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001.ɪ ᴡᴀꜱ ᴇʟᴇᴄᴛʀᴏᴄᴜᴛᴇᴅ ᴀɴᴅ ʟɪᴠᴇᴅ ᴛᴏ ᴛᴇʟʟ ᴛʜᴇ ᴛᴀʟᴇ

ᴍᴇ ᴇʟᴇᴄᴛʀᴏᴄᴜᴛᴀɴ ʏ ᴠɪᴠᴏ ᴘᴀʀᴀ ᴄᴏɴᴛᴀʀʟᴏ

(¿Quién se supone que soy?)

━━━━━OCTUBRE 2008

JASON

ANTES DE ELECTROCUTARME, YA ERA UN DÍA DE MIERDA.

Me desperté en los asientos traseros del autobús escolar sin saber dónde estaba, y sosteniendo la mano de una chica a la que no conocía. Era bonita, pero no sabía quién era ni lo que estaba haciendo ahí y estaba segurísimo que no debía estar sujetando su mano.

En los asientos de adelante había varias docenas de chicos repantigados, escuchando sus iPod, hablando o durmiendo. Todos parecían más o menos de mi edad...

¿Quince? ¿Dieciséis? Bien, eso sí que daba miedo. No sabía cuántos años tenía.

El autobús avanzaba con estruendo por una carretera llena de baches. Por las ventanillas pasaba el desierto bajo un radiante cielo azul. Estaba seguro de que no vivía en el desierto. Intenté hacer memoria. Lo último que recordaba...

—¿Estás bien, Jason? —preguntó la chica, mientras me apretaba la mano.

Llevaba unos vaqueros desteñidos, unas botas de montaña y un forro polar. Tenía el cabello color chocolate cortado de forma desigual, con finos mechones trenzados a los lados. No llevaba maquillaje, como si no quisiera llamar la atención, pero no le daba resultado. Era muy guapa. Sus ojos parecían cambiar de color como un caleidoscopio: marrones, azules y verdes.

«Si sabes lo que te conviene, Superman, vas a soltarla ahora mismo».

La solté.

—Esto...yo no...

—¡Está bien, jovencitos, escuchen! —gritó un profesor en la parte delantera del autobús.

Era evidente que era un entrenador. Llevaba una gorra muy calada en la cabeza, de forma que solo se veían sus ojos pequeños y brillantes. Tenía una perilla fina y cara avinagrada, como si hubiera comido algo podrido. Sus musculosos brazos y su pecho abultaban bajo un polo de vivo color naranja. Su pantalón de chándal y sus zapatillas Nike eran de un blanco inmaculado. Del cuello le colgaba un silbato, y llevaba un megáfono sujeto al cinturón. Si no hubiera medido un metro y medio, habría dado mucho miedo.

Cuando se puso de pie en el pasillo, uno de los alumnos gritó:

—¡Levántese, entrenador Hedge!

—¡Lo he oído!

El entrenador escudriñó el autobús en busca del ofensor. Entonces sus ojos se fijaron en mí y su entrecejo se frunció aún más.

Me sobresalté. Estaba seguro de que el entrenador sabía que aquel no era mi sitio.

«Oh no, oh no, oh no...va a llamarme...y me preguntará qué estoy haciendo aquí...y...y...no tengo idea de qué decirle».

Sin embargo, el entrenador Hedge apartó la vista y carraspeó.

—¡Llegaremos dentro de cinco minutos! Quédense con su compañero. No pierdan las hojas de ejercicios. Y si alguno de ustedes causa problemas en esta excursión, mis queridos jovencitos, los mandaré personalmente de vuelta al campus a la fuerza.

Tomó un bate de béisbol e hizo como si estuviera golpeando una pelota.

Miré a la chica a mi lado.

—¿Puede hablarnos así?

Ella se encogió de hombros.

—Siempre lo hace. Estamos en la Escuela del Monte. "Donde los alumnos son los animales".

—Ha habido un error —dije comenzando a sentirme desesperado—. Yo no debería estar aquí.

El chico de delante se volvió y se echó a reír.

—Sí, claro, Jason. ¡A todos nos han engañado! Yo no me escapé seis veces, y Piper no robó un BMW.

La chica se ruborizó.

—¡Yo no robé ese coche, Leo!

—Ah, me olvidaba, Piper. ¿Cuál era tu versión? ¿Convenciste al dueño para que te lo prestara?

Me miró con una expresión que parecía decir: "¿Puedes creerle?"

Leo parecía un elfo de Santa Claus en versión latina, con el pelo moreno rizado, las orejas puntiagudas, una cara alegre e infantil, y una sonrisa pícara que te avisaba en el acto de que no debías dejar cerillas ni objetos afilados cerca de él. Sus dedos largos y diestros no paraban de moverse: tamborileando en el asiento, recogiéndose el pelo detrás de las orejas, toqueteando los botones de su chaqueta de camuflaje.

«O es hiperactivo por naturaleza o se ha dado un subidón de azúcar y cafeína como para provocar un infarto a un búfalo».

—En fin —dijo Leo—, espero que tengas la hoja de ejercicios, porque yo utilicé la mía para disparar bolitas hace días. ¿Por qué me miras así? ¿Me han vuelto a dibujar en la cara?

—No te conozco.

Leo me dedicó una sonrisa de cocodrilo.

—Claro. No soy tu mejor amigo. Soy su clon malvado.

—¡Leo Valdez! —gritó el entrenador Hedge desde la otra punta—. ¿Algún problema ahí atrás?

Leo me guiñó un ojo.

—Mira —se volvió hacia delante—. ¡Lo siento, entrenador! No lo oigo bien. ¿Puede utilizar el megáfono, por favor?

El entrenador Hedge gruñó como si se alegrara de tener una excusa. Se desenganchó el megáfono del cinturón y siguió dando instrucciones, pero su voz sonaba como la de Darth Vader.

Los chicos se troncharon de risa. El entrenador volvió a intentarlo, pero esta vez el megáfono rugió:

—¡La vaca hace muuuu!

Los chicos estallaron en carcajadas, y el entrenador dejó de golpe el megáfono.

—¡Valdez!

Piper contuvo la risa.

—Madre mía, Leo. ¿Cómo lo has hecho?

Leo se sacó un pequeño destornillador Phillips de la manga.

—Soy un chico especial.

—Hablo en serio, chicos —rogué—. ¿Qué hago aquí? ¿A dónde vamos?

Piper frunció el ceño.

—¿Estás bromeando, Jason?

—¡No! No tengo ni idea...

Me llevé las manos al cabello, frustrado e impotente ante la densa niebla que me envolvía los recuerdos. La sensación de no recordar nada, de no saber quiénes éramos ni qué estábamos haciendo allí, me estaba volviendo loco.

Observé de nuevo a Piper buscando desesperadamente en su rostro alguna pista que pudiera darme alguna respuesta. Intenté recordar, escarbar en los recovecos de mi mente, pero solo encontré un vacío desolador. Mi memoria era un lienzo en blanco, desprovisto de cualquier rastro de mi identidad.

—Bah, está bromeando —dijo Leo—. Está intentando vengarse de mí porque le eché espuma de afeitar en la gelatina, ¿verdad?

Lo miré sin comprender de qué hablaba.

—No, creo que habla en serio.

Piper intentó tomarme de nuevo la mano, pero la aparté.

—Lo siento —dije—. No...no puedo...

Ella me miró como si le hubiera roto el corazón. Me sentí muy culpable, y estaba a punto de disculparme cuando el entrenador Hedge gritó desde la parte de delante:

—¡Se acabó! ¡La fila de atrás acaba de ofrecerse para limpiar después de comer!

El resto de los chicos se pusieron a dar vítores.

—Genial —murmuró Leo.

Pero Piper no apartaba la vista de mí, tratando de averiguar si estaba herido o preocupado.

La verdad, no sé si estoy herido o qué.

—¿Te has golpeado la cabeza o algo por el estilo? ¿De verdad no sabes quiénes somos?

—Peor aún. No sé quién soy.

Me sentía perdido, como un náufrago en medio de un océano de olvidos.

«Océano».

Por alguna razón, esa palabra me provocó más pánico. Como si estuviera olvidando algo que no debía olvidar, algo que era importante y no sabía qué era.

El autobús nos dejó delante de un gran complejo de estuco rojo que parecía un museo situado en mitad de la nada.

Un viento frío soplaba en el desierto. No me había fijado en lo que llevaba puesto, pero no me abrigaba lo suficiente: unos vaqueros y unas zapatillas de deporte, una camiseta de manga corta morada y un fino impermeable negro.

—Curso acelerado para el amnésico —dijo Leo con un tono servicial que me hizo pensar que el comentario no me iba a ayudar en nada—. Vamos a la "Escuela del Monte" —Dibujó unas comillas invisibles con los dedos—. Lo que significa que somos "chicos malos". Tu familia, o el tribunal, o quien sea, decidió que eras demasiado conflictivo, así que te mandaron a esta bonita cárcel, perdón "internado" en Armpit, Nevada, donde se aprenden valiosas técnicas en plena naturaleza, como correr treinta kilómetros al día entre cactus y tejer margaritas en gorros. Y como actividad especial, vamos de excursión con el entrenador Hedge, que mantiene el orden con un bate de béisbol. ¿Te acuerdas ya?

—No.

Eché un vistazo a los otros chicos con aprehensión: unos veinte muchachos; la mitad, chicas. Ninguno parecía un criminal reincidente, pero me preguntaba qué habían hecho para que los condenaran a una escuela para delincuentes y por qué estaba yo con ellos.

Leo puso los ojos en blanco.

—Vas a seguir con el acto, ¿verdad? Muy bien, los tres empezamos juntos este semestre. Formamos un grupo. Tú haces todo lo que te digo, me das tu postre y me haces los deberes...

—¡Leo! —soltó Piper.

—Bien, no hagas caso de la última parte, pero somos amigos. Bueno, Piper es algo más que tu amiga desde hace unas semanas...

—¡Para, Leo!

Piper se puso colorada. En cambio, sentí que se me bajaba la presión.

Primero, si estuviera saliendo con una chica llamada Piper y fuera como ella, me acordaría. Segundo, estaba seguro que no estaba saliendo con Piper, porque...porque...no recordaba por qué, pero estaba seguro que no salía con ella.

La confusión se agudizaba dentro de mí, como una tormenta que amenazaba con arrastrarme.

Había algo que tenía que recordar, era...era..

Sentí una opresión en el pecho, una mezcla de angustia y desesperación por no poder recordar algo que era muy importante. Algo que no podía olvidar y tenía que recordar antes de que hiciera algo que lo arruinara todo.

—Sufre amnesia o algo parecido —dijo Piper—. Tenemos que decírselo a alguien.

Leo se lo tomó a risa.

—¿A quién, al entrenador Hedge? Intentaría ayudar a Jason a golpes.

El entrenador estaba en la parte delantera del grupo, gritando órdenes y tocando el silbato para mantener a los chicos en fila, pero de vez en cuando miraba hacia atrás, hacía mí, y fruncía el entrecejo.

—Jason necesita ayuda, Leo. Tiene una conmoción cerebral o...

—Eh, Piper. —Uno de los otros chicos se quedó atrás para unirse a ellos mientras el grupo se dirigía al museo. El nuevo se metió entre Piper y yo, y tiró al suelo a Leo—. No hables con estos idiotas. Eres mi compañera, ¿lo recuerdas?

El nuevo llevaba el pelo moreno cortado al estilo de Superman, estaba muy bronceado y tenía los dientes tan blancos que debería haber llevado un letrero en el que pusiera: PROHIBIDO MIRAR LOS DIENTES DIRECTAMENTE. PUEDE PROVOCAR CEGUERA IRREVERSIBLE.

Vestía una camiseta de los Dallas Cowboys, vaqueros y botas, y sonreía como si se considerase un regalo de Dios para los delincuentes juveniles.

«No me hace falta saber nada más, me cae como patada en los huevos».

—Lárgate, Dylan. Yo no pedí trabajar contigo.

—Oh, eso no son formas. ¡Hoy es tu día de suerte!

Dylan entrelazó el brazo con el de ella y la metió a rastras por la entrada del museo. Piper lanzó una última mirada por encima del hombro como si estuviera pidiendo socorro.

Leo se levantó y se limpió.

—Odio a ese tipo. —Me ofreció el brazo, como si fuéramos a entrar juntos dando brincos—. Soy Dylan. ¡Soy super cool, quiero salir conmigo mismo, pero no sé cómo! ¿Quieres salir tú conmigo? ¡Tienes mucha suerte!

—Leo, eres muy raro.

—Sí, me lo dices mucho —Leo sonrió—. Pero como no te acuerdas de mí, puedo volver a contarte mis viejos chistes. ¡Vamos!

«Si este tipo es mi mejor amigo, mi vida debe ser un desastre».

Pero igual entré al museo detrás de Leo. Algo me decía que con o sin él, mi vida era un desastre con nombre y apellido aunque no recordaba quién.

Recorrimos el edificio deteniéndonos aquí y allá para que el entrenador Hedge nos sermoneara con su megáfono. Leo no paraba de sacar tuercas, tornillos y alambres de los bolsillos de su chaqueta militar, como si tuviera que tener las manos ocupadas a todas horas.

Yo estaba demasiado distraído para fijarme en los objetos expuestos relacionados con el Gran Cañón y la tribu hualapai, a la que pertenecía el museo.

Algunas chicas no paraban de mirar a Piper y Dylan y de reírse tontamente.

«Deben ser el grupito Mean Girls del colegio» pensé, y fruncí el ceño al darme cuenta de algo. «¿Y yo cuando he visto Mean Girls?»

Llevaban jeans y tops rosa a juego, y lucían tanto maquillaje para ir a una fiesta de Halloween.

—Eh, Piper, ¿este museo es de tu tribu? ¿Te dejan entrar gratis si haces la danza de la lluvia?

Las otras chicas se echaron a reír. Incluso el supuesto compañero de Piper contuvo una sonrisa.

«No le encuentro la gracia».

El forro polar de Piper le tapaba las manos, pero tenía la sensación de que estaba apretando los puños.

—Mi padre es cherokee. No hualapai. Claro que a ti te hacen falta unas cuantas neuronas para distinguirlos, Isabel.

Isabel abrió mucho los ojos fingiendo sorpresa, lo que le hizo parecer un búho con maquillaje añadido.

—¡Oh, perdona! ¿Era tu madre de la tribu? Ah, eso es. No conociste a tu madre.

Piper arremetió contra ella, pero, antes de que empezaran a pelearse, el entrenador Hedge escupió:

—¡Ya está bien ahí atrás! ¡Den buen ejemplo o sacaré el bate!

El grupo se dirigió arrastrando los pies al siguiente objeto expuesto, pero las chicas siguieron haciendo comentarios a Piper.

—Oye, ¿te alegras de volver a la reserva? —preguntó una con voz dulce.

—Seguramente su padre está demasiado borracho para trabajar —dijo otra con falsa compasión—. Por eso ella se hizo cleptómana.

Piper no les hizo caso, pero a mí ya me estaban hartando. No me acordaba de Piper, ni si era o no mi novia, pero sabía una cosa. Odio a los chicos crueles.

Leo lo agarró del brazo.

—Tranquilo. A Piper no le gusta que nos peleemos por ella. Además, si esas chicas supieran quién es su padre, todas se inclinarían ante ella gritando: "¡No somos dignas!".

—¿Por qué? ¿Qué pasa con su padre?

Leo se rió con incredulidad.

—¿No bromeas? ¿De verdad no te acuerdas de que el padre de tu novia...?

—Oye, ojalá me acordara, pero ni siquiera me acuerdo de ella, mucho menos de su padre.

Leo soltó un silbido.

—En fin. Ya hablaremos cuando volvamos a la residencia.

Llegamos al otro extremo de la sala de exposiciones, donde había unas grandes puertas de cristal que daban a una terraza.

—Está bien, jovencitos —anunció el entrenador Hedge—. Van a ver el Gran Cañón. Procuren no romperlo. La plataforma puede soportar el peso de setenta aviones, así que unos pesos pluma como como ustedes no deberían correr ningún peligro. Si es posible, procuren no empujarse por encima del borde, porque eso me acarrearía papeleo extra.

El entrenador abrió las puertas y todos salieron. El Gran Cañón se extendía ante ellos, vivo y en persona. Por encima del borde se alargaba una plataforma con forma de herradura hecha de cristal, de manera que se podía ver a través de ella.

—Hombre —dijo Leo—. Es genial.

No podía estar más de acuerdo.

A pesar de la amnesia y de la sensación de que aquel no era mi sitio, no pude evitar quedar impresionado.

El cañón era más grande y más ancho de lo que se apreciaba en una fotografía. Estaban a tanta altura que los pájaros daban vueltas por debajo de sus pies. Un kilómetro y medio más abajo, un río serpenteaba por el suelo del cañón.

Mientras habíamos estado dentro, unos grupos de nubarrones se habían movido en lo alto, proyectando sombras como caras furiosas sobre los riscos. En cualquier dirección hasta donde alcanzaba a ver, el desierto se hallaba atravesado por barrancos rojos y grises, como si un dios loco lo hubiera cortado con un cuchillo.

Me sujeté el puente de la naríz, un dolor punzante me azotó detrás de los ojos.

«Dioses locos... ¿De dónde saqué esa idea?»

Me sentía como si me hubiera acercado a algo importante: algo que debería saber. También tenía la inconfundible sensación de que estaba en peligro.

—¿Estás bien? —preguntó Leo—. No irás a vomitar por el borde, ¿verdad? Porque no he traído la cámara.

Me agarré de la barandilla. Estaba temblando y sudoroso, pero no tenía nada que ver con las alturas.

Parpadeé y el dolor disminuyó.

—Estoy bien —logré decir—. Solo me duele la cabeza.

Un trueno retumbó en lo alto. Y una corriente fría estuvo a punto de arrojarlo de lado.

—Esto no puede ser seguro. —Leo miró las nubes entornando los ojos—. Tenemos la tormenta justo encima, pero a los lados está despejado. Qué raro, ¿verdad?

Alcé la vista y comprobé que Leo tenía razón.

Un oscuro círculo de nubes se había colocado encima de la plataforma, pero el resto del cielo estaba completamente despejado en todas direcciones.

Tenía un mal presentimiento.

—¡Está bien, jovencitos! —gritó el entrenador Hedge. Miró la tormenta con los ojos entrecerrados, como si a él también le preocupara—. ¡Puede que tengamos que interrumpir la visita, así que ponganse a trabajar! ¡Recuerden, frases enteras!

La tormenta retumbó, y me empezó a doler otra vez la cabeza.

Sin saber por qué, metí la mano en el bolsillo de los vaqueros y saqué una moneda: un círculo de oro del tamaño de una moneda de medio dólar, pero más grueso y desigual. En un lado tenía estampada la imagen de un hacha de guerra. En el otro aparecía la cara de un hombre adornada con laurel. En la inscripción ponía algo así como IVLIVS.

—Caramba, ¿es de oro? —preguntó Leo—. ¡Me lo has estado escondiendo!

Guardé la moneda preguntándome cómo había llegado a tenerla y por qué tenía la sensación de que iba a necesitarla dentro de poco.

—No es nada. Solo una moneda.

Leo se encogió de hombros. Tal vez su mente tenía que estar continuamente activa como sus manos.

—Vamos. A que no te atreves a escupir por el borde.

No nos esforzamos mucho con la hoja de ejercicios. En primer lugar, estaba demasiado distraído con la tormenta y mis confusas emociones. Por otra parte, no sabía nombrar "tres estratos sedimentarios que observes" ni describir "dos ejemplos de erosión".

Leo no era de ayuda. Estaba demasiado ocupado construyendo un helicóptero con unos alambres forrados.

—Mira.

Lanzó el helicóptero.

Pensé que caería en picado, pero las aspas de alambre giraban de verdad. El pequeño helicóptero llegó hasta la mitad del cañón antes de perder impulso y caer al vacío trazando una espiral.

—¿Cómo lo has hecho?

Leo se encogió de hombros.

—Habría sido más genial si hubiera tenido más gomas.

—¿De verdad somos amigos?

—La última vez que lo comprobé, sí.

—¿Estás seguro? ¿Qué día nos conocimos? ¿De qué hablamos?

—Fue... —Leo frunció el entrecejo—. No me acuerdo exactamente. Tengo déficit de atención. No esperarás que me acuerde de los detalles.

—Pero yo no te recuerdo en absoluto. No me acuerdo de nadie de los que están aquí. ¿Y si...?

—¿Tú tienes razón y el resto estamos equivocados? —preguntó Leo—. ¿Crees que has aparecido esta misma mañana y que todos tenemos recuerdos falsos de ti?

«Eso es exactamente lo que pienso».

Pero parecía absurdo. Allí todo el mundo daba mi presencia por sentado. Todo el mundo actuaba como si formara parte de la clase...todos menos el entrenador Hedge.

—Toma la hoja de ejercicios. —Le di a Leo el papel—. Ahora vuelvo.

Antes de que Leo pudiera protestar, atravesé la plataforma.

Vi a Piper tratar de rellenar su hoja de ejercicios, pero Dylan, su estúpido compañero, estaba intentando coquetear con ella, colocándole la mano en el hombro y dedicándole su cegadora sonrisa blanca. Ella no paraba de apartarlo, y cuando me miró, me lanzó una mirada en plan: "Estrangula a este tipo por mí".

Le hice un gesto para que esperara. Me acerqué al entrenador Hedge, que estaba apoyado en su bate de béisbol estudiando los nubarrones.

—¿Tú has hecho esto? —me preguntó.

Retrocedí aturdido.

—¿Hacer qué?

Parecía como si me hubiera preguntado si yo había provocado la tormenta.

El entrenador Hedge me fulminó con la mirada; sus ojos pequeños y brillantes centelleaban bajo la visera de la gorra.

—No juegues conmigo, chico. ¿Qué haces aquí y por qué me estás fastidiando el trabajo?

—¿Quiere decir... que no me conoce? —dije comenzando a sentirme desesperado otra vez, respirando con dificultad y sudando—. ¿Que no soy uno de sus alumnos?

Hedge resopló.

—Hoy es la primera vez que te veo.

Aunque aún me sentía ansioso, una parte de mí sintió tanto alivio que casi me pongo a llorar. Por lo menos no me estaba volviendo loco. De verdad estaba en el lugar equivocado.

—Oiga, señor, no sé cómo he llegado aquí. Simplemente me he despertado en el autobús escolar. Lo único que sé es que no tendría que estar aquí.

—En eso tienes razón —la voz ronca de Hedge bajó hasta convertirse en un murmullo, como si estuviera contando un secreto—. Debes de tener mucho poder con la Niebla para conseguir que todos estos chicos crean que te conocen, muchacho, pero a mí no me engañas. Hace días que noto el olor a monstruo. Sabía que teníamos un infiltrado, pero tú no hueles a monstruo. Hueles a mestizo. Así que... ¿quién eres y de dónde vienes?

La mayor parte de lo que el entrenador dijo no tenía sentido, pero decidí contestar honestamente.

—No sé quién soy. No tengo recuerdos. Tiene que ayudarme.

El entrenador Hedge examinó mi rostro como si intentara leerle el pensamiento.

—Estupendo —murmuró—. Estás siendo sincero.

—¡Pues claro! ¿Qué era eso de los monstruos y los mestizos? ¿Son palabras en clave o algo parecido?

Hedge entornó los ojos.

Una parte de mí se preguntaba si estaba loco, pero otra sabía que no.

—Mira, chico. No sé quién eres. Solo sé lo que eres, y significa problemas. Ahora tengo que proteger a tres de ustedes en lugar de a dos. ¿Eres el paquete especial? ¿Es eso?

—¿De qué está hablando?

Hedge contempló la tormenta. Las nubes estaban volviéndose más densas y más oscuras, cerniéndose sobre la plataforma.

—Esta mañana recibí un mensaje del campamento. Me dijeron que un equipo de extracción está en camino. Vienen a recoger un paquete especial, pero no me dieron más detalles. Bien, pensé. Los dos a los que estoy vigilando son muy poderosos y más mayores que la mayoría. Sé que los están acechando. Puedo oler a un monstruo en el grupo. Me imagino que por eso a los del campamento les han entrado las prisas por recogerlos. Pero entonces apareces tú de la nada. ¿Eres tú el paquete especial?

El dolor de cabeza se volvió más intenso que nunca.

«Mestizos. Campamento. Monstruos».

Todavía no sabía de qué estaba hablando Hedge, pero sus palabras me provocaban unas tremendas punzadas en el cerebro, como si mi mente intentara acceder a una información que debería estar allí, pero que no estaba.

Me tropecé, y el entrenador Hedge me sujetó. Para ser tan bajo, tenía unas manos de acero.

—Quieto, jovencito. Dices que no tienes recuerdos, ¿eh? Está bien. Tendré que vigilarte a ti también hasta que llegue el equipo. Dejaremos que el director aclare las cosas.

—¿Qué director? ¿Qué campamento?

—No te muevas. No tardarán en llegar los refuerzos. Con suerte, no pasará nada antes...

En el cielo estalló un relámpago. Se levantó un fuerte viento. Las hojas de ejercicios se fueron volando al Gran Cañón, y el puente entero tembló. Los chicos gritaban, daban traspiés y se agarraban a las barandillas.

—Tengo que decir algo —gruñó Hedge. Y rugió por el megáfono—: ¡Todo el mundo adentro! ¡La vaca dice mu! ¡Fuera de la plataforma!

—¡Creía que había dicho que esto era estable! —grité por encima del viento.

—En circunstancias normales, pero no es el caso. ¡Vamos!

━━━━━━━━♪♡♪━━━━━━━━

Y cuando pensé que ya nada podía ser más extraño que despertar sin recuerdos en un autobús rodeado de personas que decían conocerme, pero que en realidad no conocía, un monstruo de tormenta nos atacó.

Me arrojé por el barranco tratando de salvar a Piper y resulta que ahora también volaba.

«Una cosa más que he olvidado, ¿quién carajos soy?».

Y para empeorar, Leo dijo que los monstruos tormenta se habían llevado al entrenador Hedge, quién resultó ser un hombre cabra.

—Tenemos que salir de aquí. Tal vez podamos...

—Okeeeey —me interrumpió Leo—. Miren allá arriba y diganme si eso son caballos voladores.

Primero pensé que Leo se había golpeado la cabeza demasiado fuerte, pero entonces vi una forma oscura que descendía por el este: demasiado lenta para ser un avión y demasiado grande para tratarse de un pájaro. A medida que se acercaba, vio un par de animales alados, grises, con cuatro patas, iguales que unos caballos, solo que cada uno tenía unas alas de unos seis metros de envergadura. Y tiraban de una caja pintada de llamativos colores con dos ruedas: un carro.

—Refuerzos. Hedge me dijo que vendría una brigada de extracción a por nosotros.

—¿Una brigada de extracción? —Leo se levantó con dificultad—. Suena fatal.

—¿Y a dónde nos van a llevar después de extraernos? —preguntó Piper.

Observé cómo el carro aterrizaba en el otro extremo de la plataforma.

Los caballos voladores plegaron las alas y se pusieron a trotar nerviosos por el cristal, como si percibieran que se estaba rompiendo. En el carro había dos adolescentes: una chica rubia y alta que parecía un poco mayor que yo y un chico corpulento con la cabeza afeitada y una cara que parecía un montón de ladrillos.

Los dos llevaban vaqueros y camisetas de manga corta naranja con unos escudos a la espalda. La chica se bajó de un salto antes de que el carro se hubiera parado. Sacó un cuchillo y se dirigió corriendo hacia nosotros mientras el chico refrenaba a los caballos.

—¿Dónde está? —inquirió la chica.

Sus ojos grises eran feroces y un poco llamativos.

—¿Dónde está quién? —pregunté.

Ella frunció el entrecejo como si mi respuesta fuera inaceptable. A continuación se volvió hacia Leo y Piper.

—¿Y Gleeson? ¿Dónde está su protector, Gleeson Hedge?

«¿El entrenador se llamaba Gleeson?». Me hubiera echado a reír si este día no hubiera sido tan raro y espantoso. «Gleeson Hedge: entrenador de fútbol americano, hombre cabra, protector de semidioses. Claro. ¿Por qué no?»

Leo se aclaró la garganta.

—Se lo llevaron unos... tornados.

Venti —dije de forma inconsciente—. Espíritus de la tormenta.

La chica rubia arqueó una ceja.

—¿Te refieres a los anemoi thuellai? Este es el término griego. ¿Quién eres y qué ha pasado?

Intenté explicarle lo mejor que pude, pero era difícil mirar aquellos intensos ojos grises. Hacia la mitad de la historia, el chico del carro se acercó. Se quedó mirándonos con los brazos cruzados. Tenía un arcoíris tatuado en el bíceps, lo cual parecía un poco raro.

Terminé de contar la historia, pero la chica no parecía satisfecha.

—¡No, no, no! Ella le dijo que él estaría aquí. Le dijo que si venía, encontraría la respuesta.

—Annabeth —gruñó el chico calvo—. Mira.

Señaló mis pies. No había pensado mucho en ello, pero todavía me faltaba la zapatilla izquierda, que había salido volando por obra de un relámpago. El pie descalzo estaba perfectamente, pero parecía un pedazo de carbón.

—El chico con un zapato —agregó el calvo—. Él es la respuesta.

—No, Butch —insistió Annabeth—. No puede serlo. Nos han engañado —contempló el cielo furiosamente como si este hubiera hecho algo malo y gritó—. ¡¿Qué quieres de mí?! ¡¿Qué has hecho con él?!

La plataforma tembló, y los caballos relincharon con insistencia.

—Annabeth, tenemos que marcharnos. Llevemos a estos tres al campamento y ya lo pensaremos allí. Los espíritus de la tormenta podrían volver.

Ella permaneció furiosa un momento.

—De acuerdo —clavó una mirada rencorosa en mí—. Resolveremos esto más tarde.

Se dio media vuelta y se marchó hacia el carro.

Piper sacudió la cabeza.

—¿Qué mosca le ha picado? ¿Qué pasa?

—Eso digo yo —convino Leo.

—Tenemos que sacarlos de aquí —dijo Butch—. Les explicaré por el camino.

—No pienso ir a ninguna parte con ella —dije señalando a la chica rubia—. Parece que quiera matarme.

Butch vaciló.

—Annabeth es de fiar. No seas duro con ella. Hubo una visión en la que le dijeron que tenía que venir aquí a buscar a un chico con un zapato. Se suponía que era la respuesta a su problema.

—¿Qué problema? —preguntó Piper.

—Ha estado buscando a un campista que lleva tres días desaparecido. Se está volviendo loca de la preocupación. Esperaba encontrarlo aquí.

—¿A quién? —pregunté.

—A su novio —respondió Butch—. Un chico llamado Percy Jackson.

¡¡¡EMPEZAMOS LA NUEVA SAGA!!!

¿Me creen si les digo que estaba tan ansiosa y con tantas ideas que aún no había terminado La Batalla del Laberinto y ya había empezado el primer borrador de El Héroe Perdido?

Espero que les guste lo que tengo preparado para esta segunda parte de la historia de Dari y Apolo.

Como habrán notado, voy a respetar el manejo de varios narradores de la saga original, Dari sigue siendo la protagonista, pero al igual que en Caprichos, aquí también hay una pareja secundaria.

Otra cosita, como es una saga más larga, ahora los capítulos son más largos.

Con respecto a las edades, decidí que todos los del Argos tuvieran la misma edad.

Me temo que por el tema del Olimpo cerrado, Apolo no aparecerá hasta el final del libro, solo habrá menciones de él. Agradezcan a Zeus por eso.

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