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ℙℝ𝕆𝕃𝕆𝔾𝕆

"Todos dicen que el destino nos tiene preparado un propósito especial.
Uno que no podemos ni debemos evitar.
Pero... ¿Qué pasa si ese propósito viene bajo la estrella del infortunio y la muerte?"

Rojo. Blanco. Gris ceniza...

Wanda siempre supo que moriría antes de haber vivido los años suficientes.

Lo supo, incluso sin ser consciente de ello, el día en el que aquella bomba cayó en su hogar, acabando con todo a su alrededor. Llevándose la vida de sus padres...
Llevándosela a ella en el proceso, también.
A la niña que esa noche contemplaba, inocente y feliz, un televisor añejo, reproduciendo un vídeo en blanco y negro que no comprendía del todo, pero que la hacía rememorar la tierna calidez de su hogar, lejos del cruel exterior.

Esa fue la primera vez que experimentó la gélida caricia del destino en carne propia. En un hogar roto, entre los cuerpos destrozados de su familia, abrazada a un aterrado hermanito que no podía hacer más que apretarla con fuerza contra sí, tratando de ignorar el frío y el hambre... el ruido de aquella bomba que amenazaba con explotar al más mínimo movimiento. Ese día, la persona que fue murió, y algo más comenzó a forjarse. Lentamente, cual cruel enfermedad rastrera, consumiendo su humanidad con cada aliento que daba.

La muerte le había dado su primer regalo, en la forma del miedo.
Y había cobrado el pago en la forma de una bomba. Una bomba que la hizo temer al sonido de los relojes, y grabó a fuego en su mente la imagen de una familia feliz, un pasado feliz...

Uno que ahora yacía, retorcido y frío, en un campo rojo, blanco y gris ceniza.

Luego, vino por segunda vez a visitarla...

No recordaba cuántos años tenía, en realidad. Solo sabía que su cumpleaños había sido tan solo unos meses atrás. Y que lo había pasado encerrada, en una celda fría y oscura, tal y como lo hizo por tantos años, hasta que el tiempo dejó de tener valor, y su voluntad se obligó a dormir en el frío eterno que no parecía querer soltarla.
No hasta que su oportunidad de libertad finalmente llegó. Y con ella, el saludo lejano de una madre descarnada que la había estado esperando.

Debió saber en ese momento que algo estaba mal.
Debió ser cauta, debió detenerse, debió detener a su hermano.
Maldita sea, ¿Cómo no pudo ver que estaba haciendo un trato con la misma muerte, oculta en una cáscara de metal?
En ese entonces, no lo sabía. Pero ahora podía entenderlo. Ahora comprendía que el monstruo que echó raíces lentamente iba sacando las garras, sediento de sangre, susurrando promesas de venganza.

Ella debió detenerlos. Siempre fue la más racional de ambos.

Pero su dolor pudo más que la poca cordura que le quedaba. Y cuando se dio cuenta del error que acababa de cometer, ya era demasiado tarde para arrepentirse, incluso si lo intentó. Los dioses, e incluso los demonios, podrían reafirmar que ella realmente intentó detener al monstruo que ella misma terminó invocando.
Con todas sus fuerzas.
Con todo su corazón.

No fue suficiente.

Wanda tenía más de 20 años cuando la visita de la muerte volvió de entre las cenizas, con un regalo para ella.
Wanda tenía 26 años el día que su hermano, su gemelo, la persona con la que compartió toda su vida y la mitad de su alma, pagó el precio y fue atravesado por todas las malas decisiones que ella tomó, en forma de balas desde un avión.

Wanda tenía 26 años el día en el que sintió el dolor en carne viva, los últimos suspiros cascados abandonando un cuerpo que se sentía cada vez más frío. La sensación en su pecho, desgarrando su corazón, arrojándola a la locura en un grito que extinguió la humanidad que le quedaba, aceptando el regalo de su temible verdugo.

Vacío. Frío, impersonal, cruelmente insensible, e irónicamente... vacío.

Wanda tenía 26 años cuando Pietro Maximoff murió. Cuando su corazón, inútil y vacío, siguió latiendo en contra de lo que debía ser.
Porque el día en el que aquel hombre joven, de cabellos blancos como la nieve, cayó en un campo rojo y gris ceniza, su hermana murió con él.

Y aun así, siguió respirando.

La tercera visita llegó tres años después.

Esta fue la única vez que realmente pudo enfrentarla cara a cara.

Tal vez, por una vez, tuvo la ventaja en la batalla contra aquel enemigo invisible y de mil caras impredecibles.
Tal vez,  porque solo por esa vez, ella finalmente pudo tomar el control del monstruo que tanto daño le había hecho con sus garras enraizadas.
Tal vez, porque finalmente, y luego de tantas caídas y errores, ella estaba lista para usar aquella fuerza impredecible que corría por sus venas, en pos de protección y no de venganza.
Tal vez pudo haber ganado, si tan solo hubiera peleado antes.

Pero alguien más estuvo ahí para detener sus manos, usando su corazón.
Uno que no latía, pero cuyos sentimientos puros eran más que suficientes para frenar a los demonios que, a pesar de todo, se arrastraban, astutos e insidiosos por las noches, con augurios de tormento y angustia que no la dejaban en paz cuando se quedaba sola con sus pensamientos.
Un corazón sintético, forjado para ser un recipiente letal, pero que aun así era más humano que cualquier otro que hubiera conocido...

Por el simple hecho de que la seguía viendo como una humana. Por el simple hecho de que la amaba, por ser quien era.

Visión... oh, buen, dulce, bien amado Visión.

¿Por qué?

¿Por qué? Preguntó ella tantas veces, sin recibir una respuesta concreta, ni dicha, ni insinuada. El silencio era todo lo que necesitaba. Y estaba bien, porque era él. Y con él no necesitaba palabras...

Excepto por ahora.

¿Por qué? se preguntó a sí misma, con los ojos ya nublados de lágrimas. Por qué, le preguntó a él, con una voz rota, suplicándole en silencio que la soltara, que la dejara protegerlo. Que la dejara hacer las cosas bien, una sola vez.
Por qué... ¿por qué? ¿Por qué ella era la única que podía destruir la gema que lo mantenía con vida? ¿Por qué esa era la única opción que les quedaba ahora? ¿Por qué él le hacía esto? ¿Por qué tenía que matarlo? ¿Por qué... si ella lo amaba?

La única vez que quiso gritar por una respuesta, el silencio la golpeó con fuerza, por su insolencia.
La única vez que quiso rechazar el regalo de la muerte, esta la castigó.
Y una vez más, el precio a pagar, por algo que nunca quiso y no querría jamás, fue alguien que amaba.
Excepto que ahora fue peor. Mil veces peor.

Porque ya era cruel el tener que forzar un poder, más odiado de lo que nunca fue, a través de la cabeza de aquel a quien se supone, había jurado proteger. Ya era cruel el destrozar cada parte de él que se interponía en su camino, mientras frenaba a contrarreloj el avance del nuevo rostro de su enemiga sin nombre. Era inhumano, dolorosamente inhumano, el volver a sentir la sensación inhumana del tiempo desvaneciéndose, mientras otro ser amado moría frente a sus ojos, también sin vida...

Pero era mucho peor el ver el tiempo en manos de él.

Era peor recobrar la noción, y ver cómo todo volvía a un punto de retorno que, irónicamente, carecía de este. Era peor ver su expresión aturdida y aterrada, la certeza de la muerte mezclada con la inevitable confusión del por qué. Era peor, mucho peor que sentir su propio cuerpo romperse, incapaz de hacer nada, mientras se lo devolvían y se lo volvían a arrebatar en solo segundos.

El tercer regalo de la muerte fue la ira.

Para cuando se dio cuenta, no le importó. Porque nada tenía sentido. Porque le habían arrebatado a la persona que la ayudó a recuperar los trozos de su alma agonizante, una que ni siquiera pudo reaccionar cuando la hicieron pedazos una vez más.
Y lo único que dejó atrás, fue un panorama irreconociblemente familiar.
Un mundo descolorido, como él. Uno que empezó a desvanecerse ante su mirada vacía.

La muerte dejó un regalo. Ella decidió abrazarla, en su lugar.

Y cuando los gritos volvieron a sonar en una acústica innaturalmente sorda, ahí solo quedaba un cuerpo y algo irreconocible.

Una visión de rojo, blanco y gris ceniza.

La cuarta visita sucedió 5 años después.

Pero para ella, fue apenas un segundo.

Un segundo de absoluta oscuridad, seguido por un estallido de luz cegador que hirió sus ojos y la hizo soltar un gemido de dolor, acompañado por otro más ahogado en cuanto se movió, a duras penas, para bloquear aquel resplandor que parecía quemarle las córneas.

Su cabeza dolía, el mundo a su alrededor daba vueltas, mientras ella recordar como había llegado hasta ahí, a estar así. Pero fue imposible; por más que se esforzaba en revivir su memoria, no podía lograr alejar aquel denso velo blanco que, por momentos, parecía dolorosamente impenetrable.

Y luego, el color apareció.

Un brillante y despejado cielo azul, el viento siseando suavemente, el duro suelo bajo ella, el aroma de la hierba y el sonido de las hojas de los árboles. Todo tan diferente a la última visión borrosa que tuvo del mundo antes de...

Antes de...

Se detuvo, súbitamente, temblando y sudando frío al reparar en aquel recuerdo de un mundo sin sonido. Sin color.

Sin vida.

Un mundo que de repente comenzaba a tomar la forma de sus recuerdos. Las memorias de una persona que había muerto, y vuelto a la vida.

Una vida que ella no quería tener.

Su cabeza comenzó a punzar con más fuerza y apenas si logró retener un grito de angustia, ya no solo impulsado por el creciente dolor corporal. Las memorias fluyeron, impasibles y despiadadas, a una velocidad aterradora y vertiginosa. Se clavaron en su mente, haciéndola gritar, mientras deseaba, tan solo por unos minutos, no haber vuelto, no haber regresado a la vida, no después de haberlo entregarlo todo, resignada a irse con él, a un lugar donde la maldad y el dolor no los alcanzaran jamás.

Wanda recordó su nombre. Recordó que ya tenía 29 años.

Recordó había hecho lo que él le pidió. Y no sirvió de nada, porque al final lo vio morir. Una, y otra vez.

Ella se había desvanecido, sin más deseos de vivir, no sin él. Se había ido con la esperanza de encontrarlo, pero no había sido así. Porque ella volvía a estar viva. Ella había vuelto.
Pero él no. Y no quedaba nada a su alrededor.
Como si nunca hubiera existido.
Como si su memoria jamás hubiese sido real.

La muerte no se llevó nada esta vez. Porque no había nada que le pudiera quitar ya.
Solo dejó su regalo, cerca de las lágrimas que caían impasibles, sin que lo supiera.

Y ella, simplemente lo tomó, porque a ella no le podía importar menos.

No le importó nada, ni siquiera cuando se lanzó al combate, tratando de menguar su dolor con la venganza contra aquel que se lo había arrebatado todo, el que había destruido aquello que más amaba. No le importó cuando volvió a verse cerca de la muerte unos minutos después, salvándose de milagro. No le importó sentir al demonio de aquella puerta entreabierta, tomando el control, arrasando con su cordura y con todo lo que intentó imponerse en su camino.

No le habría importado morir, porque ya estaba muerta.
Se sentía enferma, agonizante, y ese, desgraciadamente, no era ningún mal que la medicina, la magia, o tal vez los mismos dioses pudieran sanar.

No hay rojo, ni blanco, ni gris ceniza. No hay nada. Ella no es nada.

Wanda tenía el corazón destrozado.
Wanda ahora conocía el sabor amargo de una venganza sin verdadero final.
Y la única persona que podía reparar los trozos de su alma jamás volvería para hacerlo.

La quinta visita fue el clavo en el ataúd.

El día en el que vio su cuerpo destrozado de esa manera, algo dentro suyo dejó de funcionar.

Y luego, todo se había convertido en una triste decadencia, una que nadie pudo frenar.

Nada era real. Nada podía ser real. Ella se repitió lo mismo las suficientes veces hasta que estuvo convencida de que estaba atrapada en una pesadilla. Hasta que las mentiras cobraron formas amigables y le ofrecieron el placebo más cruel, aquel que no tuvo la fuerza de rechazar.
Porque nadie en su sano juicio pensaría siquiera en rechazar la última gota de felicidad que te queda en la vida.

Nada era real para ella, y era mucho mejor así.
Al menos, hasta que descubrió que, si no era real, tarde o temprano desaparecería.
Ojalá lo hubiera descubierto antes de que fuera demasiado tarde, y la calidez inventada por sus manos pecadoras desapareciera en el vacío. Con sus padres. Con su hermano. Con su amor.

Con los hijos que jamás nacerían.

La quinta visita se llevó los restos rotos de lo que alguna vez fue una persona.

Se los llevó de la manera más cruel. Los arrancó de los fragmentos de un corazón sin latidos, y los hundió en sus ojos cansados, dejándola en la absoluta, eterna oscuridad.

Wanda ya no recuerda. No puede recordar, porque el dolor es más de lo que puede soportar. Porque si recuerda, recordará que nadie estuvo ahí, ni siquiera cuando gritó hasta quedarse sin voz, ni siquiera cuando intentó acercarse a los que alguna vez formaron parte de un cuadro que se siente dolorosamente falso.
Porque si recuerda, también recordará la cruel verdad que nunca quiso aceptar.

Recordará que cometió el peor error al quedarse con ese libro maldito, que habla de cosas que lee, y entiende, y que aun así no consigue comprender.

Wanda elige olvidar. Y entonces, el monstruo hace un movimiento.
Wanda elige olvidar. Tiene 30 años cuando lo hace.
Solo quiere paz, y cuando el diablo se lo ordena, se lanza al vacío sin dudarlo.
Ese día, su mente corta los hilos que la sostienen, y el monstruo que estuvo jugando con su mente, finalmente saca las garras.

Wanda siempre supo que moriría joven. Porque lo ha hecho una y otra vez, mientras seguía respirando.

Lo supo toda su vida. Pero nunca lo deseó tanto como cuando estuvo en el monte Wundagore.

Parada sobre los restos de su humanidad, contemplando sin sentido aquella construcción que asegura ser su destino. Las palabras martillean su mente, despiadadas, una profecía insulsa sobre ser forjada en el dolor continuo, seguida de otra que asegura que solo aquella que consiga llegar hasta ahí, finalmente comprenderá el sentido de todo.

Ella está ahí. Parada en un trono que no quiere. Con un destino que ni siquiera en su momento más oscuro quiso aceptar. Ella lee, y lee, y no entiende nada. Porque lo único que hay en su mente es agotamiento, y cansancio, y arrepentimiento, y decepción... y odio.

¿Quién es ella?
¿Quién es la mujer que le devuelve la mirada?
¿Quién es aquella que se encuentra en esa estatua profética?
¿Quién es? ¿Qué es?
¿Por qué ella? ¿Por qué?

En el momento fugaz en el que las piezas encajan, lo único que comprende es que ese era su destino.
Comprende los regalos de la muerte, por más desquiciado que suene —y lo hace, porque a estas alturas ella sabe que ha perdido completamente la razón.—
Comprende que nunca tuvo una oportunidad. Que fueron sus intentos los que la llevaron a este punto.
Comprende que el monstruo y ella siempre fueron la misma persona, y quiere reír, y quiere llorar, y solo quiere que todo sea una maldita pesadilla de la que podrá despertar, porque una parte de ella quiere creer que la realidad no puede ser tan cruel.

Cuando alza la mirada, sabe que lo es. La historia grabada en piedra se lo dice todo.
La voz no le sale, pero las lágrimas sí.

Arden como el infierno.

Ella puede decirlo, porque es el monstruo que lo desató.

Ese único pensamiento basta para que el amargo tren de decepciones sea frenado con un sonido brutal, y se envuelve en la fría bruma escarlata, hacia la nada. Hacia aquel altar. Hacia todos los recordatorios que la hacen comprender que nunca en su vida había sentido tanto odio hacia sí misma, por lo que hizo, por lo que es. Lo que siempre fue.

Esa certeza es lo que hace que, de repente, todo a su alrededor comience a temblar, sin que pueda importarle menos. No cuando la chiquilla a la que estuvo persiguiendo huye de ese lugar, acompañada del hechicero. Sabe sus nombres, pero nunca más los pronunciará.
Sus ojos vacíos se topan con los del cadáver poseído. Y por un instante, la sensación de frío disminuye, para dar paso a una seguridad que no recuerda haber sentido jamás.

Tal vez eso le da el suficiente valor para poder hablar.

—Fui yo quien lo abrió. Y ahora soy yo quien debe cerrarlo. —La mirada insensible del cadáver le devuelve la mirada. Pero ella no le habla a él, porque sabe que está viendo a la muerte a los ojos, por primera vez.

"Nadie volverá a ser tentado por el Darkhold"

Puede jurar que el lugar grita, y se abalanza sobre ella, porque las cosas no debían ser así.
Pero ya es tarde. Y las puertas al averno exigen sangre para ser cerradas.
Ella sonríe, y su sonrisa es un juramento.

"Nunca más."

Y en ese momento alza las manos. Y desata el desastre.

Nadie podrá ver, ni saber jamás, lo que está sucediendo en ese lugar.

El templo maldito se alza, bañado en brillante carmesí. De las grietas, heraldos del caos salen, enfurecidos, sedientos de sangre.
Se lanzan sobre ellos, se destrozan, olfatean el aire y la encuentran.
Ella los ve. No los detiene cuando saltan en dirección suya, buscando venganza.

Y luego, todo cae.

El tiempo, tan poco misericordioso, se detiene a su alrededor, la permite observar el espectáculo dantesco, le da la bienvenida al fin del mundo.
Como si no lo hubiera vivido ya.

Piedra sobre piedra, el vacío se abre lentamente a su alrededor, y antes de poder enfrentar los ojos de aquel que la eligió, los escombros la rodean.
La protegen.
Y luego la encierran.

Ella ya no está viendo. No puede ver más.

No puede sentir más.

No existe más.

Afuera del monte Wundagore, solo quedan los restos de un derrumbe y un alud.
La gente nunca sabrá el por qué, ni siquiera cuando intenten averiguarlo, porque no podrán.
Leyendas se tejerán, el mito de una maldición, algunos dirán que alguien la desató, otros jurarán que, por el contrario, ese alguien fue quien en realidad la frenó.

Lo único que sí es cierto, es que en los restos, encontrarán los patrones de un curioso tricolor. Un significado sin valor.

Rojo, escarlata.
Blanco puro como la nieve.
Y algo que fue negro, pero que ahora parece ceniza...
Ceniza gris.

Rojo, blanco y gris ceniza...

Rojo... blanco... gris ceniza...

Rojo, blanco, gris ceniza...

"Despierta, sangre escarlata..."

Es todo lo que recuerda cuando abre los ojos.

Una sensación de pesadez en su pecho. Un dolor extraño, incomprensible, que parece haber estado siempre ahí.

Se envuelve en el frío, se ahoga, siente que muere. Muere otra vez.

¿Otra vez...?

¿Por qué otra vez? ¿Quién es ella? ¿Dónde está? ¿Por qué está así?

El corazón le late con tanta fuerza que duele, mientras se arrastra fuera del agua, de la orilla en la que misteriosamente despertó. Su largo cabello es lo único que la protege de la inclemencia del clima, pero ahora, empapado por el agua, solo la estorba más en su desesperado camino hacia una salvedad desconocida. Torpe y cansada, sus manos se entierran entre la arena y las piedrecillas, huyendo de la, aparentemente, eterna oscuridad.

Y entonces, la luna se muestra.

Un reflejo agudo y cruel que inicialmente la hace gimotear de dolor. Uno que, de repente, gatilla en su mente embotada el reconocimiento, la necesidad de volver a mirar. Lentamente, se descubre los ojos, y mira...

Y siente que muere, y quiere volver a morir. Porque los colores, de la nada, lo significan todo ahora.

Una playa que tal vez sea de otro color, pero que a la luz de la luna es gris ceniza.
Una tez mortalmente pálida, blanquecina como la nieve, ahogada en un rictus de miedo absoluto.
Ella recuerda. Recuerda, y grita de terror.
Y a su alrededor, el mundo se tiñe de rojo y escarlata por última vez, antes de que Wanda Maximoff caiga desvanecida, hacia la oscuridad.

ValerieMN

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