033
“Hasta el déjà vu más poderoso es frágil, y el mío se rompió al mirar el cielo sin Luna”
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Los humanos somos capaces de sentir un abanico de emociones tan vasto como el camino que se abre ante nosotros. En nuestra existencia, las emociones se entrelazan, creando una sinfonía de alegría, tristeza, amor, ira y miedos.
Hilos invisibles que nos conectan, que nos hacen humanos.
El amor, un fuego que arde en el corazón, una llama que consume y da vida. El roce de las manos, las miradas compartidas, el suspiro en la noche. Es la dulzura de un beso robado y la agonía de la separación. Es un abrazo que nos envuelve, un refugio en la tormenta.
La tristeza es como una lluvia fina que empapa el alma. Es el peso en el pecho, la melancolía que se coloca sobre nosotros. Es el recuerdo de lo que fue y ya no es. Es un lamento en la oscuridad, una canción silenciosa que solo nosotros podemos oír.
Ira, un vendaval que arrasa con todo a su paso. Es el puño apretado, los dientes rechinando, la voz elevada. Es la injusticia que nos quema por dentro, la impotencia que nos hace rugir. Es un volcán en erupción, una fuerza primordial que nos consume y nos transforma.
El miedo, una sombra que se alarga en la noche. Es el corazón acelerado, las manos temblorosas, la mente que imagina lo peor. Es el abismo que se abre bajo nuestros pies, la incertidumbre que nos paraliza. Un eco en la oscuridad, una advertencia que nos mantiene alerta.
La alegría es como un rayo de sol que atraviesa las nubes. Es la risa que brota, el corazón ligero, la danza improvisada. Es el abrazo de un amigo, el aroma del café por la mañana, el primer paso en la nieve. Un regalo inesperado, un destello de luz en la rutina diaria.
La envidia, un sentimiento complejo y profundo. Surge cuando deseamos algo que otros poseen y nosotros no. Sentimiento de dolor y frustración debido a la injusticia percibida al compararnos con alguien que tiene lo que anhelamos. Creencia de que merecemos más que la persona envidiada, incluso alegrándonos por su fracaso.
A veces, la envidia nos motiva a alcanzar lo que deseamos.
Eso ponía a pensar a cada persona que había conocido a Suzett Rosier.
Un nombre susurrado en cada sombra, en cada corriente de viento, en cada pisada sobre su hogar, albergaba sueños tan vastos como el cielo estrellado. Su corazón, una tormenta de anhelos y ambiciones, ansiaba la cima del mundo mágico. Pero en su pecho, una verdad más oscura la carcomía; su prima, Euphemia Rosier, era alabada por sus padres mientras Suzett soportaba el desprecio de su padre. Él la denigraba con palabras afiladas como fragmentos de hielo, y su madre, testigo silente, nunca alzó la voz para protegerla. Las llamas de la protección nunca lamieron sus palmas.
Hogwarts, aquel antiguo castillo de secretos y hechizos, recibió a ambas primas. Suzett, con su cabello de cuervo y ojos como nubes tormentosas, encontró su lugar en Slytherin, una casa que susurraba promesas de poder y astucia. Euphemia, radiante como un amanecer, vistió los colores de Gryffindor.
El veredicto del Sombrero Seleccionador resonó en el Gran Salón, y Suzett sintió un arrebato de superioridad. ¿No estaba por encima de Euphemia? Slytherin, la casa de la ambición, la impulsaría a alturas inimaginables. Pero la ambición es una espada de doble filo, y la hoja de Suzett se afilaba con envidia.
Euphemia, ajena a la tormenta que se gestaba, danzaba por Hogwarts. Su risa resonaba en los pasillos, y su sonrisa era un rayo de sol que derretía incluso los corazones más gélidos. Y entonces, como una burla cruel del destino, cayó en la órbita de Fleamont Potter.
Fleamont; el nombre sabía a amargura en la lengua de Suzett. El chico que nunca la vio, que no traspasó el resplandor de Euphemia. El corazón de Suzett, antes un jardín de sueños, ahora brotaba espinas. Los observó, a la pareja dorada, tomados de la mano, su risa como una melodía burlona.
La biblioteca se convirtió en su refugio. Allí, entre tomos polvorientos y la luz titilante de las velas, plasmó su amargura. Hechizos y maldiciones, trazados en pergamino con precisión venenosa. Susurró conjuros, esperando que perforaran la felicidad de Euphemia, pero la magia, parecía, tenía sus límites.
El vestido blanco de novia no ocultaba su tormento interno. Había sellado un pacto con el diablo: un matrimonio con un hombre que encarnaba todo lo que odiaba. Las palabras del sacerdote resonaron en su mente, pero su corazón permaneció mudo.
El esposo, Albert Rousseau, era un retrato de la crueldad. Sus ojos fríos, como el acero, la escudriñaban. Suzett, atrapada en una jaula dorada, luchaba por respirar. Los padres de ambos aplaudían la unión, ignorantes de las espinas que crecían en el corazón de su hija.
La mansión Rousseau, con sus altos muros y jardines marchitos, se convirtió en su prisión. Las noches eran un eco de silencio, roto solo por los pasos de Albert.
Los padres de Suzett, lejos de ella, seguían exigiendo herederos. "Hombres", repetían como un mantra. Pero Suzett llevaba un secreto más oscuro que las sombras de los bosques prohibidos: la maldición de la infertilidad. El mundo le había negado la maternidad, y su esposo, ajeno a su dolor, seguía buscando la semilla que nunca germinaría.
Las noches se volvieron un laberinto de lágrimas. Suzett, en su lecho de marfil, acariciaba su vientre vacío. Las estrellas, testigos mudos, parecían parpadear con lástima. ¿Cómo podría enfrentar a sus padres? ¿Cómo explicar que su útero era inútil?
Albert, insensible a su tormento, continuaba su búsqueda de herederos.
Atrapada en las garras de la desesperación, encontró su respuesta en los ojos de su prima, Euphemia. La noticia de que había dado a luz a una niña resonó en los pasillos de su mente atormentada. Pero Suzett sabía más de lo que los rumores revelaban. Antes, Euphemia había tenido un hijo mayor, un heredero que ahora se alzaba como un guardián sobre la cuna de su hermana menor.
La envidia, esa serpiente venenosa, se enroscó más apretado en el corazón de Suzett. ¿Por qué Euphemia necesitaba dos hijos? ¿No era uno suficiente? Suzett trazó su plan en las sombras, donde la moralidad se desvanecía y la desesperación dictaba las reglas.
El niño mayor, James, era la clave. Suzett lo había observado desde las sombras, su mirada protectora sobre la pequeña 'Lysandra', la hija recién nacida de Euphemia. James, con sus cabellos oscuros y ojos que parecían contener siglos de sabiduría, era el guardián de un secreto. Un secreto que Suzett estaba dispuesta a robar.
En la penumbra de la noche, Suzett se deslizó por los pasillos de la mansión Potter. Las sombras la envolvían, y su corazón latía como un tambor de guerra. La primera habitación estaba vacía, como si la magia misma hubiera borrado cualquier rastro. Pero en la segunda habitación, la respiración suave de los niños llenaba el aire.
James, el hermano mayor, sostenía a Lysandra en sus brazos. Sus rostro, tan parecido al de Euphemia.
Un sonido en el pasillo la hizo retroceder. Los pasos resonaron como un eco de condena. Suzett no podía permitir que la descubrieran. Sin pensarlo, tomó a la bebé que no le pertenecía. Lysandra, con sus ojos cerrados y su piel suave como pétalos de rosa, se convirtió en su carga. Suzett desapareció en la oscuridad.
La mansión Rousseau se convirtió en el refugio de su secreto. Eva creció en las sombras, lejos de miradas curiosas. Suzett negó la entrada a sus padres. La niña, ajena a su origen, creció como la hija de Suzett. Y aunque el precio de su engaño pesaba sobre ella, Suzett sabía que había hecho lo que debía.
La verdad, como un fantasma, acechaba en los pasillos. Euphemia buscó a su hija perdida, sin saber que la tenía más cerca de lo que imaginaba. Y en las noches de luna, cuando la soledad la abrazaba, Suzett sostenía a Eva y susurraba su nombre verdadero: Lysandra
Una niña que vivió un infierno en aquella casa que ni siquiera era su hogar. Una niña que siempre pensaba en las noches, ¿Cuál era la razón de su madre para actuar así? Pero ni siquiera Suzett lo sabía, el rencor estaba ahí, y aumento aún más, cuando Eva conoció a sus abuelos maternos, su madre, solo le había dado una mirada, en cambio su padre no le dirigió una palabra pues desde ese momento, su atención siempre había estado en la pequeña Eva, no le había molestado que fue una mujer y no un varón como siempre habían querido.
Esa la hizo odiarla más.
Una niña, que ni siquiera era suya.
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1993
San Mungo, la antigua y majestuosa institución mágica de curación, se alzaba ante Theodore y Dione como un faro de esperanza. Habían llegado cuando Harry se les informo, eran sus mejores amigos, era imposible que no supieran algo de su hermano, estaba preocupado, asustado, pero también estaba tratando de ser fuerte para sus padres, que en ese momento, su madre parecía estarse rompiendo por dentro, desde que habían llegado no había parado de llorar, y su padre tampoco. Se había llevado a Luna al lugar para niños, que se entretuviera un rato.
Rigel, estaba luchando por su vida en una de las habitaciones del hospital. Las palabras del sanador que anteriormente había salido, resonaron en el aire, como un conjuro sombrío: "Es grave, pero estamos haciendo todo lo posible".
Dione apretó la mano de Theodore, sus ojos llenos de angustia. Habían compartido tantas aventuras juntos, pero esta era diferente. La vida de Rigel estaba en juego, y el tiempo se estaba deslizando entre sus dedos como arena fina. Theodore miró a su alrededor, buscando respuestas en los rostros de los sanadores que pasaban apresuradamente.
Pero no había nada. Absolutamente nada.
Y entonces, apareció el padre de Dione. El que se los había llevado hasta San Mungo, cuando su hija ni siquiera se lo pidió, con solo una palabra, el había aceptado. Un hombre alto y enigmático, con cabello castaño y ojos penetrantes. Su presencia era imponente, y Theodore no pudo evitar sentir un escalofrío.
Eva levantó la mirada del pecho de Regulus cuando escucho pasos acercarse, y no pudo evitar sentirse perturbada, el parecido era asombroso con alguien que conocía demasiado bien.
Sebastián Lockwood.
El nombre resonó en su mente como un eco siniestro. Sus ojos aún reflejaban el miedo y la tristeza de aquellos días oscuros.
Regulus también lo notó. Sintió los dedos de Eva aferrarse a su brazo, escucho su voz temblar cuando habló.
—Es igual que él. El mismo porte, la misma mirada. —Regulus asintió en silencio. El padre de Dione tenía la misma aura de peligro latente, la misma sombra en los ojos. Sus corazones en un nudo de ansiedad.
El sanador, de bata blanca y mirada compasiva, salió de la habitación donde Rigel luchaba por su vida. Su rostro reflejaba la carga de su deber, y sus palabras resonaron en el aire como un conjuro irreversible.
—Señora Black, señor Black, permítanme ser directo. Rigel mostró señales evidentes de abuso.
Eva sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. El mundo se redujo a un túnel oscuro y angustiante.
—¿Abuso?—susurró, como si la palabra misma pudiera desvanecerse en el aire. Ella lo había sospechado, pero siempre lo eliminaba, no quería que fuera real, no, no lo quería.
El sanador asintió, sus ojos tristes. Mirándolos con lástima.
—Sí. Rigel ha mostrado señales de abuso. —el sanador carraspeo. —Hemos tenido que usar hechizos de contención, han sido necesarios para evitar daños mayores. —sus palabras eran como cuchillos afilados, cortando el alma de Eva.
Regulus apretó los puños, su mandíbula tensa.
—¿Cómo es posible? ¿Hechizo de contención? ¿Qué lo ha llevado a esto?—su voz temblaba, y Eva vio en sus ojos la misma desesperación que sentía en su interior.
El sanador eligió sus palabras con cuidado.
—A veces, el dolor y la confusión pueden manifestarse de maneras inesperadas. Rigel ha estado lidiando con muchas cosas, heridas, que han quedado sin cicatrizar. La magia es sensible a las emociones, y su poder puede desbordarse cuando no se canaliza adecuadamente.
Eva recordó su propia juventud, cuando la oscuridad la había atrapado. Las cicatrices en su piel y alma aún ardían.
—¿Qué debemos hacer?—preguntó, su voz quebrándose. —¿Cómo podemos ayudarlo?
El sanador se acercó, su mano en el hombro de Eva.
—Primero, comprendan que no están solos en esto. Muchos padres enfrentan situaciones similares. Segundo, busquen apoyo profesional para su hijo. Terapia, tanto individual como familiar, puede ser crucial. Rigel necesita un espacio seguro para expresar sus emociones. —Eva miró a Regulus, sus ojos llenos de lágrimas. El sanador suspiró. —No hay garantías, pero, escúchenlo. A veces, las palabras son más sanadoras que cualquier poción. Y recuerden, ustedes también necesitan cuidarse. No pueden dar lo que no tienen.
El silencio se extendió como una herida abierta. Eva y Regulus se aferraron el uno al otro, sus corazones enredados en una danza de miedo y esperanza. Rigel estaba en la encrucijada de la luz y la sombra, y ellos eran sus guías, sus faros en la tormenta.
El sanador se retiró, dejándolos solos con sus pensamientos. Eva miró a Regulus, sus dedos entrelazados.
—No lo perderemos. —susurró. Lucharemos por él, Regulus. Como familia.
Regulus asintió, sus ojos enrojecidos.
—Juntos. Por Rigel.
Lune_black
VOLVIIIIII (solo pq estoy de vacaciones)
BYEEEEEEEEEEEE (losiloveyou)
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