𝒅𝒐𝒔.
La mañana siguiente, Maryse y Alexandra llegaron a Nueva York. La segunda, obligada por su progenitora, por si alguien lo preguntaba. Ambas se veían impolutas, dignas mujeres de una de las familias más importantes de su comunidad. Como era habitual, la matriarca vestía de negro, completamente; atando su media melena en un recogido simple. Lo que más brillaban eran los pendientes de perlas. Por su parte, Alexandra vestía como una persona joven pero elegante. Siempre había adorado llevar vestidos, escotes o cualquier prenda que dejase ver partes de su cuerpo, pero desde lo sucedido en su adolescencia, vestía mucho más tapada. Llevaba unos pantalones negros de cuero, que conjuntaban con aquellos tacones negros de aguja. Un top blanco, que llegaba a su ombligo, junto a una americana negra. Su larga melena azabache caía formando pequeños tirabuzones en las puntas y su rostro resaltaba por ese pintalabios rosado, que brillaba. Sus runas podían verse a través del cuello, incluso alguna en el lateral de su abdomen.
Las dos mujeres llegaron al Instituto en cuestión de segundos. Solo los Shadowhunters, que tenían sangre angelical en sus venas, podían entrar en dichas instituciones. Maryse iba al frente, como siempre. Entró como pedro por su casa, como dirían los españoles, llamando la atención de los presentes. Alexandra, en cambio, con ningún gesto de emoción en su rostro, lo único que hizo fue rodar los ojos ante esa escena, resoplando.
― ¡Izzy! ―exclamó la joven, al ver a su hermana, que su madre había hablado tan duramente, como de costumbre―. Pero mírate, que hermosa.
―Alexandra, no tenemos tiempo para estas cosas ―dijo su madre, a lo que la mencionada miró a su hermana, suplicante para que la salvase de eso.
―Te extrañé, Lexie ―dijo la menor, dejándola ir con su madre.
―Traidora ―susurró, soltando una carcajada―. ¿No era que no teníamos tiempo para estas cosas, madre? ―se burló, para después saludar a Jace―. Rubio, ¿cuántas novias tienes ya? Para espantarlas. Digo, para conocerlas ―bromeó, dándole un abrazo.
―Enana, ya sabía yo que me echabas de menos ―se burló el de cabellos rubios, metiéndose con su estatura.
―No extrañaba para nada que te metieras con mi altura ―negó―. Sálvame de Maryse, me va a volver loca ―murmuró, para que solo él la escuchase.
―Debes saludar a alguien más, y lo sabes ―dijo el varón, cambiando de tema, a lo que la Lightwood negó―. Vamos, sé que necesitáis hablar.
―No tengo nada que hablar, ni pienso dar el paso. Ya hablamos de esto, Jace.
―Sois igual de tercos, así no solucionaréis nada. Y han pasado varios años.
―Y no me ha ido tan mal, ¿no? ―se encogió de hombros, para mirar a su madre, que la estaba llamando―. Ya voy, madre. Estoy conversando con Jace, fortaleciendo los lazos de hermandad, como siempre has querido.
La de cabellos oscuros se acercó a su progenitora, que hablaba con dos jóvenes. Una pelirroja y una de cabellos rubios, muy parecidos a los de Jace. Sin que se dieran cuenta, Alexandra miró a ambos varias veces, viendo un claro parecido. ¿Cómo era eso posible?
―Así que ellas son las Fairchild, ¿no? ―preguntó, bajo la atenta mirada de su madre―. Alexandra Lightwood, no me interesa lo que sea que hayan hecho, siempre y cuando no sea un problema para el Instituto ―dijo, textualmente, las palabras que Maryse le había dicho.
―Aquí donde las ves, Alexandra, querida, Clarissa Fairchild es por quien hemos venido al Instituto ―comentó, a lo que la menor asintió, sin darle demasiada importancia―. Pero ya hablaremos de ello, por ahora, no podréis salir del Instituto, bajo ningún concepto.
―Entonces, quizás podrían entrenar con Jace, así vemos el potencial que tienen ―comentó, intentando quitarle hierro al asunto―. Yo me quedaré a verlo, madre.
―Ustedes dos están al mando, entonces ―dijo la mujer mayor; después miró a la menor de sus hijas presentes―. Isabelle, acompáñame. Quiero hablar con Alec también.
Cuando Maryse se fue, Alexandra al fin pudo respirar tranquila. A este paso, su madre la volvería loca. Se quitó los tacones, dejándolos a un lado, para después girarse hacia las hermanas.
―Así que son las causantes que yo esté aquí, eh ―comentó, resoplando―. A mí me da igual cuál sea vuestro propósito, pero estar aquí no me gusta nada.
― ¿Por qué nunca hemos escuchado hablar de ti? ―preguntó la pelirroja, que era Clarissa.
― ¿No te han enseñado a no preguntar a desconocidos? ―preguntó de vuelta, rodando los ojos―. Espero que esta impertinente no sea tu novia, rubiales ―le acusó, con el dedo, a lo que soltó una risita―. El tinte te afectó a las neuronas, ya entiendo todo.
―Me caes bien ―soltó la otra hermana, causando una carcajada en la de cabellos azabaches―. Yo soy Annabeth, por cierto.
―Puedes llamarme Lexie, como hacen mis hermanos o mis amigos ―le sonrió, para después mirar a Jace―. Ya hablaremos de esto, hermano. Ahora, entrenad. No vaya a ser que vuelva mi querida madre y nos reprenda a todos.
A medida que pasaban los minutos, el entrenamiento avanzaba. Pudo ver un gran potencial en Annabeth Fairchild, la mayor de las hermanas, pues se desenvolvía mejor con la defensa. En cambio, Clarissa parecía tener un buen ataque, pero descuidaba mucho su defensa, lo que hacía que perdiera a cada paso que Jace daba. Y ese era el problema, porque capacidades las tenían por igual. Pero le faltaba la confianza quizás.
―Está bien, está bien ―les paró, acercándose al medio de la zona de entrenamiento―. Clarissa, creo que tienes un problema de confianza contigo misma. Eres buena, sí, pero te falla la defensa. Tienes un buen ataque, no hay duda de eso, pero descuidas la defensa y por eso Jace siempre te ha estado ganando en ese terreno ―comentó, mirándola a los ojos―. En cuanto a ti, Annabeth, eres más buena de lo que esperaba. ¿Has hecho algún deporte antes que te ayude al equilibrio y la concentración que tienes? Eres buena en combate, lo que me sorprende, cuando sé que lleváis pocos días aquí.
―Hice gimnasia rítmica durante diez años ―comentó la rubia, ganándose una sonrisa de orgullo por parte de Alexandra.
―Ahora entiendo muchas cosas ―bromeó―. Sigue así.
―Alec es su entrenador, Lexie ―comentó Jace―. Está aprendiendo del mejor.
―Ahora entiendo muchas más cosas ―añadió, riendo―. No se lo digáis, pero es cierto que es el mejor.
Clary parecía inquieta, molesta por la presencia de Alexandra Lightwood, no le gustaba nada la atención que recibía. Gruñó por lo bajo alguna barbaridad, antes de encararse a la azabache.
― ¿Y por qué no nos demuestras tus habilidades? Tanto que criticas, a lo mejor ni siquiera sabes cómo coger el palo.
―Puedo llevar meses sin entrenar a fondo, por haber estado viajando por el mundo en representación de Idris y la Clave, pero estás jugando con fuego ―sentenció Alexandra, cruzándose de brazos―. Si has visto a Alexander entrenar, créeme que puedo ser igual de buena que él.
Dichas esas palabras y tomándoselo como un reto, Alexandra Lightwood desapareció del lugar. Se dirigió a la habitación de Isabelle y le cogió prestado un conjunto deportivo, junto a unas zapatillas. Diez minutos más tarde, volvió a la tarima de entrenamiento, lista para entrenar. Llevaba unos leggins negros y un top azul, su larga melena atada en una coleta, para evitar que le molestara haciendo deporte.
―Vamos, Jace. Como en los viejos tiempos ―comentó, sonriendo―. Prometo no lastimarte, seré buena ―se burló, mirando a la pelirroja, que parecía no estar contenta con lo conseguido.
Tomó el palo de madera, que era más grande que ella en altura (aunque tampoco costaba demasiado), dispuesta a empezar el combate. Era cierto que llevaba meses sin entrenar a fondo, pero no había dejado el deporte en ningún momento, por lo que no esperaba que fuera difícil aquello. Quizá había perdido un poco la práctica y la calidad que tenía en su momento, así como la reputación que se ganó al ser una de las mejores de su edad, pero lo daría todo para dejar a Clarissa Fairchild con la palabra en la boca.
La chica nueva se había metido en la boca del lobo jugando con fuego, sin saber que Lexie era el mismísimo lobo. Y se quemaría.
Comenzó sin darle mucha importancia. Golpes, golpes y más golpes. Se escabullía con facilidad gracias a su baja estatura, lo que le permitía poder moverse con agilidad. Los golpes eran secos y rápidos, así como sus pies se movían con destreza por los andamios. Alexandra conocía perfectamente a Jace y sabía que tampoco la dejaría ganar, porque era igual de orgulloso que un verdadero Lightwood. Eso era algo que la hacía sentir orgullosa del chico.
Habían pasado cerca de diez minutos. Si era cierto que empezaba a sentirse cansada, también se había prometido a sí misma que no fracasaría en ese entrenamiento. Su cabeza permanecía concentrada, al cien por cien, en ese combate de entrenamientos. Su mirada, fija en su contrincante, a la vez que era un hermano, no bajaba. Mantenía la cabeza en alto, como siempre le habían enseñado.
Y es que, finalmente, en un momento de distracción, terminó alejando el palo de Jace hacia el otro lado del tatami.
―Y así es como se entrena, Fairchild ―dijo, finalmente, sin saber que su madre estaba ahí, junto a Alec.
― ¡Alexandra! ¿Qué está pasando aquí? ―preguntó, sobresaltada, la mujer.
―Estaba enseñándole a Clarissa como se debe entrenar, madre ―contestó, con naturalidad―. Su potencial es bueno, pero escasea en defensa. ¿No habíamos venido para supervisarla? Estoy ejecutando lo que me has pedido, estar al mando del entrenamiento.
Sentía como su corazón bombeaba con más fuerza. Cerró los ojos unos segundos, llevando una mano al pecho, intentando controlar su respiración. Alexandra tenía problemas de corazón desde que nació, pero nunca eso fue un impedimento para entrenar. Unos segundos más tarde, sintiendo el brazo de Jace Wayland alrededor de sus hombros, abrió los ojos de nuevo, sonriendo ladinamente. No quería preocupar a nadie.
― ¿Todo bien, enana? ―preguntó, aunque la chica seguía distraída.
―Sí, tranquilo. Hacía tiempo que no tenía un buen entrenamiento como este ―contestó, cuando volvió al presente, desviando la mirada de su hermano gemelo―. Has mejorado muchísimo desde la última vez, estoy orgullosa.
―Y tú sigues siendo igual de buena, Lexie ―el chico besó la cabeza de su casi hermana, con ternura―. Será mejor que vayamos a cambiarnos.
―Sí, será lo mejor. Y no, madre, no he olvidado la reunión. En veinte minutos estaré ahí.
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