pavor que la aplastaba. Selquoia temblaba y cada vez que parecía querer articular una palabra, los llantos la frenaban.

—Tú... ¡Tú! —Se lamentó—. TÚ HAS ARRUINADO MI VIDA. 

Y entonces, el tiempo se detuvo. La brisa, los pájaros, la nieve, todo quedó en pausa. Solo Pandora permanecía en silencio, intentando digerir todo lo que acababa de ocurrir en pocos minutos. Jonella, las agresiones de su madre, los ataques que luego ella le devolvió, el enfrentamiento, y las venenosas palabras que le había lanzado. En medio de ese caos, se percató de que Klaus y Vilhel, atraídos por sus gritos, se encontraban allí, presenciando la escena final: los cristales rotos, los papeles de la pared hechos pedazos, los cuadros esparcidos por todos lados, los agujeros en el suelo, los llantos de Selquoia, y Pandora apuntando a su propia madre, incapaz de reaccionar de ninguna otra manera. Nadie supo qué decir o siquiera cómo intervenir.

Selquoia, con la mano en el pecho y desconsolada, abandonó el escenario y caminó arrastras hasta el jardín. Pero esta vez, Pandora, no se vio capaz de quedarse quieta y sin hacer nada. Esta vez, aun con el trauma reproduciéndose sin cesar en su mente, apretó la mandíbula y la siguió.

—¡Pandora! —exclamó Klaus en cuanto vio a su hija salir cómo una bala tras su madre—. ¡Pandora, ven aquí, te lo ordeno!

Pero ella no lo escuchó. Abrió la puerta con fuerza y persiguió a Selquoia hasta que pudo alcanzarla. La tomó del hombro y le dio la vuelta para obligarla a mirarla a los ojos.

—No, ¡tú has arruinado mi vida! —Le respondió—. Estoy harta de que me tratéis como si fuera un despojo humano. ¡Tu problema es que no has querido pasar página! ¡Y me culpas a mí de tu dolor! Jonella murió hace veintisiete años, ¿y qué? ¡Yo estoy aquí! ¡Yo soy la que llevo años intentando que sembréis afecto en esta casa!

—¡Por favor, no sigas, Pandora! —suplicó su madre, que se negaba por todos los medios a escuchar sus verdades.

—¡No! ¡Ahora serás tú la que me va a escuchar a mí! —Se impuso—. No puedo soportar más verte borracha y llorando por todos los rincones. ¡La vida no siempre nos da caramelos ni dulces, joder! ¡Y me dan arcadas en solo de pensar en el olor que desprendes y en la mierda de persona que te has convertido! Me levanto, día tras día, para que miréis a través de mí y me reconozcáis. ¡Y lo único que recibo son amenazas!

—Pero Jonel...

—¡Jonella no volverá! ¡Está muerta, mamma! ¡Muerta! ¡Lo único que siempre he querido es amor! Vives enterrada en el pasado porque eres incapaz de aceptar que la vida no funciona como a ti te hubiera gustado que fuera. ¡Lamento que tu hermano muriera y lamento aún más la pérdida de Jonella! ¡Pero no estoy dispuesta a pagar más!

—¡Basta!

—¡Y una mierda! Porque la verdad duele, ¿no? ¡No quieres escuchar lo que no quieres oír! Porque, es muy divertido tratar a la gente como a una basura. ¡Pero cuando eres tú la indefensa, entonces es porque los demás somos crueles contigo y la vida es injusta! ¿Soy un monstruo? ¡Pues me alegro! ¿Soy una decepción para ti? ¡Pues me alegro! ¡Porque prefiero ser un monstruo y una decepción antes que ser una rata cobarde que no tiene dignidad ni corazón! Lo único que sabes hacer es huir de lo que tú no quieres enfrentarte. Te encantaría que yo estuviera muerta, ¿verdad? Y que me hubiera asado aquella noche que quedaste inconsciente por el alcohol y se incendió nuestro hogar. ¿Pero, sabes qué? ¡Yo soy la que tiene motivos para odiarte y desear que ojalá, OJALÁ, nunca hubieras formado parte de mi vida! ¡Ni tú ni papá! ¡Porque los monstruos sois vosotros!

—PANDORA —La voz de Klaus estalló en el aire y atrajo la atención de su mujer y su hija. Sin mostrarse contemplativo, se plantó frente a Pandora, le lanzó una segunda bofetada, su mirada se volvió gélida, y la penetró con una seriedad irrompible en sus ojos—. Haz las maletas y márchate de esta casa. 

Las manos le temblaban. No podía creer lo que acababa de escuchar. Había esperado muchas reacciones posibles de su padre, pero esta no estaba entre ellas. La incertidumbre del futuro la atenazaba y el dolor de la bofetada se extendía por su rostro. Pero también sabía que no podía quedarse en esa casa. No podía soportar más la crueldad y el dolor que emanaban de su familia. Así que, con la mente en blanco y un nudo en la garganta, Pandora se adentró lentamente en casa. La decisión estaba tomada, a pesar de que no tenía un plan concreto ni sabía dónde refugiarse.

Hasta que un inesperado rayo de esperanza apareció ante sus ojos. Una lechuza de aspecto familiar sobrevolaba su casa y llevaba una carta en el pico. El corazón de Pandora dio un vuelco al reconocerla y en ese instante supo en seguida de quién era.

—Xenophilius.

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