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Celia es el tipo de mujer que no recordaría que tiene un esposo.

Puede imaginarselo incluso ahora. Los reclamos de un hombre que se siente desplazado y abandonado, las discusiones, el juego psicológico y finalmente el divorcio. Tiene la certeza de que ese es el destino que le aguarda si se involucra en una relación seria.

Ha erigido una pirámide de prioridades, en cuya cúspide se encuentra ella misma, lo que sitúa a su carrera profesional en el escalón inmediato, y por ende, relega a su pareja al tercer peldaño. No es para tanto, se dice Celia, eso debería ser suficiente. Pero no puede engañarse a sí misma, sabe que ese tercer puesto, en la vida de alguien como ella, carece de valor.

No pretende afirmar que sea justo ignorar a tu pareja por completo solo por razones profesionales, de hecho eso es terrible, así que, ¿cuál es la alternativa? Exacto, no tener un esposo.

Si bien se cree capaz de muchas cosas, no está preparada para asumir el desafío de unir su vida con la de otra persona, ni mucho menos para otorgarle a ese ser un papel más relevante que el que su carrera tiene en su vida.

¿Es desdichada por ello? No. ¿Aborrece la idea del amor y cree que todos los hombres son detestables? Claro que no. ¿Es una mujer amargada que se niega por completo a acercarse a un hombre? Qué va, tiene muy buenos amigos, todos amables y dispuestos a satisfacer sus deseos.

Ama a los hombres. Solo no quiere a uno cerca todo el tiempo.

Le atrae la idea de una relación exclusiva, pero hasta el momento, los prospectos masculinos que conoció buscaban exclusividad no solo respecto a otros hombres sino respecto a su tiempo. Y, con la vida ocupada que ella lleva, ha sabido entender que había de sacrificar una cosa o la otra.

Por supuesto, era una decisión sencilla.

A sus veintitrés años, ya tenía una convicción fieramente arraigada: no iba a casarse, por ningún motivo, en los siguientes cinco años. No mientras no haya conseguido cumplir cada uno de sus sueños.

Así que no entiende, en verdad no entiende, cómo es que todo se fue al demonio.

¿Acaso se volvió loca? ¿La amenazaron? ¿Le lavaron el cerebro? Había decidido con firmeza no tener novio y con mucha más firmeza no tener un esposo. Por ello, le resulta absurdo haber despertado en un hospital mientras que Enzo Vogrincic le sostiene la mano y le explica, al borde de las lágrimas, que él es su marido.

—Lo lamento, pero no te recuerdo —dice ella.

Tras escuchar esas palabras, el hombre se quiebra, y no es capaz de contener por más tiempo el llanto.

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