019.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ᴘᴏᴡᴇʀꜰᴜʟ ᴡᴇᴀᴘᴏɴ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ᴛɪᴛᴀɴ ᴏꜰ ᴛɪᴍᴇ
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ꜱᴏʙʀᴇ ʟᴀ ᴘᴏᴅᴇʀᴏꜱᴀ ᴀʀᴍᴀ ᴅᴇʟ ᴛɪᴛᴀɴ ᴅᴇʟ ᴛɪᴇᴍᴘᴏ
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ERA MEDIA TARDE Y AQUELLO ESTABA REPLETO DE GENTE, pero a nadie pareció importarle cinco adolescentes voladores. ¡Gracias, Niebla!
—¡¿Desde cuándo tienes alas!? —cuestionó Percy asombrado. Nico y Annabeth me miraban de la misma manera.
Me reí nerviosamente.
—Desde marzo.
—¿Y no dijiste nada?
—He estado aprendiendo a volar con Quirón, con mi papá y a veces con Céfiro —respondí—, no tanto como me hubiera gustado, pero...lo siento. Creo que lo olvidé.
—¿Olvidaste que tienes alas? —preguntó Nico.
—Me olvidé que no les conté que tenía alas —dije—, se me pasó. Por si no se dieron cuenta, paso la mayor parte del día medio grogui por las visiones y la otra parte estresada pensando en las visiones. Algunas cosas simplemente se me escapan.
Decidieron dejar las cosas así, se quitaron las alas, mientras yo usaba los prismáticos turísticos para observar la montaña donde estaba el taller de Dédalo y descubrí que se había desvanecido. No se veía ni rastro del humo ni de los ventanales rotos. Sólo una ladera árida y desnuda.
—El taller se ha desplazado —dedujo Annabeth—. Vete a saber a donde.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté—. ¿Cómo regresamos al laberinto?
Annabeth escrutó a los lejos la cumbre de Pikes Peak.
—Quizá no podamos. Si Dédalo muriera...él ha dicho que su fuerza vital estaba ligada al laberinto. O sea, que tal vez haya quedado totalmente destruido. Quizá eso detenga la invasión de Luke.
Pensé en Grover y Tyson, todavía en alguna parte allá abajo. En cuanto a Dédalo... aunque hubiese cometido horribles faltas y puesto en peligro a todas las personas que me importaban, igualmente pensé que le había caído en suerte una muerte horrible.
—No —dijo Nico—. No ha muerto.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Percy.
—Cuando la gente muere, yo lo sé. Tengo una sensación, como un zumbido en los oídos.
—¿Y Tyson y Grover?
Nico meneó la cabeza.
—Eso es más difícil. Ellos no son humanos ni mestizos. No tienen alma mortal.
—Tenemos que llegar a la ciudad —decidió Annabeth—. Allí tendremos más posibilidades de encontrar una entrada al laberinto. Debemos volver al campamento antes que aparezcan Luke y su ejército.
—Podríamos tomar un avión —sugirió Rachel.
Percy se estremeció—. Yo no vuelo.
—Pero si acabas de hacerlo.
—Eso era a poca altura, y de todas formas ya había su riesgo. Pero volar muy alto es otra cosa...es territorio de Zeus, no puedo hacerlo. Además, no hay tiempo para un avión. El camino de regreso más rápido es el laberinto.
—Necesitamos un coche para llegar a la ciudad —señaló Annabeth.
Rachel echó un vistazo al aparcamiento. Esbozó una mueca, como si estuviera a punto de hacer una cosa que lamentaba por anticipado.
—Yo me encargo.
—¿Cómo? —preguntó Annabeth.
—Confía en mí.
Ella pareció molesta por su declaración, pero asintió.
—Bien, voy a comprar un prisma en la tienda de regalos. Intentaré crear un arco iris y enviar un mensaje al campamento.
—Yo iré por comida —dije señalando un McDonalds—. ¿Alguien quiere una hamburguesa de merienda?
Todos levantaron las manos, a nadie le interesaba el tema de la hora, solo poder comer algo.
—Voy contigo —intervino Nico.
—Entonces yo me quedo con Rachel —dijo Percy—. Nos vemos en el aparcamiento.
Annabeth lo miró con ira contenida, y luego a mí, como esperando que le reclamara por su osadía. Yo decidí hacerme la tonta, no quería seguir metida en todo ese drama con ellos.
Rachel frunció el ceño, como si no quisiera que la acompañara. Lo cual Percy ignoró y la siguió de todos modos.
Caminamos hacia la esquina y Nico, que me había tomado de la mano, no parecía listo para dejarme ir. Podía entenderlo, el pobre había pasado por mucho y apenas tenía once años.
Estaba pálido y se veía agotado, esa muestra de poder que hizo en la torre debía haberlo dejado sin energías.
Tampoco es que pudiera culparlo, el cansancio acumulado de la travesía por el laberinto me pesaba sobre los hombros, y el hambre rugía en mi estómago como un lobo hambriento. El lugar estaba lleno de clientes impacientes, pero no me importaba, solo anhelaba una hamburguesa y un momento de descanso.
Nos dirigimos hacia la fila y esperamos pacientemente nuestro turno. La pantalla mostraba un menú lleno de opciones tentadoras, pero mi mente estaba fija en una suculenta hamburguesa con queso.
—Pareces en trance —dijo Nico divertido.
—Cállate, tengo hambre.
Hicimos nuestra compra rápidamente, y parados en la puerta comimos a las apuradas, aunque eran unos minutos de paz, no teníamos mucho tiempo que perder.
Cuando acabamos, llevando con nosotros tres bolsas de hamburguesas, regresamos con los demás.
Nico y yo nos acercamos a Rachel y Percy, extendiéndoles a cada uno su bolsa de comida, justo cuando Annabeth salía de la tienda de regalos.
—He hablado con Quirón —dijo aceptando su bolsa—. Se están preparando lo mejor posible para la batalla, pero quiere que volvamos al campamento. Necesitan a todos los héroes que puedan reclutar. ¿Hemos conseguido un coche?
—El conductor está listo —contestó Rachel.
Miré anonadada a unos metros de nosotros, donde un chofer se disculpaba con un hombre vestido con poco y pantalón caqui que parecía bastante indignado con lo que el otro le decía porque seguía discutiendo.
—Lo lamento mucho, señor. Se trata de una emergencia. Acabo de pedirle otro coche.
«¿De dónde carajos sacó un chofer?»
—Vamos —dijo Rachel.
Subió sin mirar siquiera al cliente, que se había quedado patidifuso, y los demás la seguimos. Unos minutos más tarde volábamos por la carretera. Los asientos eran de cuero y sobraba espacio para estirar las piernas. Había pantallas planas de televisión en los reposacabezas de delante y un minibar lleno de agua mineral, refrescos y aperitivos.
Que ninguno desaprovechó para seguir comiendo.
Me acomodé contra uno de los asientos y sentí algo incómodo en el bolsillo de mi pantalón. Saqué un paquete de chicles de varios colores.
Sonreí como tonta al recordar que Apolo me los había dado en mi sueño la otra noche, pero no esperé que se quedara conmigo cuando me desperté. Tomé uno y me lo llevé a la boca, para luego guardarla nuevamente.
—¿A dónde, señorita Dare? —preguntó el conductor.
—Aún no estoy segura, Robert. Debemos dar una vuelta por la ciudad y... echar un vistazo.
—Como usted diga, señorita.
Miré a Rachel.
—¿Conoces a este tipo?
—No.
—Pero lo ha dejado todo para ayudarte —dijo Percy—. ¿Por qué?
—Tú mantén los ojos abiertos —replicó ella—. Ayúdame a buscar. Lo cual no era precisamente una respuesta.
Circulamos por Colorado Springs durante una media hora y no vimos nada que a Rachel le pareciera una posible entrada al laberinto. Aunque después de otra hora por Denver sin resultados estábamos empezando a ponernos nerviosos. Estábamos perdiendo tiempo.
Entonces, cuando ya salíamos de Colorado Springs, Rachel se incorporó de golpe en su asiento.
—¡Salga de la autopista!
El conductor se volvió.
—¿Sí, señorita?
—He visto algo. Creo. Salga por ahí.
El hombre viró bruscamente entre los coches y tomó la salida.
—¿Qué has visto? —le pregunté, porque ya estábamos prácticamente fuera de la ciudad. No se veía nada alrededor, salvo colinas, prados y algunas granjas dispersas. Rachel indicó al hombre que tomara un camino de tierra muy poco prometedor. Pasamos junto a un cartel demasiado deprisa para que me diera tiempo a leerlo.
—Museo de Minería e Industria —dijo Rachel de repente,
Para tratarse de un museo, no parecía gran cosa: un edificio pequeño, como una estación de tren antigua, con perforadoras, máquinas de bombeo y viejas excavadoras expuestas afuera.
—Allí. —Rachel señaló un orificio en la ladera de una colina cercana: un túnel cerrado con tablones y cadenas—. Una antigua entrada a la mina.
—¿Es una puerta del laberinto? —preguntó Annabeth—. ¿Cómo puedes estar tan segura?
—Bueno, ¡mírala! —respondió Rachel—. O sea...yo lo veo, ¿bien?
—Pero...
—¡Annabeth, por todos los dioses! —espeté—. Ya para, deja de cuestionar todo por una vez.
Le dimos las gracias al chófer y nos bajamos. Él ni siquiera pidió que le pagáramos.
—¿Está segura de que no corre ningún peligro, señorita Dare? Con mucho gusto puedo llamar a su...
—¡No! —exclamó Rachel—. No, de veras. Gracias, Robert. No necesitamos nada.
El museo parecía cerrado, así que nadie nos molestó mientras subíamos la cuesta hacia la entrada de la mina. En cuanto llegamos vi la marca de Dédalo grabada en el candado.
Toqué el candado y las cadenas cayeron al suelo en el acto. Quitamos los tablones a patadas y entramos. Para bien o para mal, estábamos de nuevo en el laberinto.
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Los túneles de tierra se volvieron enseguida de piedra. Giraban y se ramificaban una y otra vez, tratando de confundirnos, pero Rachel no tenía problemas para guiarnos.
Le dijimos que teníamos que regresar a Nueva York y ella apenas se detenía cuando los túneles planteaban un dilema.
Para mi sorpresa, Rachel y Annabeth se pusieron a charlar mientras caminábamos. Annabeth le hizo varias preguntas personales, pero como Rachel se mostraba evasiva, empezaron a hablar de arquitectura.
Resultó que Rachel tenía ciertos conocimientos de la materia porque había estudiado arte y hablaban de las fachadas de distintos edificios de Nueva York.
«Miralas, solo dales algo en común y se olvidan del chico» pensé divertida. Al final era lo mismo que nos pasaba a Annabeth y a mí cuando estudiamos historia juntas.
—Gracias por venir a buscarnos.
Miré a unos pasos detrás de mí a Percy y Nico. Caminaban uno al lado del otro, pero el más chico lo miraba con recelo y cauto.
—Te debía una por lo del rancho, Percy. Además nunca podría dejar a Dari sola si está en peligro —argumentó adelantándose un poquito para tomarme de la mano. Le di una sonrisa y le ofrecí un chicle que tomó sin pensarlo—. Y también quería ver a Dédalo con mis propios ojos.
»Minos tenía razón, en cierto modo. Dédalo habría de morir. Nadie debería ser capaz de eludir la muerte tanto tiempo. No es natural.
—Es lo que tú has buscado todo el tiempo —dijo Percy—. Intercambiar el alma de Dédalo por la de Bianca.
Nico caminó otros cincuenta metros antes de responder.
—No ha sido fácil, ¿sabes? Solo me sentía bien en casa de Dari, pero tampoco podía quedarme ahí por siempre; y cuando estaba solo, mi única compañía eran los muertos. Sé que nunca seré completamente aceptado entre los vivos. Sólo los muertos me respetan, y es porque me tienen miedo.
—Eso no es cierto, Nico —dije con firmeza—. Podrías ser aceptado, podrías hacer amigos en el campamento, ¿verdad, Percy?
Lo miré fijamente. Más le valía darme la razón.
—Sí.
—¿De veras lo crees, Percy? —le preguntó Nico.
Él guardó silencio unos segundos, quizá meditando qué responder.
Como no respondiera en los próximos cinco segundos, iba a clavarle a Resplandor en el ojo.
Por suerte para él, antes de que atinara a decir algo, me tropecé con Rachel, que se había detenido.
Nos encontrábamos en una encrucijada. El túnel continuaba recto, pero había un ramal que doblaba a la derecha: un pasadizo circular excavado en la oscura roca volcánica.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Rachel examinó aquel túnel oscuro. A la débil luz de la linterna, su rostro se parecía al de uno de los espectros de Nico.
—¿Es éste el camino? —preguntó Annabeth.
—No —contestó Rachel, nerviosa—. En absoluto.
—Entonces, ¿por qué nos paramos? —preguntó Percy.
—Escucha —indicó Nico.
Noté una ráfaga de viento procedente del túnel, como si la salida estuviera cerca. Y percibí un olor conocido que me traía malos recuerdos.
—Eucaliptos —dije—. Como en California.
El pasado invierno, cuando nos enfrentamos a Luke, Alessandra y al titán Atlas en la cima del monte Tamalpais, el aire olía exactamente igual.
—Hay algo maligno al fondo de ese túnel —dijo Rachel—. Algo muy poderoso.
—Y el aroma de la muerte —añadió Nico, lo cual no contribuyó a que me sintiera mejor.
Annabeth, Percy y yo nos miramos.
—La entrada de Luke —dedujo ella—. La que lleva al monte Othrys, al palacio del titán.
—Tengo que comprobarlo —dijo Percy.
—No, Percy.
Tragué nerviosa, sabía lo que habría ahí. Lo había visto.
—Luke podría estar ahí mismo —insistió—. O Cronos... Tengo que averiguar qué pasa.
Annabeth vaciló.
—Entonces iremos todos.
—No —dije—. Es demasiado peligroso. Si cayera Nico en sus manos...
—Puedo defenderme solo —espetó.
—Dije que no —sentencié—, y si vuelves a interrumpirme voy a teñir también tu ropa de rosa.
Él se cruzó de brazos, enfurruñado, pero no dijo nada más.
—Si atrapa a Nico o la propia Rachel, Cronos podría utilizarlos —seguí—. Tú quédate aquí para protegerlos. Yo iré con Percy.
Aunque sabía que debiamos ir nosotros dos, tenía otra razón para que Annabeth se quedara aquí. No me fiaba de lo que pudiera hacer si veía otra vez a Luke. Él ya la había engañado y manipulado demasiadas veces.
—No —rogó Rachel—, no vayan.
—Iremos deprisa —prometió—. No cometeré ninguna estupidez.
—Sí, yo me aseguraré de eso —agregué.
Annabeth se sacó del bolsillo la gorra de los Yankees.
—Llévate esto, por lo menos —dijo entregándosela a Percy—. No será bueno si te atrapa a tí también. Tengan cuidado.
—Gracias.
Recordé la última vez que nos habíamos separado, cuando ella le había deseado suerte con un beso en el monte Saint Helens. Aparté la mirada, incómoda por si se le ocurría besarlo de nuevo.
—Gracias —dijo.
Ignoré la ansiedad y anhelo que desprendía Percy mirando a Annabeth. No me hacía ninguna duda de que él esperaba un beso otra vez.
Se colocó la gorra mientras veíamos a nuestros amigos alejarse por el laberinto hasta desaparecer. Pronto estaba sola.
—Ahí va la nada andante... —Escuché su susurro antes de sentir como me sujetaba de la muñeca y nos alejamos por el oscuro pasadizo de roca.
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Incluso antes de llegar a la salida oí voces: los rugidos y ladridos de los herreros-demonios marinos, los telekhines.
—Al menos conseguimos salvar la hoja —dijo uno—. El amo nos recompensará de todos modos.
—Sí, sí —chilló otro—. Una recompensa fuera de lo común.
Otra voz, ésta más humana, balbuceó:
—Hummm, sí, fantástico. Y ahora, si han terminado conmigo...
—¡No, mestizo! —dijo un telekhine—. Debes ayudarnos a hacer la presentación. ¡Es un gran honor!
—Ah, bueno... gracias —respondió el mestizo, y entonces me di cuenta de que era el estúpido de Ethan Nakamura.
Nos deslizamos hacia la entrada, y la mano de Percy me soltó.
—Percy —susurré llamándolo, pero ya estaba sola. Rogaba a los dioses que no hiciera nada tonto.
Me asomé por detrás de una pared de roca, el viento frío de la cima del monte Tamalpais me dio de lleno en la cara, el océano Pacifico se extendía a mis pies y el cielo estaba encapotado.
Miré hacia acabo, a unos seis metros, vi a dos telekhines colocando una cosa sobre una roca: un objeto largo y delgado, envuelto en un paño negro. Ethan les ayudaba a desenvolverlo.
—Cuidado, idiota —le regañó el telekhine—. Al menor contacto, la hoja arrancará el alma de tu cuerpo.
Ethan tragó saliva.
—Entonces será mejor que la desenvuelvan ustedes.
—¡Ahora! —dijo el telekhine y, con actitud reverente, alzó el arma
Ya la había visto, pero eso no evitó que la sangre se me helara.
La hoja curvada, como una luna creciente, de casi dos metros, con un mango de madera recubierto de cuero. La hoja destellaba con dos colores distintos: el del acero y el del bronce.
Era el arma de Cronos, la que utilizó para cortar en pedazos a su padre, Urano, antes de que los dioses lograran arrebatársela y lo cortaran a él a su vez en trocitos que arrojaron al fondo del Tártaro.
—Hemos de santificarla con sangre —dijo el telekhine—. Luego tú, mestizo, cuando nuestro señor despierte, nos ayudarás a ofrecérsela.
—Vamos.
El susurro desesperado me sobresalto.
No me había dado cuenta que Percy se había acercado a mí y se había quitado la gorra. Estaba pálido y sus ojos veían todo con el mismo horror que sentía.
Corrimos hacia la fortaleza, me palpitaban los oídos y no me apetecía mucho saber qué harían el telekhine para santificar la guadaña.
Cuando tuve la visión no entendía hacía donde corríamos, pero ahora sí. Debíamos impedir que Cronos se alzara, y aquella sería tal vez mi única ocasión.
Cruzamos volando un vestíbulo oscuro y llegamos a una sala principal. El suelo relucía como un piano de caoba: completamente negro y, sin embargo, lleno de luz. Junto a las paredes, se alineaban estatuas de mármol negro que representaba a los titanes que habían gobernado antes de los dioses.
Al fondo de la sala, entre dos braseros de bronce, se alzaba un estrado, y sobre éste se hallaba el sarcófago dorado.
Aparte del chisporroteo del fuego, reinaba un completo silencio. No había guardias. Nada. Ni siquiera Alessandra estaba a la vista. Lo cual era preocupante porque sabía bien quién estaba dentro.
El sarcófago era de unos tres metros de largo, demasiado grande para un ser humano.
Tenía esculpidas en relieve una serie de intrincadas escenas de muerte y destrucción: imágenes de los dioses pisoteados por carros de combate y de los templos y monumentos más famosos del mundo, destrozados y envueltos en llamas. Todo el ataúd desprendía un halo de frío glacial. Mi aliento se transformaba en nubes de vapor, como si estuviera en el interior de un frigorífico.
Nos detuvimos junto al sarcófago. La tapa estaba decorada todavía más profusamente que los costados, con escenas de terribles carnicerías y de poderío desatado. En medio había una inscripción grabada con letras más antiguas que el griego: una lengua mágica. No pude leerla bien, pero sabía lo que decía: «CRONOS, SEÑOR DEL TIEMPO.»
Toqué la tapa con la mano. Las yemas de los dedos se me pusieron azules.
Entonces oí ruido a mi espalda. Voces que se aproximaban. Ahora o nunca.
—Ábrelo —dijo Percy alzando su espada hacia el sarcofago.
Con el corazón en la garganta, empujé la tapa dorada y cayó al suelo con un gran estruendo.
Él se acercó a dar el golpe mortal, pero al mirar en el interior, se detuvo abruptamente y yo solté un jadeo confirmando mis miedos.
Había un hombre joven, vestido con pantalones grises y camiseta blanca, con las manos entrelazadas sobre el estómago. Le faltaba una parte del pecho: un orificio negro del tamaño de una herida de bala allí donde debía estar el corazón.
Tenía los ojos cerrados y la piel muy pálida. El pelo rubio... y una cicatriz que le recorría el lado izquierdo de la cara.
El cuerpo del ataúd era el de Luke.
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Deberíamos haberle asestado una estocada en aquel momento, nos ahorraríamos toda la mierda que vendría después.
Las voces de los telekhines sonaron ahora muy cerca.
—¿Qué pasó? —gritó uno de los demonios al ver la tapa caída. Tomé a Percy de la mano y corrimos a escondernos tras una columna.
—¡Cuidado! —le advirtió el otro demonio—. Tal vez ha despertado. Tenemos que ofrecerle ahora los presentes. ¡Inmediatamente!
Los dos telekhines avanzaron arrastrando los pies y se arrodillaron, sujetando la guadaña con su envoltorio de tela.
—Mi señor —dijo uno—. El símbolo de vuestro poder ha sido forjado de nuevo.
Silencio. En el ataúd no sucedió nada.
—Serás idiota —masculló el otro telekhine—. Primero le hace falta el mestizo.
Ethan retrocedió.
—¿Qué significa que le hago falta?
—¡No seas cobarde! —ladró el primer telekhine—. No precisa tu muerte, sólo tu lealtad. Júrale que te pones a su servicio. Renuncia a los dioses. Con eso basta.
—¡No! —gritó Percy. Era una estupidez, sin duda, pero él no medía esas cosas antes de hacerlas, así que lo seguí saliendo de nuestro escondite, sujetando mi espada en mano—. ¡No, Ethan!
—¡Intruso! —Los telekhines me mostraron sus dientes de foca—. Nuestro amo se ocupará de ustedes enseguida. ¡Deprisa, chico!
—Ethan —supliqué—, no les hagas caso.
—¡Ayúdanos a destruirlo!
Él se volvió hacia nosotros. Entre las sombras de su rostro se perfilaba el parche de su ojo. Parecía apenado.
—Te dije que no me perdonaras la vida, Percy. "Ojo por ojo." ¿Nunca has oído este dicho? Yo aprendí su significado del peor modo... al descubrir de qué divinidad procedo. Soy el hijo de Némesis, diosa de la Venganza. Y fui creado precisamente para esto.
Se volvió hacia el estrado—. ¡Renuncio a los dioses! ¿Qué han hecho ellos por mí? Asistiré a su destrucción. Serviré a Cronos.
El edificio entero retumbó. Una voluta de luz azul se alzó del suelo, a los pies de Ethan Nakamura, y lentamente se deslizó hacia el ataúd y empezó a temblar en el aire, como una nube de pura energía. Luego descendió hacia el sarcófago.
Luke se incorporó de golpe. Abrió los ojos. Ya no eran azules, sino dorados, del mismo color que el féretro. El orificio de su pecho había desaparecido. Estaba completo. Saltó del sarcófago con agilidad. Allí donde sus pies tocaron el suelo, el mármol se congeló dibujando un cráter de hielo.
Miró a Ethan y los telekhines con aquellos espantosos ojos dorados, como si fuese un niño recién nacido y no comprendiera lo que veía. Luego volvió la vista hacia mí y una sonrisa de reconocimiento se dibujó en sus labios.
—Este cuerpo ha sido bien preparado. —Su voz era como la hoja de una cuchilla de afeitar que se deslizara por mi piel. Era la de Luke, sí, pero ya no era de él mismo. Por debajo, resonaba un timbre más horrible: un sonido frío y antiguo, como de un metal arañando una piedra—. ¿No te parece, Percy Jackson?
No podía moverme, ni siquiera responder.
Cronos echó la cabeza atrás y soltó una carcajada. La cicatriz de su rostro se arrugó de un modo siniestro.
—Luke te temía —dijo la voz del titán—. Sus celos y su odio han sido instrumentos muy poderosos. Lo han mantenido obediente. Te doy las gracias por ello.
Ethan se derrumbó de puro terror, tapándose la cara con las manos. Los telekhines sostenían la guadaña, temblorosos.
—¡Percy!
Se había arrojado contra aquella cosa que había sido Luke para clavarle la espada en el pecho, pero su piel desvió el golpe como si fuese de acero. Lo miró con aire divertido. Luego sacudió la mano y lo arrojó contra una columna.
Traté de acercarme hacia ellos, una espada me cerró el paso casi dándome de lleno en el cuello.
—¿Vas a algún lado?
Frente a mí, Alessandra Olimpia me sonreía engreidamente.
—Ah, Lessa —dijo Cronos mirándola. Pude notar como la chica se estremeció y había irritación en sus ojos—. La más leal de mis seguidores. Me complace verte aquí, justo a tiempo para presenciar el surgimiento de un nuevo orden.
—Por supuesto, mi señor —respondió inclinando la cabeza hacia él, su voz sonaba tensa—. Estoy honrada de estar a su servicio.
Mi corazón latía desbocado mientras observaba la sonrisa siniestra en los labios de Cronos. Su presencia era abrumadora, y la maldad que emanaba de él parecía llenar cada rincón del lugar. Necesitaba sacar a Percy de aquí, desde donde estaba podía ver que el golpe lo aturdió y necesitaba ayuda, pero estaba atrapada frente a Alessandra, quien bloqueaba mi camino con su espada.
La hija de Nike me miraba con ojos fríos, mientras Cronos, confiado en su presencia y el supuesto control que tenía sobre todos nosotros, se volvió hacia la guadaña que descansaba junto al ataúd. Extendió su mano para tomarla y sellar su poderío.
—Ah... mucho mejor —dijo sosteniendo la guadaña—. Luke llamaba Backbiter a su espada. Un nombre apropiado, sin duda. Ahora que ha sido forjada de nuevo, ésta también devolverá cada mordedura.
—¿Qué has hecho con Luke? —cuestionó Percy con dificultad.
—Ahora me sirve con todo su ser, como yo necesitaba. La diferencia es que él te temía, Percy Jackson, y yo no.
En ese preciso instante, cuando Cronos no estaba mirando, Alessandra hizo algo inesperado. Bajó ligeramente la espada que apuntaba hacia mí y me miró con determinación en los ojos.
—Corre —susurró, apenas audible.
No necesité que me lo dijera dos veces. Sin perder un segundo, aproveché la apertura que Alessandra me había brindado y me lancé hacia Percy. Mi corazón latía frenéticamente mientras mis pies se movían lo más rápido que podían.
Lo tomé de la mano, arrastrándolo lejos con la fuerte carcajada de Cronos a nuestra espalda.
Pero los pies me pesaban como si fueran de plomo. El tiempo se ralentizó, como si el mundo se hubiera vuelto de gelatina.
—¡Corran, pequeños héroes! —se burló—. ¡Corran!
Miré hacia atrás y vi que se me acercaba tranquilamente, balanceando su guadaña como si disfrutara de la sensación de tenerla de nuevo en sus manos.
Ningún arma bastaría para detenerlo. Ni siquiera una tonelada de bronce celestial.
Lo teníamos a tres metros cuando oí un grito:
—¡Percy, Dari!
Era Rachel.
Algo pasó volando por entre los dos y, al cabo de un instante, un cepillo para el pelo de plástico azul le dio a Cronos en el ojo.
—¡Aj! —gritó éste. Por un momento, pareció únicamente la voz de Luke: una voz llena de sorpresa y de dolor. Noté mis miembros otra vez libres y corrimos hacia Rachel, Nico y Annabeth, que estaban en la entrada de la sala, consternados.
—¿Luke? —gritó Annabeth—. ¿Qué...?
Corrimos más deprisa que en toda mi vida, la agarré de la camiseta y la arrastré hacia fuera. Salimos de la fortaleza y casi habíamos llegado a la entrada del laberinto cuando oí el bramido más atroz del mundo: la voz de Cronos, que recuperaba el control.
—¡Vayan tras ellos!
—¡No! —gritó Nico.
Dio una palmada y una columna de piedra del tamaño de un camión brotó de la tierra justo delante de la fortaleza. El temblor que provocó fue tan intenso que se vinieron abajo sus columnas frontales. Me llegaron, amortiguados, los alaridos de los telekhines que habían quedado atrapados dentro. Una nube de polvo lo cubrió todo.
Nos zambullidos en el laberinto y seguimos corriendo mientras, a nuestra espalda, el señor de los titanes estremecía.
😆🤔Uy uy uy.....¿Lessa...dejó ir a Dari?😆🤔
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