Capítulo XXI: Festividad y Confusión
Warning
Escenas explicitas de abuso en el consumo de alcohol y escenas sutiles de flashbacks traumáticos.
Neydimas lanzó un resoplido y de un solo trago vacío el licor contenido en su vaso. Hace ya varios días que mantenía aislada la interacción natural de su energía cósmica con el medio que lo rodeaba; esto debido a dos objetivos: el primero, no quería sentir la presencia invasiva de otros en su firma energética, el segundo, desde que puso un pie en la ciudad de Edén su estómago se negaba a recibir alimentos, tenía entonces que recurrir a su propia energía cósmica para mantenerlo saludable, dentro de los límites más aceptables.
Si se encontraba una palabra apropiada para definir su apariencia presente, esta sería: terrible.
Sus extremidades eran azotadas por un hormigueo constante, le dolía la cabeza, esa intensa presión en su cráneo, la sensación de tener incrustadas pequeñas agujas en el cerebro no se había disipado. Sentía los párpados pesados, una picazón constante en ambas mejillas. El color de su rostro era de un pálido, enfermizo, y su cabello, a pesar de estar limpio, recién bañado en aguas aromáticas, poseía un color apagado, lucia, quebradizo y sin nada de brillo. Su semblante generar no se veía menos azotado por la antiestética; su desaliñado cabello caía en pequeñas ondas sobre su frente sudorosa, tenía la nariz cubierta de un brillo grasiento, sus labios estaban rasgados, pequeñas heridas abiertas por la deshidratación supuraba sangre, y pequeñas arrugas surcaban sus mejillas y pómulos pronunciados.
En los días de su estadía en el palacio, se negó a salir de sus aposentos, quedo sumergido en las profundidades de un mar de melancolía que amenazaban con ahogarlo, siendo su única compañía la ingesta de dosis altas de alcohol, narcóticos fuertes y el sobrante tabaco.
Como era de esperarse, el joven príncipe Endimión y Evander Onassis hicieron acto de presencia ante el príncipe, temiendo lo peor sobre su condición; este hizo gala de un hablar calmado y amable, en un perfecto estado de lucidez, explicó de forma calmada y con fría reserva que solo quería mantenerse aislado de todo, pues siempre le desagrado estar reunido del gentío de una ciudad entera.
No indagó en la preparación de su matrimonió, ni menciono alguna indirecta al respecto, aunque, él sabía que, por lógica, ambos debían estar enterados.
Endimión y Evander no se conformaron con tales afirmaciones, ambos alegaban conocer el carácter de su familiar para ser conscientes de que su regreso a la ciudad, y enterarse de su compromiso en sagrado matrimonio, contra su voluntad, lo hizo retornar a una crisis, a pesar de que ambos no creyeron al príncipe, expresaron de forma aparente una total fe en la salud y bienestar actual de Neydimas; sin embargo, ninguno de los dos se atrevió a dejar que el príncipe se enclaustrara en su habitación, el hermano menor del joven Aldebarán y su primo le hicieron visitas constantes, tratando de subir su ánimo. Fracasando en el intento.
La señora Onassis visito al príncipe, afirmando que necesitaba compañía femenina para aligerar su estado abatido, su esposo le comunicó el preocupante estado de su primo, tenía el objetivo de traerle algo de calma, después de todo, ambos eran viejos amigos, ella fue recibida con mucha cortesía, habló con delicadeza de varias anécdotas cómicas que vivió mientras su marido estaba fuera de la cuidad, he incluso se ofreció a brindarle absoluta comprensión al muchacho, si este quería confesar una molestia singular que lo alteraba ella estaba dispuesta a escuchar, el ofrecimiento fue recibido con mucha gratitud de su parte, aun así, este negó la presencia de algún signo de angustia, aludió su soledad a la simple razón de desear desconectarse del mundo, y excuso su consumo de bebidas afirmando que no lo estaba haciendo en exceso.
«Gozamos de un metabolismo excepcional, uno que nunca podrá igualarse a ningún ser vivo, su esposo exagera un poco. Quiero estar solo, tratar de buscar una causa más allá de mi ineptitud para relacionarme con las personas me parece una conjetura bastante absurda, viniendo de una persona que dice conocerme.»
Las palabras del príncipe fueron cortantes y autoritarias, parecía decir la verdad, o al menos estaba convencido de una mentira que se transformó en su verdad.
A pesar de aquello, la señora Onassis, una mujer muy perspicaz, no pareció estar convencida de tales afirmaciones, le dio la razón a su marido, su primo parecía estar enlodado de una desdicha que el mismo se negaba a admitir o incluso abandonar. Ella sabía que no podía hacer mucho por él, si Neydimas decidía aislarse de los demás, esa idea nadie se la podría arrebatar de la cabeza.
Desvió la conversación a temas más mundanos y corrientes, intentando sonsacarle energías positivas al príncipe. Sus intentos fueron en vano. Finalmente, la dama abandono los aposentos del muchacho con el corazón acongojado. Era inútil sacarlo de ese poso de pena en el que el mismo se negaba a estar.
Los días siguientes transcurrieron de forma similar, Endimión y Evander realizaban visitas regulares, en todas ellas Neydimas negó salir de su habitación, desviaba la conversación cuando alguno de sus familiares inducía una referencia a la consumación de nupcias recientes, e incluso en una ocasión realizo una indirecta a su primo para que este saliera de su alcoba y sus visitas culminaran; A pesar de aquello, todo intento del príncipe por estar a solas fue totalmente frustrados y, cuando el día de la boda llegó, ambos jóvenes acompañaron al príncipe a realizar todos los rituales iøunnadianos antes de que iniciara la ceremonia formal.
Sumergiendo su mente en una oleada de recuerdos más recientes, olvidó el bullicio de danzas y coros de felicidad que lo rodeaban, y se dedicó a examinar con detenimiento los acontecimientos de las pasadas horas
Hace aproximadamente dos horas, bajo los estatutos legales y las costumbres de su patria, se transformó en un hombre casado. Él en toda la ceremonia no se inmutó, contuvo toda esa mezcla de sentimientos destructivos que amenazaban con matarlo, a lo largo de la bendición del sacerdote él no se atrevió a observar a su nueva esposa, reunió todo el coraje para seguir paso a paso las indicaciones del ritual y, para su desgracia y repulsión, tuvo que voltear a ver a la princesa, según las tradiciones iøunnadianas, ella debía alimentarlo con semillas de granada, simbolizando la fertilidad de la joven de Rhiannon y la entrega completa de su cuerpo a su cónyuge.
Cuando él clavó su mirada pétrea en los ojos de la princesa, el quedo completamente confundido por su reacción. La muchacha portaba un vestido que cubría por completo su cuerpo, desde la punta de sus pies hasta su cuello, un velo, de un color blanco inmaculado, ocultaba las facciones de un rostro desconocido para el príncipe; sin embargo, tal prenda dejaba al descubierto los ojos de la princesa, ojos melancólicos de un profundo color avellana.
En el mismo instante en el cual él hizo contacto con unos ojos tan curiosos para el príncipe, observó como en ellos se replegaba el temor.
Él no pudo discernir las facciones de la muchacha, pero fue espectador de su extraña reacción; su cuerpo empezó a temblar, podía escuchar el ritmo errático de su respiración, dejo caer las semillas de granada al suelo, y sus ojos se llenaron de pánico. Lo miraba a él como si fuera una especie de bestia a punto de devorarla.
Neydimas, a pesar de su desconcierto, intento ayudarla, la muchacha temblaba como un bambú mecido por el viento, y él extendió su mano con el objetivo de sostenerla, mantenerla en pie y evitar su caída, pero tal accionar provoco todo lo contrario.
Ella pareció premeditar su acercamiento, y lanzando un chillido de horror, se precipitó hacia atrás, lejos de él, con tanta violencia que perdió el equilibrio y cayó al suelo.
Neydiamas Aldebarán, se mantuvo erguido y quieto como una estatua de mármol, observando con absorta incredulidad la violenta reacción de una chica extranjera cuya existencia él ignoraba por completo hasta ese día, las damas de compañía se aceraron a la princesa y la asintieron en su frenesí ataque de pánico, las señoritas se disculparon con el príncipe y con todos los invitados, estos últimos expectantes de tal espectáculo no dejaban de murmurar entre sí, entre ellas ayudaron a levantar a la princesa, le susurraban palabras de aliento y la sacaron del jardín donde se celebraba la boda.
Después de la retirada de su esposa, su primo, Evander, fue el primero en acercarse a él y cuestionarle seriamente su participación en tal furor escandaloso, Neydimas respondió con palabras cortantes y repletas de dudas, le dijo que él también estaba sorprendido, no entendía la razón detrás de ese temor, aun así, la imagen de esos ojos aterrados y los comentarios despectivos dirigidos a su persona que muchos de los invitados realizaban lo perseguían de forma constante.
Él se cuestionó una y otra vez la razón detrás de ese comportamiento febril, pero lo único que sacaba en limpio es que su presencia fue el detonante.
¿Quizás su energía la intimido? Descartó tal afirmación, pues desde que arribo a la ciudad de Edén aisló su energía cósmica.
Ella era una joven extranjera, quizás él se expresó de una manera considerada agresiva para su cultura... descartó tal idea, pues solo la miro, le resultaba absurdo que un gesto como se considerara violento.
¿Tal vez fue su apariencia? Era la opción más viable, no sería la primera vez que el color peculiar de sus ojos causaba temor, era consciente de la imposibilidad de cambiar un rasgo en su semblante generador de rechazo. Cada vez su memoria invocaba la viva imagen de la doncella temiendo por su vida, el corazón del príncipe se inundaba de un profundo sentimiento de culpa. Un sentimiento que visto desde el aparente papel de victimario del príncipe – no tenía razón de ser.
Al ocultarse el sol en el horizonte, empezó el banquete de bodas. El salón donde se realizaba la celebración consistía en un amplio espacio interior decorado con fina tapicería, cuatro grandes pilares de mármol con bellos diseños, el piso estaba alfombrado de colores rojo carmín sobre los que reposaban pétalos de rosas blancas recién cortadas, la luz de cientos de velas posicionadas y repartidas armónicamente a lo largo de toda la estancia transmitían un sentimiento de regocijo efímero. Tal como lo dictaban las tradiciones de boda Iøunnadianas, la habitación estaba dividida en dos: un sitio ocupado por los hombres y el otro por las mujeres, en ambos, sobre extensas mesas de roble, se depositaban exquisitos manjares y bebidas.
El joven príncipe, como la tradición lo dictaba, estaba sentado en la cabecera de la mesa, a su derecha se encontraba su primo y la silla de la izquierda estaba vacía, dicha silla estaba reservada para su hermano menor, pero este estaba ausente en el banquete.
Evander Onassis intentaba animar a su amigo, no obstante, este se encontraba ensimismado en su propia corriente de ideas y pensamientos conflictuados. Bebiendo alcohol y con la mirada perdida, su conciencia recorría una y otra vez líneas transversales de pensamientos.
No podía negarlo, antes de la boda el muchacho Iøunnadiano guardaba un inmenso resentimiento dirigido hacia la joven que consintió atarlo a un matrimonio no deseado, no obstante, él fue testigo de su cuerpo diminuto, temblando, su respiración agitada y sus grandes ojos reflejando el miedo. Todo eso lo genero su presencia. A pesar de que su lado más lógico dictaba lo contrario, él fue responsable.
Saliendo de sus divagaciones mentales, alzo su mirada, examinó su entorno. Se encontraba en pleno auge del banquete de bodas. Su amigo Onassis hablaba sin parar a su lado, pero sus oídos parecían estar sordos a sus palabras. Estaba sentado junto a una de las mesas principales donde se depositaban las bebidas y los alimentos, con el cuerpo encorvado, y pura indiferencia en sus gestos; de forma tímida se aventuró a examinar más allá. Al otro extremo de la estancia se encontraba las invitadas femeninas, como era de esperarse, su esposa estaba allí.
No podía gozar de una perfecta contemplación de la imagen de Aladed, damas que se movían de un lado a otro guiada por el sonido de tambores y flautas, obstruía su vista, sin mencionar que el dolor ocular reducía de forma drástica su vista, a pesar de aquello, logro visualizar la forma de un cuerpo pequeño recluido en una silla de madera. La muchacha parecía estar indispuesta. A pesar del cálido ambiente festivo, sus extremidades se negaban a moverse. Su indumentaria no cambió totalmente, seguía conservando el velo que ocultaba su rostro, y su vestido, de un blanco inmaculado, parecía ser más una túnica de lino fino que mantenía cubierto la figura natural de un cuerpo femenino.
― Ney, ¿escuchaste lo que dije?
La voz estridente de su primo, acompañado por un fuerte zarandeo, lo saco de su contemplación.
Se volvió a su amigo con cierta irritación y antipatía escrita en sus rasgos. Con la voz monótona y cargada de cierto desdén le confesó que no había oído ni una palabra de lo que decía.
― Debe ser el alcohol ― expresó Evader preocupado, manteniendo una de las botellas fuera del alcance de su amigo― Deja de inventar la misma mentira una y otra vez, ¿crees que no lo he notado? No has comido bien en semanas, toda la energía vital de tu cuerpo la utilizando para mantenerte en pie.
Neydimas estaba a punto de protestar, pero las palabras se ahogaron en su garganta cuando logro identificar la llegada reciente de un inesperado invitado.
Estaba vestido de forma elegante, lo que le quitaba un par de años de encima, el abundante cabello rizado no estaba tan desalineado como de costumbre, pero sus otras características: una cinta roja atada con firmeza alrededor de su frente, un semblante austero y orgulloso, la manía de portar un arma en plena celebración de bodas y, su joven acompañante femenina, con la cual charlaba en privado, eran claros indicios de quien era.
Se trataba del capitán Atila, líder del segundo escuadrón de soldados que protegían y defendían las fronteras. A pesar de que la cabeza de Neydimas era un remolino de pensamientos caóticos ―muy a su pesar provocado por las altas dosis de alcohol―no pudo evitar preguntarse cuál era la razón de su llegada a la ciudad.
El inesperado visitante pareció darse cuenta de las constantes miradas que le dirigían el príncipe y compañía, se despidió de una forma fría, pero con cierta gentileza de su joven acompañante y a pasos agigantados no tardo en estar parado frente al desorientado muchacho de la realeza.
―Felicidades, mi príncipe, por su boda― expresó Atila, realizando una ligera inclinación, que, en su persona, pareció ser más un gesto de altivez.
Neydimas realizó un gesto con la cabeza, indicando que aceptaba sus deseos de felicidad, el proseguiría con cautela.
― ¿Que le trae por aquí, señor Atila? ― preguntó Evander de forma amable, haciendo un gesto para que este se sentara en el asiento reservado al príncipe Endimión, sitio que, el menor de los hermanos, no ocuparía, las negociaciones privadas con el monarca de Rhiannon lo tendrían ocupado casi cinco bilunas.
―Solo he venido con la mayor intensión de brindar mi más calurosa felicidad a la nueva pareja. ― Atila tomó asiento junto al príncipe y su primo―. Un hombre de Iounn y una mujer de Rhiannon, ¿quién lo hubiera imaginado?, esta boda quedara registrada en la historia como uno de los momentos más infames de nuestra historia.
―Detecto descontento con esta boda, señor Atila, o tal vez soy yo quien malinterpreto sus palabras ― dijo Evander Onassis.
―Lo que piense o deje de pensar a nadie le debería importar realmente. ―sonrió, y vació una copa de vino de un solo trago―. Al final, en esta puta guerra, nuestra vida se reduce a la simple nada. ¿No es verdad, mi príncipe?
Neydimas no respondio, su mirada indiferente se posó en una de las velas decorativas, quería aislarse por completo de los sonidos del exterior. No quería escuchar la voz burlona de su "rival" en técnicas de combate. Tal parecía que esto no detuvo al curioso individuo que, después de vaciar una botella entera de licor, dijo lo siguiente:
―Lo que me trae aquí, es lo mismo por lo que estás aquí, niño ― dijo Atila, dejando atrás cualquier rastro de formalidad ―. Pura burocracia, papeleo, debates, horas continuas de conversaciones que no llevan a nada... Mañana a la mañana partiremos, solo asistí a esta fiesta como tutor personal de Macaria, ella no puede entrar sin estar bajo vigilancia de un adulto.
Atila realizó un gesto con la cabeza, señalando a la susodicha, el príncipe no volteo la mirada. No necesitaba observar para saber que las mujeres, al otro lado de la habitación se estaban divirtiendo, el sonido de panderetas, flautas y canticos le trituraban los tímpanos, sin duda alguna, la discípula de Atila era parte de ese grupo de féminas.
―Todos sabemos que esta fiesta es solo un escenario decorado que trata de disimular la sangre y la muerte―continuó Atila, saco del bolso pequeño que pendía de su cinturón una pipa y la lleno de tabaco―. ¡Por los dioses, niño! Se te nota desde tres millas de distancia que preferirías matarte a contraer matrimonio con una extranjera cualquiera, al menos podrías disimular un poco tu desagrado.
Neydimas no contestó. Las palabras de su invitado le resultaban tan... Lejanas. Su mente no lograba procesar ese hilo de oraciones que escapaba de su boca. La mayoría de las veces, lo que el señor Atila decía, iba oculto bajo una manta de aparente comprensión, pero su propósito final era irritar al joven príncipe. Él se regocijaba si obtenía alguna clase de reacción de predisposición a la ira dirigida hacia su persona.
—Tus palabras son innecesaria— dijo Evander, sin disimular la molestia en su voz —, sería mejor que reservaras ciertos comentarios en cuanto al príncipe, no empiece a especular.
El señor Atila sonrió y se llevó la pipa a los labios, contemplo el salón donde bailaban las mujeres con cierto aire intelectual, como si estuviera analizando algo.
—Bueno, a la muchacha no se le ve el rostro, pero tiene una excelente figura— comentó, mientras dejaba escapar humo de tabaco—, será un excelente prospecto, aunque claro veremos si esa excelencia se puede traducir a otros ámbitos.
—Señor Atila—dijo Evander en un tono de advertencia.
Neydimas escuchó perfectamente el comentario de su invitado, a pesar de aquello, no dejo que la más mínima palabra escapara de sus labios, ni denotó una reacción corporal, seguía en un profundo estado catatónico, con la mente dándole vueltas, la boca seca, su aliento oliendo a alcohol.
—Debo decir que su figura curvilínea es excelente para una joven mujer, es un símbolo de total fertilidad en su cultura, ya saben caderas anchas y voluptuosas, totalmente apta para portar en su vientre a una nueva generación de descendientes de sangre real. Eso sí, lo único que necesitamos es la buena predisposición del príncipe a otorgárselos.
—Señor Atila no creo que...
—Señor Evander—canturreó divertido el señor Atila—es solo una pequeña especulación de mi parte, no se enfade, lo que si no es una especulación es en como terminara esta noche para nuestro querido amigo. —palmeo el hombro derecho del joven príncipe —. Por razones de unión cultural con los de Rhiannon, esta noche nuestro estimado muchacho deberá desflorar a la princesa sobre el lecho matrimonial.
Neydimas se estremeció al oír tales palabras. No sabía cómo ese hombre llego a enterarse de eso. Lo que decía el señor Atila era una cruel verdad, en privado, él lo había escuchado de boca de su propio padre antes de que la ceremonia de bodas se llevara a cabo. Había preferido ignorarlo, hizo oídos sordos a tales declaraciones. Pero en esos momentos, la lengua de Atila se transformó en una vil serpiente, esas palabras fueron colmillos clavados en la carne del príncipe, destilando un veneno mortal que desequilibraba su cuerpo por completo. Lo regresaron al presente, a una boda que él no consintió, a una esposa que no amaba, a una cerebración que odiaba y a la futura realización de un acto que le repugnaba.
—Atila, deberías cuidar tus palabras — amenazó Evander, el joven en circunstancias normales era amable y pacifista, pero ese hombre le hacía perder la paciencia.
—Las estoy cuidando. Solo estoy exponiendo una verdad.
—No creo nada de tus estupideces. —Evander alzó la voz —. El respeto es una cualidad poco notable en ti, será mejor que te calles, si no lo haces yo...
El príncipe, de forma súbita, se puso de pie y sin dirigirles ni una sola mirada o palabra a sus acompañantes, abandono la estancia dando largas zancadas. Fue seguido por los apresurados pasos de su primo. El señor Atila permaneció sentado, fumando su pipa, contemplando la fiesta, con una sonrisa repleta de satisfacción.
Fuera de la estancia de celebración el príncipe iounnadiano fue recibido por una delicada brisa nocturna, la bóveda celeste era iluminada por las lunas gemelas, una de ellas en fase cuarto menguante y la otra en media luna. El muchacho dirigió su turbada vista a la ciudad, los tejados de cerámica de las casas eran bañados por la luz lunar, las calles seguían siendo transitadas por unas pocas carretas y peatones y las esculturas de mármol relucían a la distancia iluminada por cientos de velas. Si se tratara de una situación diferente, toda esa magnificencia le transmitiría paz; sin embargo, solo podía ser prisionero de un sentimiento de desdicha, como si ese sitio le estuviera recalcando que no pertenecía, su lugar estaba en las tropas iøunnadianas.
—¿Ney?
El príncipe escuchó la voz cargada de preocupación de su primo a sus espaldas. No quería lidiar con él, no quería ver a nadie, si es posible deseaba desaparecer. Se sentía tan patético, una masa de tejidos con forma de hombre que pretendía ser fuerte. Sus piernas le temblaban, le dolía las córneas, su cabeza era un lío de pensamientos que se insertaban como agujas punzantes en su cerebro.
«¡Maldición! ¡Incluso mi cuerpo, el cuerpo de un Indah guerrero, no puede resistir algo tan simple como la intoxicación etílica!»
El príncipe se volvió hacia su amigo con su típica expresión pétrea, pero su estado deplorable alarmo de forma visible a su primo.
—¡Por los dioses Ney! —exclamó Evander —¡Definitivamente no estás bien, estás completamente intoxicado! Déjame...
Las palabras de Onassis fueron interrumpidas por un gemido de dolor por parte del príncipe, este llevó la mano a su abdomen tratando de aplacar el malestar de sus entrañas. Su intento fue inútil, seguido de un gemido lastimero cayó de rodillas, prisionero de un dolor que su calma inexpresiva no pudo contener, y dando arcadas, vació el contenido de su estómago.
Evander se acercó con rapidez a su primo para tratar de ayudarlo.
—¡No me toques! — exclamó Neydimas, alzando su mano enguantada como gesto de amenaza, su voz cargada de ira y repulsión.
—Ney, solo quiero ayudarte, permíteme...
—¡No te acerques! ¡No te atrevas a tocarme!
Onassis se retiró ante esa negativa violenta. Otra oleada de arcadas asalto al príncipe, vomito dos veces, se llevó las manos a la garganta, un débil intento de amortiguar la sensación de ser roído por dentro gracias al ácido de su estómago. Sus ojos violetas se empañaron de lágrimas y la bilis le quemaba la lengua y los labios, se sentía completamente asqueado. Empezó a murmurar frases y palabras poco coherentes, repletas de un tono lastimero que hasta ese momento Evander nunca pudo ser testigo. Su primo parecía ser preso de una clase de hechizo, sus ojos violeta, lagrimosos, parecían posos vacíos, sin alma, gotas de sudor caían de su frente y no paraba de temblar. Lo único que pudo lograr entender, fue una oración pronunciada en un débil murmullo:
—No lo haré, no puedo tocarla, no puedo tocarla, no puedo tocar a nadie. —se cubrió el rostro con las manos—. No puedo tocar a nadie, no puedo tocar a nadie...
—¿Ney?
La mención de su nombre pareció traer al joven Aldebarán de regreso al plano de la realidad, su expresión inexpresiva retornó, al menos, una pequeña parte de él, pues sus ojos seguían conservando una expresión cadavérica.
—Onassis, yo... —se puso de pie, sus piernas no dejaban de temblar —, necesito descanso, me retiro a mis aposentos.
Evander intentó sostener a su primo, pero este se alejó, visiblemente asqueado ante cualquier toque físico que este le pudiera brindar. No logro convérselo de recibir ayuda, pero no se negó a que este lo acompañara hasta el umbral de su alcoba.
Después de subir las escaleras del palacio a cuestas, —el príncipe se tambaleaba de un lado a otro mientras se masajeaba la frente— ambos primos se despidieron con cortesía en el umbral de la habitación privada del joven Aldebarán.
La puerta de la alcoba se abrió con un chirrido. Neydimas entró para encontrar su alcoba sumergida en las penumbras y el silencio. Intentó recordar si dejó las velas encendidas, pero ninguna clase de pensamiento coherente le llegaba a la memoria. Se llevó las manos a la cabeza, su cerebro era azotado por pinchazos constantes y apenas podía mantenerse en pie. Un mareo incesante lo desorientaba.
Tanteó con manos temblorosas su cinturón, encontrando su canalizador de energía. Cerró los ojos. Permitió que todo lo que quedaba de energía almacenada en su inestable cuerpo fuera dirijo al artefacto. Una sonrisa de satisfacción se formó en su rostro al lograr su objetivo. Una espada de plasma de un profundo color violeta alumbraba la estancia, servía como una linterna a su usuario.
El joven Aldebarán caminó dando ligeros tropiezos hacia su cama, su intoxicación estaba quitando los últimos vestigios de lucidez que poseía, su visión fallaba al igual que su mente, apenas lograba darse una imagen de lo que le rodeaba. Logro divisar un par de almohadones tendidos a un extremo del colchón.
Se apoderó de ellos con violencia y los lanzo al suelo. La invocación de su canalizador de energía llegó a su fin, su habitación volvió a sumergirse en una oscuridad fría. Mantener ese débil atisbo de conciencia sería inútil, cerró los ojos y dejo que una marea de somnolienta se apoderó de él, lo envió a una calma forzosa, inducida por el alcohol, un océano tranquilo y benevolente donde su inconsciente estaba libre de cualquier perturbación. Por primera vez en semanas logro dormir en paz.
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