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011.ᴀʙᴏᴜᴛ ʜᴏᴡ ᴀɴɴᴀʙᴇᴛʜ ᴘᴜᴛꜱ ᴜꜱ ɪɴ ᴅᴀɴɢᴇʀ ʙʏ ʙᴇɪɴɢ ᴘʀᴏᴜᴅ

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ꜱᴏʙʀᴇ ᴄÓᴍᴏ ᴀɴɴᴀʙᴇᴛʜ ɴᴏꜱ ᴘᴏɴᴇ ᴇɴ ᴘᴇʟɪɢʀᴏ ᴘᴏʀ ᴏʀɢᴜʟʟᴏꜱᴀ

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ESTABA OSCURECIENDO CUANDO HICIMOS NUESTRA INVOCACIÓN ANTE UN AGUJERO DE SEIS METROS DE LARGO, junto al depósito de la fosa séptica.

Era un depósito de color amarillo chillón y en un lado tenía una cara sonriente y unas letras rojas que decían: «FELICES VERTIDOS S.A.» No encajaba demasiado con el ambiente de una invocación a los muertos, la verdad.

Había luna llena. Las nubes plateadas se deslizaban perezosamente por el cielo.

—Minos ya debería estar aquí —dijo Nico, frunciendo el ceño—. Es noche cerrada.

—Quizá se ha perdido —dije, esperanzada, aunque la verdad es que estaba siendo ingenua al pensar en que el antiguo rey de Creta sólo se había perdido y ya.

Hacía rato que no dejaba de pellizcarme las uñas.

Nico empezó a derramar cerveza de raíz y arrojó carne asada en el interior de la fosa; luego entonó un cántico en griego antiguo. Los grillos enmudecieron en el acto.

—Dile que pare —me susurró Tyson.

Una parte de mí sentía lo mismo. Aquello era antinatural. El aire de la noche se había vuelto gélido y amenazador. Pero, antes de que pudiera decir nada, aparecieron los primeros espíritus.

Surgió de la tierra una niebla sulfurosa y las sombras se espesaron y adoptaron formas humanas. Una silueta azul se deslizó hasta el borde de la fosa y se arrodilló para beber.

—¡Detenlo! —exclamó Nico, interrumpiendo por un instante su cántico—. ¡Sólo Bianca puede beber!

Percy sacó a Contracorriente y yo a Resplandor. Los fantasmas se batieron en retirada con un silbido unánime. Pero ya era tarde para detener al primer espíritu, que había cobrado la forma de un hombre barbado con túnica blanca. Llevaba una diadema de oro en la frente; sus ojos, aunque estuvieran muertos, adquirían vida de pura malicia.

—¡Minos! —dijo Nico—. ¿Qué estás haciendo?

—Disculpadme, amo —respondió el fantasma, aunque no parecía muy apenado—. El sacrificio olía tan bien que no he podido resistirlo. —Se miró las manos y sonrió—. Es agradable poder verme a mí mismo de nuevo. Casi con formas sólidas...

—¡Estás perturbando el ritual! —protestó Nico.

Los espíritus de los muertos empezaron a cobrar un brillo de peligrosa intensidad y Nico se vio obligado a reanudar el cántico para mantenerlos a raya.

—Sí, muy bien, amo —comentó Minos, divertido—. Seguid cantando. Yo sólo he venido a protegeros de estos mentirosos que os acabarían engañando.

»Percy Jackson... vaya, vaya —dijo mirándolo como si fuera una cucaracha—. Los hijos de Poseidón no han mejorado mucho a lo largo de los siglos, ¿no es cierto?

Me daban ganas de darle un puñetazo, pero me figuré que mi puño le atravesaría el rostro sin tropezar con nada sólido.

—Buscamos a Bianca Di Angelo —dijo Percy—. Lárgate.

El fantasma rió entre dientes.

—Tengo entendido que una vez mataste a mi Minotauro con las manos desnudas. Pero te aguardan cosas peores en el laberinto. ¿De veras crees que Dédalo va a ayudarte?

Los demás espíritus se movían inquietos. Annabeth sacó su cuchillo y nos ayudó a mantenerlos alejados de la fosa. Grover estaba tan nervioso que se agarró del hombro de Tyson.

—A Dédalo no le importáis nada, mestizos —nos advirtió Minos—. No podéis confiar en él. Ha perdido la cuenta de sus años y es muy astuto. Vive amargado por los remordimientos del asesinato y ha sido maldito por los dioses.

—¿Qué asesinato? —pregunté—. ¿A quién ha matado?

—¡No cambies de tema! —me gritó el fantasma—. Estás poniendo trabas a mi amo; tratando de persuadirlo para que abandone su propósito. ¡Yo le otorgaría un gran poder!

—¡Ya basta, Minos! —le ordenó Nico—. No le grites a Dari.

El fantasma hizo una mueca despectiva.

—Amo, ellos son vuestros enemigos. ¡No los escuchéis! Dejad que os proteja. Llevaré su mente a la locura, como hice con los otros.

—¿Qué otros? —dijo Annabeth, sofocando un grito—. ¿No te referirás a Chris Rodríguez? ¿Fuiste tú?

—El laberinto es mío —declaró el fantasma—, y no de Dédalo. Los intrusos se merecen la maldición de la locura.

—¡Desaparece, Minos! —exigió Nico—. ¡Quiero ver a mi hermana!

El fantasma se tragó su rabia.

—Como deseéis, amo. Pero os lo advierto: no podéis fiaros de estos héroes.

Y dicho esto, se deshizo y volvió a la niebla. Algunos espíritus intentaron adelantarse, pero Annabeth, Percy y yo los mantuvimos a raya.

—¡Bianca, aparece! —clamó Nico. Entonó su cántico más deprisa y los espíritus se agitaron aún más inquietos.

—Está a punto —murmuró Grover.

Una luz plateada parpadeó entre los árboles: un espíritu que parecía más fuerte y luminoso que los demás. Cuando se acercó, algo me dijo que lo dejara pasar. Se arrodilló a beber en la fosa.

Al levantarse, vi que era el fantasma de Bianca.

—Hola, Percy —saludó, luego me miró fijamente—. Hola, Dari.

Sonreía débilmente y su forma entera parecía temblar.

—Bianca... —dije. Me salió una voz ronca y mis ojos se humedecen.

Mi corazón se aceleró al encontrarme cara a cara con ella nuevamente. Su imagen brillante y etérea resaltaba en medio de la oscuridad, mi cuerpo se llenó de una culpa abrumadora.

Había sido testigo de su trágico final, y me sentía tan culpable por no haber podido hacer nada para evitarlo.

El recuerdo de sus últimas palabras me aplastó el corazón.

—A mí también me hubiera gustado decírtelo antes.

—Lo siento mucho.

—No tienes por qué disculparte, ni tú tampoco, Percy. La decisión la tomé yo. Y no lo lamento. —Me miró con los ojos cargados de arrepentimiento—. No cuando lamento otra cosa más importante. 

Se me escapó un sollozo, sabía a qué se refería.

—¡Bianca! —Nico dio un traspié, aturdido.

Ella se volvió hacia su hermano. Tenía una expresión triste, como si temiera aquel momento.

—Hola, Nico. ¡Qué alto estás!

—¿Por qué has tardado tanto en responderme? —gritó—. ¡Lo he intentado durante meses!

—Confiaba en que te dieras por vencido.

—¿Por qué? —Parecía desolado—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Estoy tratando de salvarte!

—¡No puedes, Nico! No lo hagas. Percy tiene razón.

—¡No! ¡Él te dejó morir! ¡No es tu amigo!

Bianca alargó un brazo, como para tocarle la cara a su hermano. Pero estaba hecha de pura niebla: su mano se evaporaba en cuanto se acercaba a la piel de un ser vivo.

—Escúchame bien —dijo—. Guardar rencor es muy peligroso para un hijo de Hades. Es nuestro defecto fatídico. Tienes que perdonar. Promételo.

—No. Nunca.

—Percy se ha preocupado por ti, Nico. Él puede ayudarte. Yo permití que viera lo que te proponías con la esperanza de que te encontrara.

—Así que fuiste tú —dijo Percy—. Tú me enviaste esos mensajes Iris.

Bianca asintió.

—¿Por qué lo ayudas a él y no a mí? —chilló Nico—. ¡No es justo!

—Ahora te acercas más a la verdad —señaló Bianca—. No es con Percy con quien estás furioso, Nico, sino conmigo.

—No.

—Estás furioso porque te dejé para convertirme en una cazadora de Artemisa. Estás furioso porque morí y te dejé solo. Lo siento, Nico. Pero debes escuchar a Dari, ella te quiere y ha sabido darte la contención de una hermana mejor de lo que yo lo estaba haciendo.

»Mantente a su lado, debes sobreponerte a la ira. Y deja de culpar a Percy por las decisiones que tomé yo; de lo contrario, provocarás tu propia perdición.

—Es verdad —intervino Annabeth—. Cronos se está alzando contra los dioses, Nico. Atraerá a su causa a todo el que pueda.

—Cronos me importa un pimiento —soltó Nico—. Yo sólo quiero recuperar a mi hermana.

—Eso no puedes lograrlo, Nico —le dijo Bianca con suavidad.

—¡Soy el hijo de Hades! Sí puedo.

—No lo intentes —insistió ella—. Si me quieres, no...

Su voz se apagó. Los espíritus habían empezado a congregarse otra vez alrededor y parecían llenos de desazón. Sus sombras se agitaban. Sus voces cuchicheaban: "¡Peligro!".

—Algo se remueve en el Tártaro —señaló Bianca—. Tu poder llama la atención de Cronos. Los muertos deben regresar al inframundo. Para nosotros no es seguro permanecer aquí.

—Espera —rogó Nico—. Por favor...

—Adiós, Nico. Te quiero. Recuerda lo que te he dicho. —Se giró hacia mí y con una mirada anhelante dijo—. Cuida de Nico, Dari, con él te dejó mi corazón.

Su forma tembló en el aire y todos los fantasmas desaparecieron, dejándono solos con una fosa, un depósito amarillo de Felices Vertidos S. A. y una luna redonda y glacial.

Nico me abrazó con fuerza, ocultando contra mi hombro las lágrimas. Le devolví el abrazo, aguantando mis ganas de llorar.

Él me necesitaba fuerte.

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Ninguno de nosotros quería partir esa noche, así que decidimos esperar a la mañana siguiente.

Nos derrumbamos en los sofás de cuero de la sala de Gerión, lo cual resultaba mucho más cómodo que dormir sobre un petate en el laberinto. Sin embargo, ello no me evitó las pesadillas.

Visiones de cuerpos, de sangre y destrucción.

Un enorme puente viniéndose abajo.

Imágenes de una gran batalla en el campamento.

El sudario de la cabaña de Apolo.

Al despertar me di cuenta que había llorado en sueños.

—¿Dari? —dijo Grover desde el otro sofá—. ¿Estás bien?

Procuré respirar con normalidad. No sabía qué contestarle.

—Sí...solo una pesadilla.

El sol comenzaba a filtrarse por la ventana. Pronto deberíamos ponernos en marcha.

Me contó que ya había pasado una semana desde que salimos del campamento. Y aunque quería creer que estaba equivocado, era imposible porque sabía bien que el tiempo pasaba más deprisa aquí abajo.

Me sentí mal por él al darme cuenta que la fecha límite del Concejo había llegado, iban a quitarle su licencia.

Mientras revisaba mis cosas para partir, me llevé una gran sorpresa, en mi bolsa había una flor de pensamiento multicolor atada a una nota.

"Siempre estás en mi mente"

Sonreí, guardándola con cariño en un libro que me robé de la biblioteca de Gerión. No esperaba esto, pero me dio la suficiente fuerza para seguir después de una noche repleta de pesadillas.

Cuando todos despertaron, bajamos desde el rancho hasta la rejilla de retención y nos despedimos.

—¿Por qué no nos acompañas, Nico? —sugirió Percy.

Él negó con la cabeza. No creo que ninguno de nosotros hubiera dormido bien en aquel rancho diabólico, pero su aspecto era peor que el de los demás.

Tenía los ojos enrojecidos y la cara blanca como la cera. Iba envuelto en una túnica negra que debía de haber pertenecido a Gerión, porque incluso para un adulto habría sido tres o cuatro tallas demasiado grandes.

—Necesito tiempo para pensar —respondió con la mirada gacha. Me tomó de la mano y dijo—. Supongo que no vendrás conmigo.

—No puedo, Nico. Me necesitan en esta misión —murmuré—. Pero recuerda que mi casa siempre estará abierta para ti.

—Lo sé, tu mamá me preparó pastel de chocolate hace unas semanas.

Me reí, y le di un beso en la mejilla.

—Cuídate.

—Tú también—dijo abrazándome una última vez.

—Escucha, Nico —dijo Annabeth acercándose—, Bianca sólo quiere que estés bien.

Le puso una mano en el hombro, pero él se apartó y empezó a subir la cuesta hacia el rancho. Tal vez fueran imaginaciones mías, pero la niebla matinal parecía seguirlo a medida que caminaba.

—Me preocupa —expresó Annabeth—. Si se pone a hablar otra vez con el fantasma de Minos...

—No lo hará. Tuve una charla muy seria anoche sobre convocar espectros de mala reputación —expliqué—. Le dije que si volvía a hablar con ese tipo, iba a teñir su cabello de rosa brillante.

Annabeth me miró dudando.

—No le pasará nada —prometió Euritión. El pastor se había lavado y arreglado—. Puede quedarse aquí y meditar todo el tiempo que quiera. Prometo mantenerlo a salvo.

—Gracias, tío.

—No me llames así —dijo apuntándome con el mazo.

—¿Y tú qué harás? —preguntó Percy.

Euritión le rascó a Ortos un cuello y luego el otro.

—Las cosas en este rancho van a cambiar a partir de ahora. Se acabó la carne de vaca sagrada. Estoy pensando en empanadas de semillas de soja. Y voy a hacerme amigo de esos caballos carnívoros. Quizá me inscriba en el próximo rodeo.

La sola idea me dio escalofríos.

—Pues... buena suerte.

—Sí. —Euritión escupió en la hierba—. Supongo que ahora van a buscar el taller de Dédalo.

La mirada de Annabeth se iluminó.

—¿Puedes ayudarnos?

Euritión se quedó mirando la rejilla de retención. Tuve la impresión de que la cuestión lo ponía nervioso.

—No sé dónde está. Pero seguramente Hefesto sí lo sabrá.

—Eso dijo Hera. —Asintió Annabeth—. Pero ¿cómo podemos encontrarlo?

Euritión se sacó algo de debajo del cuello de la camisa. Era un collar: un disco plateado y liso con una cadena de plata. Tenía una depresión en el centro, como la huella de un pulgar. Se lo entregó a Annabeth.

—Hefesto viene por aquí de vez en cuando —dijo—. Estudia los animales para copiarlos en sus autómatas. La última vez...le hice un pequeño favor. Para una bromita que quería gastarles a mi padre, Ares, y a Afrodita.

»Y él, en señal de gratitud, me dio esta cadena. Me dijo que si alguna vez necesitaba encontrarlo, el disco me guiaría hasta su fragua. Pero sólo una vez.

—¿Y me lo das a mí? —exclamó Annabeth.

Euritión se sonrojó.

—Yo no tengo ninguna necesidad de ver las fraguas, señorita. Me sobra trabajo aquí. Sólo hay que apretar el botón y él te encamina.

Cuando Annabeth lo pulsó, el disco cobró vida y desplegó en el acto ocho patas metálicas. Para perplejidad de Euritión, ella lo arrojó al suelo con un chillido.

—¡Una araña!

—Es que...las arañas le dan un poco de miedo —explicó Grover—. Una antigua rivalidad entre Atenea y Aracné.

—Ah. —Euritión parecía avergonzado—. Lo siento, señorita.

La araña se arrastró hacia la rejilla de retención y desapareció entre los barrotes.

—¡Rápido! —dije—. Esa cosa no va a esperarnos.

Annabeth no parecía tener mucha prisa, pero no nos quedaba alternativa. Nos despedimos de Euritión, Tyson sacó la rejilla y saltamos otra vez al interior del laberinto.

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Ojalá le hubieramos puesto una correa a aquella araña, porque se deslizaba por los túneles tan deprisa que la mayor parte del tiempo ni siquiera la veía.

De no ser por el excelente oído de Tyson y Grover, no habríamos sabido qué camino elegir.

Recorrimos un túnel de mármol, giramos a la izquierda y estuve a punto de caer en un abismo. Tyson me sujetó en el último momento y me arrastró hacia atrás.

El túnel continuaba más adelante, pero no había suelo en un trecho de treinta metros; sólo se veía un hueco oscuro y una serie de travesaños de hierro en el techo.

La araña mecánica ya había cruzado la mitad del abismo colgada de los travesaños, a los que iba lanzando sus hilos metálicos.

—¡Un pasamanos! —dijo Annabeth—. Se me dan muy bien.

Saltó al primer travesaño, se agarró firmemente y empezó a pasar de uno a otro balanceándose. Le daba miedo la araña más diminuta, pero no la posibilidad de caer al vacío desde un pasamanos larguísimo.

Llegó al otro lado y echó a correr detrás de la araña. Me tocaba a mí, seguida de Percy.

Cuando crucé el abismo, miré atrás y vi que Tyson se había subido a Grover a caballito. El grandote llegó al final del pasamanos en tres brazadas.

La araña no aminoró el paso, incluso pasamos por delante de otro esqueleto. Resbalé en un montón de pedazos de madera, pero cuando enfoqué con la linterna descubrí que eran lápices: cientos de lápices partidos por la mitad.

El túnel se abrió de repente a una gran estancia tan iluminada que la luz resultaba cegadora. Lo primero que me llamó la atención, cuando los ojos se acostumbraron, fueron los esqueletos. Había docenas tirados por el suelo.

Algunos antiguos y ya blanqueados; otros recientes y muchísimo más repulsivos.

En el otro extremo de la estancia vi a una criatura monstruosa subida a un estrado reluciente. Tenía el cuerpo de un enorme león y cabeza de mujer. Habría resultado guapa tal vez, pero llevaba el pelo pegado al cráneo, recogido en un moño inflexible.

Tenía prendida en el pecho una insignia con cinta azul que tardé unos segundos en leer: «¡ESTE MONSTRUO HA SIDO DECLARADO EJEMPLAR!»

—Esfinge —gimoteó Tyson.

Yo sabía muy bien qué le daba tanto miedo. De pequeño, en Nueva York, Tyson había sido atacado por una esfinge. Aún tenía las cicatrices en la espalda.

A cada lado de la criatura, había un foco deslumbrante. La única salida era el túnel que quedaba justo detrás del estrado. La araña mecánica se deslizó entre las garras de la esfinge y desapareció.

Annabeth se adelantó para seguirla, pero el monstruo dio un rugido y le mostró los aguzados colmillos que albergaba en su boca, por lo demás de aspecto normal. De inmediato, descendieron unos barrotes y bloquearon ambas salidas: la de nuestra espalda y la que teníamos enfrente.

Entonces el gruñido del monstruo se convirtió en una sonrisa radiante.

—¡Bienvenidos, afortunados concursantes! —dijo—. Prepárense para jugar a... ¡RESOLVER EL ENIGMA!

Resonaron unos aplausos enlatados desde el techo, como si hubiese unos altavoces invisibles. Los focos hicieron un barrido por toda la estancia, reflejándose en el estrado y confiriendo a los esqueletos un resplandor de discoteca.

—¡Premios fabulosos! —proclamó la esfinge—. ¡Supere la prueba y le tocará avanzar! ¡Fracase y me tocará devorarlo! ¿Quién va a ser nuestro próximo concursante?

—Ésta se cree presentadora de televisión —murmuré a Percy y él asintió de acuerdo.

Annabeth nos tomó del brazo.

—De esto me encargo yo —susurró—. Ya sé qué va a preguntar.

No discutimos. Pensé que si la esfinge iba a plantear un enigma, Annabeth era la más indicada para intentar resolverlo.

Subió al podio del concursante, sobre el que se encorvaba aún un esqueleto con uniforme escolar. Ella lo quitó de en medio de un empujón y el esqueleto se desplomó en el suelo con estrépito.

—Perdón —le dijo Annabeth.

—¡Bienvenida, Annabeth Chase! —aulló la bestia, aunque ella no había dicho su nombre—. ¿Está lista para la prueba?

—Sí —declaró—. Dígame su enigma.

—¡Son veinte enigmas, de hecho! —respondió alegremente la esfinge.

—¿Cómo? Pero si en los viejos tiempos...

—¡Hemos elevado el listón! Para pasar, debe demostrar su habilidad en los veinte. ¿No es fantástico?

Los aplausos resonaban y se apagaban bruscamente, como si alguien estuviera abriendo y cerrando un grifo.

Annabeth nos miró, nerviosa. Le dirigí un gesto con el puño para animarla.

—De acuerdo —contestó a la esfinge—. Estoy lista.

Resonó desde el techo un redoble de tambor. Los ojos del monstruo relucían de excitación.

—¿Cuál es... la capital de Bulgaria?

Annabeth arrugó el ceño. Durante un instante espantoso, creí que se había quedado en blanco.

—Sofía —dijo—, pero...

—¡Correcto! —Más aplausos enlatados. La esfinge sonrió tan abiertamente que volvimos a verle los colmillos—. Asegúrese por favor de marcar su respuesta claramente en la hoja de examen con un lápiz del número dos.

—¿Cómo? —Annabeth parecía perpleja.

Enseguida apareció ante ella un cuadernillo y un lápiz perfectamente afilado.

—Asegúrese de que rodea cada respuesta sin salirse del círculo —dijo la esfinge—. Si ha de borrar, borre totalmente o la máquina no será capaz de leer sus respuestas.

—¿Qué máquina? —preguntó Annabeth.

La esfinge señaló con la zarpa. Junto a uno de los focos había una caja de bronce con infinidad de palancas y con la letra griega eta en un lado: la marca de Hefesto.

—Bueno —prosiguió la esfinge—, siguiente pregunta...

—Un momento —protestó Annabeth—. Aquello del animal que camina a cuatro patas por la mañana... ¿no va a preguntármelo?

—¿Disculpe? —dijo la esfinge, ahora claramente irritada.

—El enigma sobre el hombre. Camina a cuatro patas por la mañana, como un bebé; con dos a mediodía, como un adulto, y con tres por la tarde, como un viejo con su bastón. Ése es el enigma que siempre planteaba, ¿no?

—¡Y por eso justamente cambiamos la prueba! Porque los concursantes ya se sabían la respuesta. —Pensé que aunque era una mierda para nosotros, la esfinge tenía razón en eso, tenía sentido que si todos sabían la respuesta, ella cambiaría la prueba—. Bueno, segunda pregunta, ¿cuál es la raíz cuadrada de dieciséis?

—Cuatro —respondió Annabeth—, pero...

—¡Correcto! ¿Qué presidente estadounidense firmó la Proclamación de Emancipación?

—Abraham Lincoln, pero...

—¡Correcto! Enigma número cuatro. ¿Qué...?

—¡Un momento! —gritó Annabeth.

—Ay, nos van a matar —me lamenté comenzando a masticar mis uñas.

El orgullo de Annabeth iba a conseguir que nos mataran, lo único que tenía que hacer, era limitarse a responder a las preguntas para que pudiéramos largarnos.

Pero no, ella necesitaba probar que era la más inteligente de todos, sin importar qué.

Y por supuesto, para Annabeth era super lógico ponerse a discutir con la esfinge como si fuera un profesor de secundaria que le pone una nota injusta y no una criatura que va a despedazarla, y a nosotros con ella.

—Esto no son enigmas —alegó.

—¿Cómo que no? Claro que lo son. Estas preguntas han sido diseñadas especialmente...

—Son sólo un montón de datos estúpidos, escogidos al azar. Se supone que los enigmas han de obligarte a pensar.

—¿A pensar? —La esfinge frunció el ceño—. ¿Cómo se supone que voy a evaluar si es usted capaz de pensar? ¡Qué absurdo! Bueno, ¿qué cantidad de fuerza se precisa...?

—¡Basta! —insistió Annabeth—. ¡Esta prueba es una idiotez!

—Hummm, Annabeth —intervino Grover, nervioso—. A lo mejor lo que deberías hacer es, ya sabes, terminar primero y protestar después.

—Soy hija de Atenea —alegó ella—. Y esto es un insulto a la inteligencia. No pienso responder a esas preguntas.

—Pues ahora no pareces hija de Atenea, solo una mocosa orgullosa —espeté—, hacer berrinche cuando tu vida corre peligro no es nada inteligente.

Pero ella me ignoró.

Los focos nos deslumbraron con su brusca intensidad. Los ojos negros del monstruo destellaban.

—Entonces, querida, si no pasa, fracasa. Y como no podemos permitir que ningún niño se quede atrasado, ¡será devorada!

La esfinge mostró sus colmillos, que relucían como si fueran de acero inoxidable, y dio un salto hacia el podio.

—¡No! —Tyson se lanzó en el acto a la carga.

Le hizo al monstruo un placaje cuando todavía estaba en el aire y los dos se desplomaron sobre un montón de huesos. Eso le dio tiempo a Annabeth para recobrar la serenidad y sacar su cuchillo. Tyson se levantó con la camisa hecha jirones. La esfinge rugía, estudiando el momento oportuno.

Percy sacó a Contracorriente y se situó delante de Annabeth.

—¡Vuélvete invisible!

—¡Puedo luchar!

—¡Quieres dejar de ser tan orgullosa por una puta vez! —grité sacando a Resplandor—. El monstruo te busca a tí.

Como para confirmar mis palabras, el monstruo derribó a Tyson, lo quitó de en medio y saltó de nuevo, tratando de pasarme de largo. Grover le clavó en el ojo la tibia de un esqueleto, lo que le arrancó un alarido de dolor. Annabeth se puso su gorra y desapareció en el acto. Cuando la bestia se lanzó sobre dónde se hallaba un segundo antes, se encontró con las zarpas vacías.

—¡No es justo! —rugió—. ¡Tramposa!

Ahora que Annabeth no estaba a la vista, el monstruo se volvió hacia nosotros.

Alcé mi espada, pero, antes de que pudiera darle una estocada, Tyson arrancó del suelo la máquina de puntuaciones y se la tiró por la cabeza, deshaciéndole el moño. El artilugio terminó estrellándose en el suelo y las piezas quedaron esparcidas por todas partes.

—¡Mi máquina! —gritó—. ¿Cómo voy a ser ejemplar si no puedo puntuar las pruebas?

Los barrotes de los dos túneles se alzaron en ese momento y todos corrimos hacia el fondo de la estancia. Confiaba en que Annabeth hiciera lo mismo.

La esfinge se apresuró a perseguirnos, pero Grover sacó sus flautas de junco y se puso a tocar. De repente, los lápices recordaron que habían formado parte de los árboles: se congregaron en torno a las garras de la esfinge, desarrollaron raíces y ramas, y empezaron a enredarse en las patas. El monstruo acababa desgarrando los nudos, pero aquello nos dio el tiempo que necesitábamos.

Tyson arrastró a Grover hacia el túnel y los barrotes se cerraron con estrépito detrás de nosotros.

—¡Annabeth! —gritó Percy.

—¡Aquí! ¡No te detengas!

Corrimos por el túnel mientras seguíamos escuchando los rugidos de la esfinge, que se lamentaba desolada por todas las pruebas que tendría que corregir a mano.

Hace dos capítulos Dari soñó una noche que entra dentro de la trama de Regalos, por eso dice que Apolo le dejó una rosa blanca la cual significa inocencia y encaja en el contexto en que se la dio.

Y hoy, le dejó un pensamiento multicolor que significa exactamente lo que le dijo en la nota.

Ni por estar en una misión él va a dejar de molestarla con las florcitas 🤣

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