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PRÓLOGO.

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Jamás me imaginé que por hacerle un simple favor a mi tía, acabaría de esta manera. Esto se había convertido en la cosa más difícil que había hecho a lo largo de mi vida.

Era consciente de las lágrimas desenfrenadas que se deslizaban por mis mejillas hasta llegar a mi mentón y perderse en la deriva en algún sitio en el suelo porque, vamos, no era una maldita insensible. Podía escuchar los hipidos de los demás y como sorbían sus mocos tratando de ser fuertes.

Miré los rostros de las personas presentes en aquella habitación que hasta hace un momento atrás antes de este suceso, me parecía de lo más gigante pero ahora, sentía que, a pesar de no ser muchas las personas presentes dentro de la habitación, el lugar me resultaba extremadamente pequeño.

Mi lugar no era estar aquí presente, en un momento tan íntimo como lo era este, sin embargo y a pesar de querer salir huyendo por la puerta, no podía hacerlo.

Mis pies estaban arraigados en aquel lugar por petición de la familia Wang y odiaba no tener el coraje para decirles que no, que no podía estar presente porque también me dolía todo lo que estaba pasando ahora mismo.

La respiración pausada y el ronroneo del pecho de la mujer que con tanto cariño me había tratado en los últimos meses, me dolían tanto como si yo realmente tuviera el derecho de hacerme llamar su hija.

¿Quién era yo?, nadie. Nadie que importara aquí.

Elevé mi vista en la dirección opuesta a donde me encontraba con mis manos entrelazadas frente a mí, era imposible controlar los temblores y sentía como poco a poco el calor abandonaba mi cuerpo y mis extremidades comenzaban a entumecerse.

Su rostro estaba girado en dirección a la cama matrimonial en el centro de la habitación, tenía ambos brazos a su lado y sus hombros caídos como si se sintiera derrotado y estaba segura de que así era, no solo por lo que veía, sino porque sabía cuánto esmero le había puesto a buscar una solución para lo que ahora, era un final trágico que debíamos enfrentar todos juntos.

Al igual que yo, él también dejaba correr las lágrimas que ya no lograba soportar y el borde de sus ojos se había tornado de un color rojizo, su labio temblaba tan levemente, seguramente reprimiendo las ganas de maldecir y gritar por la furia de sentirse inútil y la desdicha del momento en sí.

Las ganas de caminar hasta él y darle un abrazo, de acariciarle el cabello como si fuese un niño pequeño que necesitaba consuelo, me golpearon de pronto pero sentía que no debía moverme de mi lugar, puesto que ella me miraba cada cierto tiempo, asegurándose de que aún estaba presente.

—Ya... lo sé...

Susurró con una débil voz y la miré alarmada pero ella tan solo sonrió transformando aquel gesto en una mueca de dolor.

Observé sus labios pálidos y resecos, le había ofrecido traerle un vaso de agua pero se había negado rotundamente a perderme de vista. Su cabello que una vez fue de un brillante color chocolate, ahora estaba opaco y esparcido por las almohadas de plumas que una vez golpeé para darles una forma más acolchonada y agradable.

—Señora, lo siento mucho... —me disculpé con la voz temblorosa y afónica.

Torpemente me acerqué hasta ella cuando me tendió la mano con dificultad y caí de rodillas a un lado de su cama, sujetando su mano con una leve fuerza, mientras cerraba mis ojos y apoyaba su mano, que sostenía la mía, contra mi mejilla.

En ese momento no me importaba la mirada filosa que apuntaba en mi dirección con inquietud, ni siquiera me importaba lo que aquella familia pudiese pensar de mí.

Quizás no era su hija de sangre, pero la amaba. Amaba a la mujer que me cuidaba y me acariciaba el cabello con el cariño de una madre que nunca pude recibir.

Amaba su sonrisa y las agradables carcajadas que se escapaban de sus labios cuando su esposo nos relataba algún chiste sin sentido, de esos que eran demasiado complejos para simplemente reír a la ligera.

Amaba verla caminar entre su jardín de flores y que horneara galletas para complacer mi estómago insaciable.

Sentía que mi corazón bombeaba con tanta fuerza dentro de mi pecho que me dolía y el nudo en mi garganta dificultaba mis intentos de decir algunas palabras.

Mi llanto pronto se volvió incontrolable al ver su mirada cargada de cariño y como su labio temblaba también, tratando de no llorar.

—Gracias, mi querida Esther, porque me diste los mejores días de alegría en mis momentos más tortuosos... —finalizó, mientras sentía su dedo pulgar acariciar mi mejilla.

Y supe en ese instante, que había valido la pena cada instante en el que decidí quedarme.

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Dedicado a:

hxney_holly

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