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𝑽𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒏𝒖𝒆𝒗𝒆.

Tiempo después.

― ¿Estás lista? ―cuestionó por milésima vez, con las manos sudadas por los nervios.

María se carcajeó y le asintió con dulzura.

―Hemos estado planeando esto por meses, amor ―le tranquilizó, palmeándole el hombro. Aprovechó y se sujetó de allí, para incorporarse y acomodarse el dobladillo de la camisa holgada.

―El tiempo nos pasó volando ―comentó, melancólico. Juntos, terminaron de llegar a la salida principal de la mansión, donde los esperaba el chófer con el auto y con la pañalera preparada y el bolso personal de María―. Lo bueno, es que ya nuestro hombrecito nace hoy.

Sí, en el eco 3D su bebé por fin se dejó ver. La obstetra, con emoción les reveló el sexo del niño y las lágrimas no tardaron en aparecer.

Por el tamaño de su barriga, han de tener que practicarle una cesárea y extraer el bebé por la parte baja del estómago. Es de alto riesgo, que si se realiza un parto normal el niño muera asfixiado por el cordón umbilical.

Entraron al coche, abrigándose con el calor del vehículo y entre ellos mismos. El chófer, condujo con cuidado y paciencia hasta la clínica privada en donde nacería Héctor San Román. A medida que avanzaban, los nervios y la emoción hacían estragos con fuerza en ellos. María apretaba con seguridad, la mano de su esposo a fin de brindarle tranquilidad y viceversa.

― ¿Avisaste a Carmela? ―preguntó la pelinegra, bostezando y acariciando sin detenerse la panza.

―Cuando estemos allá lo haré ―comunicó, besándole el dorso de la mano―. ¿Alguien aparte de nosotros lo sabe? ―bromeó él.

La verdad, era que a ellos muy poco les gustaba comentar lo que realizaban en el diario, sus planes como pareja y noticias; eso suele causar envidia en los demás y, por ende, se reservaban sus alegrías y penas para ambos, en su intimidad.

―No, pensé en decirle a Carlota en la clínica ―informó, asomando una sonrisa torcida―. Lo había olvidado por completo.

―Puedo entenderte, amor ―aseguró, posando la palma de su mano sobre la barriga de ella y acompañándola con sus movimientos circulares. Los dolores no eran tan fuertes, como en un parto normal. Sin embargo, la puntada en su vientre se instaló allí y no daba señales de desaparecer por unas buenas horas―. Nos metemos de lleno en nosotros, que no nos percatamos de nuestro alrededor.

―Cosa que puede traernos consecuencias, pero a veces ni me importa. Estar contigo es como volar, y sentirse protegida.

Recostó su cabeza, del hombro de él.

―Siempre va a ser así ―reafirmó, propinándole un beso en la coronilla―. Igual con nuestro Héctor.

―Ojalá todo salga bien, cariño. Tengo miedo ―confesó, viéndolo fijamente y con la retina empañada―. Las hormonas me agreden, ahora solo quiero chillar.

―Hazlo, es bueno que drenes tus emociones y tus constantes cambios de humor. ―Le guiñó el ojo.

La mujer dejó fluir sus lágrimas en silencio, mientras se acercaba el momento de dar a luz. El automóvil aparcó dentro del estacionamiento, entonces subieron por el elevador al piso asignado. Una enfermera los guio a la habitación estipulada, que contaba con aire acondicionado, cobijas, una camilla, un sofá, dos almohadas, un baño personal y comida el tiempo de estancia de la paciente.

―Quédate aquí ―indicó Esteban, soltando las cosas sobre el mueble―. Voy a buscar a la doctora.

―Tengo sueño, eh ―advirtió―. Quería seguir durmiendo, porque no tengo ningún dolor que me lo impida.

La puntada no era algo gigante, y los ojos se le cerraban por sí solos.

El reloj de pared frente a ella, daba las ocho y media de la mañana. Tenía hambre como nunca antes, sin embargo; no le estaba permitido ingerir ningún alimento, solo agua. Desmaquillada e hinchada, los pies le palpitaban del cansancio, aunque no haya caminado mucho. Solo que, el estómago le pesaba demasiado.

Se recostó sobre la camilla y cerró los ojos por breves minutos, cuando sintió que caería en un profundo sueño, Esteban entró con la doctora y ella se espabiló rápidamente.

―Mi amor, ¿estás bien?

―Cansada, es todo ―espetó, observando a la doctora. La mujer de cabellos rojos, le sonrió con amabilidad y se acercó con su estetoscopio a revisarle la barriga y sus propios latidos.

―Dentro de ti, todo marcha correctamente ―informó, permitiendo que ella escuchara el corazón de su bebé―. En diez minutos vuelvo, necesito que te prepares con la bata hospitalaria para trasladarte al quirófano.

―Okey, doctora; gracias ―habló el pelinegro, cerrando la puerta, una vez la obstetra salió de allí.

―Bueno, llegó el momento, María. Vamos, te ayudo a que te cambies.

Le extendió la mano y la despojó de su ropa de maternidad que odió usar. Se colocó la bata y descolgaron el teléfono fijo, marcaron a la doctora y ella envió dos enfermeros con una camilla para llevarla al piso de arriba.

― ¿Estás lista? ―inquirió él, viéndola con los ojos llorosos. Su primer hijo nacería, y la sensación seguía sin poder ser descrita.

―Sí, mucho ―contestó, mojando sus labios resecos―. ¿Estarás conmigo allí?

―No, la obstetra no lo permite. ―Ella hizo un puchero, y Esteban no pudo afligirse más―. Hey, descuida que no te dejaré sola. Voy a estar afuera esperando.

―Te amo.

―Te amo, suerte. ―Ellos se fueron por el ascensor de carga y San Román marchó a la cafetería. Necesitaba beberse algo, o terminaría por morir allí.

Se sentó en una butaca y enseguida un mozo se le acercó.

― ¿Qué desea, señor San Román? ―le preguntó, inclinándose un poco para escuchar su orden. En ambas manos, llevaba un lapicero y una agenda pequeña.

―Café bien cargado ―respondió, con unos nervios agotantes―. Y unas tostadas francesas con huevo y tocino.

―Enseguida. ―Anotó y se retiró.

Movía la pierna con insistencia, paseaba la vista a su alrededor. Las personas en otras mesas, cuchicheaban sobre él, había hasta un reportero con una cámara fotográfica buscando la primicia del día siguiente. Pero, a él lo tenía sin cuidado. Su psiquis, solo lo martillaba con la idea de su esposa en el quirófano siendo abierta con un bisturí en la parte baja de su estómago.

El mozo le entregó su comida y Esteban agradeció con un ágil movimiento de cabeza. El desayuno humeaba, olía delicioso y moría por devorarlo. No obstante, lo dejó en la mesa por unos minutos. Sacó su móvil y le marcó a su tía.

― ¿Bueno? ―hablaron del otro lado.

―Tía, ¿qué tal?

Estebancito, mijo; voy bien ¿tú?

―Estoy en la clínica. Mi esposa está teniendo a Héctor ―soltó, mientras que la mujer se sobresaltó por la brusquedad.

¡Cállate! ―exclamó―. ¿Tan rápido? ¿Por qué? ¿Hubo complicaciones? ―Carmela se oía abatida.

―Tía, tranquila. Ella está perfectamente, ahorita en quirófano. La fecha ya estaba pautada, es hoy.

 ― ¡No, hombre!, me voy para allá. Espérame, eh.

El sujeto se permitió reír, entre tantos nervios que cargaba. Aceptó la respuesta de su tía, y colgó la llamada un poco más calmado.

Devoró las tostadas y se bebió de sopetón el café. Pidió agua mineral, y subió al piso del quirófano.

Ningún doctor andaba por la zona, ni la obstetra ni mucho menos las enfermeras encargadas en la labor de parto de su esposa.

Esteban recordó a Carlota, y le marcó como para distraerse y relajar su torrente sanguíneo acelerado. La joven rubia, le aseguró que estaría en el sitio en poco tiempo. Sin embargo, esa sensación no lo dejaba quieto solo caminaba en círculos por la sala de espera.

Regresó a las sillas y veía la hora en su reloj de mano, cada tortuoso minuto que pasaba. Su vista color ámbar, se clavó en la pared frente a él y no supo más hasta que una presencia a su lado lo sacó de sus cavilaciones.

― Tía, ¡qué bueno! ―expresó, cambiando el rostro por uno más sereno. Se abrazaron unos segundos―. Tardaste en llegar.

―Disculpa, mijo. Albita no me dejaba marchar ―se excusó, encogiéndose de hombros―. ¿Y la chula?

―Adentro ―dijo, señalando las puertas del quirófano.

―Calma, Estebancito. Ya sabes, todo saldrá bien.

―Trato de encontrar calma, antes de salir de casa y no ha funcionado.

―María es fuerte, mi amor ―le aseguró, brindándole una sonrisa cálida―. Ella tendrá a tu hijo, no pasará nada más.

― ¡Esteban! ―gritó una mujer rubia―. ¿Cómo estás? ¿Qué haces aquí?

Era alta, casi del tamaño del pelinegro, cabello liso y ojos azules, una sonrisa perfecta le dedicó al que una vez fue su amante en la facultad. Se dejaron, porque ella abandonó la carrera de economía para dedicarse a la medicina y Esteban no supo más de ella; hasta ese momento que la tenía frente a él, vestida con una camisa y pantalón azul cielo, deportivos blancos y una bata hospitalaria a juego.

―Hola, Leslie ―contestó, sorprendido por verla luego de tantos años―. Bien, ¿tú?

Carmela se apartó a un lado, con la ceja enarcada. Conocía la mujer.

―Genial, aunque no mejor que tú ―halagó. No era ciega, y podía ver lo hermoso que se había puesto―. ¿Qué haces acá? ¿Estás enfermo? ―De pronto, se preocupó.

―Para nada. Mi hijo está naciendo, solo eso ―respondió, cruzando los brazos―. Tú lo lograste, ahora eres médico.

―Cardióloga. Felicidades por ti y Fabiola, entonces ―sonrió falsamente y dio media vuelta para dejar a su ex atrás.

San Román quedó atónito, ni siquiera tuvo chance de explicarle a esa mujer que no se trataba de Fabiola. Su tía le hizo una seña con los ojos, que él entendió a la perfección.

Largo rato después, una doctora cansada y sudorosa, con guantes de látex ensangrentados, una mascarilla cubriéndole la nariz y la boca y un gorro que le sostenía el cabello.

―Señor Esteban ―lo llamó, cuidando de no sorprenderlo. Era la única persona que permanecía en aquella sala, jamás se movió.

Carlota llegó también, y acompañó a Carmela a por un café y cigarrillos al cafetín.

―Dígame, doc ―respondió, agitado―. ¿Ya nació?

―Sí, Esteban. Su bebé está bien, ya mismo lo están limpiando para llevarlo a pediatría y hacerle los análisis correspondientes ―profesó, chocando el puño con él―. Felicidades, el pequeño San Román es hermoso.

―Gracias, de verdad. ¡Mil gracias! ―estalló en carcajadas, mientras sus lágrimas arroparon las mejillas. Se acercó y la abrazó con fuerza.

―De nada. Oh, ahí está tu bebé ―exclamó ella, escudriñando a la enfermera que llevaba al niño en brazos, enrollado en una manta con poco de sangre.

Sintió un amor tan profundo por ese ser tan diminuto, uno muy diferente al que siente por su madre. Eso iba más allá de los límites, su corazón bombeó de ternura y se hinchó de orgullo.

―Pronto podrás cargarlo, por ahora debe irse a la incubadora ―espetó la obstetra, para luego desaparecer junto a la enfermera por el pasillo.

Carmela y Carlota llegaron y por la conmoción en las facciones del hombre, lo entendieron todo.

― ¿Cuándo podremos verle? ―demandó la amiga de María―. ¿Tú lo miraste ya?

―En un rato. Fue tan rápido, que ni pregunté por mi nena ―declaró, un tanto avergonzado.

―Es normal, mijito ―intervino Carmela, posando su cabeza en el hombro que le brindó su sobrino―. Tu papi fue igual, cuando naciste.

―Creo que puedo decir que lo entiendo ―suspiró, con los ojos brillándoles. Su teléfono comenzó a sonar, y lo contestó porque era una llamada de Daniela―. Hola.

¿Ya nació? ―inquirió, ansiosa. Ana Rosa desayunaba en sus piernas, a la vez que ella redactaba un informe desde su oficina. Al fondo, se escuchaba lo que la niña decía a su tía―. Ani manda saludos.

―Sí, Daniela. Estoy feliz. ¡Soy papá!

¡Felicitaciones, Esteban!, mucha salud para todos.

―Gracias, amiga. ¿Cómo va todo por la sede?

Las acciones bajaron, pero ya estamos investigando la causa. Aparte, ayer estuve todo el día trabajando en los movimientos de la bolsa.

―No permitas una más. En cuanto tengas los resultados, me envías por fax la falla.

Estamos en contacto, entonces. Te quiero, cuídense.

―Hasta luego, te quiero más.

El nacimiento del pequeño y heredero de la fortuna San Román, Héctor San Román; fue a las diez y cincuenta de la mañana, su peso de 3 kilos ochenta gramos y cuarenta y cinco centímetros de estatura.

Lo veía tan indefenso y diminuto tras la vidriera, dentro de la incubadora con su pañal desechable y su ropita azul cielo. Una doctora, específicamente la pediatra de esa clínica le indicó a Esteban que no podía permanecer mucho tiempo admirando a los bebés. Entonces, el hombre regresó a quirófano a ver a su mujer, que hasta ese minuto fue que recordó que la anestesia que tenía por la cesárea.

―Mi amor... ―murmuró María, acostada en la camilla con los ojos entrecerrados. Estiró la mano, la cual tenía la vía intravenosa para tocar a su esposo―. ¿Lo viste? ―La voz le sonaba rasposa y débil. Se sentía débil y cansada, sus piernas aún no las sentía y la cicatriz en su abdomen bajo ardía.

―Es hermoso, María. Es todo tú ―mencionó, colocándose de cuclillas y estar a la altura del rostro de la morena―. Te amo. ¡Lo hicimos!

―Te amo mucho, vida. ―Se quejó por lo bajo―. Me duele todo, y la anestesia aun no completa su fase. ―Esteban le acarició la mejilla y le besó en la boca castamente. A duras penas, ella le correspondía―. ¿Cuándo saldré de aquí?

―No impacientes, amor ―riñó, con su particular forma cariñosa―. Cuando pase el efecto de la inyección, te trasladarán a tu habitación con el bebé, para que le des de comer.

María asintió y cerró los ojos.

― ¿Comiste? ―cuestionó, volviendo a dormirse.

―Sí. Te veo en un rato, nena.

Besó su frente una última vez, y salió más calmado del sitio.

(***)

Tres días más tarde, el matrimonio San Román y su hijo dejaban las instalaciones médicas privadas, para darle calor a su hogar. María todavía padecía el dolor de su operación, y había agendado una cita, a fin de que le quitaran los puntos y dejaran la cicatriz por el momento.

Se hallaba hinchada de pies a cabeza, antes tenía su abdomen plano y ahora le sobresalía una minúscula capa de grasa. Se atavió el cabello en un chongo desordenado, se pintó los labios con un brillito transparente y con escarchas. Sus senos dolían como el mismísimo infierno, sentía que en cualquier instante reventarían y la leche materna se despilfarraría. Sin embargo, nada de lo mencionado le importaba, no cuando veía la carita angelical de su bebé durmiendo en brazos de su padre.

Entre tanto el chofer llegaba, ambos tomaron asiento en la cafetería a esperar el llamado del hombre.

― ¿Qué dijeron sobre nosotros? ―preguntó Esteban, señalándolos a ambos con el dedo índice.

María frunció el ceño y exclamó:

― ¿Tienen algo que decir de nosotros, acaso?

―Sobre... ―Realizó una clara señal con los ojos, entornándolos.

― ¡Ah! ―Se carcajeó, y con su mano libre acarició el anillo en el dedo anular de su amor―. Son cuarenta días, cielo.

― ¡¿Cuarenta?! ―gritó, y ella le reprendió acompañado de un golpetazo―. ¿Por qué tanto?

―Tengo que recuperarme, San Román.

―Ay no ―espetó―. No creo aguantar la abstinencia completa.

El móvil de Esteban sonó, con un mensaje del chófer anunciando su llegada.

―Vámonos. ―La tomó de la mano con propiedad. En su hombro, colgaba la pañalera de Héctor y la bolsa de María.

La presencia de una rubia alta, los detuvo.

― ¿Te vas, Esteban? ―Se atravesó en el camino de la pareja, cruzando las manos por la espalda―. ¿Y Fabiola? ―Escudriñó con sus ojos azules a María, que tenía la ceja enarcada y una cara de pocos amigos.

Esteban quiso que la tierra lo tragara.

― ¿Perdón? ―intervino Fernández, sujetando con fuerza al bebé―. ¿Usted es...?

―Leslie ―contestó, confundida―. Leslie Graham. ¿Tú?

―María San Román ―escupió, sintiéndose poderosa.

―Mira, Leslie; ella es mi esposa de la que te hablé el otro día ―le recordó―. Hace tiempo que Fabiola y yo no estamos juntos. Mi amor, ella es una antigua compañera de la universidad.

―Entiendo. ―Sonrió, con hipocresía―. Adiós, Leslie.

―Un placer, María. Pero, él y yo fuimos más que amigos. ¡Ten un lindo día!

El pelinegro la fulminó con la mirada, y procuró salir de ahí lo más pronto posible.

Se subieron al coche en silencio. La tensión se cortaba con un cuchillo.

―Más que amigos... ―siseó ella, sin detenerse a mirarlo―. Lindo, ¿no?

―No. Deja tu sarcasmo, por favor.

― ¿Por qué no solo lo dejaste claro allá?

―Leslie es problemática y cizañera, no quería una discusión.

―Okey.

― ¿Okey? ¿Solo eso dirás?

― ¿Tengo que decir algo más?

Él negó con la cabeza y continuaron su trayecto a la mansión en silencio.

 Cuando hubo llegado, Esteban quiso sacarle conversación, pero, María siguió de largo a la recamara y se recostó; no sin antes pasar por la habitación del bebé y dejarlo dormido en su cuna. Tomó el intercomunicador, y lo puso en la mesita de noche.

Todo ese tiempo, el sujeto salió a la empresa, adelantó trabajo y regresó a casa; topándose con una imagen hermosa.

Su mujer, amamantando a su hijo en la mecedora.

Se acercó, dejando el portafolio en un sillón y buscando aquellos labios tan adictivos para refugiarse un segundo.

― ¿Por qué lloras? ―inquirió, la mar de preocupado al verle las mejillas mojadas y los ojos rojos.

―Esto me duele mucho, siento que mi pezón se romperá en cualquier momento ―masculló, apretando los labios; así no soltar un grito desgarrador que asuste al pequeño.

Héctor succionaba la leche materna, aferrado como si su vida dependiera de ello―prácticamente era así―, con su manita sujetaba el tirante del sostén de su joven e inexperta madre.

― ¿Algo que calme tu dolor?

Quiso serle útil, sufrir como ella lo hacía. Odiaba verle llorar, sea mínimo el motivo.

―Nada. La doctora me ha dicho, que él mismo curará mi pezón en caso que se desprenda.

En su tono de voz, denotó molestia y supuso que era por el altercado de esa mañana.

―Iré a darme un baño, te espero en la habitación ―avisó, dejándola sola.

María rodó los ojos, y se concentró en su hijo.

―Eres mi vida entera, Héctor. Te amo, por siempre ―musitó, y dejó un beso en la coronilla del bebé. Su aroma olía solamente a amor.

Lo arrulló en sus brazos, sentada en la silla mecedora al tono de una canción de cuna.

Terminó y lo dejó dormido. Llegó al piso de abajo y fue directo a la cocina.

La encargada del área, le preparó una cena liviana siguiendo el recetario de la doctora y las mismas indicaciones de María.

No esperó a su esposo para comer, lo hizo rápido y sola. Estaba enojada por esa sencillez, y ya debió de pasarle la furia. Sin embargo, no era así. Aunó a eso, su preocupación estúpida por sus kilos demás, su hinchazón y sus ojeras. Además, los cuarenta días sin poder disfrutar del buen sexo que tenía con Esteban.

Se dio una ducha en el sanitario de invitados, y volvió con una toalla diminuta cubriendo su cuerpo, a su alcoba.

― ¿Bajamos a cenar? ―interrogó él, acercándosele por detrás, con intención de besarle el cuello húmedo.

―Ya comí. Anda tú, solo quiero acostarme ―enfatizó, apartándose.

Esteban cerró los ojos, frustrado e imaginando lo que le esperaba. La observó vestirse, y no pudo evitar bajar la mirada a los pliegues de su mujer. Soltó un suspiro, y se dio la media vuelta para salir. No obstante, se arrepintió y largó dos zancadas a ella.

―Buenas noches ―dijo, besándola con efusividad y tomándola desprevenida. María desfalleció, mientras duró ese cálido beso que tanto necesitaba―. Por si regreso, y estás dormida.

Después de enfundarse en su cómodo pijama y acurrucarse en sus sábanas calientitas, estiró sus músculos y estuvo a nada de caer en un profundo sueño. Solo que, el ruido agudo de un llanto la estremeció y cogió el intercomunicador, para salir de la cama e irse al cuarto de su hijo.

La noche sería muy larga. 

De eso no cabía duda.


N/A: 

Gracias a la radio tekila, yo pude terminar este capítulo hoy. 

El siguiente que publique, será el final. Tengo una nostalgia increíble, los amo. 

Espero traumarte, mi ale.


xoxo, Alice. 

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